23. El fin de una era
– No queda mucho para que nos lleven -oyó decir Marla.
Abrió los ojos. Estaba sentada en una esquina de la celda, con la cabeza apoyada en la pared. Después de todo logró dormitar unas horas. Keith, por contra, seguía con los ojos cerrados. Alguien dijo algo que la despertó. Sí, fue Olaf, sentado en la esquina de en frente.
– ¿Cómo te sientes? -dijo ella.
– Como en una de esas batallas místicas de los libros en las que estamos a merced de caprichos y rencillas divinas.
– Celebro saber que os ha llegado algo de la tradición griega.
– ¿Y tú? -dijo él.
– No lo sé -respondió tras pensarlo unos instantes-. Mal, supongo. No es así como pensaba acabar. No es así en absoluto.
– Suena a que tenías planes cuando viniste.
– Es posible.
Olaf se vio forzado a sonreír.
– Volvemos a las andadas, ahora vuelves a estar tan esquiva como cuando te conocí.
– Y tú tuviste mucha prisa por volver a Turín -dijo ella a la defensiva.
– Supongo que también tenía planes…
Se quedaron unos instantes en silencio, percibiendo en el ambiente la confianza perdida. Se estaban guardando secretos el uno al otro.
Dicho esto, Olaf se levantó, para sentarse a su lado.
– Ya no funciona así -dijo ella sin mirarle.
– Pero que hayamos cambiado no tiene nada que ver ¿Verdad?
Marla no respondió.
– En lo que a mí respecta, estás perdonada.
– ¿Por qué razón? -preguntó ella volviéndole a mirar.
– Así es como te castigas por creer dejarme. Pero el caso es que has vuelto, y creo que yo soy la razón, o una de tus razones. Eso me basta.
– Haces que todo sea muy fácil -dijo ella sonriendo. En parte gracias a esa respuesta pudo seguir guardándose la razón principal de su regreso. Si iban a morir no tenía sentido que Olaf se enterara.
Apoyó la cabeza en su hombro, y el general recorrió su pelo suavemente con su mano.
– Me siento enormemente afortunada de que seas la primera persona que me encontró cuando me enviaron aquí.
– Y yo de que te me aparecieras como salida de un cuento de hadas.
Continuaron varios minutos en silencio, disfrutando del momento, hasta que la llegada de varios pasos les hizo erguirse.
– Byron -maldijo Olaf.
El nuevo y autodeclarado a sí mismo Rey de Armantia venía acompañado de cinco guardias armados.
– Quién lo iba a decir, El Gran General apresado por traición. Me parece que no es la primera vez…
– Byron, abandona esta pantomima -dijo Marla-, no tienes idea de cómo va esto.
– Tengo la suficiente, lady Marla. Primero tu prometido rechaza sospechosamente hacerse con el control de media Armantia, para después enterarme de que engatusó a uno de mis hombres en un intento de ayudarle a viajar a la tierra de los invasores. ¡A la de los invasores!
Keith empezó a murmurar, despertando.
– Y encima ahora aparecéis vos con él -continuó señalándola-, tras desaparecer en misteriosas circunstancias, de mano de Boris de Alix. ¡Además de enterarme cuando sonsaqué a los invasores de que venían a por vos! Todo este asunto apesta. Por nada os daría a ninguno de los dos ningún gobierno de Armantia. Todo está desecho, y para volver a levantarnos necesitamos un único gobierno y un único Rey. Vosotros ya sólo me servís como apoyo popular.
– Tú -dijo Keith, ya despierto-, lástima que tus guardias no estuvieran contigo durante la invasión para presenciar por sí mismo la clase de Rey que van a tener.
Byron se le quedó mirando unos instantes sin decir nada.
– Sacadlos y que los ejecuten en la plaza, que todos lo vean -ordenó al fin.
– Esta ejecución marcará tu mandato, Byron. Y no para bien. Lo sabes -dijo Marla mientras los guardias la maniataban.
– Son tiempos difíciles, lady Marla, eso se entenderá. Además me he tomado la molestia de informar al pueblo acerca de vuestras actividades. Resulta sorprendente cómo se puede volver a unir a gente destrozada y desesperada cuando se les da a quién odiar. Creen que vosotros trajisteis a los invasores, y no creo que vayan desencaminados…
Esta vez la travesía fue menos agradable que hasta el calabozo hervinés, pues estaban atados y avanzando a empujones hasta la cercana plaza central de la ciudad de Hervine, abultada de un público del que únicamente recibieron abucheos e insultos.
¡Cómo pudiste abandonarnos! le gritaron a Marla. Aquella frase pudo con ella, y las primeras lágrimas empezaron a recorrer sus mejillas. Olaf se dio cuenta, y le exclamaba constantemente que no hiciera caso, que estaban bajo un engaño.
Pero es cierto que les abandoné, pensaba ella constantemente.
Estaban ya frente a las tres sogas. Marla seguía llorando desconsoladamente, y personas de rostro sucio y encogido les tiraban cuanto tenían a mano. Gente que lo perdió todo, menos el odio y el rencor.
Tras separarla a ella del grupo, el verdugo le colocó la soga en el cuello y anunció en voz alta los delitos que supuestamente cometió, siguiendo el antiguo protocolo. En ese punto Marla se serenó, al darse cuenta de que llorar no servía de nada, pero la impotencia que albergaba el rostro de Olaf al verla a punto de morir triplicó el dolor que sentía por la inminencia de su muerte, e hizo que sollozara de nuevo.
Al principio fue el propio gentío el que calló, y luego el verdugo se vio obligado a detenerse cuando algunos desde el público comenzaron a exclamar que, al igual que Marla, el cielo estaba llorando.
Enea contempló con asombro la multitud de estelas que caían del cielo.
– ¿Ves lo mismo que yo? -le dijo a Lilith, que iba delante en la cola de gemineanos afines en pleno éxodo hacia las montañas.
– Ramen nos proteja -dijo como respuesta afirmativa-.
Todos se habían detenido ya, contemplando el espectáculo.
– Entonces ya ha ocurrido -dijo Enea con voz apagada-, nos bombardean con el virus.
Lilith seguía mirando la plétora de bolas de fuego que surcaban el cielo.
– No es el virus -dijo Lilith con una respiración cada vez más acelerada. Retiró parcialmente la manga de su traje y se puso a manipular su pulsera, presumiblemente una IA.
Lilith insistió en lo que fuera que estaba haciendo pero no dio muestras de tener éxito. Frustrada, retornó su mirada al cielo.
– Lo ha hecho… -dijo al fin.
– ¿Qué? -preguntó Enea aún sin entender.
– La Simanu no devuelve señal. ¡No está!
– No te entiendo. ¿Y dónde está?
Lilith señaló con la cabeza hacia el cielo.
– Pero… pero… -dijo Enea casi sin habla- son demasiadas y muy grandes para ser fragmentos de la Simanu…
– No lo has entendido… La Simanu sólo es uno de esos bólidos -dijo Lilith sin apartar la mirada del cielo-, ha reentrado en la atmósfera. Los ángeles están cayendo…
Divisaron también a varios objetos voladores humeantes, aunque no incandescentes, perderse en el horizonte.
– Esas deben ser cápsulas de salvamento -dijo Enea-. Dios mío… entonces, están… todas han… ¿Cómo es posible?
Al fin, Lilith la miró.
– Los etéreos se han pronunciado.
– Darío, maldita sea, explícame qué está pasando -dijo Julio encolerizado.
– Lo ignoro, señor -dijo el holograma de Darío-, sencillamente no podemos comunicar con Tierra B, y las sondas no muestran contacto visual con la Oberón. Creemos que…
La imagen de Darío se transformó bruscamente, durante unos segundos, en un texto.
– …entre otras anomalías. ¿Se encuentra bien, señor? -dijo Darío al ver la cara que tenía Julio. Este se quedó unos instantes paralizado. A continuación comenzó a dar órdenes a toda velocidad.
– Nuestras instalaciones de reserva, las que usamos para viajar al caos… destrúyelas, ¿me oyes? Destrúyelas ahora mismo, así como todo nexo que podamos tener con Tierra B. Y que de allí no entre ni salga nada ni nadie…
– Pero…
– ¡Hazlo maldito imbécil! ¡Que de allí no salga ni entre nadie, y haz que se deshagan de cualquier hijo de perra que intente saltar a un universo que no esté en nuestra red. ¡Cuarentena! ¡Asepsia total! ¡Ahora!