Vicente Farnals
I
Vicente Farnals es socialista y jugador de fútbol. La filiación política le viene de casta, lo otro de la calle: mejor dicho, de los solares de la Avenida Victoria Eugenia, casi fronteros a la carpintería de su padre. Tenía diez años cuando el «Valencia Fútbol Club» fue por primera vez a jugar a Barcelona contra el equipo titular y le encajó tres goles, aunque a su vez le metieron cinco; alta gloria debida a Montes —delantero centro—, y a Cubells —interior derecho—, que él conocía. Eso era durante la dictadura de Primo de Rivera. Vicente jugaba en el infantil del «C. D. Rufaza», de extremo derecha, para más señas.
El campo de sus hazañas estaba cerca, sin una mala brizna de hierba, circundado por una valla de maderas grises, hechas coladera para permitir a los mirones de todas alzadas lanzar la vista al interior, los domingos de partido. (A un lado del campo corren dos bancos con más clavos al aire que otra cosa. Las porterías tienen un arco curvado por la intemperie, el tiempo y las dificultades económicas de la tesorería del club). Los domingos por la mañana Vicente y su amigo Ramón —el medio centro— llegan antes que los demás y pintan las rayas blancas sobre la tierra dura; alternativamente uno se ocupa del cubo y el otro de la brocha gorda.
El campo es duro: ni una brizna de hierba. La hierba para los vascos, aquí la pelota salta más. La controlamos mejor. Y el portero. Bueno, el que juega de portero casi no es jugador. Es un futbolista aparte. Solo, ligado al equipo con los dos defensas, pero aparte, encerrado, encuadrado. El portero está solo y espera que jueguen los demás. No corre. O si corre parece hacerlo atado a la puerta, con un elástico que le vuelve a su marco, automáticamente. ¡Pero darle a la pelota, lo que se llama darle con la punta o con el empeine, qué va! Cogerla de lleno. Darle bien, con el efecto que se quiera, para que vaya a dar a donde se ha pensado: en el centro del larguero para que el compañero salte lo que tiene que saltar y la desvíe con la cabeza al ángulo. ¡Qué saben de eso los mirones! Corres la línea que parece que te vas a caer y no caes. Sabes que la pelota te llega por detrás, que va a surgir tres, cuatro, cinco metros adelante. Lo notas por la cara del defensa que llega corriendo a cortarte. Saltas, corres tres metros más con la pelota pegada al pie y, ¡zas! Con el empeine y al centro: medida. El peso exacto del balón: hecho para la fuerza de la pierna.
Internarse, internarse y chutar a gol. Sentir cómo la vista se te va con el pie. Buscar el ángulo exacto. Darle al pie la fuerza y la velocidad que manda el impulso que te llena el pecho, para colocarla fuera del alcance del portero contrario. Ese desgarrar lo desconocido que es un gol. Ese disparo feroz a la red. ¡Zas! Un pez, un pez gordo que se incrusta en la red. Esa colocación del pie, de la voluntad, de uno mismo, que es un gol. Con la cabeza es otra cosa. Con la cabeza te das menos cuenta. El salto es más aventurado, gozas menos.
A los ocho, a los diez, a los quince años, la vida —para Vicente Farnals— se dividía claramente en cuatro cuartos, al igual que los puntos cardinales: Norte, comer. Sur, dormir. Este, jugar al fútbol en el solar, y Oeste, ir a la escuela. Todo esto presidido por Pablo Iglesias, «El Abuelo», cuyo retrato está en la habitación de su padre, dedicado y todo: A Vicente Farnals, su compañero, Pablo Iglesias. Una cinta roja, ajada, en una de las esquinas del marco negro.
No lo tenía en el taller porque, como es natural, le podía perjudicar. Tenía éste el ancho de la puerta. Se bajaban dos escalones, oliendo a madera buena. El banco a la derecha, las tablas y las chapas adosadas contra la pared izquierda. En medio y al fondo, muebles sin terminar. El bote de la cola y los instrumentos. (Cepillos, garlopas, formones, escoplos. Las limas, las sierras de acero negro y gris, taladros, martillos, escuadras, el papel de lija, las delicadas muescas para machiembrar el cedro con el ciprés, mientras se espigan el ébano y el roble para ensamblarlos en inglete o en cola de milano por medio de finas mortajas. El olor del serrín y de las virutas retorcidas como caracoles, o colas de cerdo).
Vicente Farnals, el padre, era ebanista de pro, mejor dicho, lo fue. El artesanado daba poco y los muebles bien acabados, en una época en la cual vencía el objeto en serie del nuevo rico, no alcanzaban aprecio. El trabajo fino no daba ya lo necesario para el bienestar de la familia, que en casa de Vicente Farnals se comía bien y mucho a todas horas; desde la mañana, con su copa de aguardiente, al almuerzo, morena pataqueta bien rellena con una tortilla de patatas o una chuleta de cordero con tomate frito, o atún y pimiento aderezado con piñones y tomate; al arroz de mediodía, caldoso o seco, con cualquiera de las mil cosas que la tierra produce: acelgas, alcachofas, cerdo o mero; al hervido de la noche, las patata tiernas, las judías verdes, el buen aceite y algún huevo restallante, amarillo, blanco y dorado.
Vino a ser socialista por su amor al trabajo. Le dolía tener que cambiar sus obras por dinero. Y que le regatearan. Se dio cuenta de qué manera tan distinta consideraban la madera él y sus compradores. Faltábales el amor por la caoba bien pulida, o por vulgar pino vencido por su afán de perfección. Le hería que comparasen su trabajo —a él mismo— con el de otros, por el solo precio. Así le entró el odio la burguesía y al capitalismo. El que se transformaran a ojos vistas, sus mesas, sus sillas en reales, pesetas y duros, en objetos de comercio; esa trasmutación era superior a su entendimiento y despertaba su furia. Veía en cada tabla la posibilidad de algo útil y hermoso y no concebía que se le regatearan sus milagros. Entonces el ebanista decidió dedicarse a trabajos menos delicados e inteligentes, más rápidos y productivos y vino así de ebanista a carpintero, para mayor bien de su bolsa y particular contento del estómago propio y el de su prole. Era viudo, magro y de bastante mal genio. Decía que se le había avinagrado el carácter desde la muerte de su santa mujer, que le tenía en un puño. Al quedarse sin ella no supo dónde apoyarse y perdió su equilibrio. Ni siquiera se le ocurrió sustituirla. La difunta fue hija de su maestro ebanista de gran nombre y no pocas ínfulas en el gremio. A raíz de su soledad fue cuando se decidió a rebajar su categoría, cosa que su cónyuge no le hubiese permitido. Nadie le dijo «esa boca es mía» lo que, en el fondo, no dejó de molestarle, preparados como tenía dos o tres discursitos de su solera para explicar el caso. Porque, eso sí, labia no le faltaba, y en las noches de comité sí no soltaba su perorata no podía dormir tranquilo. Era intransigente en tiquismiquis y dimes y diretes administrativos y sindicalistas, y partidario de respetar los estatutos cual si fuesen mandamientos de una ley incontrovertible, amigo de poner los puntos sobre las íes. Tardo en la exposición, diserto y agarrándose a los lugares comunes y a los latiguillos cuando se hallaba sin salida, y aun con ella. Esponjándose con su:
—Esta es mi opinión personal, particular e intransferible —con que solía acabar sus intervenciones.
Querido de todos y de ninguno: una institución; tesorero de la agrupación desde siempre, honrado, bastante puntual en la entrega del trabajo y amigo de parlotear sin fin con los clientes, lo cual no le favorecía. Crió a sus hijos con la misma medicina, con lo que le respetaron y crecieron cada uno a su manera. Fueron a la Escuela Moderna, única escuela laica existente entonces en Valencia, que fundó un tal Samuel Torner, que según decían había sido secretario de Francisco Ferrer.
Los chicos bajaban por la mañana por la calle de Ruzafa, cruzaban ante la plaza de toros —el padre odiaba la fiesta nacional—, tenían cuidado al pasar las vías de la Estación, rodeaban el Instituto, seguían la calle del Arzobispo Mayoral hasta la de la Sangre, luego por la de Garrigues, mirando a hurtadillas, a derecha e izquierda, por la de Gracia donde están las «casas malas», hasta la plaza de Pellicer, término del viaje y principio de los pupitres. A veces cruzaban por delante de la Estación, por la plaza de Emilio Castelar y se sentaban en la fuente del Marqués de Campos para mirar —ávidos— la actividad bullanguera y comercial de la bajada de San Francisco, o se largaban a contemplar y discutir las fotografías clavadas en la entrada del cine «El Cid», donde daban películas de episodios. Allí fue sorprendido Vicente por el primer tiroteo de su vida, el año 17. Siempre recordará la pareja de la guardia civil metiendo los caballos por la acera. Él se escurrió hasta el Ateneo Mercantil, de donde le echaron. Se metió en una tienda de ropa. Luego, sin miedo, atravesó la calle de las Barcas —solo— frente a los guardias, tercerola terciada, en hilera, viéndole pasar. Al llegar a su casa la encontró cerrada. Habían venido a buscar a su padre. Así fue a la cárcel, por vez primera, a visitar al carpintero, encantado de que tomaran tan en serio su condición de revolucionario y, sobre todo, su incontrovertible republicanismo.
Olor del serrín y de las virutas. Olor de la resina del pino, traslúcido rosa. Olor de azahar. Capas lentas, prodigiosas, de olor de azahar llegando a ras de tierra, con el atardecer, manto del sol y prenda de luna llena. Olor oleaginoso y lento del naranjo cargado de flor, cuajado de fruto. Naranjo verde negro, perenne. Naranjas amargas y dulces, pesadas como senos, primaveras. No mondarlas: exprimirlas y chuparlas hasta la última gota de jugo, y tirar luego la corteza, de repente vieja, arrugada, deshecha y desecho. La boca pringosa y las manos pegajosas. La tierra removida y el andar lento. Entre los mojones crecen las plantas inútiles con sus florecillas blancuzcas, sin mañana.
Llega el olor sumergiendo la ciudad voluptuosamente, con premeditación: presencia y venganza de la huerta. Los hombres desean las mujeres envueltas en el olor del azahar. Respiran más hondo, sintiendo su cuerpo, viendo lo que nunca vieron. Cada naranjo alarga su cuerpo indefinidamente, enlazando la ciudad. Ya la cubre. Ya la tiene y retiene y revuelca. Valencia cubierta de olor de azahar, Valencia en la mano del naranjo. Valencia blanca y blanda con peso de pecho, limonar. La naranja entre la mandarina y el limón. Valencia granada, Valencia honda, Valencia borracha de olor de azahar.
Vicente se para, huele —solo— por primera vez, dándose cuenta, descubriendo el azahar. No hay aire. No hay tierra, ni calor, ni frío, ni luz, ni oscuridad, ni peso. Está él solo, en una luz violada de noche nueva, trasvelada. Ni día, ni noche. Ni frío, ni calor. ¿Existe una temperatura? ¿Existe Vicente? ¿O sólo existe el olor de azahar y la Primavera? La Primavera. Vicente descubre la Primavera. Hasta entonces, en su primera juventud, sólo había existido el frío y el calor, el Verano y el Invierno. De pronto se da cuenta de que existe la Primavera. Un baño universal de cálido amor, —¡cálido, no! 36.8— 36.8 —36.8—. Y Vicente Farnals, al asombro de algunos transeúntes, ensaya unos pasos de baile en la acera de Correos, en la plaza de Emilio Castelar. Y piensa en Teresa, la hija de «Barbas de Santo», el herbolario de la calle de Sevilla, allá detrás del taller. No podrá nunca separar el olor de azahar de su pubertad: una cosa trajo la otra, ligadas hasta la muerte.
Don Vicente Farnals, el padre, murió el año 31, feliz con el advenimiento del régimen soñado, siendo, ya, concejal. Había conocido el paraíso y no pedía más.
Dos años antes Vicente se había casado con Teresa.
Teresa no tenía nada de inteligente, pero era mujer, mujer de arriba abajo. Vicente le hablaba de sus inquietudes políticas, de sus deseos de intervenir en la vida pública, de sus pujos de rebelión, de su seguridad en un mundo mejor, más justo (las ideas de Vicente eran muy sencillas, los remedios que proponía, de una claridad meridiana). Teresa oía todo como quien oye llover, segura de que las cosas estaban bien como estaban, gracias a personajes desconocidos que velan por el bien y el bienestar general. Sus padres no pusieron reparo alguno al noviazgo; la futura situación del muchacho parecía desahogada y Teresa no traía dote.
Vicente hubiese deseado un amor más tormentoso, más difícil de llevar a buen término, pero atado, por el cuerpo joven y los buenos ojos de la muchacha, se convencía fácilmente de que la grandeza de cada quien reside en el pensamiento y sus deseos, y no en los avatares de la vida. (La política era otra cosa).
Durante el noviazgo no se produjo ningún hecho capaz de poner las cosas en claro. El deseo lo borraba todo, en volandas. Se casaron. Grande fue la sorpresa de Teresa al advertir que Vicente no renunciaba, a pesar del himeneo, a sus entusiasmos políticos.
—Ahora que estamos casados —venía a decirle—, ¿qué te puede importar cómo se maneja o cómo manejan el mundo?
Vicente optó, —¡qué remedio!— por callar y dejarla completamente en ayunas acerca de sus actividades. Alguna vez, que intentó explicarle un retraso por ese motivo, se encorajinaba viéndola caer en los celos. Escogió mentir, cosa que Teresa aceptó mejor, acostumbrada desde siempre a considerar a su marido como el amo.
Una vida hecha de guiones: Teresa y la modista, Teresa y el carnicero, Teresa y sus padres, Teresa, y los domingos, Teresa y Vicente. Serie de apartes y vida en forma de collar —de cuentas— un asunto tras otro, sin que la suma de todos formaran una suma o un total. Una vida sin explicación, sin resumen, sin interés. Zigzag de puntos sin que las cien preocupaciones del día fueran una sola preocupación. Y un día tras otro: que si la lavandera, que si el del ultramarinos, que si la portera, que si el cine, que si el organdí, que si el agua caliente, que si el carbón, que si las medias, que si la faja, que si el reloj, que si el periódico, que si el crimen.
Teresa era preciosa y dulce, y metida en carnes. Vicente se las componía pensando que las mujeres, si no debían ser así, eran así. Y que estaba bien que así fuera.
(Teresa era rubia, con ojos grises que se le tornasolaban, el cutis suave y sonrosado que en las mejillas subía a encendido.
Se arrebolaba con facilidad, dejándose vencer por cualquier emoción. Sabiéndolo, ese sentimiento la llevaba, a veces, a aparecer brusca y enemiga de ternuras. Encogida de sus sentimientos, corta sin ser pusilánime, retraída en decir lo que sentía, tal vez porque era un poco vulgar en sus expresiones, no habiendo tenido donde afinarlas, y sintiéndolo instintivamente, prefería callar.
Bonita y aun más, pero fría, fuera por contenerse o por vergüenza, o por haber sido educada por monjas que, al verla tan maja, debieron pintarle el infierno con más vehemencia que a otras. Había perdido la fe a medias, como tantas, pero, sin embargo, le quedaba el caparazón y cierto hondo temor que la detenía en todo, menos en reñir con muchos, entre los cuales, como es natural, no se contaba a Vicente, mundo aparte, amo y señor).
El negocio había prosperado. Ahora tenía una fábrica de muebles en Almusafes: quince obreros. No por eso había dejado de pertenecer al partido socialista, donde se le veía con cierta reserva por aquello de que se había convertido en patrono. Pero cuando hacía falta dinero para una cosa u otra recurrían a él sabiendo que daría, prudencialmente, lo que pudiera.
Vicente Farnals leyó lo que creyó necesario para entender el mundo: Eliseo Reclus, Blasco Ibáñez, Max Nordau, Baroja, Valles, los hermanos Margueritte, Barbusse, Flammarión, Insúa, Felipe Trigo, literatura vagamente humanitaria que concordaba con su filantrópico liberalismo. Su mayor admiración, Galdós.
El alzamiento no modificó en nada su vivir. No recurrieron a él, ni podía ofrecer nada que sus compañeros no tuviesen. Además ahora, en el partido, mangoneaban los partidarios de Largo Caballero, y él era de Prieto.
Hacia el 15 de agosto recibió una carta de Jaime Salas. Hacía años que no sabía nada de él. Salas fue defensa derecho, en los tiempos de gloria del Ruzafa F. C. Era, por entonces, aprendiz de tintorero. Con él vio Vicente «Los misterios de Nueva York», en el teatro Ruzafa, convertido en cine, y «La moneda rota», en el Romea; acurrucados en general, conteniendo la respiración. El conde Hugo, La Mano que Aprieta…
Salas vivió después en Tarragona y allí se casó con una viuda rica. Se supo, y motivó comentarios jocosos e indecentes entré sus antiguos compañeros.
—Siempre fue listo…
—No hay como el braguetazo.
Y el olvido se lo fue comiendo.
Era un muchacho guapo, alto, morenísimo, un tanto amoral. Pero ¡qué defensa derecho! Una vez, jugando contra el Club Deportivo Cabañal, metió un gol desde la línea de defensa.
Apenas tenía memoria de él cuando llegó la carta. Pedía socorro: un salvoconducto para llegar a Valencia. Vicente no lo pensó mucho, fue al partido y, sin entrar en detalles, obtuvo que se le llamara.
Lo vio un momento, en la estación. Pasearon cerca de la reja, al atardecer. Hacía mucho calor. Jaime Salas se asombraba del nuevo aspecto de la ciudad. Fue circunspecto: por lo que advirtió Vicente, era de la Lliga Catalana y tenía enemigos en la Unión de Rabassaires. Conservaba su buen aire, a pesar de una panza más que incipiente.
—¿Y tu mujer?
Jaime hizo un gesto vago.
—¿No tenéis familia?
—No.
—¿Qué piensas hacer?
—Me voy a Alicante.
Y no hablaron más.
II
Entró Vicente Farnals en casa y se encontró con Gaspar Requena que le esperaba. Las ventanas estaban abiertas y encendidas las luces de todas las habitaciones.
—Se conoce que nadie piensa pagar la cuenta a la Electra…
(Es absurdo que empiece así la conversación, piensa Vicente).
—Mejor es no pagar que recibir dos tiros.
Requena había soltado aquella frase sin sentido con un retintín amargo. Tanto montaba que hubiese dicho otra cosa, la intención estaba en el tono. Vicente no se sorprendió, pero dio largas:
—¿Y Teresa?
—No sé. No la he visto. Me hizo pasar la criada.
—Debe estar en casa de su madre.
—Ya supondrás a lo que he venido.
—No.
—¡Vaya, hombre! Defiéndete, pero no niegues. Sabes muy bien de qué se trata.
Vicente y Gaspar eran amigos, lo fueron íntimos antes de que el segundo se marchara a trabajar a Madrid por indicación de la UGT, hacía ya cerca, de cinco años. Era de Rufaza, aparejador y muy entusiasta del club de fútbol de la barriada. Pasó al partido comunista en 1934, y lo tenían en mucho.
—Sabemos que has hecho todo lo posible para que Salas embarcara en Alicante.
—Sí. ¿Y qué?
—No quisiera dar a esto más importancia de la que tiene.
—El solo hecho de que estés aquí demuestra lo contrario. Te advierto que no pienso justificarme.
—Ni lo podrías.
—Esa es tu opinión.
—La mía y la de muchos.
—Por mí puedes llamarme «traidor al pueblo español».
—Así no nos vamos a entender.
—Es posible.
—No hay nada peor que emperrarse en la equivocación.
—Todo dependerá de lo que tengamos por equivocación. ¿Fumas?
—No, gracias. ¿Ya no crees que hay que obrar en todo como si cualquier cosa fuese tan importante como la que más?
—Depende…
—¡Claro que depende! Pero en otro sentido… Todo está enlazado. No hay más cabos sueltos que los malos. ¿No me dijiste alguna vez que para ganar un partido lo que importaba era jugar los noventa minutos al mismo tren endemoniado?
—Sí. Pero cuando la pelota está del otro lado del campo puedes rascarte la nariz sin que el entrenador ni el público tenga nada que decir.
—Salas es falangista.
—Cuentos. Veis fantasmas por todos lados.
—Si hubieses sabido que era falangista, ¿hubieses obrado igual?
—Es posible.
—¿Tanto has cambiado? ¿Ya no crees en la lucha?
—¿Te parece que hago poco?
—No. Pero, de pronto, por debilidades personales, fallas.
—Lo mío, déjamelo a mí.
—En la lucha no hay nada tuyo ni mío.
—Entonces, ¿por qué te metes en lo que no te importa?
—Te estás mintiendo. Has obrado mal y lo sabes. No quiero sino una cosa: que lo reconozcas.
—Salas era amigo mío. Como lo eres tú… Si aquí hubiesen ganado los rebeldes, y tú hubieses estado en peligro, yo hubiera hecho lo necesario —lo posible— para salvarte.
—No lo dudo; pero no es ésta la cuestión. Salvarme hubiese sido lo justo, salvar a Salas es una falta contra el pueblo, contra ti mismo.
—Es amigo mío y lo fue tuyo, aunque no tanto.
—¿Crees que basta?
—Sí.
Gaspar se levantó, fue hacia el balcón; se volvió de repente.
—Entonces: estás perdido.
—¿Tú crees?
—Si lo dices de verdad, sí. Y no tenemos más que hablar.
Se dirigió hacia la puerta. Vicente no le contestó, seguro, como lo estaba, que no acabaría ahí la cosa. Acertó y se le fue una sonrisa, a su pesar. Se arrellanó en la silla, apoyó los codos en la mesa.
—¿Para vosotros lo primero es el hombre?
—Desde luego.
—El mundo para el hombre, ¿no? Entonces…
—No sigas por ahí. Por el hombre, para el hombre hay que cambiar de todo en todo la actual estructura de la sociedad.
—Hasta ese momento privará la política sobre cualquier otra cosa, y lo justifica todo…
—Sigue.
—¿No has pensado nunca que toda política vencedora, toda revolución triunfante ha determinado una burocracia que acabó ahogándola? Pensáis que el comunismo es un movimiento continuo, que seguirá adelante, con baches, con volteretas, pero sin pasos atrás. Y aunque los tenga. Que llegará a su meta y que, una vez entronizado el socialismo en el mundo ya no habrá sino tumbarse a la bartola. Intentáis convencer de que es posible la existencia del paraíso en la tierra. En eso sois menos listos que los católicos.
—¿De qué estás hablando?
(Vicente se dio cuenta de que se salía por la tangente. ¿Por miedo? Y de que Gaspar lo notaba. Porfió).
—Yo creo en el progreso. En el progreso, siempre. Tras el comunismo debe haber otra cosa. Y luego otra. No se puede ser tan categórico.
—¿De qué estás hablando? Lo que importa es hoy. Lo que hay que hacer hoy. Ahora. Lo que has hecho. Lo demás… Lo de mañana, mañana se discutirá. Y hoy, lo que has hecho es contribuir a la fuga de un enemigo.
—Amigo mío…
—Eso no tiene nada que ver.
—¡Cómo que no! Además, si te hubieses visto en el mismo caso que yo, tú también…
—No. Puedes tener la seguridad de que no. Tengo otra conciencia que tú.
—¿Por qué quieres hacerte más inflexible de lo que eres?
—Estamos perdiendo el tiempo. Y sabes que no son las discusiones las que me molestan.
—Mira, Gaspar, para vosotros sólo existe la política. Para mí, no. Para mí la política es una parte integrante del hombre, no todo.
—Para nosotros, también.
—Si quieres, pero la política priva y determina el resto, los sentimientos por ejemplo. Dejaste de saludar a Landín cuando abandonó el Partido.
—Lo expulsamos.
—¡Qué remedio! Para vosotros no hay alternativas. Además, eso es lo que está bien, es vuestra fuerza. Habéis hecho desaparecer la duda de vuestro mapa. Pero reconoce, por lo menos, que todos no son, no pueden ser, comunistas. Landín no es un bandido, no es una mala persona. Sencillamente, con honradez, —¿oyes?, con honradez—, no estaba de acuerdo con la táctica del Partido, le pareció que eso del Frente Popular era una equivocación fundamental —me consta que sigue pensándolo—. Dejó el Partido. Lo expulsasteis. Hasta ahí no hay nada que decir. Correcto, a pesar de la nota infamante con que lo adornasteis. Pero tú, tú, su fraternal amigo, dejaste de saludarle. Como si hubiese muerto.
—Es lo justo.
—No, Gaspar, no. Por cuenta de la política ahogáis toda una porción del hombre que os proponéis salvar. Sois capaces de forjar una humanidad nueva donde todos sean iguales: todos cojos.
—¿Y tú eres socialista?
—Sí.
—No me hagas reír. Laborista o fabiano, y gracias. Hacéis más daño al pueblo que el más reaccionario de los reaccionarios.
—No hagas frases.
Vicente se arrepintió: Gaspar no hacía frases era sincero.
—Perdona. Pero si enterráis durante generaciones y generaciones todo sentimiento espontáneo…
—¡Qué sentimiento espontáneo, ni qué ocho cuartos! Lo que tú tomas por sentimientos no son más que residuos burgueses…
—No me vas a negar que te costó dejar de saludar, dejar de hablar con Landín. Si machacáis en pro del deber, toda simpatía y regís vuestros sentimientos por lo que el Partido, o tus ideas políticas impone, ¿no crees que corréis el riesgo de atrofiar toda una parte natural del hombre? Despertaros un día, vueltos máquinas, burócratas. Sin clases, pero sin razón de vivir. Porque el día en que se implantara así un socialismo aséptico, científico, como decís enjuagándoos la boca, perfecto si quieres, tras haber pisoteado todas vuestras inclinaciones incontrastables, ¿qué quedaría del hombre?
Gaspar le oyó sin chistar, frío, despegado.
—Todo eso son suposiciones tuyas, falsas arriba abajo. ¿Qué quieres? ¿Favorecer, en nombre de lo que tú llamas buenos sentimientos, a nuestros enemigos? ¿Perder la guerra con tal de pasar por filántropos? ¿Qué alaben eternamente nuestros buenos corazones de idiotas, de esclavos?
—¿Tú crees que el haber ayudado a Salas influirá en el curso de los acontecimientos?
—¡Naturalmente que lo creo!
—Un futbolista…
—Sí: un futbolista, tú; y un capitán, el vecino de enfrente; y un cura, el del ultramarinos de al lado, y un espía, la tía de la esquina…
—¿Dónde está vuestro respeto por la vida humana?
Vicente sentía que Gaspar tenía razón. Y, sin embargo, porfiaba, sinceramente, con el profundo deseo de ver claro. Había algo, indefinible, que le mandaba no abandonar su posición. No era la negra honrilla, ni la posible vergüenza del «mea culpa», sino algo de adentro que nada tenía que ver con la razón.
—Lo malo es que lo juzgáis todo con el mismo rasero. Técnicos sois y especialistas encarrilados y con anteojeras que sólo os dejan ver un camino estrecho. Para el trabajo no cabe duda que tiene sus ventajas. Pero hay otras cosas.
—Sí. Por ejemplo: tu refrán de esta noche: la amistad. ¿Pero es que no puedes tener amigos en tu partido? ¿No los tienes? Los amigos, ¿no se escogen? Y lo que escoges, ¿tiene que ser para toda la vida? ¿No te puedes equivocar? ¿Eres infalible?
—La única diferencia está en que yo creo que mis amigos pueden tener opiniones políticas distintas a las mías, y tú, no.
—Desde luego.
—Y eso, ¿entra en la categoría del progreso?
—Desde luego. Un fascista no puede ser amigo mío.
—Porque para ti la política es la base de la humanidad. Te basta que un cualquiera comulgue con tus ideas políticas para que sea tu amigo.
—Es posible.
—Le llamas compañero, camarada.
—Y lo es.
—Pero no amigo. La amistad es otra cosa. Una ligazón más vital. No sólo una persona con quien se habla mal de los enemigos, de los problemas del momento. A menos que ya hayas llegado a no tener otros. Aflojar las riendas de la lengua. Quizá no haga falta. Sois más duros. Yo soy un hombre blando y necesito amigos para sentirme vivo. Yo sé, tanto como tú, lo que es un compañero; porque yo he jugado al fútbol, y tú, no. Un balón bien o mal pasado une más de lo que te figuras. Por algo se llama a aquello un equipo.
—Sí, ya sé: Salas fue defensa derecho, en tu tiempo.
—En el nuestro.
El tono de Gaspar se había vuelto un poco más cordial. Hubo un silencio. Luego siguió:
—¿Piensas, como todos, que somos unos sectarios?
—No, sectarios, no. Porque el comunismo no es una secta. Sectarios, no. Hay otra palabra que os cuadra mejor, si no te enfadas.
—¿Más? ¿Cuál?
—Fanáticos. Os ciega el fin y no escogéis los medios. Y, sin embargo, lo que más me atrae de vosotros es la pasión. No os importa un comino la moral.
—¿Nos crees capaces, como tú, por lo que sea, de ayudar al enemigo?
—Si os conviniera, sí.
—Si nos conviniera… ¿Es que a ti te convenía hacer escapar a ése?
—No. Y ahí está la diferencia. Para vosotros no existen los sentimientos morales como no sean aprovechables para vuestra justa política. Y para mí, sí. Sois capaces de entenderos con los fascistas si veis en ello una ventaja.
—Si la revolución fuese a ese precio, ¿no la aceptarías?
—Aceptarla, seguramente sí. Pero participar en su advenimiento, a ese precio, como tú dices, no. Si conviene, sois capaces de cambiar de postura cada veinticuatro horas; yo no. Os admiro, pero no puedo compartir vuestros trabajos.
—¿Es ese tu materialismo histórico?
—Sí.
—No te felicito.
—¿Vais a detenerme?
—No, hombre, no.
—No me vas a hacer creer que viniste a verme así, por las buenas, porque eres… amigo mío. Si de veras eres consecuente, debes denunciarme. Debes prenderme y…
Gaspar sonrió:
—Ahí, me cogiste, viejo.
—¿Todavía no os sentís bastante fuertes?
—Tal vez.
Gaspar había bajado la voz.
—¿Te marchas?
Entraba Teresa.
—¿Cómo está usted?
Y, después:
—¿Qué quería?
—Nada. Nada, pasaba por aquí y subió. ¿Ya has cenado?
Luego se reprochaba no haber dicho a Gaspar todo su sentir: El cómo —para él— daban demasiada importancia a lo nimio, a lo inmediato. El cómo le molestaba su desprecio de lo que no fuera útil a su causa, el verlo todo bajo la sola luz de su organización, su falta absoluta de interés por lo que no fuera su estrecho círculo. Recordaba la elección de libros que había hecho Juan Redondo —un muchacho inteligente, de las juventudes— cuando se le ofreció la biblioteca de los Dominicos:
—Aquí no hay nada que nos sirva.
Escogió unos cuantos libros de texto.
—¿Fray Luis de Granada? ¿Para qué? Todo esto en latín… ¿Menéndez y Pelayo? Era un reaccionario. ¿No querrás que me lleve éstos de Vázquez de Mella?
El ser tan de partido, a brazo partido, partidos, seres incompletos, cerrados; faltos de amor.
Porque apreciaba de veras a Gaspar, le quería. El haber ido juntos a clase —la memoria de la niñez es más fuerte que cualquiera— le parecía una razón suficiente para no reñir con él, de la misma manera que el haber jugado juntos durante tres temporadas con Salas había bastado para que no dudara en hacer lo posible por ayudarle.
—Mañana me detendrán.
Se acercó al balcón abierto y se asomó a calle desierta. Lo había hecho muchas veces antes, cuando la calle era de todos. De todos y de ninguno, de cualquiera. Ahora, no. Ahora, por el hecho de la guerra, de la revolución, se sentía atado a la calle —las llaman arterias—, sentía cómo su sangre corría por ella, por ella y las demás. Sentía que Valencia era suya. Suya y de todos, conjuntamente: porque la defendían. ¿Había traicionado? Las piedras, el asfalto, las luces, el gas, la electricidad, la casa de enfrente, el aparato de luz que allí colgaba, todo era suyo. Suyo y de todos, y había que defenderlo. Por solidaridad. Porque él era el pueblo, y el pueblo era él. Se sentía envuelto, protegido. Pasaba un hombre, un hombre desconocido, que era él mismo. ¿De la CNT, republicano a secas, socialista, comunista? Un hombre que iba a una tarea que serviría para defender la ciudad, su tierra, su país, su patria.
Un mes antes era la misma calle, la misma España, y no la sentía. ¿La sentía ahora porque era España o porque era la lucha? ¿O por ambas cosas a la vez? Si la guerra fuese en Italia, ¿sentiría lo mismo? No. Si la guerra me hubiese sorprendido allí, entre italianos que se entremataran, ¿me sentiría igual? Sentir, sentimientos… ¿Qué tiene que ver la razón con todo esto? ¿Tendrá razón Gaspar? ¿A dónde fue a parar mi materialismo?
Llegaba el olor de las magnolias; como siempre, le conmovía. La nariz era la fuente más sensitiva de su organismo. Levantó la vista y se extrañó de la luz perdida de dos o tres estrellas.
—¿Qué no vienes a cenar hoy?
Se volvió y sonrió a Teresa, que estaba de mal humor.
—Ahora voy.
—¿Vas a salir?
—Sí. Me acercaré un momento al Partido.