6 de noviembre por la mañana
Una motocicleta deja a Vicente Dalmases a la puerta del Ministerio de la Guerra. Baja del sidecar, y se despide de su compañero:
—Mañana, a las ocho, aquí.
Luego, atraviesa la verja y se acerca al palacio. Cerca de la puerta todavía está boquiabierto el embudo de la bomba que cayó allí por octubre. Entra en el Ministerio como Pedro por su casa. Ordenanzas y militares van y vienen, encerrados en sí, sin preocuparse de los demás. Vicente pregunta por el subsecretario: trae un pliego para él, del jefe de su batallón. Le contestan alzándose de hombros:
—Arriba.
El joven sube las escaleras, extrañado de tanta indiferencia.
—¿El general Asensio?
—No está.
—¿Cuándo vendrá?
—No sé.
—Traigo un pliego urgente para él.
—Déjelo.
—No. Tengo la orden de entregarlo personalmente a uno de sus ayudantes.
—No hay nadie.
La gente va y viene, atareada, con papeles, con bultos. Vicente se siente perdido, No sabe qué hacer. Pregunta a otro.
—Espérese.
Se acerca al ventanal. En la mañana fría, la Cibeles, cercada por sacos terreros, parece más pequeña, solitaria, en el centro de la plaza medio desierta. Frente al Banco de España, unos camiones, custodiados por Guardias de Asalto; unos mozos van y vienen, llenándolos. El Prado, sin nadie. El silencio y, de pronto, a lo lejos el cañoneo.
Vicente se da cuenta de que lo que sucede es que la gente abandona Madrid, están evacuando la capital; que no queda nadie. Van a entregar la ciudad. Se vuelve y mira los ojos de los que se afanan, de aquí para allá. Conoce esa expresión. Se van, abandonan la tierra que pisan. No comprenden el porqué, pero se sienten en peligro inminente de caer en manos del enemigo, y cualquier otra cosa es mejor. Huir, retroceder, irse ante el mal que avanza, cercenar lo que sea ante la invasión de la gangrena. Tiene que entregar el pliego.
—¿El subsecretario?
—No sé.
—¿Cuándo vendrá?
—No sé.
Nadie sabe.
—Traigo un pliego urgente.
Se alzan de hombros. Entra un general, pregunta por el subsecretario. Nadie sabe nada.
—¿Quién es?, —pregunta Vicente.
—El general Pozas.
—Si viene —indica el general—, dígale que fui a la Presidencia del Consejo.
De pronto, por la calle, viniendo del Retiro, subiendo hacía la Puerta del Sol, empieza a desfilar una columna. Una larga columna de hombres, civiles todos: la mayoría con boina y gorra, algunos sin nada en la cabeza. De tres en fondo, desarmados. Jóvenes y viejos. Se esfuerzan en marchar militarmente, de cuando en cuando rectifican el paso, para seguir el ritmo. Un tranvía se detiene para dejarlos pasar. En las aceras, los pocos transeúntes se alinean en el bordillo para verlos. ¿Quiénes son? ¿Dónde van?
Son los del ramo de la construcción, y bajan hacia Carabanchel.
—¿Sin armas?
Van a relevar a los muertos. Sólo el ruido de sus pies. Desde donde los ve Vicente, no se puede leer en sus ojos. Tan pronto como se enfrenten con los tanques, o los moros —piensa el mozo— echarán a correr. Es el fin. Sí Madrid no tiene otra cosa que oponer a las columnas de Varela, estamos listos, listos para, ¿para qué? Vicente se apoya contra la jamba del ventanal. ¿Para qué?
Aquel campesino, con su sombrero ancho y su bastón, ese obrero con su gorra clara ladeada, aquél con su manta al hombro… Más parecen una columna de prisioneros que otra cosa. Van a morir; pero no, como tal piensen, en duelo con el enemigo, sino huidos, en manada, segados por las ametralladoras, contra un enorme paredón, o allí arriba, en la Plaza de Toros, como en Badajoz. Y ahora sí, le entra el miedo, a borbotones, como no lo tuvo nunca en campo abierto. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer?
—¿No ha venido todavía?
—No.
—¿Qué hago con este pliego?
—Déjalo, si quieres. Cuando venga alguno de sus ayudantes se lo daré.
Vicente deja el sobre y sale rápidamente a la calle.
Se detiene y apoya contra la reja del palacio de Buenavista.
¿Qué va a hacer? La columna sigue desfilando, interminable. Vicente se fija en el Ministerio de Instrucción Pública. Decide ir a ver a Renau. A ver qué le dice. Espera que acaben de pasar esos hombres, cruza Alcalá, al blanco y triste sol mañanero, y sube la blanda cuesta, hacia el Ministerio. Pregunto por el director de Bellas Artes, sube al cuarto piso, Renau no está. ¿Qué va a hacer? Baja y echa a andar. Perdido. Entra a tomar algo en la granja El Henar, para volver en sí.
No conoce a nadie. Las conversaciones, apasionadas, se mezclan con el ruido de las cucharillas. Una enormidad de humo. Todos fuman.
—Con permiso.
Se sentó en un sofá, en el salón de adentro.
—Aquí no entran.
—Ni Francia, ni Inglaterra pueden permitirlo.
—Ni nosotros.
La trápala es feroz. La gente va, viene, pasa ante sus ojos sin que Vicente consiga fijar una cara. Ahora se da cuenta de que tiene sueño. La temperatura es agradable, el asiento muelle. Está sentado entre dos mesas. No sabe quién le ha servido café. Pero está tomando café. A derecha e izquierda la gente se apretuja, discute, grita, gesticula. Vicente oye sin querer, sin prestar atención. Está en el campo, y retrocede. La aviación enemiga bombardea, a derecha e izquierda. Dispara, le duele el hombro.
—Vas a ir a Madrid.
El puesto de mando, en una casa de labor. Atrás, atrás. Sin remedio. ¡Qué vienen tanques! Contra los tanques no se puede. Si pudiese dormir. Pero la batahola no le deja.
—Que te digo que el Gobierno se ha ido.
—Cuentos. Acabo de hablar con Ruiz Funes.
—Pues a mí me han dicho…
—¡Cuernos! ¿Cómo se va a ir el Gobierno? ¿Para eso habían de haber entrado los de la CNT?
—Y tanques, ahora verás tanques. Tampoco creías en que había aviación, y ya ves.
—Lo que veo…
—Y ya verás los franceses…
—Lo que no hagamos nosotros…
—Hola, tú. ¿De dónde sales?
—De la Sierra.
Llegan más, que se sientan y le apretujan. Deben creer que está con los de la mesa de al lado. Y esos, lo mismo.
—¿Crees que todos estos que están ahora abriendo trincheras alrededor de Madrid, o alzando barricadas en sus calles, lo hacen porque se lo manda el Gobierno? ¡Vamos! Además el Gobierno no manda nada… Sólo piensa en salvar el pellejo. ¡Los sindicatos, hijo, los sindicatos! Y eso, porque les sale de adentro a sus sindicados; y no por sindicados sino por hombres, por hombres que tienen sentido de lo que no quieren. Porque están en contra de algo tangible, que está llamando a la puerta de todos. Nada une como lo que no se quiere. Y si no, vete a verlo. Lo mismo da anarquistas, que socialistas, que comunistas. Si tuvieran que luchar por imponer sus soluciones se entrematarían a quien más, mejor. Lo único que une es el anti. El estar en contra. Cada quien quiere otra cosa, pero cuando se trata de no querer, entonces cabe la unión. ¿O es que crees que los madrileños están dispuestos a dejarse machacar por defender la República? ¡No, hombre! Están listos a morir porque no quieren que entren los fachas. El Gobierno no cuenta para nada, ni hace falta. Por mí, que se largue. Y no digamos de la Sociedad esa de las Naciones. ¿Ya sabes lo que hago con ella, no? Pues, pa qué te lo digo…
—Vosotros, los anarquistas…
—¡Yo no soy anarquista!
—¿Pues, qué?
—Nada. ¿Me oyes? Un hombre, y ya. Lo que pasa es que consideráis a los hombres por las etiquetas que se cuelgan. Y lo que cuelga es otra cosa…
—¡Muy bien, joven! ¡Estoy con usted!
Era un viejo barbón.
—¡Usted, qué ha de estar conmigo! Está en contra de lo mismo que yo. Porque no le da la gana de que manden los que siempre han mandado. Y que nos cargan los extranjeros si quieren mandar en lo nuestro. Igual pasó el año 8. Y menos, los moros. Y no nos importa, ni la moral, ni la política, ni la justicia, ni el poder, sino nosotros mismos: Felipe, Joaquín, José, y el otro José, y Julián, y Alberto, y un don Gladiolo, si lo hubiese.
—Que lo hay.
—Para usted la perra gorda. No nos da la gana. Y no pasarán. Y si pasan no me importa, porque yo no lo contaré.
Se levantó.
—Jóvenes, me vuelvo a Usera. El que quiera que me siga, que allí falta gente.
—¿Y a qué viniste aquí?
—A tomar café. ¿Pasa algo?
—No, hijo. No.
Con él se fueron siete u ocho. El barbón habla alto:
—¿No os da vergüenza discutir? ¿Es que no os queréis dar cuenta de lo que está sucediendo? ¿Convertir esto en palabras? ¿Es que no veis que lo que estos hombres están defendiendo son sus sueños?
Sus sueños, nada más que sus sueños.
—Sueñas.
—¡Ojalá! ¿O es que creéis que estos hombres defienden lo poco que habían conseguido? No. Están dispuestos a morir por lo que soñaban alcanzar. Ahora: llamadlo como queráis. Claro, a vosotros os da lo mismo. Estáis dentro, completamente a oscuras. Trocada la vista por el olfato, sólo sabéis husmear la base de las paredes, los troncos de los árboles, para dictaminar, inexorables: «Esta meada es de arzobispo, ésta de nuncio, ésta de banquero». Estos hombres no defienden su presente, sino su futuro. Su vida, su sola vida: Lo que sueñan que es su vida. Pero no podéis ni olerlo siquiera, os faltan sentidos…
—¡Hombre!, muchas gracias…
El poeta, con su chamarra, su pipa, su gorro y su barba, anatematiza contra un grupo de diez o doce jóvenes que le oyen con respeto.
—¿Qué puedo hacer? ¿Pensar una cosa con el exclusivo objeto de daros gusto, y que mis ideas se vayan a paseo? ¿No? ¿Verdad que no? ¿Entonces? No os importa mí opinión, sino mi firma. Y yo no soy mi nombre tan sólo.
El de más edad, bajo, gordito, con gafas, segurísimo de sí, le dice con el aplomo de sus treinta años y su impertinencia:
—Lo que tú debieras hacer es ingresar en el Partido.
—¿Por quién me tomas? ¿Por uno de esos Cientos que están en mal de carnet?
—Te estoy hablando en serio.
—En serio te contesto, aunque no lo parezca.
—Dame las razones porque no lo haces.
—No hay más que una: no quiero perder mi libertad.
—¿Cómo vas a perder lo que no tienes?
—¿No puedo publicar hoy lo que me da la gana?
—No. Te lo impide…
—Lo que me forma. Ya lo sé. Pero no quiero discutir teóricamente: Quedémonos en los hechos. Yo, hoy, escribo mi artículo. Lo llevo al periódico…
—Y sale. Si pertenecieras al Partido, habría que discutirlo antes. ¿Te parece mal?
—No. Pero a mí me molesta, personalmente. Y no estoy dispuesto a pasar por ningún cedazo. Ni a que me digan: hoy tienes que hacer un poema proletario sobre la defensa de Irún.
—Así que tú, solo.
—Yo, solo, con mi ligazón con todos, pero según mi puesto, mi manera y mi deseo.
—Di, desde luego, que es más fácil hacer arte que hacer la guerra. Sobre todo cuando ese «arte» es puro subjetivismo.
—Te oí decir la otra noche, en uno de esos alardes de lo que crees tu materialismo, que el mundo es como nos lo dan.
—¿Y, no?
—No, hijo. No. Es como lo hacemos, o nos obligan a hacerlo, o lo dejamos hacer. Y te conformas, o no, haces o no, aplaudes, o callas, o protestas.
—No me refería a eso, que es impepinable. No… Sino a como lo hallamos cuando nacemos. Todavía, no escogemos a nuestros padres.
—No desesperes de ello.
—No desespero.
—Claro que no, como yo no desespero de ti.
—Es decir, que tienes cierta confianza en que, a pesar de todo acabaré ingresando en el Partido.
—Desde luego, porque es el único lugar que te corresponde, el único que te conviene, a ti y a cualquier intelectual que piense que su destino es dirigir, aconsejar, ver adelante.
—¿Por eso vas a cejar? Porfía. Si tienes razón acabarás por convencer a los demás —dice otro.
—Y si no les convences, ni ellos te convencen, ¿tienes que reconcomerte y pasar por todo?
—¿No te das cuenta que si no, serás siempre un espectador? Ver lo que otros hacen, pagar —y recalcó la palabra— para verlo, o pedir un lazarillo o convertirte en un pobre titiritero de esquina. ¿O es que no quieres darte cuenta de lo que se juega, hoy, a veinte kilómetros de aquí? ¿Vas a querer repetir la anécdota famosa de Los Persas? ¿Gritar: ¡Los fascistas!, y caer atravesado por sus flechas? ¿Darlo todo por una frase inmortal? Serías capaz.
—¡Quién sabe!
—Ya lo sé. En el fondo, lo único que te preocupa es eso: la inmortalidad. Lo malo es que no tienes pasta para eso. Eres demasiado débil.
—Y vienes a ofrecerme el refuerzo del Partido.
—No el del Partido, que no sería tan despreciable, sino una concepción sólida del mundo.
—Sí, ya sé: estáis dispuestos a suministrar —recalca el verbo— concepciones. Y, ¡ay del que se aparte de ellas!
—¡No! ¡No, coño, no! Eso si que no te lo permito. Si un escritor es comunista no necesita que el Partido le suministre, en el sentido que tú quieres dar a entender, ninguna concepción. Ya la tiene. Por eso, por tenerla, es comunista. El Partido puede suministrarla a quienes se «dicen» o se «creen» comunistas y no lo son —hizo una pausa—. De ahí las depuraciones posteriores y las críticas demostrando que no se es comunista. Todos estos hombres que se enrolan en el Quinto Regimiento, ¿crees que se les ha suministrado una concepción científica o lo que sea, del mundo? No, hijo. No. Creen en un mundo mejor. Están seguros de su existencia y dan su vida, no por su patria, es decir, un pasado, sino por el futuro, del que están absolutamente, ¿me oyes bien? Absolutamente seguros. Toda la desesperación de los de enfrente —y no me refiero exclusivamente a los fachas— es que la URSS no ha caído en la vieja trampa: «Yo puedo hacer esto porque soy conservador, usted no puede hacerlo porque es liberal»… Vuestra posición escéptica es un crimen. Lo pagaréis muy caro.
Vicente los oía a través de una niebla. Era una conversación conocida, repetida hasta la saciedad. No le interesaba. Él había resuelto hace mucho todos esos problemas.
—En verdad, de verdad, lo que sucede es que cuando hay igualdad no puede haber libertad. Bueno la libertad tal como la entendéis.
—Pero entonces la revolución se hace inhumana, y a ese precio, no vale la pena.
—A ver si encuentras tú otra salida.
Otra salida, el sueño: Vicente se duerme. Está copado. Sin remedio. En un agujero, el fusil en la mano. Los fachas avanzan, convertidos en niebla. Por mucho que se agache lo verán, por mucho que se pegue a la tierra. A la tierra. El olor de la tierra. Volver a ella. La siente, dulce y callada, en espera de todo. En espera de que lo maten. De que lo cojan prisionero y lo fusilen.
Bueno. Es un hecho. Nos van a cazar. Caeremos prisioneros. Nos fusilarán. La cosa no admite duda. Vamos a morir. Voy a morir. Nos van a fusilar. ¿Te das cuenta? Vas a morir. A dejar de ser. A una hora fijada por éste o aquél. Desaparecer. Sin más. ¿Te fijas? Sin más. Sin nada más. Convertirte en piltrafa, en carne sanguinolenta, en trapo, en montón. En blanco lívido: las ojeras de los muertos, los dientes de los muertos, los labios blancos de los muertos. En nada. En licor apestoso —negro— por la comisura de los labios blancos. Sin remedio. Para eso perdimos la guerra. Para esto nos quedamos en la estacada. Los que nos dejaron en ella se perdonarán a sí mismos… Polvo, montón, basura lacia: nos cogerán entre dos —uno por los pies, otro por los sobacos, la cabeza caída arrastrando contra la tierra— y nos irán amontonando. Estas van a ser las últimas horas de mi vida. ¿Cuántas?, ¿diez, doce, veinte? Quizá cincuenta. Y, luego, se acabó, Pongamos un término medio: treinta. Treinta horas, o la vida de un jugador. Sí, ese era un libro que tenía mi padre. Allí, en el estante, al lado del retrato del abuelo. Habrá que pasar revista a la vida de uno, aunque uno no quiera, aunque no valga la pena. Los recuerdos se van a amontonar, ¿para qué? Lo mejor sería no pensar en nada. Al fin y al cabo ellos perderán la guerra aunque nosotros la perdamos ahora. Se acabó el Comité de No Intervención, deben sentirse felices. ¿Cómo nos fusilarán? ¿De noche o de día? ¿En grupos de quince o veinte, o de tres o cuatro? ¿Con ametralladora, como en la plaza de toros de Badajoz? Caeré blandamente, doblando las rodillas, mí frente dará en tierra, luego, todo el cuerpo dará una media vuelta lenta. Boca arriba. Boca abierta. Sucio de sangre. Sin más. Sin más. No perderán el tiempo en darnos el tiro de gracia. ¿Y si sólo me hieren? ¿Y si puedo escapar con vida? Hurtando un poco el cuerpo. Se dan casos. Luego me arrastraré por el suelo, de noche. Una luz brilla a lo lejos. Estoy herido. ¡Bah! La cosa será mucho más sencilla. No hay que preocuparse. No estaré solo. Todos estos que me rodean. ¡Qué verdes están las palmeras! ¡Cómo brilla el sol en el agua del puerto! Hojas de oro. Brillan, ¡fuego! Y ya. ¡Fuego! Y al infierno los que crean en él. La inmortalidad no sirve para nada. Vivo y, de pronto, he muerto. Así, como un apagar de luces. Eres y, de pronto, nada. Aunque yo mismo no lo crea, tengo cierta curiosidad. Me temblarán las piernas. De eso no cabe duda. Me temblarán las piernas. Mejor dicho: las pantorrillas. ¿Qué gritaré? ¿Viva la República? Al fin y al cabo la República me importa un comino. ¡Valiente República! Ahí se quedan todos, desde afuera, mirando. Todavía no. Estoy en el café. ¿En Valencia? No. ¡Qué sueño! ¡Qué ruido! ¡Qué cansancio! ¿Cuántos días llevo sin dormir? Pocos: dos.
—¡Han asesinado a Franco! Palabra, acaban de decírmelo en la Dirección General…
—Bulo.
—Te aseguro…
—Bulo. Ya vino antes Jiménez con el cuento. En la redacción no saben nada. Ni en la Presidencia.
—No lo dicen…
—¿Por qué? ¿Para evitar el dolor popular? ¡Anda y que te ondulen!
—Recortáis el mundo de una manera terrible —sin daros cuenta, desde luego—. Para vosotros todo se refiere directamente a la política: todo se tiñe de su color: la amistad, la comida, la literatura, la pintura, el amor. Ya nada es gratuito. Ya nada es porque sí. Todo viene a tener intención, a ser por algo. Matáis la espontaneidad.
Vicente Dalmases se da cuenta de que está en la Granja. ¿Qué hora es? Las once. ¿Qué hace? ¿Qué tiene que hacer? ¿Volver al Ministerio de la Guerra? ¿Para qué? Hizo mal en dejar el sobre. ¿Habrá llegado a manos de Asensio? Está cansado. Está sentado en un café, en la Granja.
Había estado allí mismo, hacía tres meses, de paso para el frente. Entonces la vida parecía normal. Todas las tiendas abiertas, nadie con corbata, pero mucha gente por la calle. Una despreocupación absoluta parecía ser la consigna. Los cafés estaban llenos y los camareros seguían siendo los mismos camareros de siempre. Por la noche, todas las ventanas iluminadas daban a la ciudad un aire de fiesta. Ahora, parecía lo mismo, y no. El que había cambiado era él y la línea del frente.
El humo, la gente que va y viene. ¿Quiénes son? Que el Gobierno había salido, que no. Que habían llegado aviones, que habían llegado tanques, que los franceses enviaban un ejército. Nadie parecía dudar de que los fascistas serían detenidos y derrotados. ¿Si habían adelantado de Talavera a Madrid, por qué no habían de rebasar la capital y seguir hasta el Mediterráneo? Había un hecho: Madrid. Una ciudad. Ya no era el campo, ya no era un pueblo: era Madrid, la capital. Un hacinamiento enorme de casas. El centro de España. La razón de ser de la República. Y los obreros, y el Partido. Algo en qué adosarse de verdad, algo para no retroceder. Y la historia: El fantasma del 2 de mayo. Y mucha gente, más de un millón de gentes. Y la UGT. Además, Largo Caballero había dicho que ahora teníamos armas. Sí: ahora o nunca. Y como nunca no podía ser, ¡ahora!
Pero en el Ministerio no había nadie. Y esos camiones en la puerta del Banco de España. ¿Estaban ciegos? Podría levantarse y gritar: —Tardarán dos días o tres, u ocho—. Pero, a lo más, dentro de ocho días los fascistas estarán ahí. Sentados, como ellos, los que estaban ahí gritando, gesticulando y tomando café. Y todos ellos, los de ahora, estarían muertos, completamente muertos.
Vicente se acuerda del cementerio de Valencia, de la tumba de sus abuelos. De las calles anchas, de las afueras, con tanto sol y tanto polvo. Sube por Monteolivete, sigue el cauce del río, las alamedas y el viento haciendo temblar las hojas de los altos árboles. El mar. La playa del Cabañal en invierno, enorme, sin fin —allá, a lo lejos, Sagunto; las chimeneas de la gran factoría—. El viento salobre, los montes de algas oscuras, el salitre, las acequias de agua cobriza vertiéndose en el mar, dibujando en el agua verde su abanico sucio. Las barcas del bou varadas sobre uno de sus costados, las parejas de bueyes, rojos y lucientes, yendo lentos hacia su establo. Las casas bajas, las palmeras —aquí y allá— inclinándose al viento fresco del invierno. Las gaviotas. La soledad. Asunción a su lado. De pronto, la coge entre sus brazos, y ella deja los suyos inertes. Él levantó sus manos hasta sus omoplatos. La sostenía, ingrávida. Ella le miró con sus ojos clarísimos, enormes, ahora empañados de agua salobre.
—¿De veras no te importa que te bese?
Bebiendo la contestación de sus ojos, más azules, Vicente sólo sentía su peso ligero y lo que le ligaba a ella. No era él, sino su deseo de estar como estaba, con Asunción entre sus brazos; así, para siempre. Y sentía cómo para ella era lo mismo, que lo único que le importaba era seguir como estaba, en los brazos de Vicente, sostenida por él, vacía por dentro, echada hacia afuera, toda ella apariencia, sin entrañas; toda relación, fundida con Vicente, salida de sí. Ni él ni ella existían, sino lo que les unía, no en éxtasis; al contrario, nunca se habían sentido tan seguros de su existencia, de la suya y de la de los demás; tan firmes y a la vez tan ellos y tan parte de los demás, sin desear nada.
Asunción levantó poco a poco los brazos para cruzarlos tras la nuca de Vicente.
—Te quiero.
No sabía lo que decía, ni él la oyó, robada la atención de los sentidos por el sentimiento de ser, de una meta alcanzada de pronto, victorioso, sin memoria, sin promesas. Vacío y gozoso, pura relación fundida. Caía sin fin, en el sueño, despertando.
—Entonces, ¿qué? ¿Quieres que te lo diga? ¡Tú, qué vas a comprender! No tienes idea de lo que es no tener trabajo. Tú eres un señorito. ¿Sabes lo que es un señorito? Es un hombre —¿por qué no ha de serlo?—, es un hombre que tiene trabajo aunque no lo quiera, es un hombre que tiene trabajo y no trabaja. Y yo he sido «sin trabajo» durante tres años. No te puedes dar cuenta. ¡Qué has de poder! Eres un hombre como los demás. Tienes brazos, tienes manos y cabeza. Puedes trabajar, sabes trabajar tan bien como cualquier otro. Sabes soldar como el mejor. Y no tienes trabajo. No encuentras trabajo. No puedes trabajar. Pides, y no hay trabajo, y miles de otros obreros trabajan. Y les pagan y pueden comer. Pero tú, no. Si fuese sólo tú, bueno, podrías creer en la mala suerte, en Dios, si quieres. Pero, no: cientos… Sin trabajo… Tú te alzas de hombros, piensas que peor es el cáncer, o la tuberculosis, piensas que… (Ramírez no sabía que Torrents era tuberculoso, y no pudo comprender el sentido de su sonrisa). Bueno. Es posible. Pero no. Porque el cáncer o la tuberculosis no tienen remedio; Pero ir de un lado a otro, pedir y saber que no te dan trabajo porque no pueden… Si supieses que te estaban mintiendo, todavía… Pero no, la verdad es que no hay trabajo para ti: Que la fábrica no tiene necesidad de ti: Que con los obreros que tiene le bastan y tú, que eres obrero, ¿qué? Porque a los señoritos no les da la gana de comprar más camas, o más gramófonos, yo tengo que reconcomerme los puños y ver la cara que me pone mi mujer, porque vivimos de lo que ella gana. Yo podía haber sido feliz. Mira, niño, todo eso de sois vosotros los que hacéis la revolución es muy bonito, pero no es verdad, La revolución puedes pensarla, parecerte justa, pero ¿hacerla? Hacerla, sólo la podemos hacer nosotros, los obreros. Vosotros podéis hacer malos negocios. Pero son negocios y, al fin y al cabo, tenéis la culpa. Es cuestión de listeza, de vivos y bobos, de ver quién hila más delgado. Nosotros no. En el trabajo manual no hay engaño. Lo que no hay, a veces, es trabajo: porque vuestros «negocios» han salido mal. ¿No eres escritor tú? ¿Qué escribes? ¿Por qué no escribes un libro sobre los sin trabajo?
—Tal vez porque no se me ocurrió.
—No. Ya sé: mucha estadística, mucha explicación. Pero no es eso: un libro sobre la rabia del que pudiendo trabajar, del que queriendo trabajar, del que sabiendo trabajar, no puede hacerlo…
—Por eso estamos con vosotros.
—Yo no me fío. Para ser revolucionario de verdad hay que tener callos.
—¿Y Gorki? —terció otro.
—¡Psché! Eso cuentan, pero ve a saber. Yo hablo de los españoles.
—Mira Sender, Alberti, Bergamín. ¿No has visto El Mono Azul?
—Esos son comunistas —dijo con un desprecio absoluto—, señoritos…
—Y Barral.
—Ese es pintor, ¿no? Los pintores son otra, cosa. Por lo menos, se ensucian las manos. Cuando estemos en el poder, porque caerá en nuestras manos, tarde o temprano, que se deje el mundo de literaturas. Que hagan cine, si quieren, para divertirnos.
Vicente se representó, de pronto, la pantalla de los cines como una jaula, donde unos hombres se asomaban a divertir a los que les miraban, como monos de un parque zoológico.
—Lo que importa es trabajar, y saber que con tu esfuerzo sigue el mundo adelante, y que puedes comer y dormir tranquilo.
—Y llevar a tu mujer al cine, los sábados por la noche, antes de hacer otra cosa.
—¿Por qué no? ¿Hay algún mal en ello?
—Ninguno, camarada.
Vicente conocía a Torrents —que había debido llegar mientras dormía—. Le saludó con un medio gesto.
—¡Hola!
Seguía atado por el sueño que le impedía levantar los brazos más de un palmo. Hacía dos años que no se habían visto, a ninguno se le ocurrió preguntar por qué estaban ahí. Todo era natural.
—«España se constituye en una república de trabajadores de todas clases». Faltaba hacer bueno este primer artículo de la Constitución. Nada más. Con eso se resolvía el problema de España. Nada más que con eso. Poner a trabajar a medio millón de vagos. Nada más. España no necesitaba más que trabajen todos los españoles durante un siglo. No más señoritos, no más militares, no más monjes contemplativos. No más tertulias, no más casinos, no más toros, no más escritos. Por un siglo podemos pasarnos sin otros San Juan de la Cruz.
—No más partidos de fútbol —dijo Torrents.
—¿Por qué? Es una distracción sana.
—Entonces, no veo por qué los toros…
—Porque fomenta, en el español, la idea de que se puede uno hacer rico sin trabajar. ¡Fuera los toros! ¡Fuera las tertulias literarias, fuente de toda la gandulería española!
Templado, callado, sonreía oyendo esto en el Henar, y los fascistas llegando a Getafe.
—¡A trabajar! ¡A destripar terrones!
—Para eso, necesitarías mucha Guardia Civil.
—¡Qué Guardia Civil, ni qué narices! Los mismos trabajadores se encargarían de ello.
—Pues a ver qué hacías con uno que conocí en Sevilla, y tú también le conoces —dijo Pedro Guillén, tan pequeño como mal hablado— terrateniente de los de más haber, que me gritaba a voz en cuello en el Casino de Labradores: ¡Podréis hacer conmigo lo que queráis: quitarme las tierras, el dinero las casas, el vino, lo que sea, pero hacerme trabajar, eso, nunca!
—Ya veríamos —dijo Francisco Ramírez, el de la voz cantante—. Ellos aseguran que la letra con sangre entra. Bastaría un palo bajo su nariz.
—¡No estoy conforme! Lo que a mí me molesta es tener que trabajar para poder vivir, te lo digo en serio. ¿Por qué el hombre no ha de emplear inteligencia en lograr hacer exclusivamente lo que da la gana? No sé si te has dado cuenta de la enormidad que el trabajo ha logrado crear. Esa superestructura, ese caparazón ha convertido el mundo en una enorme tortuga, que no puede respirar más que por una cabecita chica —un agujero— siempre ocupada por los millonarios —o los milenarios, que lo mismo da—, y nosotros asfixiándonos. El trabajo ha embrutecido, embrutece y embrutecerá cada vez más al hombre, porque de un medio se ha convertido en un fin. El hombre ya no vive más que para trabajar —piensa en su trabajo, duerme con su trabajo, tiene hijos con su trabajo—. Se trabaja para comer —eso dicen— se trabaja para todo. Se trabaja para divertirse. Se trabaja para morir. La gente adora el trabajo. ¿Dónde trabajas ahora? ¿Qué haces? Nadie contesta: Nada. El hombre es un animal que trabaja y hace trabajar a los demás. «A cada quien según su trabajo». Sobre ese absurdo se está construyendo un mundo.
—¿Por qué no estás con los de enfrente, que son partidarios de la gandulería? —dijo Templado, a quien la conversación no interesaba, liando un cigarro.
Gustavo Rico dudó un momento, no sabía si contestar a la provocación.
—Son los partidarios de que trabajen los demás y vivir de ello, que también es trabajo. No. Yo quisiera un mundo donde de veras no se trabajara.
—El paraíso terrenal.
—Si quieres. Lo cual demuestra que tengo razón: es lo primero que se inventó y por algo sería. Lo que hacemos es buscar —cada día— un pretexto para nuevos trabajos y damos con ellos.
—¿Qué harías sin trabajar?
—No lo sé. Y ahí está lo malo. No se trata de dormir, ni de tumbarse a la bartola. No. Eso es descansar del trabajo.
—Entonces… explica.
—No tiene explicación.
—«Ganarás el pan con el sudor de tu frente», si sólo fuera la frente… El trabajo es lo único que dignifica al hombre.
—¿De veras crees que dignifica al hombre limpiar pozos negros? Pongamos por caso.
—Igual que hacer cuentas en el ultramarinos de la esquina.
—Todo eso es perder el tiempo, o pasarlo o ganarlo.
—No estoy conforme.
—Milagro sería…
Así era Gustavo Rico: Nunca de acuerdo con nadie.
—No estoy conforme.
Lo llamaban así, a veces. Ni con los comunistas, ni con los anarquistas, ni con los republicanos Todo le parecía mal, todos: un hatajo de equivocados de sectarios. Y muy de izquierda, como era natural:
—Pero tú, ¿has leído el último informe de Pepe Díaz?
—No, ni falta que me hace.
—¿Sabes lo que ha dicho Azaña?
—Supongo que una tontería.
—Pero ¿te has enterado?
—No estoy para perder el tiempo.
—Eres anarquista.
—¿Anarquista, yo? ¡Vamos! Ninguno sabe lo que quiere.
—Y tú, ¿sabes lo que quieres?
Gustavo se les quedaba mirando:
—No.
Cierta ironía en la afirmación.
—Entonces, ¿por qué hablas?
—Tengo derecho.
—¿Cómo quieres que se organice el mundo?
—Decentemente.
—¿Con qué medios? ¿Cómo?
—Cada hombre es un mundo. ¿No lo vais negar? Entonces, ¿por qué este empeño vuestro, en ponerles etiquetas y, lo que es peor, decidir que el que no está con vosotros está contra vosotros? ¿Qué os he hecho yo para que os empeñéis en catalogarme? Dejadme en paz. Cuando hace falta echar una todos saben que pueden contar conmigo. ¿Qué más queréis?
Vivía solo, en una buhardilla y comía de traducciones de todas clases. Así había aprendido respetar las opiniones ajenas, encontrándolas todas malas. No tenía más criterio propio que la negación.
Era un pedazo de pan, que no negaba a nadie como lo tuviera. Amigo de los animales, tenía su azotehuela llena de gatos, perros y pájaros —amén de grillos y ratitas blancas— que, más o menos, vivían sin molestarle.
—El bien de los demás —dice— debiera pasar antes del propio.
—Métete a fraile.
—No creo en Dios.
—Hazte masón.
—Lo intenté. Pero el ridículo puede allí más que todo. Fui una vez y me eché a reír. Me echaron, muy serios, con sus mandiles y malletes.
Putañero, las rameras le querían porque las escuchaba con interés, y las ayudaba si estaba en su mano. Le solían contar la verdad. Se pasaba las noches de casa en casa, le referían las novedades. Él lo veía todo con afición, se lo devolvían con creces.
El mundo que le rodeaba era limpio, por su ingenuidad: no que tragara bernardinas, sino que, cuando las descubría no las echaba en cara del mentiroso, lo aceptaba con mirada franca.
—¿De qué sirve mentir?
Tampoco la impertinencia era de su reino, le faltaba orgullo o envidia para usarla.
—No estoy conforme.
Y se quedaba tan tranquilo.
—La cosa es más sencilla de lo que parece. O más complicada, que lo mismo da. El hombre ha perdido la facultad de pensar, de hacerse una idea personal de lo que le rodea. Se lo dan todo hecho: por el periódico, por la radio. Todo se ha vuelto resúmenes. Ya no tiene necesidad de pensar, se lo dan todo digerido, en píldoras. Los médicos ya no recetan sino específicos. Todo el mundo toma aspirina. Ya no le duele a nadie la cabeza. La civilización no busca más que suprimir el dolor. Y, para ello, no hay como no pensar. El ideal socialista es que el hombre viva sin pensar, con criados eléctricos y representaciones a domicilio. Todo consiste en recortar la imaginación. Porque, aunque no lo creas: la imaginación nace del dolor El ideal, ahora, es un mundo sin imaginación. Y yo no estoy conforme.
—¿Cuándo no?
—A ti, te parecerá excelente. Pero yo quiero un mundo que sirva al hombre y tú —al revés—, que el hombre sirva al mundo.
—Naturaca: porque yo creo en el hombre y tu solo en el artista.
—En el hombre hecho artista.
—Lo mismo da.
—¡Ca! Y menos en el sentido peyorativo que tú le das. Para ti el artista es un ser que vive fuera de la realidad sin preocuparse más que de sus reacciones personales. Para ti el artista es el romántico: el hombre que se preocupa de sus vísceras y de sus desgracias, y de bien cantarlas. Para ti la expresión, la historia, no cuenta —sólo el futuro—. Y lo único que vale la pena tener en cuenta son los medios de producción… ¿Qué sucederá en tu famoso mundo comunista, cuando todos sean felices? ¿Cuándo todos pasen el día tumbados a la bartola en un remedo del paraíso terrenal? ¿Crees que valdrá la pena vivir en él? ¡Ca! Luchar para que eso llegue a ser una realidad, bueno. Pero vivir en ese enorme convento de bondad en el que no veo otra ocupación que el pensar engañar a los amigos…
—Eres un cerdo.
—Cada quien piensa de los demás lo que más le conviene.
¿De qué están hablando? ¿Por qué discuten?, —piensa Vicente—. Creen que todo sigue igual que hace cinco o seis meses. No se dan cuenta. Están en el café. No saben lo que son las balas, ni los pies deshechos de tanto andar. Falta don Ramón. ¿Dónde estará, a estas horas, don Ramón del Valle Inclán? Se sentaba allí, enfrente. ¿Con quién estaría? ¿Con nosotros o con ellos? Con nosotros. No hay duda. No saben lo que pesa una mochila, una ametralladora, un fusil.
Se vuelve hacia la derecha. A ver si puede dormir un rato más: Volver con Asunción, en Valencia. Los de la derecha peinan canas.
—¿Qué es el vulgo para tanto español ilustre que lo vitupera y desprecia desde el siglo XV hasta hoy? No es el pueblo, que para ellos no entra en cuenta, no el artesano, y menos el labriego. No: es el que sabe leer, el que asiste al teatro, el que juega, el que habla y comenta en las reuniones y tertulias: el público. Lo que hoy aún es el público: los estudiantes, los mercaderes, los oficinistas, los empleados, los obreros de las capitales. No se puede, no se debiera, dividir un pueblo en minorías y pueblo, o masa, sino ver la existencia de tres clases: los selectos, su público y el pueblo. Este aún no ha dicho esta boca es mía. Sólo ha sido capaz de nacer y morir y, a veces, lanzarse a estrupar, deshacer y quemar porque nadie, ¿me oyes bien? Nadie hasta hace poquísimo tiempo le ha enseñado nada. El pueblo, para los Ortegas, es los horteras. Punto final. Lo demás es peso muerto e ignorado. ¿Qué gentes del pueblo —del verdadero— aparecen en las novelas o en el teatro español? Me dirás que tampoco en el francés, ni en el italiano. Y te diré que tienes razón. El vulgo de Lope son los hombres y las mujeres que asisten a los corrales. Bueno, y de Lope habría mucho que decir. El pueblo: es decir, los campesinos, los mendigos, los vagos, los pobres de solemnidad… ¿A qué te suena eso de «pobres de solemnidad»? A esos que escogían para que sus majestades les lavaran los pies bien limpios de antemano —de ante pie— en las grandes solemnidades de tu religión. ¿Cómo va a contar el pueblo en un país católico? Pero llega un día en que el pueblo, el verdadero, el olvidado, el que no sabe nada porque nadie le ha enseñado nada y se han ensañado con él, llega un día en que husmea la injusticia y la sinrazón. ¿Cómo quieres que respeten lo que nadie les ha enseñado a respetar? ¿Qué es un Greco, para un hurdano, más que la muestra de lo más inútil que ha producido un mundo que lo ha tenido hundido en la basura? Y quema, y roba, y mata. Y tiene razón, su razón. Que no es la tuya, claro. Te sublevan esos «atropellos», sin pararte a pensar en tu responsabilidad.
—Así no se va a ninguna parte.
—Es la única manera de ir a una parte, Cuartero. La única, todo lo que no sea eso son paños calientes. Por mucho que nos duela.
—¡Se puede llegar a eso poco a poco!
—¿Lo dices en serio? Llevamos cinco años de República, dizque liberal y aun socialista. ¿Y qué? Ahí están los bancos, y las casas, y las universidades. ¿Qué hubo cambios? Sí. Cambios chiquititos, como el que puedes hacer en tu casa, poniendo el sofá en lugar del piano.
—El mundo no se hizo en un día.
—Ya sé, según tú, en seis. Pero si tu don Dios hubiese sido socialista todavía no hubiese acabado de inventar los protozoos…
—Mira, vamos a dejarlo. Me esperan en el Museo.
Los de izquierda, siguen:
—No veo por qué te indignas porque Roces la haya pedido a León Felipe que haga un poema proletario. ¿Por qué? Echa una mirada a tu alrededor. ¿Qué hicieron los pintores? ¿Los pagaban o no para representar de la mejor manera posible, según los cánones de la propaganda, a los moradores de su cielo? ¿O a los reyes? ¿Es peor escribir hoy una oda a Stalin que fue para Velázquez retratar a los Carlos o a los Felipes? Stalin es hombre de más valer. ¿A qué viene ese hacerse cruces? ¿Has leído algún poeta musulmán, sus dedicatorias, o las de Cervantes o Lope? El arte siempre ha sido servil, a la orden de lo que sea. Como nunca ha dado dinero, es barato. Desde hace algún tiempo los artistas —algunos— se ganan la vida porque hay seres anónimos que compran sus obras. Eso nos ha llevado al arte por el arte. Mientras los pintores tuvieron que cubrir paredes o adornar iglesias bueno fue, pero cuando a los burgueses les ha dado por engalanar sus casas, que son muchas más que los palacios, nos fastidiamos, joven. El pintor fue dueño de hacer lo que le daba la gana… Y los demás nos hemos tenido que aguantar. ¿Qué hemos ganado? ¿Sorolla es mejor que Velázquez? ¿Picasso mejor que Ribera? Todos trabajamos por encargo y hacemos lo que hacemos lo mejor que podemos. Tanto monta encargar a «P» o a «Z», que pinte el retrato de la Virgen como el de la señora del paquetero del 26 de la calle de arriba. El que sabe, sabe. Me saldrás diciendo que la sinceridad. Estaríamos buenos. ¿Qué se hace con la sinceridad, la honestidad, la virtud? Muchas cosas, pero no arte. El arte está en hacer bien las cosas, pero no en las cosas en sí. Esas, déjalas para otros menesteres.
—¡Me vas a decir que el artista no tiene nada que ver con el hombre!
—Poco hermano, poco. Hubo por ahí cada cabrón, y cada marica ante los que nos quitamos reverentes el sombrero.
—No me negarás…
—¿Lo contrario? Tampoco. Lo cual es una confirmación más de lo que te digo.
Vicente toma otro café, y sale de su amodorramiento. El haber oído hablar de pintura le hace entrar en ganas de ver a Villegas. Decide hablarle por teléfono, primero. Al pasar al salón grande descubre a Renau, en compañía de un mexicano que conoce por haberle visto con Líster. Los saluda y no tiene tiempo para más: se interpone otro.
Oscar Lugones, el mexicano, era un hombre alto, de color oscuro, rasgos muy acusados y cabellera enmarañada; muy seguro de sí. Traía, a sus espaldas el peso que da una obra hecha y el creerla encajada en la única línea justa. Vestía a lo militar y nadie le ganaba a efusivo.
El recién llegado era un hombre hirsuto, de ojos vivísimos y bigote pequeño, como todo él. Cuando Lugones le vio se quedó un segundo estupefacto.
—¿Tú, por aquí?
Francisco Laparra era hondureño y aun perteneciendo a una generación más joven que Lugones había vivido con éste la época gloriosa de Vasconcelos —allá por el año 22— y formado parte de un equipo de muralistas. Luego emigró a Nueva York, cambió de nombre y de pintura ya que la realista no daba para vivir en los Estados Unidos. Algunos, pocos, decían que era un gran pintor. De que lo fuera, no lo podían dudar más que sus adversarios personales —que eran legión— y los que hubiesen visto sus obras.
—Ya ves. ¿Cómo te va, hermano?
Las teorías de Lugones eran conocidas de todos los presentes, las andaba pregonando desde hacía veinte años: partidario de un arte americano nuevorrealista, que se vanagloriaba de haber fundado con Atl, Orozco, Siqueiros y Rivera. Un arte mayor.
—Lo que sucede —dijo Renau— es que esa nueva pintura mexicana coincide con la revolución mexicana.
—Es su expresión.
—No. La revolución francesa, o la rusa son más importantes, desde un punto de vista universal, y no produjeron una pintura comparable. No dieron, como vosotros, con un elemento técnico nuevo, con un nuevo lenguaje, con un espacio insospechado.
Lugones se desentendió del español para preguntar a su casi paisano.
—Y tú, ¿qué haces?
—Aquí… Lo mismo que tú.
No había ninguna cordialidad en el tono.
—Hay que llevar la pintura al pueblo —dijo Renau.
—¿Qué clase de pintura?
—Que grite su verdad.
Intervinieron los de las mesas vecinas, y se armó.
—¡Sí, que parezca que esté hablando! ¡Para eso está el cine sonoro!, —dice Laparra.
—El periodismo y el cine son las formas futuras del arte.
—Un arte mortal.
—Al día.
—Entonces, pintemos carteles y dejémonos de cuadros o de murales.
—¿Y qué es lo que estamos haciendo?
—¡Porque eso es la necesidad del momento!
—Es la única que importa. Hoy camuflamos camiones, mañana pintaremos paredes, retratos: lo que haga falta. ¿Te fijas? Exactamente eso: lo que haga falta.
—Lo que haga falta, ¿a quién?
—Al pueblo.
(Mañana, cuando derrotemos a los fascistas).
—No me lo harás bueno.
—Sí que te lo hago. Reina la paz. ¿Qué pintas?
—Lo que pueda.
—No te vayas por la tangente: dijiste, lo que haga falta. Es decir: lo que sirva. ¿Qué pintura crees tú que le gusta al pueblo? ¿La mía? ¿La pintura proletaria de Lugones, de Orozco, de Ribera? ¡Ca hermano! ¡Esa la compran los gringos, para colgarla en los salones y galerías de los millonarios! Además, tus retratos no están al alcance del bolsillo de cualquiera.
—Yo he pintado cientos de metros cuadrados de pared para el pueblo…
—Y las universidades norteamericanas. No nos engañemos. Al pueblo lo que le gustan son los cromos: con marqueses besándole las manos a las marquesas… Eso de seguir viendo, colgada en la sala, mineros o peones le gusta a cualquiera: menos a los mineros y a los peones. Yo no discuto que haya el día de mañana, una pintura proletaria, pero declaro honradamente que, hoy por hoy, no sé cuál sea. Ya ves, los soviéticos: No me vas a decir que su pintura es buena. Están en un callejón sin salida. Por las buenas, en espera de que los obreros tengan dónde colgarlos, han vuelto a los cuadros de historia. En vez de pintar a Iván, pintan a Stalin. Ni mejor ni peor. Te advierto que no por eso deja de progresar la humanidad. Es una cosa muy pequeña que sólo preocupa a los pintores.
Lugones dejó que Laparra acabara.
—Ahora, ¿puedo hablar yo?
Nadie se lo negaba, aunque todos sabían lo que iba a decir.
—La pintura forma parte integrante de un movimiento de conjunto que se desarrolla de acuerdo con un anhelo político de carácter universal. Si la pintura no tiene ideas, ni es pintura ni es nada.
—Un momento.
—Di.
—¿La pintura ha de acomodarse al gusto de los compradores?
—Desde luego.
—¿Y quién te ha podido hacer creer —un solo momento— que el pueblo tiene buen gusto? Eso es, sencillamente, ganas de hinchar el perro. No es que el vulgo vaya a tener peor sentido artístico que la burguesía —una vez educado—, pero tampoco hay razón para que sea mejor. La proporción seguirá siendo igual. Y las malas obras de teatro seguirán gustando más que las buenas. Y las novelas del Pedro Mata proletario, gustarán más que las de…
—¿Las de quién?
—Lo mismo da. Pon las de Pérez de Ayala. A los más les gusta el sentimentalismo y el melodrama, como le gusta a la burguesía y le gustó a la aristocracia. Quedan los elegidos.
—¡Ya salió!
—Sí ya salí. Pero no por donde tú crees. ¿Qué es el arte, la literatura para un comunista? No. No me contestes. Te voy a citar a Lenin. Aguántate: «es una parte ínfima, una ruedecilla, un pequeño tornillo del gran mecanismo del Partido, una parte integrante del trabajo organizado, planificado del Partido». No me digas que no: o te digo de qué tomo es y aun en que página está escrito. Ves, tú: eso me parece bien, perfecto, si quieres…
—Entonces…
—Pero para un comunista: para un obrero, para un ingeniero. Pero eso no puede satisfacer a un escritor, a un pintor, a un músico, a menos que deje de serlo y venga a convertirse en comunista, es decir: que se decida a sacrificar lo suyo en pro de la construcción de un mundo nuevo. Todo lo que no sea eso será hibridismo, jugar con dos barajas: como tú.
Lugones se levantó, diciendo:
—Yo no discuto con trotskistas.
Se volvió hacia Renau para decirle que luego se verían. Laparra —esmirriado, con su bigotillo chaplinesco— no tenía nada de trotskista. Más parecía un árabe. No se dice esto como despropósito, sino que el centroamericano unía su físico de vendedor de tapices a cierto fatalismo. No era nada tonto.
—Trotskista —farfulló—, me lleva…
Renau, que le conocía, intentó apaciguarlo.
—Es que ustedes los comunistas —se revolvió el pequeñarro— quieren estar a las verdes y a las maduras. Y no puede ser. Para ustedes lo único que cuenta es lo que sirve —volvía, machacón, a argumentar—, y lo mismo da que sea bueno o malo; desde luego, mejor si es bueno, pero no os preocupa. Tanto monta con tal que sirva. Y si no sirve, no vale. Es un rasero incómodo para el arte y para los artistas. Entre un mal poema de Antonio Machado a Stalin, pongamos por ejemplo, y otro espléndido acerca de un atardecer, es el primero el que editan ustedes a millones de ejemplares. Lo mismo digo acerca de un pintor. Juzgan —hablaba en tercera persona, llevado por la mano de la indignación que le devolvía el idioma de su infancia— únicamente con criterio político. Y lo peor es que me parece bien. Ahora que no les arriendo la ganancia.
—A lo que habrá que llegar, pero eso es un problema distinto, es a la socialización del arte.
—¿Habrá que llegar? No, sino volver. ¿O es que crees que las pirámides o las catedrales no son producto de un arte socializado? Es muy posible que vayamos hacia una época de ese tipo. Pero no para siempre. Porque si crees en el progreso, no hay duda que tras el comunismo habrá otra cosa. Mira, hay un arte de épocas bárbaras, y no lo digo en sentido peyorativo, en el cual el nombre del artista desaparece, confundido en la obra general, y luego, otros de arte individual y, naturalmente, más pequeño, como la que va del Renacimiento acá y que, por las trazas, lleva camino de acabarse. Las grandes obras de arte —así se llaman también en ingeniería— no llevarán el nombre de su autor sino el del reinado al que pertenecerán: la equis dinastía, o la del tercer, cuarto o décimo secretario general del Partido.
—¿Qué novedad andas predicando? ¿Qué fueron los retablos si no arte de propaganda de la Santa Iglesia Católica?
—Creímos habernos librado de eso —gracias al protestantismo, pero no. La Iglesia vuelve a la carga y vosotros con ella. Lo malo es que os lleva delantera: nadie sabe cómo fue la cara de San Pablo, ni de las once mil vírgenes. Lo que era una ventaja. La Iglesia os lleva el cuerpo de la imaginación. El otro mundo. Créeme: la pintura no tiene futuro, dedícate a otra cosa, a la decoración, por ejemplo: a ilustrar. ¿No te dice nada la palabra? No creas que la literatura ande mejor. Eso del realismo socialista ya existe: la Pravda. Ahí tienes una muestra de la literatura por venir. En verso o en prosa. El poeta que la ponga en endecasílabos ganará más medallas que nadie. No creas que hablo en guasa. No. Es así. Hubo épocas en que ya sucedió lo mismo. ¿Qué fueron sino eso las crónicas de la Edad Media? Y en latín, para mayor claridad. Luego surgieron las lenguas divididas, y los autores, por sus nombres.
—¿Por qué pintas como pintas, entonces?
Laparra miró a Renau y le contestó, bajando el tono de su voz, gravemente:
—Para vivir.
—¡Hemos roto el frente de la Sierra! Tomamos el Alto del León, y…
Todos miran al recién llegado, que no puede con su alma. Echa los bofes. Dos periodistas se precipitan hacia los teléfonos. En general, la noticia se recibe con escepticismo. Mientras tanto, Renau habla con Vicente.
—Oye, ¿tú te llamas Dalmases, no?
—Sí.
—Esta mañana me preguntaron por ti.
—¿Quién?
—Unos compañeros tuyos del teatro de la Universidad.
—¿Están aquí?
—Unos cuantos.
—¿A qué han venido?
—A hacer teatro. Están locos.
—¿Dónde están?
—Los mandé a la Alianza.
—¿Quién preguntó por mí?
—Una chica.
—¿No sabes cómo se llama?
—No.
Asunción. Vicente corre al teléfono. Vuelve.
—¿Cuál es el número de la Alianza?
—No lo sé. Pero si vienes conmigo al Ministerio te lo daré.
—¿No lo sabe ninguno de vosotros?
Laparra se lo da. No hay nadie en la Alianza. Unos, en los frentes; otros, en la imprenta. A la noche, puede encontrarlos en el teatro de la Zarzuela, ensayan la Numancia, de Cervantes. Vicente se despide. Quiere estar solo.
—¿Ché, a dónde vas?
—A hacer tiempo para encontrar a esos.
—Quédate un momento.
—No; gracias. Hasta luego.
Va a recoger su macuto, que dejó adentro. La peña de la izquierda es otra. Se sienta a acabar su medio café frío. Asunción, en Madrid. A unas cuantas manzanas. ¿Dónde? Se queda quieto, mientras siente que se le revuelven las entrañas. El café, el barullo, los fascistas en las puertas de Madrid.
—¿Ya sabes que lo han nombrado embajador?
—No lo sabía, pero era de suponer. Y abandonará la República, como lo dejará todo, llevado de su pesimismo que es, como siempre, falta de fe. No hay modo de decir que tengo fe en «esto»; toda fe sale de adentro, y el que no tiene fe en sí, no tiene fe en nada. Falta de fe en sí mismo y falta de fe en España. Cree que el Islam fue dañoso; ciego y tonto al no ver que de ahí arranca nuestra grandeza; suerte que no hayamos sido lombardos o flamencos. Cuenta las cuentas, no le importa más que la economía porque, para él, el espíritu no vale para nada y no existe otro bienestar que el de las digestiones. En ningún momento se le ocurre valorar lo que la continua batalla contra los árabes dejó como semilla de hombría y humanidad. ¡A paseo todo el espíritu de empresa industrial!… Olvida, cuando le conviene, sin honra ni provecho, nuestra situación geográfica con tal de meterse con el Islam; y su odio al clero de hoy le ciega con respecto al de ayer, el que hizo de España el único país capaz de construir iglesias en desiertos. Milagro que todavía espera su cantor, ruinas hoy carcomidas de víboras y hormigas, pero momento prodigioso e indestructible. Que las colonizaciones francesas o inglesas, todas ellas tejidas de intereses mercantiles, no tendrán gran cosa que ver con la India o el África de mañana: se arrancarán la lengua conquistadora como veneno de sierpe. ¡Qué intenten arrancar el español a los americanos!
Esto lo olvida ese tripudo en su gana de mostrarse europeo y ortegagasetista, con tal que le conviden a congresos internacionales y banquetes que lo dejen papandujante y ahíto. ¡Embajador! ¿Embajador de qué?
—Mirad, hijos, me dais asco. Me vuelvo al frente. Allí, por lo menos, si se habla mal de alguien suena de otra manera.
—No te des tanto pote. Que mañana, para ir al frente bastará con tomar el tranvía.
El que hablaba era un hombre pequeño y nervioso. Ahora, era la mesa de la derecha, se armaba la marimorena, sin llamar la atención de los que discutían más allá, en lo suyo. Sólo Vicente, en la turbación de su medio sueño, que de nuevo lo arrastraba, iba de unos a otros, según el tono.
Con monos y fusiles, sin afeitar, un grupo de seis, armaba un escándalo particular, pegando puñetazos en la mesa.
—¡Pero el poder es del Gobierno!
—¿Quién tiene las armas?
—El pueblo.
—Entonces, déjate de historias, el poder es del pueblo, y mientras el Gobierno ordene cosas que le parezcan justas al pueblo éste obedecerá y lo llevará adelante, y si no, no. El Gobierno tiene que ir a la rémora del pueblo y limitarse a legalizar lo que éste haga.
—Pero ¡es legalizar la anarquía!
—Por el solo hecho de estar refrendado por el Gobierno deja de serlo.
—¡Esto son palabras!
—No te lo niego. Vives en anarquía sin saberlo…
—¿Cómo salir del atolladero?
—El pueblo mismo dará fórmulas. Sea por los sindicatos, sea por los partidos. Entonces, quizá, el Gobierno recupere el poder.
—¡Eso es darle la razón a los rebeldes cuando afirman que la autoridad anda tirada por la calle!
—¿Y qué? No está tirada, está en la calle. ¿No es bueno que salga de cuando en cuando a refrescarse? ¿Es que no lo notas? ¿Es que no lo lees en las caras de todos?
—No hay poder sin organización, ¿cómo quieres gobernar sin poder?
—No queremos gobernar.
—Sino mandar, ¿eh? —le interrumpió uno, con cierta chunga—. Entonces, ¿a qué viene tanta «organización» por aquí y por allá? Lo peor es que queréis cerrar los ojos a la realidad, apegándoos como nadie a ella. Todo vuestro empuje nace del odio…
—Oye, tú, me parece que vamos a acabar malamente.
—No digo yo que no.
—Es que para ser hombre no hace falta ser leído y escribido.
—En eso estamos de acuerdo.
—No porque sepas discutir mejor que yo vas a tener la razón.
—Eso lo podemos discutir.
—No.
—¿Por qué?
—Porque si discutimos tú llevas la de ganar, y eso no es justo.
—Entonces, ¿quieres que espere a que hayas leído tanto como yo, y que mientras tanto trate de olvidar lo poco que sé?
—Si crees que es broma, allá tú. Pero, mira: los leídos como tú, nos los pasamos por la entrepierna.
—No seas bárbaro —dijo otro, queriendo mediar.
—Soy lo que soy. Y sé lo que los demás quieren. ¿Qué pasa?
—No se trata de saber lo que quieren, sino lo que puedes dar.
—Todo. Y luego, ya veremos.
—Lo que vosotros queréis es la libertad del animal en el campo.
—Cuidado con los adjetivos —advirtió el más encalabrinado.
—El hombre es hombre porque influye sobre sus semejantes con algo más que con los puños.
—Pero no por eso dejan de tener los puños su importancia.
—De acuerdo, pero las ideas los mueven.
—Y el hambre, ¿no?
—El hambre también es una idea.
—No digas tonterías.
—Generaciones y pueblos han pasado y pasan hambre sin saberlo. El darse cuenta de ello siempre es por comparación.
—¡Qué ganas tenéis de perder el tiempo!
—¿Qué pasa en Cádiz?, —dice uno, llegando.
—En Cádiz, no lo sé: supongo que seguirán desembarcando italianos, pero aquí está buena la cosa. ¿Dónde andabas metido?
—He estado haciendo instrucción de las seis a las nueve. Dejadme descansar. Vengo reventao.
El recién llegado se sienta, y la discusión continúa.
—El español, fuera de sí, crea reinos: tanto monta el Cid, que Cortés, que ese renegado que conquistó Senegal para el rey de Marruecos. Es el espíritu conquistador del Islam, o el reconquistador de Castilla, hijo de Alá, que empuja a España hacia América. Si los españoles hubiesen dado en América con una civilización perdurable, como la romana, hubiésemos visto nacer allí Córdobas y Granadas. No huele la conquista a Edad Media, como quiere el tonto de Sánchez Albornoz, sino a España. A país sin burguesía, sin comercio y sin industria. ¿Para qué lamentarse? Preguntad a los americanos si quieren o envidian a los yanquis… La Edad Media se debiera llamar edad Española. Porque sin España el mundo hubiese sido otro. Y no porque contuvo a los árabes, sino porque los retuvo. Todos los elementos del mundo moderno van a trasfundirse a Europa por medio de los españoles —muslimes y cristianos.
—¿Y Bizancio?
—¡Bah! ¿Por dónde? ¿A través de los Balcanes? Toda navegación hundida, fue por España y sólo por España. España es, desde el siglo IX hasta el XII, la nodriza del mundo, y en ella todo alimento se vuelve leche para el Renacimiento. Luego, la fuerza islámica de expansión empuja —por la sangre— a España hacía América. No hay solución de continuidad. Y el proceso de reconquista de los americanos es, hasta cierto punto, parecido al español: Cuba, idéntica a Granada.
—Weyler-Boabdil, ¿no? ¡No fastidies!
—¿Qué puñeta nos importa todo eso?, —dice un joven, acercándose—: Están en Carabanchel.
Y otro, recién llegado:
—Están en Retamares.
De pronto, se hace el silencio. Cien hombres se levantan y salen.
—Hasta mañana.
—Hasta luego.
Vicente sale con ellos.