3 de noviembre
En Valencia no les quisieron dar gasolina para el camión y decidieron ir a Madrid en el coche de Sanchís, para ver a Renau, director de Bellas Artes, y ponerse directamente a sus órdenes con tal que les dejaran actuar en el frente. Todos querían ir. Por fin se acomodaron en el automóvil, además de su dueño, Asunción, Josefina, Santiago Peñafiel y José Jover. No cabían más. Era el 3 de noviembre. Comieron en Minglanilla. Empezaba a hacer frío, y ninguno tenía muchas ganas de hablar. Sanchís, desde la muerte de Manuel Rivelles había cambiado del todo en todo. Se reprochaba no haber ido con él. Estaba seguro de que, si hubiese insistido, le habrían admitido en la columna. Tuvo miedo, y ya no lo tenía. Josefina procuraba atender a Santiago. Este tenía bastante con pensar en los últimos partes de guerra. Asunción dormitaba, soñando que cada kilómetro devorado la acercaba a Vicente. Había relativamente poco tráfico. Caía la noche cuando llegaron a Tarancón. Allí, un remolino de todos los diablos atascaba la carretera. El pueblo estaba en manos de la CNT, que ponía toda clase de dificultades a los que no pertenecían a su organización, asegurando que los salvoconductos, así fueran del Gobierno, no servían como no vinieran refrendados por algún comité confederal. Por otra parte, la carretera de Andalucía estaba cortada y todos los coches que venían o iban a Albacete pasaban ahora por Tarancón, yendo o viniendo de Ocaña.
No pudieron pasar adelante, y se quedaron a dormir en el coche. Peñafiel se las agenció para comprar un jamón, que pan no había. Comieron lonja tras lonja, lo que les produjo una sed espantosa. Todas las casas aparecían cerradas a canto y lodo. No había ninguna luz, ni luna. Si algún coche encendía los faros, inmediatamente sonaba un pito y, alguna vez, un disparo. De cuando en cuando un miliciano, poncho y fusil terciado, se asomaba a una ventanilla, y les miraba. Alguno que otro les enfocaba con una lámpara eléctrica. Pasos y silencio. El frío los apretaba los unos contra los otros. Hacia las tres de la mañana la carretera se descongestionó y pudieron seguir adelante. Tras pasar Fuentidueña empezó a amanecer. El Tajo, a la luz de las estrellas tenía un suave color de acero bruñido. Ya el Tajuña era de plata, y el Jarama apareció dorado, entre las brumas moradas de un largo despertar del día. Un avión, que daba vueltas sobre la carretera los inquietó un momento, pero al ver que se trataba de un modelo trasnochado, desecharon todo temor:
—Es nuestro.
Ya estaban en Arganda. Todos los puentes aparecían vigilados. Fue la única tropa que vieron. En Vallecas había barricadas —muros de piedra y cemento—, con dos centinelas. Toda esta tranquilidad les refrescó los ánimos. Llegaron sin más al Ministerio de Instrucción Pública.
Renau los recibió en seguida:
—Xe, ¿què feu per ací?
Todos eran amigos. Lo primero que querían saber era la verdad acerca de la situación. Renau no les sacó de dudas.
—Lo único que os digo es que en Madrid no entran.
Desde lo lejos —en aquel quinto piso del caserón de la calle de Alcalá— llegaba un ruido sordo, continuado, oscuro.
—¿Qué es?
—Cañoneo.
Se miraron todos, y luego la cara sonrosada y sonriente de Renau:
—Sí. Pero no entrarán. Bueno, pero ¿qué queréis?
—Hacer teatro.
—¿No lo hacíais? ¿Ha pasado algo?
—No. Pero queremos hacerlo en el frente. Aquí.
Renau los mira con sorpresa, alegre.
—No son actores los que hacen falta ahora.
—¿Tan mal está la cosa?
—No. Sí queréis, hablo con Roces. Pero me parece que no está el horno para bollos.
—Tú inténtalo.
—Ya veremos. ¿Dónde estáis?
—Aquí. ¿No nos ves?
—¿No paráis en ningún sitio?
—No. Pensábamos hablarte y volvernos para traer a los demás.
—Lo mejor es que vayáis a la Alianza de Intelectuales. Le decís a Farías o a Bergamín que vais de mi parte. Que os acomoden. Yo hablaré con el subsecretario y veremos qué decide.
Asunción se le acercó.
—¿No has sabido nada de Vicente Dalmases?
—No. ¿Dónde está?
—En el frente.
—¿En qué unidad?
—No lo sé. Lo único que me dijeron es que estaba en el Centro.
—Pues, filla…
Interviene Peñafiel:
—Dinos por lo menos dónde andan los fachas.
—¿No los oyes?
—Pero ¿dónde?
—A equis kilómetros.
Luis Sanchís tenía en Madrid un primo hermano de su madre. Se llamaba Jacinto Bonifaz, y era peluquero, por Embajadores. La vivienda está en el entresuelo, tan bajo de techo como es costumbre, arriba del establecimiento, y se compone de dos cuartos oscuros sin más luz que la artificial, y una sala que da a la calle y en la que no entra nadie. Al fondo, la cocina y por ella hay que pasar para bajar a la barbería. Jacinto Bonifaz, que era gallego, se tenía por el más madrileño de los madrileños y hablaba echando zetas a voleo al final de cuanta palabra podía decentemente soportarla, creyéndose así de las propias Cambroneras. Más bien bajo, pero de buenos bigotes y muy satisfecho de sí. Una institución en el barrio. El señor Jacinto por aquí, el señor Jacinto por allá. Campeón de mus. Más que hijo de sus honrados padres parecía serlo de don Carlos Arniches. Pero no había ni que pensarlo, el sainetero alicantino no había estado en El Ferrol en fecha apropiada. Madrid, para el señor Jacinto, empieza en Cascorro y acaba en el Paseo de las Acacias, con una colonia, isla redonda y de buen cupo: la plaza de toros. Su cónyuge, doña Romualda, era de muy otra parte, de allá por Cuatro Caminos, donde todavía vivían sus padres, porteros en Ríos Rosas. El señor Jacinto entendía de todo, pero principalmente de toros, amigo particular que era de don Vicente Pastor, el torero más serio y más decente que jamás hubo. Y que no le vinieran con las gilipolleces del día: desde que se retiró su ídolo, no volvió a ver una corrida, lo que no le impedía discutir de lunes a sábado la del domingo anterior. Jacinto Bonifaz andaba por los cincuenta, y no había conseguido descendencia de su legítima, lo que le producía ciertos reconcomios que procuraba acallar —de cuando en cuando— en la taberna de su amigo Paco Suárez, dueño del bar Quito, famoso establecimiento de lo más moderno, enclavado un poco más allá de la Inclusa. Eso del bar Quito produjo infinitos chistes, que habían ayudado en algo a redondear el negociejo, no muy brillante de por sí. Fuera de algún que otro disgustillo producido por su más que mediana afición a las faldas, Jacinto Bonifaz había conocido una vida de lo más regular y decente, hasta que le dio por inventar una pomada especial para rizar el pelo. Subiósele ésta a la cabeza, y empezó a darse tono, hasta que un día un buen señor le amenazó con una pistola porque su digna esposa dizque había sacado malos pujos del ungüento, debido a su olor que, según don Bernardo, el agraviado, daba en pensar sin remedio en ciertas hembras innombrables. La señá Romualda dio la razón al ofendido, y ahí acabaron las ínfulas de independencia económica del señor Jacinto.
Su gran triunfo vino meses después, cuando consiguió la abolición de las propinas. Le quemaban la sangre. Hacía muchos años, fue el primero en escribir en el espejo que se enfrentaba al modesto sillón que le tocó en una barbería de la calle de Atocha: «No se azmiten propinas». Lo que le costó el empleo, porque el dueño, un asturiano bastante bruto, no lo consintió. Jacinto Bonifaz se hizo el apóstol de aquella causa, que retumbó con gran resonancia en el gremio de camareros. De ahí nació su reputación sindical, y su afecto por don Julián Besteiro, que le felicitó a la salida de un mitin.
—¿Hay que ser o no hay que ser? ¿Semos o no semos? Pos, si semos, hay que tener denidaz. La denidaz es lo primero.
Y a digno, no le ganaba nadie. A menos que se tratara de faldas.
«Porque si no se aceptaran propinas, hace tiempo que el mundo no sería lo que es. Las propinas no sólo envilecen a los que las aceptan, sino que hacen que el que las da desprecie al que las recibe». Esta frase, que le escribió Salvador García, un mecánico de mucho pesquis, y que se aprendió de memoria el bueno de Bonifaz para soltarla en los momentos precisos, bajando el puño cerrado, con toda su fuerza, sobre lo que se le enfrentara, había despertado grandes entusiasmos.
Cuando el muchacho del almacén donde su mujer compraba lo necesario para el uso del establecimiento traía la mercancía: polvos, brillantina, bandolina, quina, peines, jabón, colonia o lo que fuera, el señor Jacinto miraba la factura, sacaba, con un lápiz, en la misma hoja, un riguroso dos por ciento, y se lo entregaba, prosopopeicamente:
—Toma, chico: el dos por ciento para ti. Conste que no es propina, sino una participación en los beneficios.
Con la guerra, para Jacinto Bonifaz no había dudas: de un lado luchaban los partidarios de las propinas, del otro los que querían suprimirlas de una vez para siempre.
Y era verdad.
Lo único que separaba el matrimonio era la lotería. El señor Jacinto, que se precia de racionalista, se opone a que su digna esposa compre décimos de cualquier número de los que tan profusamente ofrecen voceándolos, los que mal viven de esa falaz industria gubernamental: Hoy sale, hoy.
—¿Por quién nos han tomado? El Gobierno de la República se dezhonra con no haber suprimido eza indenidaz…
La señá Romualda no opina lo mismo, ella cree en la suerte, por mucho que le razone en contra el peluquero. Cree en la suerte y en la casualidad, Jacinto ha intentado, alguna vez, hacerle ver el origen irracional de su gusto, y lo indecoroso que resulta ganar dinero sin comerlo ni beberlo:
—¿O qué? ¿Es que ya sus vamos a poner a esperar el maná en la puerta de Palacio como si entoavía hubiesen alabarderos? Ya es mucha chirigota.
—¿Me vas a negar que hay quien tiene la negra?
—¿Y qué?
—Pos si hay quien no tié suerte, debe haber quien la tenga. Es lo natural. Y a lo natural no te vas a negar tú. Porque lo natural es lo natural…
—Pero ¡repringue! Dos y dos son cuatro. Aquí, en Chamartín, en las Vistillas y hasta en Burgos.
—Nadie te dice lo contrario.
—La lotería es el hazmerreír de la sociedad… La tomadura de pelo organizá.
Y para que voy a contar: puesta la conversación en esa pendiente, no acaba sino con el dormir. Y aunque Romualda sueña, un día sí y otro también, que ha sido «agraciá» con el gordo. Para jugar se sisa a sí misma:
—Por lo que pesa, esa col debía haberme costado veinte céntimos más. Esas medias ya no están para nada, pero si las zurzo me ahorro tres pesetas. Debiera comprar otro trapo pa’la cocina, pero éste tirará entoavía un mes. El recuelo del café, no será café… pero sabe lo mismo.
El bueno de su marido protesta de esto último, pero la mujerona asegura que la culpa la tiene don Evaristo.
—¿Quieres verlo? Es el mismo de siempre. Lo que sucede es que te vas haciendo más delicao.
Sea como sea, el décimo —y aun los décimos— no le faltan en cada sorteo. Ni las desilusiones. Pero si no ha tocao, ya tocará en el próximo. ¡Hoy sale, hoy!
—¡Roma, baja! ¡Mira a quién tenemos aquí!
Eso de llamar Roma a la señá Romualda había producido sus más y sus menos, pero, a la fuerza de la costumbre ahorcan, y la buena mujer no tuvo más remedio que apechugar con ello, lo que podía hacer con facilidad dadas sus voluminosas prominencias pectorales; el remoquete, eso sí, no había pasado del umbral figarense. En la calle tenía otro, del que ya hablaremos.
El efecto que le produjo al barbero la vista del hijo de su prima Lucía no es para descrito, porque carece de importancia, pero desde luego no fue cosa del otro jueves.
—¿Y a qué vienes ahora por los Madriles, chavó?
Luis Sanchís se lo explica. Eso del teatro le sonó bien al peluquero, que tenía —por extensión— aprecio por los espectáculos, y gran respeto por la Plaza de Toros de Valencia.
Con los años Romualda conservaba la perfección de sus facciones, que la hicieron famosa a los quince. La nariz recta partía perfectamente unos ojos grandes y negros y cejas abundantes que no desentonaban, por la talla de la moza. Una boca pequeña y carnosa y un color de rosa, bien equilibrado por sus mejillas que nunca se marchitó. Una salud a prueba de lo que viniera y pelo. ¡Santo Dios!, ¡qué pelo! Fue su máximo orgullo. Y el de la familia. Bien retorcido en un esplendente moño era lo más vistoso de esa mujer vistosa, no por su carácter, que bien le pesaba llamar tanto la atención. De cómo y por qué se casó con Santiago Bonifaz se podría escribir una novela; tal vez lo que más la empujó a ello fue la oposición de su familia, que a terca nadie le ganaba.
Romualda era grande en todo. Talla, circunferencia voz y ánimo que le sobraban, y lengua. La señá Romualda hablaba más que Cicerón, y no traigo aquí al romano a humo de pajas ya que si Roma era el alias cariñoso de su cónyuge, y que al fin y al cabo nada tenía que ver con parte de nuestros antepasados, los vecinos la solían llamar la Cicerona sin que tuviera tampoco gran cosa que ver con el apodo el famoso orador, sino por aquello de los cicerones, de los que tenían algunas noticias, sobre todo por Anselmo Muñoz, hijo del estuquista del 22, empleado en el Museo del Prado. Desde luego, Romualda no tenía la menor idea de su doble ligazón con el Lacio. Lo de Cicerona le vino por el mucho hablar, no ya en sueños. Porque caía como un trinco en la ancha y blanda cama matrimonial y roncaba como el que más, sino porque tan pronto como despertaba dábale a la sin hueso sin parar hasta el momento en que volvía a perder los sentidos, a la noche siguiente. Jamás se había visto cosa igual: a destajo por codos y coyunturas, a borbotones, rezongaba, murmuraba, barboteaba a solas, y no digamos cuando se le ponía por delante algún interlocutor fuera el que fuese, joven o viejo, hombre o mujer: se exclamaba y pronunciaba con tal facundia, desparpajo y verborrea que el oyente no tenía modo de meter cuchara, y, si alcanzaba a decir algo la hablanchina no le hacía el menor caso y seguía desovillando su verba como si tal cosa. Todo lo explicaba: lo que había hecho, lo que hacía y lo que pensaba hacer, no una vez sino dos o tres. Se repetía sin cesar con tal de no hacerlo. El flujo de palabras inundaba cuanto podía alcanzar, y lo sumergía sin remedio.
—Ahora voy a picar un poco de perejil —decíase a solas, y en voz alta, en su cocina— porque si lo dejo para luego a lo mejor me olvido. Y si me olvido no me acordaré. ¿Dónde puse el cuchillo de punta? Creo que lo tengo que dar a afilar. No. Mejor no lo doy, porque el Agustín es capaz de querer cobrármelo, total por un cuchillito de nada. Los hay desagradecidos. La prueba es cómo trata a la pobre de Angustias. ¿Dónde puse el cazo?
Se asomaba a la escalera, gritando:
—¡Eh!, Jacinto, ¿no has visto el cazo de aluminio? No, ya no me digas nada. Lo dejé en la alcoba. Parece mentira cómo se le va a una la memoria. Y luego dicen… Ese perejil está ya medio granao, se lo tengo que decir a la señá Gloria, porque luego la toman a una por tonta. ¡A mí! Ahora voy a pelar las patatas. ¡Hay que ver la de ojos que tienen! ¿Dónde he dejado el cuchillo? Si lo tenía ahí ahora mismo. A ver si pasa lo mismo que con el destornillador. Porque, ¡hay que ver la de cosas que se pierden y no se comprende cómo! Bueno, pues ya están dándole otra vez, aquí al lado. ¿Qué clavarán? Ayer estuvieron dos horas, dale y dale. A lo mejor es el Eugenio que hace un cajón, porque su ataúd todavía no será. También tiene guasa el viejo. Empeñarse en hacer los féretros de todos sus amigos. ¡Menudo gorigori! Señor, ¡y qué cosas se ven en este Madrid! Si entran los melitares, no va poder con tantos como tendrá que hacer. Lo que parece mentira es que les hayan dejado llegar hasta donde han llegao. Pero si piensan que Madrid es igual que lo demás, están equivocaos, pero que muy equivocaos. Lo que venga no será peor que lo del año del hambre, y por muchos Murates que traigan esos condenaos, ahora verán las de Daoiz y Velardes que van a venir.
La Romualda pertenece al sindicato de Oficios Varios, porque no trabaja en nada calificado. Sus padres tienen un retrato de Pablo Iglesias, «rubricao», como dicen.
—Pues, ¿qué se han pensao?, —va diciendo—, ¿qué se lo vamos a dar todo de rositas? Ahora que don Paco es nada menos que presidente del Consejo… Antes debían haberlo hecho.
Jacinto se pirria por Besteiro. ¡Qué le vamos a hacer, de gustos no hay nada escrito! Pero a ella don Julián no le gusta, ni Prieto. Saben mucho, pero ¿y qué? Por saber no come la gente. Más sabios que los curas… ¡Y ya se ve! ¡Cuánto más sabios más rendivuses a los ricos!
La señá Romualda desprecia a los que viven en el barrio de Salamanca; tantas ínfulas, ¿de qué? Ella no tiene muchas ideas, pero las que se le clavaron en la mollera, esas, no hay quien pueda con ellas. Por ejemplo, ¿qué razón hay para que los hijos de los pobres sean pobres y los hijos de los ricos, por el hecho de serlo, nazcan entre sedas? Eso no hay Dios que lo justifique y hasta que no se remedie, el mundo no será mundo. Su única excepción era la Infanta Isabel, le simpatizaba la Chata. Pero esa ya la diñó. Y los militares no vienen más que a quitarle al pueblo lo que éste ganó a fuerza de sangre y de trabajo. ¡Qué trabajen todos, rediez, que para eso todos tenemos dos manos y salimos desnudos al mundo! Cuando piensa en la desigualdad social la Romualda siente que le hierven las entrañas. Y, por si fuera poco, ahí enfrente está la Inclusa. ¡A ver quién le justifica eso! ¿Por quién nos han tomao? Si yo fuese la señá Gloria, mañana le dejaba al Eugenio hacer tanta caja mortuoria… ¡A cavar trincheras, remoño! Pero ya lo cogeré yo por mi cuenta. De esta tarde no pasa.
No es lo que piense, sino lo que dice. No la oye nadie, pero se oye ella, y es un consuelo. Así no se aburre nunca, y se ahorran de ir al cine, que no le gusta, porque los espectadores vecinos le hacen callar sus continuos comentarios. Además, todo lo que enseñan allí son guarrerías. Que, eso sí, a moral, no hay quien la gane.
Sonó la voz atiplada de Jacinto:
—¡Roma, baja! ¡Mira a quién tenemos aquí!
Ni corta —que nada tenía de ello— ni perezosa —que tampoco conocía esa virtud— fuese la mujerona para abajo llenando todo el hueco de la escalerilla que daba al establecimiento.
—¿Qué pasa? ¿Quién es?
Ahora no tuvo más remedio que esperar la contestación del cónyuge, que le señaló a Luis Sanchís.
—Es Luis, el hijo de Lucía.
—¿Tu prima? ¡Chico, qué crecido estás!
No había tal, pero a la señá Romualda le parecía que era del más fino cumplimiento decirlo, quizá para respaldar su propio volumen.
—¿Y tu madre? ¿Qué pasa por Valencia? ¿Vienes para muchos días? ¿Qué haces? ¿Te has incorporado? Puedes quedarte aquí, porque en los hoteles son todos unos ladrones, y cocido como el de casa, ya puedes correr para comerlo, y si no, que lo diga éste. Hasta se te parece, Jacinto. No me digas que no: hay un aire de familia que no se despinta. A tu madre hace cerca de diez años que no la veo. Seguirá tan famosa. Este me lleva prometido desde hace quince años llevarme a tomar los baños a Alicante y que sí quieres. Él bien que fue a la Feria de julio, en Valencia. Y estuvo parando en tu casa. Así que, ni hablar, tú te quedas con nosotros mientras estés en Madrid. ¿No habías estao antes? ¿Qué te parece? Claro, ahora no se puede comparar. Esos cochinos melitares tienen la culpa. Madrid, como hay que verlo es iluminao, esa calle de Alcalá, y esa Gran Vía, de noche, dan gloria.
Lo curioso, que yo recuerde: es que la señá Romualda ni siquiera las ha visto de noche. Y aun de día, cuando más, llega a la Plaza Mayor o a la calle de Postas, a un almacén de artículos de peluquería: que ella compra lo que hace falta para el negocio. Que así tiene ocasión de ampliar el radio de acción de su labia. A Cuatro Caminos —a ver a sus padres— suele ir, de mes en mes, en tranvía, en el que entabla sabrosas conversaciones. Podría coger el metro, pero el trayecto es más rápido, y no compensa.
El bueno de Luis no tenía escapatoria y tuvo que alojarse en casa de los fígaros.
—Han entrado en Getafe.
—¡Ay, leñe, eso sí que no! —aseguró la Romualda.
—¿Cómo que no, señá Romualda? —dijo asombrado Federico Álvarez, un chico del ultramarinos de dos puertas más arriba.
—¡Qué no! ¡Se levantarán hasta las piedras! ¿O es que vamos a ser menos que los de Zaragoza o los de Gerona, leñe?
Se había educado oyendo leer a su padre los Episodios Nacionales de don Benito, y había soñado, de mozuela, con Salvador Monsalud, que ya la cogió más granada que Gabriel Araceli, cuyas andanzas oyó de viva voz siendo demasiado niña. Luego, con el tiempo, había visto a don Benito. Fue a la única persona a quien no se atrevió a hablar. A quien le chilla, ahora, es a su marido.
—¡Cómo van a entrar ésos en Madrid! ¡Pos no faltaba más! ¡Estaría bueno! ¿Dónde están los reaños? ¿O es que vas a afeitarle el cogote a los moros?
Aunque no iba con él, el bueno de Federico aprovechó la ligera pausa, tras la interrogación, para justificarse:
—Yo hago la instrucción todas las mañanas, en la Casa de Campo.
La buena mole se pasó el dedo índice bajo la nariz, seña de su más honda preocupación, y, mirando a su cónyuge, le preguntó:
—¿Y tú, qué haces?
—Yo, mujer… Pues la verdad es que no me atrevía a decírtelo, pero en el sindicato hemos formado un batallón.
—¿Un batallón de peluqueros?, —había cierta guasa en la pregunta.
—¿Es que no somos tan hombres como los que más? Y me han nombrado responsable.
El hombre pasó el dedo índice de su mano zoca bajo el bien retorcido bigote, en toque de orgullo.
—Acuérdate que estuve en Marruecos.
—¡Ah, concho! —exclamó la señá Romualda, cayendo de las nubes—. Ni me acordaba. ¿Por qué no me dijiste nada? ¡Claro, una no sirve, una no cuenta, una es un don nadie en su casa! ¿Conque responsable, eh? ¿Y qué estás haciendo aquí, mandarria?
—¡Mujer! ¡Ya avisarán! Por de pronto, mira.
Y el rapabarbas le enseñó, orgullosamente, un letrero donde se leía: «Aquí se afeita de gratis a los soldados del pueblo de Madriz».
—Entonces, ¿no has ido a la tertulia estos días?
—Pues, no.
La tertulia era en casa del boticario. La mujer fulminó a su marido con una de esas miradas de las que tenía el secreto, y se calló. Eso no sucedía más que cuando la Romualda descubría una nueva inclinación femenina en su cónyuge. Y solía reventar, diez minutos más tarde, en unos ternos que alborotaban a toda la vecindad. Porque quererlo, lo que se dice querer a su marido, la jamona no lo quería: lo adoraba.
Jacinto Bonifaz había subido a la sierra los últimos días de julio. Disparó unos tiros y, como hiciera mucho calor y faltaran municiones, se volvió para Embajadores, satisfecho de sí, con la seguridad de que, con su ayuda, la revuelta ya estaba sofocada. Luego, no había querido interferir en su optimismo, hasta que los refugiados, que subían por el puente de Toledo, le habían convencido que las cosas no andaban como las pintaban los partes oficiales. Si no le había dicho nada a su mujer era porque él no comulgaba con aquello del voto femenino y conservaba un viejo achaque de superioridad acerca del sexo débil, que justificaba su gusto por las faldas, entre ellas la de la pomada; que, si aguantó los malos modos del marido, fue porque lo de las sospechas del buen señor, por lo que a él se refería, tenían algo de ciertas, y aun algo más que algo.