7 de noviembre

Carlos Riquelme hace su recorrido matinal por la sala de operados graves. Veinticuatro camas. Veintidós heridos; que acaban de sacar dos, ya sin días.

Francisco Sigüenza, casi sin piernas, herido en el Alto de León, el 18 de septiembre, albañil:

—Doctor, ¿en qué cree usted que podré trabajar?

—Hijo, sentado, en cualquier cosa. Mañana te evacuan a Onteniente.

Ramiro Muñoz, dieciocho años, estudiante. Un ojo menos, lo que no sería nada si le volviera la razón. Su madre, dueña de un taller de planchado, le seca el sudor desde hace veinte días, y repite monocorde el nombre del muchacho en vano.

—¿Cómo está, doctor?

—Igual, señora.

Miguel Altura, panadero, cuarenta años, con un tiro en la boca, ya sin lengua. Toda la vida en los ojos, mirando sus cuatro hijos pequeños alineados a los pies de su cama.

¿Quién pagará el delito cometido?

Florencio Alcalá, mozo de la Estación de las Delicias, manco del derecho, que no hace sino pedir una botella de tinto, que no le pueden dar.

—Doctor, no sea usted fascista… ¿Cómo me va a hacer daño el vino si nunca bebí otra cosa en mi vida? Prefiero diñarla de una vez. Para eso, mejor me hubiese quedado seco en Palomeque. Cochino morterazo. Estaba empinando la bota y, de pronto, que me la veo por el aire con mi brazo: no la soltó. ¿Cree usted que eso no vale un vale por un litro de tintorro?

Riquelme mira la temperatura, y ordena que le den el vino. La enfermera le mira extrañada.

—Que Dios se lo pague —dice el herido.

—Que no se le olvide reclamárselo —farfulla el médico, pasando a la cama próxima, la de Agripina Pérez.

Veintidós años, y se está muriendo: una ráfaga de ametralladora, en Villaviciosa de Odón, al querer plantar una bandera nuestra que el soplo de una explosión había derribado del balcón de una casa, anteayer. Una mujer vieja, de luto, está sentada a su lado, callada y seca, mirando, fija, los pies de la cama. La muchacha tiene sus pequeños ojos cerrados, no se le notan los labios: del color huido. El pelo castaño, abundante, fino. Asturiana. De tierra adentro; no sólo por lejana del mar, sino porque se vive de sus entrañas. Su padre fue carpintero, su madre atiende a los quehaceres de la casa donde, desde su viudez, viven como huéspedes unos cuantos mineros. Agripina, la madre, es católica decente, como debe ser. Cambió de idea cuando el señor cura invitó a la muchacha a enseñarle, a solas, el santo catecismo, alguna que otra tarde, entre dos luces.

El pueblo es triste y de ese color verdinegro que alcanza Asturias camino de sus minas, oscuros los setos y rodales de los mil días de lluvia niebla. Los mineros que se albergan en casa son hombres duros y amables, y la muchacha gusta de hablar con ellos; le cuentan sus miserias y tristezas, sus deseos de vida mejor: ella los comparte. Los mineros han pedido a las empresas que pongan unas duchas en las bocas de las minas, que les permitan adecentarse al finalizar la jornada. La empresa se niega, se declara la huelga, se llevan preso a un capataz, le muele a golpes la Guardia Civil: es la costumbre. Pero esta vez se han pasado de la medida corriente: tres costillas rotas. El obrero conoce a los que le han dado la paliza. Cuando le sueltan habla con sus amigos; éstos, a su vez, con la moza.

A la entrada del pueblo hay unos maizales. A la caída de la tarde aparecen los fusiles conocidos, entre las altas lanzas verdes. Agripina silba cuando ve llegar a la pareja.

Luego continuó. No sospechaban de ella. Pasó armas y folletos. Tenía diecisiete años.

Llegó octubre del 34. Estuvo en Trubia; en Taberga, ayudando en lo que podía a los asaltantes del cuartel. La escondieron en un pueblo pequeño y feo, donde se aburrió mucho. Todos aseguraban a su madre que no había hecho nada, y, como era menor de edad y conocida de todos, nada le podía pasar. Fue por ella, y se la trajo. La misma noche de su llegada al pueblo, Doval, en persona, la prendió. En aquel corralón eran doscientos y le pegaron horriblemente.

—Me cogieron más rabia porque yo contestaba. Me metieron en un cuartucho estrecho, a veinte hombres y a mí; no nos podíamos mover. Nos llevaron luego a una estancia grande del cuartel. Éramos treinta y seis. Uno a uno dos daban de palos, queriendo saber dónde estaban las armas. Les sacaban luego al patio y les remataban a tiros. Quedamos doce. De los treinta y seis sólo dos «cantaron». Me acuerdo, sobre todo, de Fombona. Fombona era un gran camarada. Tenía más de cincuenta años, muy ilustrado, por eso le tenían más rabia. Le dolía siempre la pierna que, a consecuencia de cinco operaciones, apenas podía mover; se la cogían y meneaban en todas direcciones, estirándola, doblándola, dándole vueltas. Le empezaron a dar en la cabeza, le estiraron el bigote hasta hacerle sangre, sangre que después ya le saltaba de los ojos, de la boca, de las orejas. Llevaba una sortija, un tresillo que tenía en mucho. Le reventaron los dedos y la sortija cayó al suelo, no la podía coger. Me dijo: «Dásela a mí familia». La cogí, pegajosa de sangre, luego me la quitaron, y cuando la pedí, al salir de la cárcel, se reían. Lo mataron a palos, ahí, delante de nosotros. El ruido mate de los vergajos sobre la carne con los huesos rotos. Lo arrastraron al patio. No lo puedo olvidar nunca.

—¿Dónde está González Peña?

—¿Dónde están las armas? Ya lo diréis, canallas.

Y pegaban, Sí, a mí también, como si fuera un hombre. Luego, los que quedamos, nos llevaron a Gijón, al barco, y a mí, al convento de las Adoratrices. Salí de la cárcel a los siete meses, a pesar de estar condenada a veinte años, por ser menor de edad.

Fundamos entonces el Partido en mi pueblo. Tengo el carnet número dos. Y así llegó julio de este Año. Yo era secretaria del Comité Provincial Femenino. Al llegar los rumores de una posible rebelión me marché a Oviedo. Todo parecía tranquilo. Nos aseguraron que Aranda era leal a la República; cuando, de pronto, un amigo nos avisó que los más significados fascistas entraban en el cuartel. No era posible que los compañeros de Oviedo fuesen a ver lo que sucedía: eran demasiado conocidos. Fuimos allá un guardia municipal y yo, cogidos del brazo, como si fuésemos novios; se celebraba una verbena por los alrededores. Confirmamos lo que se nos había dicho y se cursaron las órdenes oportunas, pero era demasiado tarde: las tropas estaban en la calle. Nos escondimos hasta que nos informaron que Trubia era nuestra. Y hacia allí nos dirigimos, uno tras otro.

Y, en seguida, al frente; estuve de fusilera, dos meses, en Sograndio. El miedo, me lo aguantaba. Hasta que me llamó el Partido. Tuve mucha pena de dejar el frente, porque me habían hecho sargento, Yo no quería marcharme. Pero me obligaron. Era para una reunión del Comité Nacional de Mujeres Antifascistas. Y así llegué a Madrid. Y aquí, ya no me soltaron. Yo quiero volver a Asturias, doctor. Haga que me ponga buena, para que pueda irme para allá. Me lo han prometido. Les convencí de que hago más falta allí.

Así hablaba, cuando la trajeron. Hablaba y hablaba, empujada por la fiebre. Ahora calla, y no tiene remedio.

El médico pregunta a la mujer.

—¿Es usted su madre?

La vieja lo mira, con unos ojos azules, tan claros y duros que hacen daño.

—Ya sé. Ya no me reconoce. Pero alguno tenía que recoger esa bandera.

Cuando acabe, iré yo.

Carlos Riquelme no halla palabras. Le pone una mano en el hombro, se lo aprieta ligeramente, siente los puros huesos. Y pasa a la cama siguiente.

—Agua hirviendo. Eso. Agua hirviendo. ¿O es que no vais a tener agallas? Aquí no pasan. Los colchones en las ventanas, y sitio para los pucheros.

—Mi abuelo tiene una escopeta de caza. Es vieja, pero creo que entoavía sirve.

—Tráela. Una buena perdigonada no es de despreciar. ¡Venga!

—También el carbón encendido…

—También, asaúra.

Las mujeres.

—¡Nos bastaremos nosotras si vosotros no tenéis lo que hace falta! ¡Y si entran en Madrid, que no encuentren piedra sobre piedra!

La señá Romualda ha tomado el mando de media calle de Embajadores. Por fin sabe para lo que sirve: para mandar quinientas mujeres. Lo organiza todo: la Cruz Roja, el armamento, el entusiasmo. Habla y habla. Y la obedecen.

—¿Sirven los cuchillos de cocina?

—Sirven poco, pero sirven. Lo que importa ahora es llevar comida a los de la Casa de Campo, que esos sí que sirven. Y darles de comer a los chicos que se queden sin padres. Que los traigan al garaje del 23. Y que Flora y cinco más se queden con ellos para que no amuelen. Tú, vete a ver a don Rómulo, el del «Puerto del Ferrol» y que te dé la leche condensada que tenga. Yo le haré un vale. Y si no quiere, dile que iré yo con diez o doce a ver qué cara pone. ¿Qué sus esperáis? Maldita sía la…

Ya no son los días de julio y agosto, en que se salía a la Sierra en cualquier camión y se volvía a dormir a casa. ¡Y con qué entusiasmo se aupaban las muchachas en los coches! No, ahora es otra cosa, que sale de adentro. Es la rabia, y la decisión. La alegría de una vida nueva ha desaparecido, ahora se defiende lo que se tiene, lo que se ganó: para siempre.

—A ver, tú, pasmá, vete a la estación de Lista. Sí, mujer, a la estación del metro, han puesto una fábrica de municiones. Allí hacen los electrolíticos. A ver sí nos pueden dar algo del parque. Del siete, recargada. Toma un papel. Ya me conocen. A quien no conocen esos hijos de las de la calle de la Aduana, es a los madrileños. Ahora verán lo que es bueno.

—Oye, tú, dicen que esas balas electrolíticas se revientan y revientan el cañón…

—Se tira del gatillo con una cuerdecita.

—¿Y cómo apuntas?

—Lo que importa es disparar. Lo mismo das, apuntando que no. Y tú, te vas a la Casa del Pueblo a ver el Comité de las Trabajadoras del Hogar, respective a la tintura de yodo. Y si no tienen, que se la saquen de las enaguas. Te traes los frascos que puedas. Dile a la Concha que te mando yo. En la iglesia vamos a disponer un hospital de esos que llaman de sangre. Todos los colchones que no se necesiten para las ventanas, llevarlos allí. Tú, Fidela, te encargas de eso. Vas casa por casa. Y si te preguntan que dónde van a dormir, les dices que en Madrid, desde hoy, no se duerme, y que cuando se caigan de sueño, el suelo y las colchas que les sobran, bastan. Arreando, que es gerundio.

—Tú, Galápaga, como te llames, ven aquí. Bajas a la Ronda y te pones a la disposición del teniente Reyes, pa las barricadas. Antes pasas por casa de don Antonio, y le sacas las palas que tenga. Que las tiene: si te dice que no, me lo traes. A mí no hay quien me la juegue, ni quien me tome de pito. De paso dile al médico ese que vive más abajo de la Inclusa, don Isóstenes, o como le digan, que venga, con lo que tenga de material. Vamos a concentrar cinco o seis; los hospitales ya están a reventar. Corre, o te doy. ¡No me repliques, porra! Y no me dejéis de hervir agua, que hierva toda el agua que se pueda. Coged los barriles de Anastasio. ¿Qué cómo los traís? ¡En utomóvil, mira esa! Pareces mochales. Tú, ¿qué haces ahí? No queremos hombres. Vete para abajo, al puente de Toledo. Oye, ¿y tu tío? Con todo y reumatismo te lo llevas para allá. Si no tiene arma, ya caerá alguna cuando se muera tu padre. No me repliques que te excomulgo. ¡Rediez con el camarada! ¿Qué hace aquel? ¡No, puñeta, no! La taberna, cerrada. Ah, ¿ya estás de vuelta? ¿Ahora no tíés prisa, no? ¿Y esas botellas? ¿Cuántas? ¿Dos mil? Está bueno. Que las lleven al garaje, y tú y Teresa, con quince más que las vais llenando de gasolina. Cuidao, ¿eh? ¿Qué no hay tapones? ¡Puñales! ¡No servís para maldita la cosa! ¡Tapones! ¡Cámbiale unas letras digo yo! ¡Estopa, caralampia! ¡Estopa! ¿Qué dónde la coges? ¡Amos, chica! ¡En Palacio te lo darán! ¡Anda o te rompo esa cara de gamberra que tus padres te han dado! ¡Paice mentira que seáis mujeres! ¡Arre! Tú, Teresa y quince más. Y a medida que las llenéis me las vas repartiendo en los últimos pisos de la calle, y por las azoteas. A encenderles el pelo a esos canallas… ¡Amos, que ya es hora!

Romualda se detiene un momento: acaba de tener otra idea: una idea genial.

¿Cómo no lo había pensao? ¿Cómo no se me había ocurrío? A veces paíce una tonta, pero tonta de remate. ¿Dónde tenía yo los sesos? Es que se va cada cosa. ¡Tú, Gloria, y tú, Paloma, venir acá! Sus vais ahora mismo a Cuatro Caminos, a casa de mi tía Teodomira, tú ya la conoces, la que tiene la granja en Canillejas. Debe tener unos rollos de tela metálica, de esa que le sirve para los gallineros. Sus traís toda la que haya. ¡Y si no sus vais a Canillejas! Y que meta las gallinas en la casa, si es que le quedan. Lo que importa es la tela metálica, pa las barricadas va a ser formidable. Así las gallinas moras esas no pasarán, y si pasan las meteremos adentro y nos les comemos los hígados. ¡La repanocha! ¿Qué miráis, rediez? Pasáis por Casa del Pueblo, allí sus darán un camión. Los del transporte. Rápidas, volando, ¿o es que se os ha venío el mundo encima?

Protesta Gloria, por lo del niño.

—¡Concho! ¡Qué le dé de mamar tu abuela!

Salen, y suenan las sirenas.

—Ya están ahí otra vez esos cerdos. ¡A ver a dónde van a cagar ahora…!

Cinco trimotores por el cielo.

—¿Dónde están los nuestros?

Don Alberto, el impedido del 80, que está bajo el portal, se las echa de entendido: la proximidad del frente hace que la aviación republicana se levante cuando ya los enemigos están de vuelta.

—¡Pos que estén todo el tiempo en vigilia!

Todos miran el cielo gris, muerto, con sus cinco puntos negros, desplazándose lentamente.

—Vaya gorriones… ¡Me cachis en la mar!

No hay tiempo: el silbido y la explosión. Todo rojo. Polvo. No se ve nada. Y en seguida los ayes, y las imprecaciones. El acre olor de la tierra despedazada, de las paredes hechas migas, de los cuerpos reventados.

Tan pronto como Herrera dejó a Hope y a Gorov en Carabanchel recibió la orden de acompañar a la comisión inglesa al lugar del bombardeo. Los sacó de la cama y les llevó por las calles de Aravaca, del Sombrerete, del Amparo, de Embajadores, de Benito Gutiérrez, de Fray Ceferino González.

Todavía había polvo por los aires. Como siempre, bastaron segundos para que las fachadas vinieran a escombros; los cristales, a mil trozos; las calles limpias, a suciedad inverosímil; los patios, a solar; las paredes, a montón; el cielo, a bruma parda; las voces, a ayes o silencio; los cuerpos a guiñapos; las piedras molares, a peñascos; los hilos de teléfonos, a maraña inútil; un piano, a absurdo teclado en el pavimento. Por todas partes las losas manchadas: los cuerpos con su aréola de sangre morada. Allí, en la plaza, al lado de medio quiosco de periódicos, un tiro al blanco, perdido su toldo y con sus personajes, recortados en plancha, torcidos o rotos; en uno de los cuadros una Agustina de Aragón sigue acercando la mecha encendida a la cureña de un cañón; un trozo de metralla ha deteriorado el letrero: «Bomba va». Al lado, un teatro de marionetas anuncia todavía su función: «La tumba de Elena». Un letrero destrozado deja difícilmente desentrañar: «Carnicería». Más allá, salpicado de metralla, como cartón de encaje de bolillos, otro que ocupa la fachada entera: «Caja de pensiones para la vejez y de ahorros». Al lado, en el escaparate de un fotógrafo, que ha perdido sus lunas, quedan, prendidas por unas «chinches» a un descolorido fondo rosa, las fotografías de Irún bombardeado y un escrito bien caligrafiado: «Especialidad en primeras comuniones». Tres ambulancias, en el centro de la calle, y los camilleros recogiendo despojos en grandes cestos de mimbre, grises de sangre seca. Una mujer se lamenta:

—Me estaba buscando mi marido un piojo…

Los ilustres visitantes tienen arcadas. Herrera no les perdona nada: un cuerpo descabezado, sangrante el cercén; un niño con los sesos fuera; un brazo cuelga de un balcón, a su vez sostenido por su cartela. Los ayes de dos viejas heridas, la agonía de Romualda que echa víboras y sangre por la boca.

Los ilustres huéspedes están —todos— a punto de desmayarse. No quieren ver más. Les basta. Ahora sí van a poner telegramas diciendo que los bombardeos de Franco son un ataque contra la civilización.

—¿Y los de ayer? —preguntó Herrera como si cayera de las nubes.

—Uno no se da cuenta…

—Hasta que lo ve, ¿no?

—Esto es.

—Pues todavía no han visto ustedes nada.

—No queremos ver más.

—Pues lo verán, señores.

—Nos negamos.

—Si no hoy, mañana.

—¿Mañana? Pero ¿ya saben ustedes dónde van a bombardear mañana?, —pregunta la gran dama, suspicaz.

—En Londres.

Los ilustres huéspedes no gustan de esa pesada ironía.

En un lado de la calle se vuelve a formar la cola del carbón. Respetan la sangre, en las aceras, y hay claros. Una vieja, la segunda de la fila, dice a la que sigue:

—Las últimas semos las primeras.

—Si no es porque el Remigio está malo y le tuve que hacer una taza de poleo, no lo cuento ¡Hijos de perra! ¡Pero ya las pagarán todas juntas! Oye, ¿y qué son esos?

Por la delegación, que ya va de vuelta.

—Pos…

Tién cara de simón que va de relevo…

Mira ahora la fachada derrumbada, frente a ellas, y remata, viendo el montón de cascotes y polvo:

—El desmigue…

—El general Miaja y el teniente coronel Rojo frente a diecisiete teléfonos.

—¿Refuerzos? Ahora van.

—¿Refuerzos? Ahí le envío doscientos hombres.

—¿Refuerzos? Dentro de media hora.

—¿Refuerzos? En seguida.

—¿Refuerzos? Ahora salen.

—¿Refuerzos? Esperamos medios de transporte.

—¿Refuerzos? Ya salieron.

—Ya están en los camiones.

—Dentro de poco.

—Dentro de nada.

—Ahora mismo.

—Aguanten un poco más.

—Están al llegar.

—Un poco de paciencia.

—Ya van.

Refuerzos, refuerzos, refuerzos. ¿De dónde? ¿Del aire? Sí, del aire. De las cresterías de Madrid. Del 2 de mayo. De los «Fusilamientos», de aquel de los brazos en cruz que grita: —No pasarán.

—¡No hay repliegue!

—¡No hay repliegue!

—¡No hay repliegue!

—¡Si se retiran voy yo mismo a levantarle la tapa de los sesos!

—¡No hay repliegue!

—¡Aguante! ¡Ahora mismo voy! ¡Sí, yo mismo!

—¡Quién dé una orden de retirada está cometiendo un acto de traición!

—¿Refuerzos? Ahí se los mando.

—No, general; no hay cartuchos del siete.

—¡Qué recojan todos los casquillos, y se recarguen! Ya los están esperando: Calientes se trabajan mejor.

—No será suficiente.

—Si no hay balas, que las inventen. Además Trigo dice que sus electrolíticos son tan buenos o mejores…

—Estallan en los cañones.

—Ya será menos. Y los de las sacramentales están trabajando de firme.

—Hay cuatro mil cartuchos del 77, pero no hay fusiles de ese calibre. No hay obuses del siete y sólo quedan cuarenta y nueve disparos del siete y medio.

—¿Del diez y medio?

—Ni uno.

—Mañana recibiremos ciento noventa y seis, y cuatro disparos por pieza del siete y medio. ¿No está satisfecho? Yo tampoco, pero me aguanto. Y si me aguanto, que aguanten los demás. Aquí no retrocede nadie. ¿Granadas de mano?

—Cuarenta de piña y cincuenta Laffite.

—Que las usen sólo contra los tanques. ¿Y del bombardeo?

—Unos ciento cincuenta muertos y unos trescientos heridos.

—¿Y la gente?

—Dura.

Cuanto más bombardeen más gente bajará a las trincheras.

No hay refuerzos en las manos del defensor de Madrid, pero bajan hacia los frentes. A pie, en camiones, en tranvía —hubo un pequeño lío en la calle de Ferrari porque mataron al guardagujas—. Jóvenes, viejos, mujeres. Por los bulevares, por Atocha, por la calle de Toledo, por la Gran Vía. Gente y más gente, sin armas, a defender, a defenderse, como sea; buscan armas. Todo Madrid al escenario de la guerra, a su gran teatro del mundo. Reservas sin reservas. A lo que fuera.

Templado, en la calle de Campomanes, en la puerta de su casa, con su maleta en la mano, llama a la portera:

—¿Quiere subirla?

—¿No se iba el señorito?

—Todavía no.

Y Julián Templado, con su paticojera, baja al campo del Moro, con la esperanza de un fusil. No sabe por qué. Estoy haciendo una tontería, se dice. Y la hace. Disparan por todas partes. Y llueve.

Frente a su casa, partida por gala en dos, Cuartero se pregunta si la verdadera manera de ser de las cosas es como lo ve ahora, o como era ayer. ¿Qué es lo definitivo: lo construido a fuerza de trabajo e ingenio o las ruinas?

Villegas, que le acompaña, para salvar lo que se pueda, le saca de dudas, Volverán a construir, allí o en otro lugar. Cuartero no lo cree, tal vez impresionado por la pérdida: De la sala sólo queda colgando de la pared impoluta, y al aire, el diploma de perito comercial de su mujer. Lo está viendo desde la calle, allá arriba, en el tercer piso. Es inútil cualquier esfuerzo, la escalera está hecha polvo. Se limitan a recoger unos libros, caídos aquí y allá.

—Una hora antes, no lo cuento.

—Hay personas que tienen suerte, como los pueblos, otros no: Los unos pasan a la historia. Los otros, desaparecen.

—¡Bah!

—¿No lo cree? La casualidad no tiene madre conocida.

—Desde luego, pero la suerte influye en el modo, en la moda; no en el fondo.

—¿Hay fondo sin forma?

—No le quepa duda.

—¿Es fatalista, como buen hijo de árabes?

—No.

—Entonces: no le entiendo.

—Según usted, por lo visto, sólo se puede ser creyente en el azar o mahometano. Creo en la casualidad, pero también en la primavera, en el día que sucede —y no por suerte inesperada— a la noche.

—Mañana será otro día.

—Exactamente, y no una eterna noche. Y que si muero ahora o dentro de diez años no importa absolutamente nada. Ahora bien, hay otras cosas que suceden y se sucederán inexorablemente, por mucho que la suerte se empeñe en detenerlas o desviarlas.

—Es una concepción casi católica de la creación, mi viejo ateo.

—Tal vez: Creo en el libre albedrío.

—Pero enfundado en una dirección general inexorable.

—Movida por los hombres.

—¿No podemos detenernos ni volvernos atrás?

—Nada es reversible. Siempre seguimos adelante, engranados. Está bien eso de engranados; enlazados, trabados, encadenados, más lo que trae la palabra grano —semilla, fruto.

—Pus.

—También, mí viejo católico, también. Y deje ya eso, y vamos a tornar algo caliente.

Cuartero le echa una última mirada a su piso. Menos mal que ahora Pilar no podrá achacarle la culpa de lo sucedido.

Al entrar en la tasca tropezaron con Fajardo, de capitán de milicias. Buscaba a Cuartero, y supuso que lo encontraría allí.

—Creí que te habías muerto.

—Sólo ascendido.

—¿Sabes quién estuvo aquí anoche? Templado.

—¿Dónde está ese cantamañanas?

—Se volvió a Barcelona.

—No me extraña.

—Bueno. Pero ¿y tu?

—¿No me ves? En la sierra, desde que nos despedimos. Con Mangada.

Cuartero no se atreve a preguntar más. Ni entra aquí la historia de Fajardo, que subió al frente, el 22 de julio, a morir. La guerra y el partido comunista le han salvado. Ha venido por municiones, vuelve a su puesto dentro de unas horas: sin parque.

Hacía un tiempo indecente, esa era la verdad, y lo que se imponía. Un frío del demonio. El vientecillo entraba por la ventana abierta como Pedro por su casa, y no se podía pensar en cerrarla, entre otras cosas porque los cristales estaban hechos añicos. Las manos en el fusil, apegadas por el cochino frío, y sin guantes. La verdad es que ninguno de los que estaban en aquella habitación había pensado en procurárselos. Y no hubiese sido difícil: a media hora de camino hay guanterías abiertas. Pero ahora no se pueden mover. Lo peor es que no pueden disparar, por la poca munición, y porque no hay sobre qué. Los fachas, sí. No tienen esos problemas.

En el piso de arriba el comandante Trucharte, con sus buenos gemelos mira el frente, de Pozuelo a Villaverde. Manda unos carabineros y alguna gente miliciana del Ministerio de Marina: porteros, mozos, ujieres. La mitad armados; los otros, en espera de la muerte de sus compañeros. Y se dan por satisfechos: en la Casa de Campo dicen que el porcentaje es peor: tres esperando un arma caída.

Allí, Getafe; allí, Carabanchel Bajo; allí, Húmera; allí, Leganés. ¿Qué será de los locos? Deben haberlos evacuado. ¿Y si no? Se figura un momento el interior del manicomio, entre balas y obuses: esos mismos que silban ahora, entre traquidos y silbos agudos. Bombardean los cementerios. De Carabanchel Alto al puente de Toledo, los cementerios del sur de Madrid, a derecha e izquierda de la carretera. Acortan el tiro. Los basureros.

La artillería facciosa dispara a más no poder. Una preparación artillera, según todas las reglas de la poliorcética. Doscientas bocas de fuego contra nada. Las casas de Carabanchel Alto se abren, desconchan, deshacen a la violencia. El polvo sube y se abate, para volver a subir de nuevo, en sudario. Las fachadas se resquebrajan, las cornisas caen, las azoteas se derrumban. La carretera se llena de cascotes y de trozos de metralla. La única nota de color, en el día gris, las paredes sucias y la tierra siena, es la sangre, más escandalosa cuando pañuelos o trapos procuran atajarla. Luego viene un largo silencio, Algunos refugiados se apresuran hacia Madrid empujando sus pacíficos jumentos y sus carros. Unos niños salen a la carretera a recoger lo que sea y asombrarse de los destrozos. Miran los muertos.

Por el campo mondo, entre calvijares, casas pobres, lodo, y por la carretera de Extremadura, muy seguros de sí, testudíneos, en descubierta, avanzan siete tanques en dos grupos, cuatro adelante y, cien metros atrás, otros tres. Los primeros en verlos fueron dos niños que recogían casquillos, a diez metros de las primeras barricadas. Ya los hombres tienen sobre qué disparar. Pero los artefactos siguen avanzando, impertérritos: su cañón no se molesta todavía en contestar. Sus orugas van comiendo metros de tierra, sumándolos a tantos como han ganado en meses anteriores.

Destrozan el primer parapeto: barricas, dos carros volcados, algunas piedras. Los pocos hombres que lo guarnecían echaron a correr. Cambiando velocidad enfilan la calle, y una segunda barricada. Es un paseo. No tienen nada que temer. Adelantan, descuidados.

Antonio Coll, ordenanza del Ministerio de Marina, ve llegar el primero; está ahí con sus bombas de mano. Recuerda las órdenes, el librito que le dieron a leer. ¿Qué espera? Ya, nada. Lanza una, bajo el vientre del animal de hierros y cadenas. Revienta y lo detiene. Y otra, arriba, contra la torrecilla. El tanque, muerto, para a los demás, que apenas tienen tiempo de frenar, y sobre ese montón de planchas de acero van cayendo las bombas de sus compañeros, sobre seguro. Crepitan las ametralladoras. El último tanque del primer grupo intenta dar medía vuelta, y la da, pero de costado, y se vuelca y arde. Los otros tres que van llegando disparan cuanto pueden, pero ya están en la ratonera. Los milicianos salen de sus escondites, bombas de mano en mano, enardecidos:

—¡Ahora los que atacamos somos nosotros!

Y destrozan los siete tanques, empotrados los unos en los otros.

No se cuentan los muertos. El comandante Trucharte registra los cadáveres enemigos. El de Antonio Coll, y otros ocho, se retiran contra las paredes encaladas. En el bolsillo del jefe del destacamento enemigo, Trucharte encuentra una orden. Una orden de operaciones. No da crédito a sus ojos. Deja el mando en manos de un teniente y sale en una motocicleta hacia el Ministerio de la Guerra.

No le quieren dejar pasar. Insiste, y vuelve a insistir: sólo hablará con el general Miaja.

Cuando el general lee la orden asoma su ladina sonrisa de campesino. Son las ocho de la noche. En el salón están reunidos con él el teniente coronel Rojo, el comandante Matallana y el comandante Fontán.

No pueden creer en su suerte. Ya no pueden creer en ella. Discuten. Los reveses les hacen desconfiados. Huelen un engaño. Miaja está seguro de que la orden es para el día siguiente. Los subalternos creen que el enemigo se dará cuenta de la desaparición del documento, que cambiará las órdenes, si son auténticas. El general asegura que no. ¿Cómo habían de saber que el muerto llevaba la orden encima? Además, ya es tarde. Miaja se impone:

—¿Quién manda aquí?

Y se disponen las fuerzas, las que hay, las que quedan y lo que ofrece el pueblo. Resta por cubrir un boquete de diez kilómetros, del puente de Extremadura a los Mataderos. ¿Quién se enfrentará allí con el enemigo? ¿Los barrenderos? ¿Los de artes gráficas? ¿Los telefonistas? ¿Los tranviarios? ¿Los de las artes blancas? ¿Los de oficios varios? ¿Los carteros? ¿Los de la construcción?

El general Miaja oculta un papel que tiene en la mano, donde al lado de la sigla de cada sindicato hay una indicación del número de hombres y fusiles de que disponen. Daría risa si no fuese trágico. Miaja escoge a los peluqueros y a los empleados de ultramarinos, el batallón «Fígaro» y el de los «Leones Rojos». Sus colaboradores se le quedan mirando.

—¿Preferís a los ferroviarios o los estudiantes? Que se desplieguen de la casa del Guarda a la Puerta del Ángel. Y allí, Escobar.

Si no han podido pasar hoy por la carretera de Fuenlabrada, mañana lo intentarán por la de Extremadura. Y hay que enfrentarles esta gente de Madrid. El general Miaja tiene pánico. No lo oculta:

—¿Me responderán o no?

Porque lo de hoy no ha sido más que un tanteo. Esperar y ver. Si pasan, no habrá remedio.

En el centro de reclutamiento del Quinto Regimiento, Peñalver, Josefina, Sanchís y Jover se preocupan por el paradero de Asunción y Vicente sin lograrlo.

Salieron de la Alianza con un: Ahora volvemos. Y no se les ha vuelto a ver. Todos piensan en el bombardeo, ninguno se atreve a decirlo.

Los incorporan a la columna de Galán, y bajan hacia la estación del Norte. A pesar de sus protestas, Josefina se tiene que quedar en las oficinas, sustituyendo a Gonzalo Hernández, muerto de un tiro al salir de su casa. Que la quinta columna asoma la oreja.

¿Qué hálito mueve los aires en esta fría mañana de noviembre, muerto el viento de la noche vencida? Domingo. Todo está muerto, menos el aire, árboles sin hojas; todo está perdido, hasta el color. ¿Dónde está el asidero? La sola piedra, el solo lago. Las ramas sin vida aparente recortándose como venas en el cielo gris. La sola España atacada y traicionada, Todo se ha quedado mudo. Ya no hay qué decir. La verdad a la merced de la fuerza. Sólo la fuerza, sólo la muerte puede, en esta mañana de noviembre, ayudar a la verdad. Sólo la fuerza de los pechos, sólo la fuerza de la voluntad incrustada en las manos, incrustada en los pechos. Sólo la fuerza, sólo la muerte, frente a otra muerte. ¡A ver quién puede más! Las ramas por los cielos, el agua deslavazada y quieta, las manos en los gatillos, las culatas en los hombros, los ojos en el horizonte. ¡Si fuese cuestión de puños!

Marchan los hombres con la verdad en sus hombros —caras sucias, negras, cerradas—, haciéndoles apretar las mandíbulas, paso tras paso, sin vacilaciones, a morir frente a las piedras de su ciudad. Sin dejar. Sintiéndose pared, sintiéndose hierro, sintiéndose capital, fuera de sí. Ya no son ellos, sino su verdad. Sin más. Lo han dejado todo. Ya sólo son pared, frente a las ramas desnudas en el cielo cárdeno. Hasta el aire se muere, y cae, y todo se estremece para recibir el llanto quedo de la lluvia.

Llueve, llueve menudo y lento, despacio, tranquilo. El agua del lago se pica toda, suave. Las ramas y los troncos brillan un poco más. Todo se empapa. El agua, por la cara de los hombres, semeja sudor y lágrimas de su rabia fría. Esperan. Lo esperan todo de sí solos, traicionados, juntos como nunca lo estuvieron.

Una inmensa marcha fúnebre, de hombres vivos que van a encararse con la muerte porque quieren y la prefieren a la mentira. A hombros con su verdad, hombro con hombro, hombre con hombre. Graves y silenciosos. Ese silencio que escuchan todos, de fuera adentro, de dentro afuera.

Vicente Dalmases se ha reincorporado a la brigada mixta de Líster, en el sector de Entrevías. No ha conseguido que le dejara. Ni las palabras, ni los pasos rápidos han podido convencerla. Ni el frío, ni la lluvia. La muchacha no habla.

—Vete. No vengas. ¿Para qué? Te quiero. Todo el pasado, ni lo pasado importa. Quédate. A la noche nos veremos. Ahora va de veras. No te expongas inútilmente. No hace falta, y te necesitarán en otro sitio, en otra parte. Es absurdo. Créeme: te quiero, Asunción. Pero déjame. ¿Para qué vienes? No, tiene sentido.

Parecía no oír, ni siquiera verle. Le seguía. Si él apretaba el paso tanto daba: Seguía ahí, dos meses atrás.

—No sabes, te pueden herir. Vuélvete. Te prometo que iré a verte esta noche. Ahora necesitaremos de todos y el que vengas conmigo no sirve de nada.

Casi nadie por la calle, la luz veladísima de azul de los faroles de gas que hoy han olvidado de apagar, residuo mezquino de la noche. Y el viento frío de la remañanilla.

—Te vas a enfriar…

Ella no contesta, ni parece oír. Vicente se vuelve, y la coge por los hombros. No le hurta la mirada, pero hay en sus ojos tal vacío, tal falta de vida, tal, resolución de piedra, que al mozo se le atragantan las palabras. Y la besa. Asunción permanece impasible bajo sus labios. Y siguen juntos, adelante, sin palabra.

Jacinto Bonifaz se pregunta que quién le ha metido en ese fregado. ¿Quién le mandaba meterse? Ahora podría estar, tranquilamente sentado a la puerta de su establecimiento leyendo La Libertad, a esta hora precisamente; no: que todavía es temprano, y Roma estaría calentando el agua pa que se afeitara, como era de ley, antes de tomar el café con leche con media tostada de abajo, y no ahí, pegado al tronco de un árbol, con un fusil en la mano. Todo sea por Dios. La Casa de Campo. ¡Quién le iba a decir! ¡Hay cosas que claman al cielo! Ahora, eso sí, el discurso de esta madrugada, ni quien se lo quite. Estuviste chipén. Ahí está el lago, sin una arruga, con un poco de niebla baja arrastrándose. ¡El tiempo que hacía que no había bajado a la Casa de Campo! Se pierde en la oscuridad de los tiempos. Antes no dejaban entrar. Luego sí, vino a merendar dos o tres veces con la Romualda. Está bonito de veras. La luz que empieza por las copas desnudas. Y un fusil en las manos. Cazar, lo que se dice cazar, no ha cazado nunca. Allá en Galicia, cuando era un chaval, con una carabina que le dejó el tío Luis. ¿Qué se habrán hecho? ¡Cualquiera se acuerda ahora de Galicia! Y, sin embargo, se acuerda, Más niebla, más humedad que ahora. Las almadreñas embarradas, por las sendas entre los setos. Y un conejo que salió disparado; aún ve su cola, blanca, sus patas traseras, el fogonazo y su desilusión. ¿Qué tenía? ¿Dieciséis años? Sí: Dieciséis años. A los pocos meses se venía a Madrid, en el mixto, con el cura. Luego, todo es Madrid. Madrid que está ahí, a sus espaldas, respaldándole, dándole el color que falta a la madrugada. Puñetero fresco: menos mal que el día se anuncia bueno. ¡Por las bragas! Claro está que estuvo en Marruecos: tres meses. Ya ni se acuerda. ¡Hace tantos años! Más hace de Galicia, y sin embargo… Tras él, tumbado, está uno que conoce de vista, de la Casa del Pueblo. Esperando que lo maten, para cogerle el fusil. O para quitárselo si tiene miedo, que así han quedado. ¿Miedo? ¿Miedo de qué? ¿De esos cochinos fascistas? ¡Estaría de ver! No hay quien se achique. A su derecha está Sindulfo Zambrano, de la Ejecutiva, a su izquierda don Pedro Gandarias, el de la Plaza de la Cebada. Y atrás, tumbados, el Pinto y Juan el cojo. Y, más allá todavía distingue a Juan Pérez y a Valeriano Monzón, de la calle de Atocha, todos sin afeitar. ¿Cuándo se ha visto? ¡Peluqueros sin afeitar! Pero ¿cuándo se ha visto tantos peluqueros formando un batallón? El batallón de los Fígaros: está bien, es un buen nombre. Son cuatrocientos, y tienen ciento cincuenta fusiles y ciento cincuenta cartuchos por barba. Está bien dicho esto de por barba. Dicen que van a venir por el Campo de Tiro. Que vengan.

Y vienen. Son las siete de la mañana. Y son tabores de regulares.

Hoy es sábado. ¿Viernes o sábado? El día de don Gumer, de don Ramón Cruz, de don Nemesio Grajales. Don Gumer sólo se afeita dos veces a la semana. ¡Habrá que oírle cuando vea cerrada la barbería! Con lo cerrado de su barba… Por don Ramón no me preocupo, ese no es capaz de ir a que otro le toquetee la cara. Además, ¿cuál encontraría abierta? Aquí estamos todos. Y es incapaz de permitir que le repasen otros dedos que los míos, o que le enjabone la cara otra brocha que la suya o le afeite otra navaja, a pesar de lo vaciada. Buen acero el de Solingen, y más ese de los «monitos». ¿Por qué ayudarán los alemanes a los fachas? A lo mejor las balas que nos disparan están fabricadas en Solingen.

De las navajas pasa al establecimiento; de sus sillones vuelve al agua caliente; del cazo, a la Romualda. ¿Qué hará la Romualda? Debe de estar haciendo cola.

Está empezando a llover. Se le acerca Prudencio Gómez, jefe de otro pelotón.

—Óigame, señor Jacinto, yo creo que ahí en la paredilla del lago, donde nos han puesto no servimos para maldita la cosa. Esos hijos de nadie no han de atravesarlo a nado, y mejor reforzamos las alas.

—¿Cuáles alas?

—A derecha e izquierda.

El señor Jacinto se retuerce el bigote. Es posible que ese barbilampiño tenga razón… Pero la paredilla del lago es una buena posición.

—Podéis dispararles de lao

No les dejan concluir. Empieza el tiroteo.

—¡No adisparéis más que sobre seguro!

Tres tabores de regulares. ¡Y cómo gritan los condenados! A lo mejor creen que nos asustan.

—¡Animo, muchachos, a gritar más que ellos!

Y Jacinto Bonifaz empieza a soltar ajos a voz en cuello.

—Cochinas balas —oye decir tras él.

—¿Qué tienen que ver las balas, compañero? Puercos los que las disparan…

En una trinchera de Usera, Templado discute con varios a quienes no conoce:

—Aquí estamos, todos estos que ves y no ves, dispuestos a morir por una idea. Por el socialismo científico…

—El comunismo no es una idea, es una ciencia —rectificó justo Fernández, muy seguro de sí.

—Eso es, exactamente, lo que quería decir.

Se rió.

—No me negaréis que es bastante divertido.

Lo miraron con reproche.

—No os enfadéis. Yo soy marxista por afinidad, un aficionado. Hasta ahora los que morían por una idea los llamaban idealistas. Al fin y al cabo es el único idealismo que cuenta. La calidad de la idea es lo de menos.

Intervino Mercantón, serio, con ese aire de pachón del que no se departía más que al dormir, cuando roncaba, sin gafas. Vino por ocho días a Madrid, hacía veintitantos años.

—También algunos de los de enfrente, entonces.

—También —dijo Templado.

Hubo un silencio. Piferrer, uno pequeño y que no pasaba de los cincuenta kilos, dijo, con voz aguda:

—Entonces, no sé qué haces aquí.

—Lo mismo que tú: pelear.

—No lo niego, pero sin querer ganar. He conocido otros como tú. A ti te tiene sin cuidado el fin, lo que importa es la guerra. Y estás con nosotros por simpatía, por una vaga simpatía, A lo mejor porque crees que somos… ¿Cómo decís? La legalidad.

Luego remachó:

—Eso no cuenta.

—Me gustaría saber porqué.

—Lo que buscas es tu gusto. Tu puro gusto. Es igual que si te masturbaras: completamente inútil, no sirve. ¿No tienes hijos?

—No.

Piferrer se volvió hacia los demás.

—Aquí, el compañero, es un liberal. Uno de esos que quiere que se respeten todas las creencias, dispuesto a darlo todo, a poco que se lo pidan.

—Radical socialista, ¿no?

—No, contestó Templado. Médico.

—¿De aquí?

—De la calle de Campomanes.

—¿Y qué haces que no estás en un hospital?

—Vivo en Barcelona. Llegué ayer.

El tiroteo volvía empezar.

—No disparéis. No vale la pena. Ya tendremos ocasión.

Mercantón se asomó, dio una voltereta y se quedó espatarrado, una bala en la frente.

Se pusieron todos a disparar, menos Piferrer: No creía en la suerte. Quería dar sobre seguro, apuntar, apuntar, y contar lo que tumbara.

El cielo empezaba a chupar la lluvia. Templado arrastró el cuerpo del francés. Pesaba.

—¿Quién se lo lleva?

—Déjalo ahí. Ya vendrán… Si vienen.

(Fajardo, Cuartero y Villegas, bajando por la Carrera de San Jerónimo).

Fajardo. El mal es siempre confuso. Aunque sólo fuese por eso, nosotros, que sabemos lo que queremos y obedecemos a consignas claras, tenemos siempre razón. Hacerse un lío es delito de traición. Traidor: el que no sabe lo que quiere. Un mundo mejor puede no ser una cosa clara, pero sus caminos deben serlo. (Fajardo parecía buscar una explicación que Cuartero no le pedía). La política es para nosotros lo que fue la teología para ciertos espíritus de la Edad Media la política en su sentido verdadero, razón de la vida del hombre, su salvación.

Cuartero. Aquí nos pasamos, quién por carta de más, quién por carta de menos —pasarse de listo—. Contra la equivocación del barajar, no hay quien pueda. Por eso lo del respeto es aquí muy difícil. Yo soy yo. Venimos a decir: un as.

Fajardo. Mírame y no me conoces. ¿Dónde está el que fui? ¿Por qué no ha de suceder con mil?

Cuartero. Hoy. De los comunistas de mañana, ¿me respondes tú, matraca?

Villegas. Aquí lo puede todo la amnistía. Como decía don Miguel —y en eso, como en tanto, da el sentir de todos—: «El bofetón que suelta uno al que le insulta es más humano, más noble y más puro que la aplicación de cualquier artículo del Código Penal». No somos perseverantes. El pueblo lo olvida todo con tal que lo dejen en paz.

Cuartero. Niego la mayor: niego la mayor: en la paz no se olvida, sino en la guerra. No hay mayor olvido que la muerte. Si te bates ven a mi lado, chócala, Bakunín.

Villegas. Eso ahora.

Fajardo. Te veo venir.

Cuartero. Te equivocas. (Ahora es Cuartero el que intenta justificarse). Me solevanta ese hálito y empuje de los más por una vida mejor. Toda una multitud hambreada de sabiduría. Me importa ese afán y no sus resultados. Ni la envidia, ni el odio, ni la estrechez de mollera caben en ese halo. Saber es poseer —para ellos—. Eso no lo realiza la burguesía del pan, pan; del vino, vino. Para ellos, los burgueses, poseer es tener, y el saber adorno churrigueresco. A mí lo que me importa es el esfuerzo.

Fajardo. Ganar el cielo.

Cuartero. Sí.

Cuartero lucha por tomar en serio cuanto le dice Fajardo y no puede: le queda siempre la duda que entreabre la imaginación de su amigo. Recuerda todas las ocasiones en que el actual militar se ha dejado llevar por su deseo y dado por hecho lo supuesto. Desaparecía luego el tiempo suficiente para suponer olvidada la superchería. Acordábanse los dos de la mentira y se callaban, pero la bernardina pesaba. Alguna vez, Cuartero se lo dijo cara a cara: —Mientes—, y Fajardo inventaba las fábulas más absurdas para mantener incólume su cuento. Ahora se lo encontraba cambiado, hasta de pellejo y, a pesar de la evidente buena fe del coraje, de la valentía, de la sinceridad de Fajardo, algo cojeaba en el espíritu de Cuartero. El olvido no es cuestión ni de paz ni de guerra, sino de fe, pensaba mirando el muy pulcro capitán. «Si no miente», no vive, decían de él en el llenar. Cuartero se reconvenía: Ya no es el «mismo».

Al llegar a Neptuno se despidieron. Fajardo abordó un camión que iba para la Sierra.

—¡El nuevo concepto del trabajo: el trabajo socialista! El trabajo con fin, el trabajo para todos, el trabajo para mejorar la vida del mañana. ¡Cuernos! ¡A mí qué me importa matarme a trabajar para que no trabajen los gandules de mis tataranietos! Hay más días que longanizas, —¡si lo sabré yo!—. Y vamos a repartirlos un poco mejor. Además que trabajar como un burro con el espolín de asegurar el futuro es el concepto más burgués que se pueda mantener. Tus abuelos —y los míos, que no puede haber duda que los tuve, aunque quién sabe quiénes fueron— tenían la misma idea. ¿No eran tenderos? Y abrían la tienda a las siete de la mañana, y la cerraban a las diez de la noche. Puro stajanovismo, compañero, aunque revientes de rabia. —¿Para qué me sirve una vida así?— gritaba Amorín, para vencer el ruido del motor; portugués él, pequeño y delgado, «El Barbitas», como le malnombraban.

Con una voz aguda y en punta:

—¿Para qué la quiero? Estamos de acuerdo: mañana, en la fábrica, en vez de trabajar para don Veremundo Casas y Casas voy a trabajar para el Estado —con mayúscula—, es decir, para mí —con minúscula—. Ya está. ¿Y qué? No os dais cuenta de que los idealistas sois vosotros y no yo. Lo que yo quiero, a lo que yo aspiro es a trabajar menos y a ganar más. Y como yo, miles y miles. Eso no lo queréis ver: lo único que os importa es la teoría. Por eso convencéis ante todo a señoritos. Y nosotros, los anarquistas, tenemos las masas, de las que tanto y en tanto os gargarizáis. Venga: vamos a contar; no el número, que eso ya lo sabéis, y aseguráis que no os importa. No; vamos a contar quiénes son aquí comunistas y quiénes son anarquistas, vamos a ver —joven— quién es el proletariado.

—Todo eso no sirve para nada.

—Te rajas.

No era la paciencia la virtud de Fajardo, y aceptó el juego de Amorín, y preguntó a los demás en el camión que los llevaba hacia el Guadarrama:

—¿Tú qué eres?

—¿Yo? Linotipista.

—¿Comunista?

—Sí.

—¿Tú?

—Albañil.

—¿Comunista?

—No. A Dios gracias.

De los veinte que se apretujaban allí, tres eran comunistas, cuatro anarquistas y seis socialistas.

—A vosotros no os importa más que la verdad, vuestra pequeña y estrecha verdad, lo demás os tiene sin cuidado. Vais hacia el imperio del bien sin que os importe lo bello. Aristotélicos que sois, confundiendo lo bello y lo bueno.

Amorín era hombre de letras y pintor. Conocía a Fajardo, profesor de literatura, del Instituto de Alcoy, de las tertulias.

Del Estagirita habla Paulino Cuartero, reprendiendo a Villegas, mientras fiscalizan el embarque de tres Tizianos y dos Grecos, mirando, de cuando en cuando, el cielo por mor de los aviones. El cañoneo se oía seguido. De cuando en cuando todo retemblaba, al disparar unas baterías republicanas que no debían estar emplazadas lejos.

—La felicidad consiste en la acción que dice Aristóteles, y no hay mayor acción que la que lleva a uno hacia la verdad. No hay más que la verdad, y todos vosotros no creéis en ella. Creéis que no creéis en ella. Tú me saldrás diciendo que lo que te importa es la ética. ¡Vamos! Como si fuera posible que un hombre que apoya sus costumbres, sus sentimientos, en principios morales no crea en Dios. Me jurarás cuanto quieras, sin salir de tu intríngulis. El momento en el que aceptas dirigirte por una luz irreal, crees en Dios. Un Dios tuyo y universal, y déjate de dioses masones: El sentimiento de la verdad no los admite. No piensas si esto está bien o no. Pero lo dan hecho. O estás con esos para quienes la moral no cuenta, para quienes lo que importa es el mundo y la oportunidad, sean fascistas o comunistas, o con los otros, ligado a la fuerza del cielo. Más me molesta a mí que a ti esa concusión entre los extremos: Nada tienen que ver entre sí nazis y marxistas como no sea no creer en Dios. Los unos quieren aplastar los hombres, poco a poco con una férula de hierro, sin fin; y los otros, levantarlos al socialismo partiendo de una negación total para llegar poco a poco a su utopía. Pero no importa: importa la verdad, y el mundo anda cada vez más huido de ella. Cada vez le tiene más miedo porque está más lejana. Como un nadador a quien la corriente va venciendo, cada vez más lejos de la costa. Y, bárbaramente, confunden la verdad con la calumnia. Si cualquiera se atreve a levantarse y exclamar: «Voy a decir la verdad», consiste en decir horrores de sus enemigos. El fascismo ha traído una oleada tremenda de cieno, enormes olas de lama. El fascismo es la gran construcción de la mentira; sus fundamentos, la delación; y la delación es la forma más abyecta de la mentira; porque no se atreve a inventar para hacer el mal e interpreta a su modo la realidad. El delator no se venga: cien veces por una no conoce a su víctima ni tiene noción del mal que hace. Porque cree estar en el secreto de la verdad. Y la verdad no tiene secretos. Para ellos lo desconocido existe, está ahí tras la puerta. Delatan por jugar a los dioses. Y luego viven y huyen con el peso de su mentirosa verdad sobre el corazón, metida en el pecho, con lo que bajan la cabeza o la llevan demasiado alta, según les pese delante o detrás el peso de su mentira. Y la delación es la base, el sustento, el alimento diario de las dictaduras. La policía hecha administración, hecha gobierno. No tienen confianza más que en la delación. Viven de delaciones. Todo buen fascista es un delator; si es buen fascista delatará, si no es buen fascista no delatará, y como no delate le delatarán por no delatar. ¿Conoces esa historia de la madre de un aviador burgalés? Diéronle al hijo por muerto. Oyeron unos amigos suyos cómo nuestra radio dio la noticia de estar prisionero el joven; apresuráronse a decirlo a su madre. Ella los delató por escuchas de radios enemigas, los fusilaron. Y ellos lo publican con grandes alabanzas.

No. Matar, no. Un soldado no mata; sino resiste. ¿Un soldado no mata? ¿Si me matan a mí, no me ha matado nadie?

La guerra no admite venganzas. Se firma la paz, y sanseacabó. ¿Es verdad o no? No lo sé. No me importa. No me debe importar. No deben pasar de aquí. Para que no pasen tengo este fusil. Si se empeñan en pasar, disparo. Si mato, mato. Total: mi convencimiento, mi razón —y la del que quiere pasar—, no entraña crimen alguno. Es la justificación por los hechos y por la fe. Puedo matar en paz, me pueden matar por lo mismo. Una razón valedera sirve para todo, y es respetada. Así estoy más tranquilo. Tampoco es cierto. Como siempre, ¿qué diablos estoy haciendo aquí? Como siempre, el recuerdo de Sganarelle. ¿Es Sganarelle el que dice aquello famoso de la galera? Siempre hago lo que no quiero porque no sé qué hacer. Y me meto en líos por dejarme influir por los demás. Ya debiera estar camino de Barcelona. Pero, en fin, podré darme el gusto de decir que he estado en el frente, que he disparado contra los fascistas, que he matado a alguno. Bastantes he curado en el hospital. ¿Y estos hombres? Están aquí porque les han atacado. De eso no hay duda. Pero hay algo más. Claro que hay algo más. La dignidad, claro. Es curioso: la dignidad de un médico, la dignidad de un empleado del Ministerio de Hacienda, la dignidad de un ferroviario, la dignidad del de mi derecha, la dignidad del de mi izquierda.

Templado sonríe. No, no le dirá nunca a nadie que ha estado en Usera, un fusil en la mano. Siente que será —si llega a contárselo a sí mismo— un pequeño manantial escondido y personal, para los días lejanos.

Que la gente se mate así, desde siempre… Entre las civilizaciones que sean, burdas o refinadas siempre la guerra. Matar, entrematarse, por esto o lo otro. Eso sí, cada vez mejor y más generalmente, a medida que hay más gente. Por el poder. Únicamente por el poder. Que lo llamen como quieran. Por el poder. Por poder hacer lo que uno cree que es debido, lo que le es debido. Sin más ley. Por el poder de la clase obrera, por el poder de los poderosos, por el poder de los portugueses, por el poder de los panaderos, de los militares, por el poder del poder. Por la potencia de hacer algo. Por su mera posibilidad. Hasta más no poder, que es la muerte. «No puedo más», y se hace. De mí para afuera, el poder. El poder infinito. Contra el poder, el milagro: que suele ser la idiotez de los demás. No puedes negar que eres positivista, todavía…

Les tiraban ahora muy seguido y Templado sentía su hombro deshecho, y dolores por todas las coyunturas, por su mala posición. Pasó su fusil y sus municiones —dos cargadores— a un jovenzuelo que le estaba mirando desde hacía rato.

—Ya disparaste bastante, deja algo a los demás.

—Está en mi poder, le dijo Templado entregándole el arma.

¿Por qué se defiende Madrid? Porque es Madrid. Y porque los obreros, y los empleados, y los estudiantes tienen conciencia de que lo son. Y no quieren que ganen los carcas.

—¿Qué se han creído?

—Ahora verán lo que somos…

No por comunistas, ni por anarquistas, ni por republicanos. No, sino porque los comunistas, los anarquistas, los republicanos son madrileños, aunque no sean de Madrid. Y ellos vienen por el llano, y Madrid está en un cerro y se pueden apoyar en las paredes de Madrid y morir con algo detrás, descansando en algo, en algo que es suyo, que han hecho: Castillo famoso. Si quieren, que den la vuelta: pero aquí no entran, por aquí no pasa nadie.

En Carabanchel, Gorov había tornado un fusil, y tras una ventana desportillada, disparaba. Hope se volvía a Madrid, con unos heridos: era la hora de su conferencia telefónica con la agencia periodística que le tenía contratado. Sentado al lado del chófer de la ambulancia cargaba metódicamente su pipa.

—No van a pasar —decía.

El chófer —Mariano Peláez— de dieciocho años, mecánico de Alcobendas, le miraba extrañado:

—¡Claro que no van a pasar, estaría bueno!

Hope encendió el tabaco con su encendedor Dunhill especial para el campo y se calló. En la cuneta, un cadáver en aspa. Hope piensa: «Lo grandioso es que hubo un primer hombre que se dio cuenta de que otro había muerto. ¿Qué pasaría? Lo único que vale es lo que vamos dejando: nuestros residuos, nuestras heces, la basura. Y sobre eso se va edificando. Las ideas, ídem». Y el norteamericano va dándole forma a su personaje, Tom Stivell, protagonista de su próximo cuento, que tiene prisa de escribir, porque Mabel necesita dinero, allí en Filadelfia, y le pagan tres mil dólares por inventar una historia. Empiezo donde me conviene. Las cosas no, sino sus pasos. ¿Qué tiene que ver el origen de las cosas con las cosas mismas cuando hay que lidiar con ellas? Un matador de toros podrá ensuciarse en el padre del Veragua que tiene que matar: Pero torea su bicho, y no al padre… Meter a Tom Stivell en un lío gordo originado por su padre. Como esa historia de Jorge Mustieles que me contaban el otro día. Puedo colocarla en Virginia. Un viejo imbécil que sostenga que lo eterno es el espíritu, y no la carne —él, carcomido de concupiscencia—. «Y de la misma manera que el espíritu ha dado el lenguaje al hombre hará el lenguaje hermoso y digno de memoria». Creo que es de Georges Moore. Le daré la vuelta.

La que dio vuelta fue la ambulancia, por mor de un obús. Y cayeron revueltos, sin más daño que la muerte de uno de los heridos. Y la pérdida de la conferencia de Hope. Un perro escapaba a campo traviesa, aullando, con una pata menos. Un herido blasfemaba como Dios le daba a entender. Evidentemente, piensa el norteamericano, lo que nos diferencia de los animales no es la inteligencia, ni el dolor, sino la imaginación.

Sonó la alarma y bajaron a los sótanos para ver si todo estaba en orden.

—No se atreverán a bombardear el Museo.

—Porque usted lo dice, Villegas.

Había varios retablos adosados a las paredes y cuadros apoyados en ellos. Cuartero se quedó mirando a Felipe IV con su perro.

—Trescientos años justos que se pintó eso.

Miraba el paisaje del fondo, el mismo por el que ahora avanzaban los rebeldes hacia Madrid, con fusiles en las manos, no tan distintos del que lleva el monarca. Villegas reavivaba una vieja discusión:

—La diferencia entre la naturaleza y el arte es que el segundo está hecho a la medida del hombre y el mundo no sabemos a cuál. La explicación de los misterios de la vida, que son los que ahora infantilmente le interesan, están expuestos a otra escala, esto es todo. ¿Hay alguna probabilidad de que este ser pintado se anime y empiece a vivir? Si estuviésemos hechos a imagen y semejanza de Dios, ¿por qué no?

—Dios se gana cada día con el sudor frío del alma. No podría vivir si no creyese en Dios. O mejor: creo en la angustia de Dios. Ahora, en las marchas de la madurez, voy descubriendo lo que vale el puerto.

—El mayor mito, Dios.

—Y el hombre, mito de mitos.

—¿No cree en la realidad de su cuerpo?

—No.

—¿Cuál sería para usted el ideal de la humanidad?

—Que cada quien tuviera cierta autonomía moral.

—Eso huele a naftalina.

—La naftalina no es peor que otra cosa.

—Pero ¿cree en la posibilidad de una humanidad que no crea en Dios?

—¿Por qué no? Si Dios quiere. Pero ¿cómo creer en el progreso si cada día, en cada hombre hay que empezar de nuevo a cero? ¿O es que el semen es comunista o fascista?

—No hay semen, pero sí células comunistas —dijo, con guasa, Villegas.

—Cada muerte, un trallazo de Dios; no para recordar nuestra insignificancia, sino nuestra necedad. Como en esos juegos en que se entretienen mis chicos: la oca, el parchís, en los que una jugada dada obliga a volver a la casilla del empezar.

—Pero, de sus hijos, alguno acaba ganando.

—El ejemplo era malo, pero el hecho evidente. El peso del hombre desequilibra el mundo. Aspiramos a la ecuanimidad, al equilibrio. Creemos conseguirlo y nos damos de nariz, rompiéndonos el alma.

—Con un balancín en la mano, o un paraguas, a lo Chamberlain. Los hay que siempre se inclinan al mismo lado, y quien padece vértigo. Los desequilibrados hablan siempre mal de los que logran alcanzar el puerto, salvando el abismo; para salvarse no hay más remedio que bailar en el alambre.

—Todos somos un poco saltimbanquis.

—O de circo.

—Circo, cerco; círculo: le veo venir.

Lo que no vieron venir fueron las bombas incendiarias, que cayeron en los tejados. Subieron corriendo.

—¿No que no se iban a atrever?

Los regulares volvían a la carga, pero ya sin gritos. El capitán César del Campo le chilla a su alférez.

—Pero ¿qué pasa? ¡Tómeme ese lago del demonio! ¡Por la tapia! ¡Por la tapia! Le doy media hora.

Bayonetas en ristre avanzan los fornidos mozos beréberes. Ya no se trata de matar a quien sea, a distancia, sino de enfrentarse con el enemigo, cara a cara y hundirle el acero en el vientre.

Madrid está ahí, arriba. El Palacio Real, ¡qué botín y qué descanso! Sólo faltan unos pasos, casi se toca con la mano. Frente a frente.

Saltar el Manzanares, un oued cualquiera, y a olvidarse de todo. ¡Venga! ¡Bayoneta calada, y adelante! En tres filas, a través de los árboles. Desembocan al prado que ya pisaron dos veces. A la tercera va la vencida. ¿Qué vencida? Ahí está el enemigo, en persona. ¡Vamos! ¡Qué no se diga!

Hundir el hierro. Ya la guerra vuelve a ser la de verdad, la de las lanzas, la de las espadas, la de la fuerza viril y precisa. ¡Adelante! ¡Adelante! El arma bien sujeta en las manos. A no dejar uno, apretando las mandíbulas hasta el dolor. Como soldados de oficio que son, y de los mejores.

Enfrente no quedan más que doscientos cincuenta peluqueros, los otros, hasta cuatrocientos, ya no se pueden mover. Pero hay doscientos cincuenta en ese espacio de trescientos metros, Y disparan, sin puntería, pero disparan sin cejar. Y caen marroquíes, aunque no sea el que fijan en el punto de mira.

—Es un tiro al negro —dice Sindulfo Zambrano, que tiene el entrenamiento de cien verbenas—. ¡Qué le van a contar a él, nacido en el Paseo de los Melancólicos, frente a la Pradera! Pero los moros avanzan sobre sus muertos.

Santiago Bonifaz apunta con cuidado al alférez, y le da.

—Nunca suena la flauta por casualidad.

Fue lo último que dijo, una bala le entró por la boca y le salió por el occipucio. Con lo que no pudo decir ni: ¡Ay! Ramiro Hinojosa recoge su fusil, y cala la bayoneta. No la necesita. Una ametralladora, salida de no saben dónde, detiene en seco el avance de los regulares. Un respiro.

—Entreacto —dice Fabián Lapena—, lástima que no se pueda salir a tornar una cerveza.

—Vas a ver el tiempo que tarda en volver a empezar la función —dice Carrasco.

Pero están en el mismo sitio en que los pusieron al amanecer. Y son las doce.

En Alcorcón no pueden entender lo que pasa. El porqué no pasan.

—Están locos. Para lo que les va a servir…

El general Varela se muerde el pulgar, sosteniendo su cabeza con los otros dedos, reconcomiéndose los hígados, tragando rejalgar, fijos los ojos en el mapa desplegado sobre una mesa.

Cae un obús en la plaza de Santa Cruz, donde Templado espera un coche del Ministerio de Estado que ha de llevarle a Valencia, con varios empleados de la casa. Habla con Hope, que ha venido a por unos papeles. Ven llegar la ambulancia y cómo dos hombres con batas grises se hacen cargo de los restos de una vieja. Cae otro obús, hacia la calle de Toledo. Uno cada tres minutos.

—Uno menos. Pudo habernos tocado a nosotros.

—La lotería. Ahora un millón de madrileños respira ciento ochenta segundos sin cuidado. No les tocó el gordo.

Quedó una libreta en el suelo. Se agachó Templado a recogerla. Cuentas mal escritas, a lápiz.

—¿La quieres?

—Sí. Estuve aquí en abril. De paso para la feria de Sevilla… ¡Quién había de decir!

A Hope le brilla el Madrid mañanero, por la calle de Alcalá, tan limpio y tan claro, casi sin más colores que el rosa y el rosado de los paisajes de Beruete. Alegre. Un Madrid sin segundas, sin malas intenciones, dicharachero. Madriz, con zeta. Un nada chulo, un casi nada. De caña con tapas. La calle de Arlabán. Una ciudad sana, a ochocientos metros de altura. Orgullosa de la Cibeles más que del Prado; del Real —cuando lo hubo— más que de la Biblioteca Nacional, pongamos por caso. Y ahora…

—La verdad es que la realidad puede con todo.

Templado se lo quedó mirando.

—¿De qué estás hablando?

—De esto.

La casa estaba partida por la mitad, como para el Diablo Cojuelo. Media por los suelos, hecha polvo, y lo demás intacto: con sus lámparas, sus cuadros, y un orinal bajo la cama del dormitorio del segundo piso.

Cuartero se fue a comer con Riquelme.

—¿No entran?

—No.

—¿Qué fue?

—Un milagro.

—No hay milagros. El milagro es que no los hay.

—¿Cómo quieres llamar a algo que fue no debiendo ser, a algo que sucede cuando parece determinar que no debiera ser? ¿Casualidad? No, es minimizarlo. ¿Azar? Estarnos en las mismas.

—Entonces, vivimos de milagro.

—Tú lo dices.

—Del encontronazo de los electrones, y no hay Dios que los prevea.

—Pero las líneas generales…

—Mira: no te fíes ni de las líneas, ni de los generales.

—Así que, según tú, no existe nada seguro. ¿Todo se hace y está por hacer?

—No; no me entiendes. Existo, existes, existe, existen, por ejemplo, los fascistas. Todo es relación y gloria, y (si quieres llamarlo así) milagro. Esta bala te da o no te da, por un paso o un pie más o menos. Esta bomba, aquel obús… Cuestión de metros. ¿Quién prevé eso?

—Los profetas.

—Déjate de historias, la gente huyó de los moros, de los aviones alemanes, de las tanquetas italianas, de Algeciras aquí. Y aquí los detienen, dejándose matar. Por la sencilla razón de la sinrazón. De pronto, un hombre dice: ¡Hasta aquí! Y mil le contestan: ¡Hasta aquí! Y la suerte varía.

—Así no hay manera de construir un mundo.

—Pues me parece que de veinte o treinta siglos acá, con todo y todo —que no es poco— se ha adelantado lo suyo.

—¿Entonces?

—¿Por qué no quieres aceptar que se pueda vivir de milagro? Luego los milagros se amontonan y se dan forma. Nadie es capaz de predecir la forma de una estalactita y, sin embargo, es cuestión de una sola gota de agua. Ahora bien, ¿niegas la existencia de las estalactitas?

—Acepto tu ejemplo: pero ¿no se puede dirigir el camino de las gotas de agua?

—Desde luego, se pueden fabricar. Pero serán artificiales. También la ortopedia fabrica brazos y manos. Es posible que el día de mañana todos tengamos dentaduras postizas.

—¿Por eso comeremos peor?

—No. Pero faltará la sal.

—Es el mismo progreso que defendías.

—Por fuera. Adentro el hombre no varía.

—¡Qué gracioso! ¡Eso lo dices tú que en tu última comunicación asegurabas que las condiciones externas acaban por modificar los sentidos! Sí: tu trabajo acerca de las úlceras.

—¿Y qué? El hombre es un centro tan complicado que jamás podremos prever todas sus reacciones. Alabado sea por eso. Porque si no, no habría progreso posible, dado que daríamos con un límite.

—¿Y no lo hay?

—Más allá de nuestros sentidos, nadie lo puede decir. Pero para nuestras facultades, aun centuplicadas, no; no lo hay.

—Entonces, vivimos en un laberinto mágico.

—Limitados por nuestros cinco sentidos.

—¿Crees en un más allá?

—Creo en un más allá de lo que podemos percibir. Es primario. A medida que pase el tiempo el hombre agranda el mundo. Y lo seguirá agrandando cada día más, gracias a la ciencia. No hacemos más que empezar.

Les sacudió un zambombazo.

—Ahí tienes tu progreso.

—¿Cómo no va a serlo poder matar a distancia?

—Te lo regalo.

—No existe nada sin su contra. Por eso, es. Sin eso, no sería. Hay que estar a las verdes y a las maduras.

—Que son las que te gustan a ti.

—Confieso mi debilidad: no me importan los años, todas tienen algo bueno.

—Te envidio.

Llega una ambulancia; y otra, y otra, que se cruza con otra que vuelve.

—¿Por qué se murió ése y no otro? No hay más razón que la trayectoria de una bala disparada al azar. Es posible que el enemigo apuntara a su vecino. Nada está escrito. Ahora, piensa la variación que esta muerte va a originar: en su mujer, en sus hijos. En los que pudo haber tenido. ¿Cómo se va a controlar eso? ¿Cómo se puede legislar cuando existe la muerte? Hay quien mira la vida como si fuese una obra de teatro, llegan a creer que aquello es verdad, defienden la cuarta pared sin darse cuenta de que todos somos actores y que enfrente de nosotros está esa terrible embocadura que acaba tragándonos —queramos o no—. Ignorarla —como vosotros los católicos— es construir, no en el vacío —en el vacío no construye nadie— pero sí sin querer abarcar lo que sabemos y lo que no sabemos.

—¿Cómo vamos a saber lo que no sabemos?

—Basta con tenerlo en cuenta.

Tomaban rápidamente café. Cuarteto acompañó a Riquelme hacia los lavabos, y mientras el médico se desinfectaba las manos siguieron hablando. Una enfermera esperaba, una bata limpia en las manos.

—¿Tú crees que el hombre es hombre porque cree en Dios?

—Tal vez.

—¿No te avergüenzas? Bien estaba cuando la ciencia no tenía dónde agarrarse.

—¡La ciencia! Todavía el siglo pasado, cuando las matemáticas o la física parecían inatacables, ¡pero hoy! La física parece tan versátil como la filosofía.

—¡Niego!

—Vas a sacar a relucir el ferrocarril y la radio. Pero ¿qué tienen que ver los colchones con el hombre, con el hombre de adentro, con los adentros del hombre? ¿No te das cuenta que, con tu vago deísmo, te retrotraes a Voltaire y a Rousseau?

—No digas barbaridades.

—O a Unamuno. ¡No quiero morir! Don fulano de tal no quiere morir porque espera que su grito sea inmortal. Es infantil: yo quiero la luna.

—Carbonero…

—No, viejo, sino de vuelta de lo tuyo. Decídete de una vez: cree en Dios y en la virginidad de María y quédate tranquilo.

—¡Quién pudiera!

Seguían:

—No hay más que dos posiciones: o eres materialista, y en justa correspondencia pesimista, o crees en Dios —llámalo H.

—¿Quién me impide ser materialista y optimista?

—Nadie, si le das a la materia las cualidades de Dios.

—Sencillamente, creyendo que la materia es energía y que ésta, por casualidad, ha creado al hombre.

—Eso es lo absolutamente imposible. Te lo demuestra cualquier matemático por el cálculo de probabilidades.

Riquelme seguía en lo suyo:

—El hombre ha sacado su esencia de su existencia. Y los valores morales —para ti y para mí son lo primero— han surgido, existen, son, por obra de la naturaleza. Un perro es fiel; un árbol, hermoso; el hombre, inteligente.

—¿Y el arte?

—Siempre existe lo mejor. El arte no es aparte. Está hecho a la medida del hombre, por el hombre, para el hombre. Lo mejor siempre sorprende. Pero buscarle explicaciones irracionales son ganas de perder el tiempo.

—Doctor, la enferma de la cama cuarenta y seis.

—¿Ya?

—Sí.

—Ahí tienes, catolicón. Tenía veintidós años. Que te lo explique tu Señor. Y vas dado. Si sus designios son ocultos, la muerte de Agripina Pérez…

Pega un puñetazo en la mesa de mármol del centro y suelta la peor blasfemia de su no escaso repertorio. Tiene lágrimas en los ojos.

—Dan ganas de acabar con todo.

Paulino Cuartero le mira con ternura. Suenan las sirenas.

—¡Ahí los tienes, a los defensores de tu Dios! A cuatro mil metros y cagando muerte.

—No, mira, no le busques tres pies al gato, hay un momento en que el pueblo dice que no. Y es que no. Y ahora el pueblo de Madrid ha dicho que no. Y es que no.

En un coche, con otros cuatro, Templado va camino de Valencia. Ocho de noviembre de 1936. ¿Volverá a Madrid alguna vez? El cañoneo. Arganda. De pronto el automóvil se detiene: llega una enorme fila de camiones. En ellos, apretujados, hombres y hombres uniformados. Las caras brillantes al último sol de la tarde, cantando. ¿En qué idioma cantan? No son españoles. ¡No son españoles! ¿De dónde vienen? El chófer grita:

—¡Son franceses! ¡Los franceses! ¡Ya decía yo que Francia no nos podía dejar en la estacada!

Camiones y más camiones.

¿Qué cantan? ¿En qué idioma cantan? En francés, sí. Pero estos otros, no. Estos, en italiano. No hay duda. ¿Pero aquéllos? ¿En ruso, en alemán, en checo? ¡Y éstos, en inglés!

Julián Templado —por primera vez en su vida— tiene que hacer un esfuerzo para contener sus lágrimas. Y abraza a sus compañeros de viaje, a quienes apenas conoce, hasta hacerles daño.

Siente que todo su ser le grita que vamos a ganar ¡A ganar! Porque el mundo entero se ha dado cuenta de la justicia de nuestra causa. De la suya, de la que lleva en las entrañas y ahora sale por los ojos. La España liberal y trabajadora… Y el puente, y el río, y el campo morado del atardecer, y la carretera son el paisaje más hermoso del mundo.

Los soldados de las Brigadas Internacionales suben hacia Madrid.

Vicente Dalmases está recostado en el terraplén de la vía. Las cintas de acero, desde donde las ve, son enormes y se juntan al llegar al horizonte. Basureros, casuchas pobres. Rosas-pardos, grises, cenizas, morados.

El fusil en la mano, y un puñado de hierbas secas, todavía enhiestas, entre la traviesa y la vía. La vía muerta. Una vía muerta, ahora viva. Allí el cambio, las agujas, el disco de señales, rojo y blanco. Los palos del telégrafo y los hilos. Y, en toda la distancia un solo pájaro, un gorrión, como un punto.

Vicente no puede pensar en nada concreto, las ideas se le van al hilo de las palabras que la vía férrea le proporciona, en todas oye el retumbar de segundas intenciones que la muerte frontera le descubre: traviesa, paso, aguja, rueda, eje, vía muerta, trasbordo, empalme, entronque, viaje, vía muerta, entroncar, cambiar. Estas vías, que llegan al mar. Cádiz —en poder de los rebeldes—. Pero también a Cartagena, a Valencia.

Suenan tiros, retahílas de ametralladoras. El gorrión levanta el vuelo. Ahora los hilos del telégrafo están desnudos.

A sus pies está Asunción. Se vuelve para mirarla.

Inmóvil, con los ojos cerrados y la boca ligeramente entreabierta, descubriendo el extremo de sus lindos dientes superiores, la expresión descansada, los brazos recogidos sobre su cintura, las piernas arqueadas, deteniendo el cuerpo en el plano inclinado del talud, los cabellos ligeramente sueltos en guedejas doradas sobre su cutis sonrosado, dejando aparecer, como tiernas yemas, el lóbulo carnoso de sus orejas. De tan tranquila parecía dormida. Dormía.

Vicente creyó, unos segundos, que una bala perdida se la había llevado, y la resintió como si le penetrara el pecho. Pero no. Asunción, rendida, respiraba acompasadamente en el más profundo de los sueños. Vicente recogió los cartuchos que se habían derramado por el suelo y se hincó más vivamente en la tierra. De cuando en cuando volvía los ojos hacia su amor.

Y no deseaba amor, sino una vida nueva. La que se alzaba tras la muerte, tras la lucha, tras los disparos. Una vida nueva donde habría un nuevo amor, el mismo, pero distinto. Más puro. Completamente nuevo. Ya no estudiaría lo que estudiaba antes, sino otra cosa. Ya no haría lo que hacía antes, sino otra cosa, nueva. Como era nuevo —siendo el mismo— el nuevo día que surgía por todas partes; de una vez para siempre.

Y apretaba, a más no poder, la culata de su fusil.

México, 1948-1950.