5 de noviembre
Están en Alcorcón.
En un solar, Santiago Peñafiel y José Jover acaban de hacer la instrucción. No conocen a nadie. Todos son jóvenes, el que los manda no pasa de los veinte años.
—En su lugar, descansen.
Se habían incorporado a primera hora y llevaban tres de hacer ejercicios.
—Tenéis dos horas libres.
Jover fue a ver si encontraba a su hermana. Peñafiel, un tanto perdido, volvió al convento convertido en cuartel. No tenía quehacer, y se lo reprochaba. Había que esperar. Entró en una gran tarbea que fue refectorio. Se acercó a un grupo en el que le pareció reconocer a Jesús Herrera, que había encontrado el día anterior en las Juventudes. Era él.
—Hola, siéntate con nosotros.
—Un tanque es como una tortuga, Lo tumbas, y ya.
—¿Cómo lo tumbas?
—Con bombas de mano. Lo único que se necesita es no asustarse.
—La tumba de la tumba, —dijo Roberto Ferrer, el único del grupo que empezaba a peinar canas.
Entra un desmelenado, y grita:
—Veinte voluntarios.
Todos se precipitan.
—No os hagáis ilusiones: es para el cementerio. Hay que desenterrar todos los ataúdes que se puedan, de zinc y de bronce.
—¿Para qué?
—Para aprovechar el metal.
El entusiasmo decrece. Escogen a los que saben manejar palas y picos.
—Vamos a tomar unas copas, —propone Ferrer.
Están en Alcorcón.
Enfrente hay un bar. Se sientan alrededor de dos mesas. En otra, cuatro hombres juegan concienzudamente al dominó. Herrera se despidió en seguida, tenía que acompañar a un periodista soviético a entrevistar a un ministro.
Villegas y Cuartero entraron en la galería principal del Prado, desnuda. En las paredes resaltaban las formas de los cuadros descolgados, rectángulos ligeramente más claros que los ocres y los verdes, como si fuesen ventanas cegadas, o nichos, enormes enterramientos. Cuartero repasaba mentalmente los emplazamientos… «Aquí, ¿qué había? Sí, El Murillo del sueño»… Alguno que otro quedaba todavía, como botón de muestra. No recordaba espectáculo más atroz, sentía algo que le paralizaba los pies. «Se me habrá caído el alma». Le daba asco y tenía ganas de vomitar.
Villegas, por su parte, le dijo en voz baja:
—Y pensar que si hubiésemos hecho la Reforma Agraria, nada de esto sucedería…
Están en Alcorcón.
Por la sala, donde estuvieron los Goyas, entró Sebastián Ricardos en tromba. Se paró en seco al ver personas desconocidas: un centroamericano, hombre menudo y de ideas, Laparra de apellido, a lo que le dijeron, y un amigo suyo, Servando Santángel, hombre universal, según pregonaba, sin faltar: autor de revistas, dibujante, músico, masón y siempre de buen humor, muy amigo de descubrir las cosas, dizque con exactitud. Los escuchaba Anselmo Muñoz, encargado de la evacuación del Tesoro Artístico.
—Tú, Anselmo —dijo Ricardos—, que vayas con Menéndez a Alcalá. Hay que ir a buscar unos santos que una compañía de campesinos ha traído allí, para el Museo… Dicen que valen mucho: dorados de arriba hasta abajo. Parece que llegaron reventados.
—¿Las esculturas?
Sebastián se encogió de hombros.
—Uno les preguntó que por qué no las habían quemado. «Son del pueblo» —contestaron—. Para que aprendáis.
Anselmo se levantó perezosamente.
—Vamos allá… se abrochó el cinturón, se ajustó la pistola. Abur.
Están en Alcorcón.
Cuando hubo salido, la conversación emprendió el camino de las santas imágenes.
—No creáis que son cuentos —dijo Santángel, a quien la llegada de Ricardos había cortado el hilo—, también soy médico. La sublevación me cogió aquí, haciendo oposiciones a una cátedra de dibujo; y esperando estrenar, como siempre. Para andar tranquilo por la calle no tenía más carnet posible que el de mi olvidada profesión. A los fachas se lo debo, como el ser de Izquierda Republicana. La única mañana en que estuve en los locales de «mi Partido» —Puerta del Sol, esquina a Mayor—, tuve la mala pata de coincidir con un campesino que pedía a gritos un médico para un amigo de Azaña. —Don Manuel por aquí y don Manuel por allá—, que el médico del pueblo había desaparecido, etc. Yo no me daba por aludido, ni Cristo que lo fundó, hasta que uno de los escribientes, con mi carnet en la mano, se dio cuenta de mi olvidada profesión. «Usted no se puede negar». ¿Cómo me iba a negar a algo en aquellos días? Total, que me embarcaron.
—Aviado iba el paciente.
—Peor iba yo. Ahí me tenéis camino de Navalcarnero; no recuerdo el nombre del pueblo: antes de llegar a Almorox. Bajamos en la plaza. Pregunté por mi hombre en el Comité. Y donde esperaba agradecimiento, veo caras agrias; donde confianza, suspicacia:
—¿Quién te manda? A ver el carnet.
Mucho sol, mucho calor, muchas moscas: las tres de la tarde. Nadie por las calles. Polvo.
Yo, en un hilo. ¿Quién me había mandado meterme en eso? Total, nada: conciliábulos, y me indican la casa. La más importante del lugar. Voy para allá. La verdad, esperaba encontrarme con un fiambre. No era tanto.
Entreabren el portillo con desconfianza y yo me escurro. Portalón, zaguán, barricas, volquete, gato, podenco. La sala oscura y fresca, el enladrillado reluciente a media luz, y mi enfermo en un sillón, apagado y carleando. Levantó la cabeza. ¡Una de papandujas!
—¿Es usted el que me manda don Manuel? ¿Usted es de Izquierda Republicana, no? El médico de acá es de la CNT. Usted no estará conforme con lo de esta gente, ¿no?
—Papá, calla.
Lo dijo una mujer insignificante, que parecía tan vieja como el hombre aquel.
—Yo soy de Azaña, doctor. Yo soy de Azaña, pero no puedo creer que don Manuel esté de acuerdo con todo lo que pasa aquí.
Temblequeaba todo, fofo blanco de ira.
—He perdido veinte kilos en un mes.
Un mes justo; debía de suceder esto hacia el 20 de agosto.
—Me han requisado todo el vino de la bodega, el que tenía en la estación; hasta los bocoyes… El coche y la camioneta. ¡Y me piden veinte mil pesetas de contribución voluntaria!
El hombre hubiese podido ser grotesco, pero el pelo blanco, las bolsas amarillentas de la epidermis, los vejigones cárdenos de las patas de gallo, la papada, como moco de pavo, sobre un cuello que era puro revoltillo de blandísimos pellejos, como mantecas a medio derretir, todo temblando, como clara de huevo bien batida, le daba cierto aire trágico.
—¡Qué se creen! ¿Qué voy a entrar a la cosecha? ¡Estaría bueno! Para que se lleguen luego al granero y… ¡Se pudrirá, doctor, se pudrirá! ¡Porque yo quiero que se pudra y recontrapudra! ¿Usted cree que esta es la República, nuestra República?
Lo que tenía era miedo, un miedo tremendo al hermano de la portera de una casa que tenía aquí, en la calle de Serranos. No sé por qué lío sindical, aquel guardia de asalto había rezongado hace meses unas palabras de venganza. Tropecé con él luego, acá, en Madrid, y tenía otras ovejas que pelar.
—¿Don Pascual? —me dijo—. ¡Bah!
Mientras tanto, el viejo seguía: Se pudrirá.
Y el que se repudría era él. Receté unos calmantes, unas aspirinas y otras cosas de ese jaez. Y que procurase descansar y comer.
—Si comer, come, —me decía la familia—, pero enseguida lo echa.
—No, señor; con perdón, pero se pasa el tiempo en el retrete. Como está en la entrada de la huerta piensa que así siempre tendrá tiempo de escapar…
Antes de marcharme estuve en la taberna. Ya sabéis como son. Un viejo cartel de toros en la pared encalada. El fogón en una esquina, el mostrador de piedra de mármol, blanca. Un balde donde pasar los vasos por un agua aceitosa, un alcaparra a mano de todos. Media docena de botellas en un estante. Unas mesas, unos taburetes.
—Gracias por el decorado —dijo Villegas—; te faltan las moscas.
—Allí se debatían, pintas, en la cinta amarillenta colgada del techo. Y el laurel en la puerta.
—Te engaña la imaginación —le interrumpe de nuevo Villegas—, no era laurel: pino.
—Detrás había un corral. La puerta estaba abierta. Un saco a medio tender, al sesgo. Y por los suelos los restos de uno o varios altares, con sus dorados, que se lucían al sol, bien dispuestos para leña, entre yerba y cascajos. Un gallo por montera. Le preguntó a la vieja del mostrador:
—Este pueblo, ¿era de derechas o de izquierdas?
—Psé. Según.
Mal talante. Me tomo mi paloma.
—¿Por qué quemaron la iglesia?
—Psé (con desprecio tajante). La patrona era de cartón, ni siquiera de madera, una vergüenza. Así engañan a la gente. Por algo hace más de tres años que no iba a misa.
Y un viejo que estaba ahí papando moscas —santero, con un sombrero sucio de mil años, en forma de bacía, la barba sin rapar y los pelos sin fuerza para crecer, la mandíbula medio descolgada, grises de piorrea las encías desnudas, el traje raído, con entrepiernas de tres colores, parpadeo de sol y agua— me dijo socarrón:
—Si llegan a quemar la virgen de mi pueblo me pago a hostias con el primero. Mire usted, compadre son unos desgraciados. Siempre les han dado gato por liebre. No han podido fusilar ni a los más ricos del lugar porque eran amigos de Azaña. Y todo eso les pasa porque tenían una virgen de pastaflora…
Lo creía de verdad.
Laparra, de pie, dejó aflorar una sonrisa en su rostro imperturbable.
—¿Qué pasa, hermano?
—Me hacen reír con sus imágenes de cartón piedra. Bien está que quemen los altares si creen que no sirven para nada. Lo bueno es cuando lo hacen por lo contrario… Pero mejor se lo cuento. Eso pasó estando yo en Oaxaca, al sur de México. En las serranías que rodean la ciudad no viven más que indios, —de allí era Juárez—. Muy cristianos, se pasan rezando las horas muertas en iglesias pobres. Ahí los pueden ver de rodillas, en cruz, mirando fijos las quietos, sin moverse, El pelo lacio, los ojos negros, negros, la camisa blanca por sobre los pantalones, el sombrero de palma en el suelo.
En La Nopalera —un pueblo de los de allí— se levantó una cosecha magnífica, no crean que hace muchos años, a lo sumo tres o cuatro, Las milpas daban gloria, ahí por el Distrito de Putla. Cerca, en la jurisdicción de Tlaxíaco, hay dos pueblos: uno se llama Santiago, no recuerdo cómo y, el otro, San Pedro Yosatato. Más Santos no pueden ser. Los pobladores de ambos odiaban a muerte a los de La Nopalera.
—Eso pasa en México y en todas partes.
—Ahora verán. Aquel año en Santiago y en San Pedro no hubo cosecha. Unos gusanos acabaron con ella. Aquello colmó todas las medidas. Era un insulto intolerable. El aborrecimiento se basaba, ante todo, en que el Santo Cristo de la Nopalera era mucho más milagroso que los patrones de los otros dos pueblos. Y aquella cosecha ubérrima, frente a la miseria de sus vallecitos, acabó con todas las paciencias.
El caso es que los de Santiago y los de San Pedro requirieron todas sus armas —machetes, fusiles viejos, algunas carabinas y bastantes pistolas— y se fueron callados, callados, hacia La Nopalera. Sorprendieron a los del pueblo. Sacaron el Cristo de la iglesia, lo adosaron a un enorme laurel real, en un lado del zócalo, y lo fusilaron con todas las de la ley. Lo remataron, luego, como Dios les dio a entender. Después, la indiada feliz se formó en procesión camino de sus pueblos a hacer rogativas a sus santos respectivos, pidiéndoles bendiciones por haber acabado de una vez por todas con su santo y odiado rival.
—¿Y los curas?
—¿Los curas? ¿Qué habían de hacer? A lo mejor en el fondo no les parecía mal. Además, si el de La Nopalera se llega a oponer…
Están en Alcorcón.
El despacho del excelentísimo señor tiene de todo: cortinajes, tapices, muebles estilo imperio, cuadros de la Escuela de Roma, librerías, sillones, araña, frío y poca luz.
—Lo peor es mentir. Y aun callar, que, sabiendo, es peor todavía que tergiversar la verdad.
—Pero usted, señor ministro, ¿qué quiere? ¿Ganar la guerra o perderla?
—Mire usted, amigo Gorov: la verdad siempre acaba por vencer.
El escritor miró al señor ministro con compasión, que en nada se traslució en su rostro: todo él de piedra. Don Guillermo de los Santos, pequeño, erguido, con su melenita blanca al aire, tras la mesa de su despacho, adoptaba una postura heroica, perfectamente natural en él.
—Sí lo que quiere usted es acabar ante el paredón, no tengo nada que decir —comentó el periodista soviético.
—No. De ninguna manera, al contrario. Pero ¿por qué no se ha de poder vencer enarbolando la verdad?
—Así, a primera vista, no hay razón… contra la razón.
La tarde estaba cayendo, vencida, y el enorme despacho del ministro, granate de damascos y oros parecía entrar en una región irreal, flotando al lejano ruido de algunas bocinas. Jesús Herrera, en un rincón, se aburría.
Están en Alcorcón.
—Si vino la República —continuó el hombrecito prócer—, si he contribuido en cuanto pude a establecerla, es para gloria del espíritu, de la razón, de la verdad, de la cultura. Sin eso, ¿para qué? Durante siglos la gente se mató y se volvió a matar por el triunfo de su religión sin importarles padres, patria o lo que fuera. La verdad era lo primero. Luego, con el capitalismo, los pueblos se destrozaron, sin importarles tampoco nada que no fuera su nuevo Dios, el dinero. Hoy, en el umbral de un tiempo nuevo, ahí tiene usted a sus correligionarios los comunistas, que igual repudian sus padres —el ejemplo de Carrillo es de ayer mismo— que estarían dispuestos a abandonar a su patria si su Partido se lo pidiese, que no se lo pide. Les admiro porque todavía no tienen más Dios que la justicia social, es decir, algo en potencia y no tangible, como lo es lo prometido por el Vaticano —aunque fuese el otro mundo— o los Bancos. Pero a través de todos los tiempos hubo algunos hombres que sólo buscaban la verdad, la transigencia, el respeto a los demás, la decencia, la honorabilidad. Soy de esos y no pienso transigir.
Herrera miraba al hombrecillo desde muy lejos. Lo veía todavía más pequeño, y sentía una cierta lástima. Como si él, con sus pocos años, fuese muy viejo y aquel hombre tan renombrado, tan citado, no pasara de ser un niño. No le costaba ningún trabajo callar. Sonreía para sí, de huesos adentro, recordando la transcripción que le diera Llopis la noche anterior, de la emisión de la radio de Burgos, donde se pintaba al excelentísimo señor como una fiera todavía no ahíta de sangre, comecuras, bolchevique, quemaconventos, destrozacultura, y tragatradiciones.
—Mire usted, señor ministro, no acabo de entender eso de la verdad y la mentira en política, y hasta, si quiere que le sea franco, fuera de la política, dijo Gorov.
Nadie, por muy avezado que estuviera en captar el sentido de ciertas inflexiones de voz, hubiese podido aventurarse a asegurar si aquel hombre, de cara cuadrada y sólida, nariz roma, boca fina y larga, de edad indefinible, hablaba en serio o en broma.
—La mentira nos fue dada al mismo tiempo que la verdad, y tan genuina, tan humana es una como otra, ¿o no?
El señor ministro miró a su visitante con muestra del mayor asombro.
—¿Por qué no hemos de aprovechar todas las armas que tenemos a mano? En política decir la verdad es entregarse en manos del adversario. Si éste ignora nuestro pensamiento, tenemos mucho ganado.
—Sí, sí: ya sé. Maquiavelo. Todo eso es literatura. No le fue tan bien a Italia…
—Ni tan mal, señor ministro. España, Francia, Alemania, han abonado los suelos de todo el mundo con podredumbre de cadáveres propios. Italia no. Ni siquiera Roma, como es natural. Los ingleses aprendieron la lección con el tiempo. A eso lleva esa civilización: aprovecharse de los bárbaros; tal vez no sea otra cosa.
—¡Pero no la cultura!
El hombrecillo se erguía, a lo gallo:
—¡Venceremos porque nos asentamos firmemente en la razón, de la misma manera que en el noventa y tres nuestros hermanos los franceses…!
—¿Qué hermanos?
El ruso se reprochó su interrupción, entre otras cosas, por la gran significación masónica del ilustre orador con quien se enfrentaba, pese a lo respetuoso del tono en que había sido pronunciada la pregunta. Pero el gran republicano no se dio cuenta, lo tomó en serio y prosiguió tajante:
—Todos los hombres de buena voluntad. Toda esa enorme masa indefinida que forma lo mejor del mundo. Todos los amigos de la libertad…
Gorov no escuchaba a don Guillermo, le llegaba el ritmo, la cadencia de sus frases rimbombantes, bien aceitadas, que se sacaba de la boca, como aquel ilusionista que viera en su ciudad provinciana —Kiev— hacía tantos años, haciendo surgir de sus labios metros y metros de serpentinas de colores. Verdes, azules, blancas, amarillas… sólo que ahora el hombrecillo las expelía del color de su bandera: rojo, amarillo y morado.
Están en Alcorcón.
—¿Salir de Madrid? ¡Nunca! ¡Antes aventarán nuestras cenizas! ¡Venceremos, amigo Gorov, venceremos! ¡No pasarán! Madrid no se mueve.
Gorov, que estaba en el secreto, recordaba, amargo, el dicho que ya corría por las calles:
—Y si pasan, no importa.
En el fondo, pensaba, es verdad. Si vencía la rebelión, ¿quién era capaz de pisotear tantas conciencias enemigas?
Al día siguiente, don Guillermo de los Santos se iría, con el Gobierno, camino de Valencia o de Barcelona. Pero Madrid, como había dicho, sin saber lo que decía, no se movía.
Bajando las escaleras del Ministerio, Gorov le dijo a Herrera:
—Puestos a escoger entre la literatura centenaria de este buen señor y la de los rebeldes, todavía es preferible la que acabamos de soportar.
Herrera no sabía nunca cuándo Gorov hablaba en serio o en broma.
—¿No has oído nunca a Queipo hablar por la radio desde Sevilla?
—No.
—Vale la pena. Lee. O mejor, déjame que te lo lea.
Subieron al coche y Gorov sacó un papel de su cartera.
—Es de anteanteayer. Te advierto que lo tomaron taquigráficamente. No hay engaño. Oye: «No hayos rojos, —¡ay mamá, qué ricos!— porque me ven luchar al lado de los hombres de orden, dicen que soy un pa… pa… pa. Esperarse un poco, que la palabra es tan rara que se me ha atravesado y la tengo que leer… Un pa-ra-noi-co. Como si dijéramos un chiflao, un loco, un Unamuno, que un día es monárquico; otro, cenetista y, otro, gilrroblista. ¡Cualquiera se fía de ese pájaro, por si acaso! Pero yo contesto a los rojos que, ¡nequanquam! Cuando yo ayudé a la implantación de la República, porque la verdad es que don Alfonso me había hecho una cochinadita, ¡ya le pesó a él, ya! Lo mismo que a Alcalá Zamora, Miguel Maura y otros, creía que ayudábamos al orden tradicional, que es el sometimiento del pobre a las leyes que dispone el rico, como lo hemos visto desde que Adán le dio pa el pelo a Caín, que era correligionario de Pasionaria, y no a esta República marxista, que nos ha salido la muy equis… Conque que les frían un huevo, que yo soy monárquico…».
Gorov dobló cuidadosamente el papel.
—¿Te das cuenta de lo que sería España si llegasen a ganar?
Herrera no le contestó. Pensaba en Unamuno.
Están en Alcorcón.
Dejó a Gorov en el Hotel Palace y volvió al cuartel de las milicias. Madrid hacía su vida normal, las tiendas estaban abiertas, la gente aparecía despreocupada. Sus compañeros estaban otra vez en el bar. Entre ellos, Bernardo Santos, un mozanco de Orihuela que le era simpático. Con la noche entraba el comezón del parte oficial. No había nada que hacer, más que esperar.
—Llueva o no llueva, hay trigo en Orihuela. Trigo no sé, pero de todo, sí.
(Cañas por las orillas del Segura, agua siena, lenta, reposada de tanto poso, enorme acequia natural, a veces bravía y desbordada, tras las lluvias. Córrese la voz a toque de trompeta y campana. Huyen los huertanos con casa cercana al cauce. «Las riadas son como las revoluciones: se lo llevan todo por delante, y cuando el agua vuelve a su madre, todo es limo y desolación», como decía don Benito Clarases, el boticario carca; que el otro, don Jerónimo Carcel era liberal, lo que le costó no pocos disgustos y no poca clientela, que la ciudad —todos lo saben— es levítica y muy dada al Señor. Lo que no importa para que los republicanos tuvieran lo suyo.
Girasoles y adelfas. Paisaje bueno de comer. Campos pequeños y ricos. Y el cielo teñido de añil, como si en él lavaran la ropa, antes de tenderla, tan blanca que hiere los ojos. Las carreteras de puro polvo, los carros, las mulas, los burros y los tomates, rojos y verdes. Ultimas estribaciones rojizas y, hacia el Sur y Levante, el campo tan bajo y llano que parece la mar).
—Tú conocerás a Hernández, uno que hace versos y que ahora anda con eso de la cultura.
—¿Jesús? ¿El ministro de Instrucción Pública?
—No. Miguel. Uno de orejas grandes y que siempre va con la cabeza rapada al cero y traje de pana. De Orihuela, de mi pueblo.
—No.
—Pues es bastante sonado. Han publicado libros suyos y todo. Él sí que me conoce. De chavales anduvimos juntos por el campo. Luego yo fui a Murcia, y no volví a verlo hasta hace unos días. Me conoció.
(Orihuela limpia, empalagada de tanta sombra de iglesia. Ciudad de siesta, con sus comercios bajo los portales. Y los casinos).
—Allá en Orihuela hay tiempo para todo.
(Las palmeras tan quietas, en el cielo quieto. Y el calor. Y el glúglú del Segura).
—Según dicen, allí seguimos siendo cristianos aun con los moros.
—Sería bizantinos, dice Herrera.
—No nos vengas ahora con historia y que cuente la suya.
Ya están en Leganés.
El mozo no parece dispuesto y la relata Herrera, que le picó para que lo hiciera. El joven mira al suelo, se mete el índice izquierdo en la oreja del mismo lado y lo menea a más y mejor; luego, se rasca el pelo crespo y se pasa los nudillos por la nariz. Evidentemente le molesta que se ocupen de él. Rectifica de tarde en tarde, ante todo, para quitarle importancia al suceso, que, en verdad y en sí, no la tiene. Así lo recalca Herrera:
—No tiene nada de particular, como no sea para poner un poco en claro lo que discutíamos ayer del sentido moral de nuestra gente. Aquí donde lo veis, Bernardo es un conquistador: no protestes.
—Si era la tercera…
(Bernardo Santos recuerda las dos anteriores: la pindonga aquella del mesón del Antequerano, allí a la salida del pueblo, en Mula; el día en que vendió la faca que le había regalado el Murciano. De verdad, de verdad aquella fue la primera vez, por las buenas, que las anteriores no se podían contar porque sólo fue a medias, y al revuelo de ocasiones siempre cortadas por algo —un perro, un gañán, un grito, una búsqueda, ella que no quería—. Y la otra, la Remedios, tan fea, buscándolo, sin dejarlo a sol ni a sombra, con aquel hedor de boca y el pecho bamboleante, caído sobre el abdomen recogido en una blusa puerca, que fuera negra. Y la falda recia, y las enaguas de tela de saco. Un poco por huirla, volvió a Murcia y entró a servir a don Cayetano, en Beniaján).
—Bueno, —continúa Herrera—, es modesto. ¿Cuántos años tienes?
—Veintiuno.
Cree que se burlan de él. Se quiere ir, pero no se atreve.
—Ella era de Crevillente, o de Fortuna.
—No, hombre: de Alcantarilla.
—Bueno. No hace al caso.
(¿Cómo que no hace al caso? Este Herrera… y no es malo, no. ¿Por qué les contará eso? ¿Qué les importa a todos? Lo que pasó, pasó. La Fuensanta está conmigo, y ya se le nota la panza. Estamos en paz. ¿Para qué remover las cosas?).
—La cosa es que el compañero, los primeros días de la rebelión tuvo que ir a Alcantarilla con un encargo de su patrón, que era de los de La Cierva. Todavía estaba todo tranquilo. No sé cómo dio con la chica.
—En casa del cosario.
—Se ven, se miran, se gustan. Luego se citan, al atardecer, en la estación, para ver pasar los trenes, tal como se debe.
—Bueno, tú, al grano.
—Un momento, compañeros, que la noche es joven y todavía falta para el parte.
(Pero están ahí, en Alcorcón. ¡Quién lo iba a decir! Y eso que ahora, en la guerra, ayer no existe; sino el frente de hoy; y mañana. No entrarán, y si entran no lo veré).
Ella era —mejor dicho, es— hija de uno de la CNT —pero eso sí que no tiene nada que ver—, peón caminero y buena persona y padre amante de diez retoños. Ella, la de éste, era la mayor. Con eso de la guerra y la revolución las cosas fueron bastante más de prisa de lo que suelen. Total: que los tórtolos se metieron en un tren, y al cuarto de hora los tenéis en Murcia, tan contentos. Acerca de lo que hicieron corramos un velo.
—Bueno, tú, ya está bien.
Bernardo se levanta, ofendido, con razón. Lo apaciguan los más.
Ya están en Leganés.
—Hombre, pero si no me meto contigo, al contrario.
—Pues cuéntalo cuando no esté.
—Eso tampoco. Parece como si vosotros nunca hubierais roto un plato.
—Toma, Murciano —interviene Herrera, ofreciéndole un cigarro.
—No, gracias, responde el aludido. Además, por si no lo sabes y no te sabe mal, Orihuela es de Alicante y no de Murcia.
Esa lección, dada a uno leído, parece calmarlo.
—Trae.
Toma el pitillo.
—Bueno, ¿sigues o no?
—Sí, hombre, sí.
La verdad es que a ninguno le interesa demasiado aquella historia, sino saber si es verdad aquello de los tanques y de los refuerzos. Los aviones ya los han visto, y los fachas están en Alcorcón y en Leganés.
—Cuando el padre se enteró fue al Comité a denunciar el hecho. Los habían visto juntos, sabían a qué había venido el chico, a quién servía, etc.
¿Cómo se puede ir tan de prisa?, —piensa Bernardo—. La llegada a Murcia, con tantas tartanas esperando. Y él, con el temor de que algún conocido le viera, y le preguntara quién era la Fuensanta. Y, además, pensando que ella se iba a volver atrás. Pero la maldita tenía ganas de saber lo que era, de verdad, aquello. Y, además, que nueve hermanos pequeños son muchos, y que la madre sólo se ocupaba del último, siempre impedida de mucho hacer por el próximo: que el padre no dejaba pasar ocasión.
—Total, no fue difícil dar con ellos, en un cuarto que habían alquilado.
(Mentira. No lo alquilé. Pero ¿para qué lo digo? ¿Qué más da? Allí, en casa de don Cayetano, a espaldas de la Platería, no vivía nadie más que el cuidador y su madre. Como les conocía poco, les dije que era mi hermana. No sé si lo creyeron. Supongo que no. Y nos encerramos en un cuarto. Bueno, en el cuarto que me habían dado para estar en Murcia los días que había de estar hasta que estuviera arreglado el motor del pozo de la finca, que a eso había ido principalmente).
—A este joven incauto me lo llevaron detenido, de vuelta, a Alcantarilla. Lo metieron en la cárcel y, a su debido tiempo, pasó ante el jurado popular.
—Oye, tú, no nos vengas con trolas.
—¿Es verdad o no, Bernardo?
—Como dicen que dos y dos son cuatro. Yo creía que era por otra cosa: por lo de don Cayetano, que era un carca a machamartillo. Pero, no.
—El discurso del fiscal fue de lo mejor: que si la moral, que si el ejemplo de la retaguardia, etc. Total: pidió la pena de muerte.
—¿Nada más?
—Y se la concedieron. Pero así, muy convencidos y con la mejor buena fe. O se es, o no se es. ¿O va tanto del teatro de Calderón a hoy? No se cambia así como así.
—Y lo fusilaron, ¿no?, —pregunta en chunga Peñafiel.
—No: porque le dieron una alternativa.
—¿Cuál?
—Casarse con la chica a tambor batiente: allí mismo.
—Cosa que el compañero no dudó en hacer.
Como es natural. Mandaron buscar al alcalde y todos los jurados fueron testigos. No hubo más que rehacer la causa. Y se rehízo.
—No veo por qué os extrañáis del caso —dice Peñafiel—. La alusión de Herrera a Calderón está plenamente justificada. Así acaban muchas de nuestras comedias, con la agravante de que el galán había abandonado a la dama. Lo que me extraña es que os asombréis que la literatura ande tan pegada a la carne. En cuanto al sentido del honor, ¿para qué vamos a hablar de eso? Yo no dudo que la mayoría de vosotros estáis aquí para defender lo vuestro: los socialistas, lo del socialismo; los republicanos, la República, etc. Pero yo, ¿por qué estoy aquí? Por el cochino honor, camaradas, por el cochino y puerco honor.
—Eixo està bé, —dice Planelles—, els feixistes són uns deshonrats.
—A mí ni me va, ni me viene Azaña.
—Oye, tú, más respeto con el Presidente.
—Bueno, pues, quien tú quieras.
—¿No tenéis una botella de vino?
—Ese tiene.
—Venga. Que hace fresco.
Al minuto no quedaba sino el casco. Santiago Peñafiel siguió hablando. No quería, pero el silencio le empujó. Y eso del honor que tenía muy a pecho. El honor y la honra. Dejando aparte la natural inclinación, que nada tiene que ver con lo que defiende. Su tío Francisco le había contado lo que ahora diría. (Valencia, tan tranquila. Las juventudes: Josefina. Y ahora en Madrid, de noche, con el enemigo enfrente). Ya no era su vida, era la historia. Por eso encajaba aquel viejo suceso.
—¡El honor! ¿Vamos a no reírnos? El honor es la venganza. Y ya no busquéis más. Con el feudalismo y la burguesía nació el paripé. Que si la sangre lava… ¿La del ultrajado derramada por el ultrajador? ¡Un cuerno!… No. Eso estuvo bien para cierta clase, durante la Edad Media y el Romanticismo. Pero son tonterías superficiales, ¿o es que en el pueblo no había venganzas? ¿Y si las había, no correspondían al mismo sentimiento que enfrentaba a los decorosos caballeros? El honor se venga con el castigo del culpable, y no importa cómo se consiga, sino lograrlo. Y si se le espera, a la caída de la tarde, escondido entre brezo o trigales tanto da, como la bala sea certera. Y a la mujer —y al amante— se les apuñala dormidos. Y todos tan contentos. Así se venga el honor mancillado. Aparte queda la honra, que es lo de cada uno, sin relación con los demás: ahí sí, pero entran en juego otros elementos y puede haber héroes. Pobrecitos países donde no hay palabra para discernir una cosa y otra. Aún cuenta en mi pueblo la historia de los Bernárdez. Tú, José, que haces cosas para el cine: ahí tienes una historia de veras; aprovecha, los Bernárdez eran tres, Dos hermanos y un primo. Allá, por las guerras carlistas.
—¿Cuál?
—No sé. Yo siempre lo oí contar así: «cuando las guerras carlistas», y no me paré a preguntar si la primera o la segunda. Además, es posible que no lo supieran.
Están en Alcorcón, en Leganés, en las afueras de Getafe.
Encendió un cigarrillo, con cierta voluptuosidad y lanzó el humo a lo que más podía antes de proseguir, como si hubiera querido castigar al interruptor, A lo lejos sonaron unos tiros que les hizo ponerse en guardia, pero aquello no tuvo cola. Entraban cientos de hombres en el cuartel, obreros y más obreros. Había llegado la hora de dejar el taller. Siguió Peñafiel.
—Dicen que eran guapos mozos; Leandro y Julián eran hermanos, el primo se llamaba Miguel. Los primeros eran carlistas, liberal el otro. Y eso, en Soria. Se vino encima la guerra de veras, y un día unos, y otro día otros; así fueron venciendo y matando. Hasta que, en los límites de la Rioja, Miguel cayo prisionero de una tropa que mandaba un tal don Gonzalo Arzoz, tan buen militar como buen bebedor. Los otros Bernárdez servían a sus órdenes, Leandro era capitán, Julián, alférez. Vieron a su primo, al que querían como hermano, y nada pudieron hacer para librarle del paredón, que por aquellos meses andaba la cosa muy mal, y de los prisioneros no se volvía a saber. Era por noviembre, y los dos hermanos consiguieron el permiso del coronel para que su primo se fuese a despedir de su mujer, que vivía a unos kilómetros de allí, pasando el río. Les bastó la palabra del condenado, y respondieron ellos con sus vidas. Miguel se fue a ver a su mujer y a un hijo, que no conocía, nacido de días. A medio camino empezó a diluviar, pero llegó; y se despidió —sin decir nada de su situación—. Pero, a la vuelta, ya no pudo cruzar el río. La avenida se había llevado el puente. Se tiró al agua. Dicen que era buen nadador. Pero aquello era ya un torrente y el hombre no pudo con los remolinos y el lodo, y se ahogó. Su cuerpo debió enredarse en algunas raíces profundas, porque no apareció sino quince días más tarde y en el buen estado que podéis suponer. Claro está que lo interesante sucedió con los primos hermanos. A la mañana siguiente, como es natural, no había ni rastro del condenado, y el coronel, bien bebido, empezó a bramar —era hombre de honor, si lo había— y mandó fusilar a uno de los que se habían hecho responsables de la despedida del desaparecido. Querían ambos hermanos echar a suertes a quién le tocara tan ejemplar final, cuando el hombre de bien redondeó su mandato: el otro debía mandar el pelotón. Que así era el señor. Y como pasara el tiempo y ambos se ofrecían de víctima, don Gonzalo, teniendo que rendir jornada larga, ordenó que el ajusticiado fuese el alférez, al que, como es justo, desde su punto de vista, tenía en menos que al capitán. Fueron, como de costumbre, hasta el muro del cementerio, y se sucedieron los preparativos terrenos y celestiales. El cura allanó sin dificultad el camino de salvación al que iba a morir fusilado, y aun —aunque con cierto resquemor— al que iba a mandar el pelotón, que, de hinojos, le suplicó igual gracia. Se formó el cuadro. Diéronse las primeras voces de mando; de pronto, el capitán, impertérrito, se colocó al lado de su hermano, a la voz de apunten, señalando su corazón. Los soldados se quedaron sin saber qué hacer, cuando el capitán sacó su pistola y gritó a sus hombres, amagándoles, que dispararan. Lo que hicieron fue dar media vuelta. El hombre se quedó ronco, insultándoles. Y luego, con tranquilidad le voló la tapa de los sesos a su hermano y después —con otra bala, que con la misma imposible— hizo lo propio con la suya.
—¿Y eso es honor u honra?
—Honra, joven; honra. ¿O es que no has entendido?
—Idiota es lo que era: no entraban más que ellos en juego. Ahora hay que pensar en los demás.
—Ahí está el parte:
Frente del Norte y del Noroeste. Los sectores oriental y centro de este frente comunican tranquilidad. Nuestra artillería ha dispersado una pequeña concentración rebelde en la zona de Mondragón. En Asturias nuestras tropas han realizado un fuerte ataque de flanco contra la columna fascista de la zona de Grado, habiendo quedado en nuestro poder treinta y tantos prisioneros y mucho material de guerra. Numerosos soldados y Guardias de Asalto han pasado a las filas del Gobierno.
Frente de Aragón. En el sector de Tardienta nuestras fuerzas han aniquilado un escuadrón de caballería mora y dos compañías de infantería que abandonaron en el campo 30 muertos y 18 prisioneros.
Nuestra artillería de Alcubierre ha bombardeado eficazmente las posiciones facciosas de este sector.
Frente del Sur. La columna rebelde que opera en Priego ha intentado un ataque contra nuestras posiciones de Fuente-Tejar, siendo vigorosamente rechazada con cuantiosas pérdidas.
La aviación fascista ha atacado El Carpio y Bujalance.
Frente del Centro. En Somosierra, después del enérgico contraataque realizado el día de ayer por las fuerzas leales, no han disparado los facciosos contra nuestras posiciones.
En el sector sur de Madrid, las columnas rebeldes continúan su presión desesperada, a pesar de la heroica resistencia del ejército republicano. En el día de hoy nuestra artillería ha bombardeado con eficacia las líneas enemigas y dos contraataques de nuestra infantería lograron contener el avance de las tropas mercenarias fascistas.
Era todo. Parecía mentira, pero en toda España se luchaba: Mondragón, Grado, Tardienta, Alcubierre, Fuente-Tejar, Priego, El Carpio, Bujalance… Y, sin embargo, sólo contaba Madrid. Porque estaban en Madrid, y porque Madrid lo era todo. Y del frente de Madrid no se decía nada. O casi nada: Duelos de artillería, contraataques. ¿Dónde? El cañoneo les contestaba.
Tenían la razón, y el enemigo había llegado a las puertas de Madrid. Peñafiel sentía la rabia revolverle el estómago.