El uruguallo
En la casa del Porquero, el Uruguayo roncaba tranquilamente. (Le dicen la casa «del porquero» porque su dueño, hizo sus dineros a base de tan simpáticos y abundantes animales; es un edificio de muchos pisos, en la esquina de la calle de San Vicente y María Cristina, en el centro mismo de la ciudad). Sus pistoleros juegan al mus. La noche había sido pesada: tres servicios son muchos servicios. Menos mal que dos de ellos fueron productivos.
El piso es amplio y lujoso, de un lujo poco lujoso, pero lujo al fin y al cabo: nevera eléctrica, espejos biselados, alfombras de un dedo de grueso, butacones que más que para uno, parecen para dos; porcelanas grandes, reloj de figuritas, radio de doce bulbos, cortinas de damasco. Los cristos de marfil han desaparecido. Todo nuevo y sucio.
El Uruguayo, que no es uruguayo, pero que estuvo por América en su vieja juventud, pertenece a la FAI. En 1932 asaltó el Banco de Castellón, y pudo huir. Luego se dedicó a estafador, sin pasar del timo del sobre, lo que le llevó, en volandas, a San Miguel de los Reyes, de donde lo sacaron los militares, es decir su traición. Vio el mundo abierto y organizó su banda, al margen. Bien armada, porque fueron los primeros en entrar en el cuartel de Paterna, hay que reconocer que sin grandes riesgos aunque, si los hubiese habido, también hubieran participado en el asalto. Se incautó del piso donde ahora vivía y su cuadrilla pernoctaba, por turnos, tumbándose donde mejor les acomodaba. Únicamente la alcoba del jefe, y su cuarto de baño adyacente, era terreno vedado. Dentro, no faltaban nunca dos o tres mujeres. Tenía tres coches, que le bastaban para sus depredaciones: robaba, asesinaba y vendía favores. En total, eran quince o dieciséis. Él no salía nunca con menos de diez o doce, todos armados con fusiles ametralladoras. Pagaba bien las denuncias, aunque, a última hora se había hecho con el protocolo de una notaría, que le ayudaba a escoger sobre seguro sus víctimas.
—¿Habéis visto?
Salía de su dormitorio, en pijama de seda natural, con una pistola ametralladora nuevecita, en mano. Era un hombre cetrino, en la flor de la edad del tahúr, que es hacia los cuarenta.
—Americana.
Los hombres se acercaron para admirar el arma.
—¿De dónde la sacaste?
—¿Y a ti, qué te importa?
Se rieron.
—Quiero comer.
Todos se precipitaron, mientras dos mujeres salían de la alcoba.
—Vosotras, adentro…
Eran dos pindongas descoloridas.
—Nosotras, también tenemos hambre.
—Después. Ahora, adentro. ¿No habéis oído? Se volvía hacia ellas, pistola en mano. Las rabizas no se lo hicieron repetir. El Uruguayo le hablaba a uno:
—Vete al Gobierno Civil, a ver qué servicios hay.
Entró otro, pequeñarro y gordo, naranjero al hombro.
—Tienes un recado de Juan López.
—Si quiere, que venga a verme.
Y guiñó el ojo. López era uno de los dirigentes de la Confederación. ¡Qué tío! Pensaban los demás. Así son los hombres, mira que decirle eso a López… Pero el pequeñarro porfiaba:
—Parece que no están muy contentos con nosotros.
El Uruguayo, derrumbado en un sillón, lo miró de reojo.
—A mí, López me la…
Sustituyó la palabra con un gesto procaz.
—Oye, tú, de todas maneras…
—Tú, te callas. ¿Quién tiene la lista de hoy? La nuestra.
Porque había dos listas: la oficial, que le proporcionaban en el Gobierno Civil, y de la que había que rendir cuentas; y la suya.
—Este la tiene.
—A ver. Estas viejas no tienen más que cuadros y muebles viejos. Ya las conozco. Estos, a la noche. He dicho que tengo hambre…
—El chato te está poniendo unos huevos. Ahí tienes jamón y chorizos.
—El Uruguayo quería alhajas y dinero.
En el Gobierno Civil, Ricardo habla con González Cantos, a punto de volver a Barcelona.
—¿Sabes que el Uruguayo está gestionando un pasaporte?
—No lo creo.
—Pregunta arriba.
—Lo que pasa es que le tenéis manía.
—Y tú, ¿por qué no quieres aceptar que es un vulgar ladrón, un asesino? Con hombres así en la Confederación, ¿dónde vais a parar?
—Mejor son esos que los comunistas.
González Cantos ha venido con una comisión, y ya se marcha. Muy bruto lo es, pero, además, alardea de serlo. De tonto no tiene un pelo. Viejo luchador sindicalista ha estado en todas partes, y en Bata. Tripudo, en camiseta, lleva su pistolón enfundado en un suspensorio. Es un «puro» y lucha, de veras, por el pueblo. Claro está que, para él, el pueblo es la CNT y, aun comprendiendo que Ricardo tiene razón, no se la hubiese dado por nada del mundo: El Uruguayo pertenece a la Organización. Y si hay que acabar con él, acabarán ellos: no tienen por qué reconocer otra autoridad: —Y no lo toques.
—Porque no puedo por las buenas.
—Eso tienen los valientes.
—Ha sacado a Samper.
—¿Y qué? ¿Es más importante ese viejo inservible que el dinero que se le habrá cobrado?
—¿Os lo ha entregado?
—Sí.
Mentía. Pero ¿qué remedio le quedaba? Se prometía averiguarlo, y, si de veras aquel tipo —que le repugnaba— les engañaba, ya habría manera de hacerle entrar en razón; pero desde adentro: Ricardo era socialista.
—Bueno, tú, pero es que la Organización…
El Uruguayo le ataja, como siempre, con su manía de estar al cabo de la calle, donde nadie tiene nada que enseñarle:
—La Organización soy yo.
Sabe que esa farolería alardera, teniendo en cuenta que no se le va la fuerza por la boca, ni escupe sangre, hace mella en el ánimo de los demás y refuerza el de su cuadrilla. Goza de su fachenda, sin hacerse ilusiones. Lo del pasaporte es verdad: sabe que están hartos de él y huele que su tiempo está contado. La Revolución, tal como la entiende está dando las boqueadas. Ha llegado el momento de largarse.
Entra el juanete, su segundo de a bordo, que fue algún tiempo picador de toros.
—¿Ya?, —le pregunta nuestro hombre.
—¡Cá, hombre! El marica del Segura lo ha sacado hace dos o tres días.
Se le revuelve la sangre al Uruguayo, que le tenía echado el ojo a don Ramón Mustieles.
—Nos la tiene que pagar ese capón radical socialista. ¿Así es cómo quieren ganar?
Interviene el Doblado:
—¿Nos lo cargamos?
El Uruguayo lo mira con sus ojillos de lince.
—¿Qué ganamos? (Siempre la palabra ganar). Si no es ese, será otro compasivo cualquiera el que nos haga la puñeta. Nosotros, a lo nuestro.
Que el Uruguayo sabe rectificar a tiempo y sus enojos duran poco: capaz de matar a cualquiera en un arrebato, pero, si se domina, perdona rápidamente; lo que le da la mejor opinión de su buen fondo.
Ricardo acompañó a González Cantos hasta la antecámara y subió luego a la oficina de pasaportes. Efectivamente, el Uruguayo había pedido uno con nombre supuesto: al parecer para ir a comprar armas a Bélgica.
Ricardo planteó a la máxima autoridad de la provincia sus sospechas de que aquel jefe de pandilla se las iba a pirar con el producto de sus latrocinios. El señor Gobernador no quiso saber nada de aquello. Al fin y al cabo era cosa de Apellanis y suya, de Ricardo.
—¿Lo deja en mis manos?
El Gobernador lo miró indeciso y no contestó. Ricardo se despidió. Una vez de vuelta en su despacho se comunicó con Juan López para preguntarle si la CNT o la FAI autorizaba el viaje del Uruguayo. López no lo sabía, pero suponía que no. Pidió detalles, pero Ricardo no se los dio. Al fin y al cabo, el asunto ya estaba en sus manos y lo tenía resuelto. Además, en este preciso momento, entraba en su despacho uno de los de la cuadrilla, en busca de órdenes.
—Hombre, dile al Uruguayo que se pase por aquí. Tiene que recoger un papel allá arriba.
—¿No me lo puedes dar?
—No, es un asunto personal. Ni tampoco es cosa mía, sino de Ruano.
Cuando le dieron el recado al interfecto, éste lo pensó un momento. Luego se le ocurrió que era normal: seguramente necesitaban sus huellas digitales. Para él no hubiese sido problema llegar a la frontera con los avales de la Confederación, pero quería entrar en Francia con todas las de la ley: para que no le molestaran una vez establecido allí. Decidió ir al Gobierno Civil con uno solo de sus hombres. Todos se extrañaron, nadie chistó.
Lo hicieron pasar a una sala y, de pronto, se vio rodeado por seis guardias de asalto. Lo encerraron en una celda, mientras despachaban a su acompañante, que se había quedado en el automóvil:
—Dice que tiene para rato, que ya avisará.
El Uruguayo no había querido que subiese: su fuga era estrictamente personal.
Aun sabiendo lo inútil de la entrevista, y aun reprochándosela, Ricardo no se la quiso perder. Caía la noche cuando entró en el calabozo. El primero en hablar fue el Uruguayo.
—¿Te las prometes muy felices, no? Pues no sabes la que te espera.
—¿A mí?
—A ti, y a ese hijo de puta de Ruano. Le di cinco mil pesetas para que se callara la boca. Me las pagará.
—Es posible.
Es fantástica la seguridad que da tener una pistola al alcance de la mano, pensaba Ricardo. Ese es el Uruguayo: igual que cualquiera.
—A estas horas ya deben estar buscándome.
—No les vamos a negar que estás aquí, detenido. Y sabrán el porqué.
—No lo creerán.
—Es posible.
—Nadie sabe mi nombre verdadero, el que está ahí, en ese pasaporte. Si les digo que todo fue una invención tuya, me creerán.
—Y hasta eres capaz de ofrecerme dinero.
Ricardo se pregunta a qué ha venido. ¿Únicamente a regodearse de su triunfo?
—Si te hace falta, ¿por qué no?
—Entonces, ¿por qué no me sueltas? Te aseguro que no te pasará nada. Tan amigos.
—Es lo más probable.
—¿No comprendes que deshonras nuestra causa?
El Uruguayo le mira con verdadero asombro. Luego, se ríe.
—¿De veras es eso lo que venías a preguntarme? Creí que querías saber dónde guardo lo mío.
—Ya lo encontraremos.
—No estés tan seguro.
—Por ahora lo tienes en una maleta, en uno de tus roperos.
El Uruguayo soltó una blasfemia: era verdad. ¿Y dónde mejor?
—¿Quién de los míos es vuestro?
—¿Qué más te da?
—Hombre, no puede ser; tal vez alguna de esas putas…
—Ve a saber…
No había necesidad de tal. El propio Uruguayo lo había dicho en una de sus borracheras, y aun lo había enseñado a algunos de sus hombres, haciéndoles creer que era para todos. La afirmación de Ricardo hizo nacer en el magín del bandolero una niebla de sospecha de que aquello podía no sólo acabar mal sino de una vez con él. Hasta ese momento tenía la seguridad que la FAI no le iba a dejar en la estacada. Ahora, de pronto, empezaba a creer que sus propios hombres le habían vendido, con tal de repartirse el botín. Desechó la idea, más, de todos modos, le quedó la duda. Y planteó la cuestión de frente:
—¿Qué pensáis hacer conmigo?
—Tú dirás.
—¿Cuánto quieres?
—¿Yo? Ni cinco.
—¿No pensarás pegarme dos tiros?
—Con uno sobra.
—¿Te das cuenta de la que se armaría?
—Más o menos. Pero no tanto como te figuras. Dejando aparte los que se iban a alegrar.
—Sí, claro: Todos los fascistas de Valencia.
—Y de sus alrededores…
—¿O no soy un luchador como otro cualquiera?
—¿No tienes nada más que decirme?
—¿Yo a ti? ¿Esto es a todo lo que has venido? ¿Puedo avisar, a alguien de que estoy aquí?
—No.
Y Ricardo salió, echando pestes de sí mismo. Ya estaban tres de la Confederación esperándole en su despacho: El Gobernador no sabía nada. Ricardo se hizo el inocente. Ellos estaban enterados de que el Uruguayo había estado allí, hacía unas horas.
—Yo no le he visto.
No le creyeron, pero se marcharon dándose cuenta de la inutilidad de la gestión.
—Cuidado con lo que hacéis.
Ricardo les miró un momento, luego asomó una sonrisa a flor de labio y contestó, como quien no quiere la cosa:
—Lo mismo digo, compañeros.
En su bartolina, el Uruguayo, a oscuras, sentía cómo se le revolvía la bilis por todo el cuerpo. Se acercó a la puerta y empezó a golpearla con puños y pies. Pero nadie se asomó. Estaba frenético, pero procuró dominarse. No le molestaba el encierro, ya estaba acostumbrado, sino que empezó a temer que lo mataran, como un perro. Ahora, cuando mandaban los suyos y bajo el régimen que había soñado, y con una maleta repleta de oro y joyas. Que los billetes los repartía con los suyos.
Había nacido en Almansa, hijo de un ferroviario. Toda la niñez la había pasado entre rieles y locomotoras. Viendo pasar los trenes, único sitio donde las clases —y así se llaman— andan no sólo señaladas, sino numéricamente pintadas en las portezuelas de los vagones, para que no haya equívocos ni equivocaciones. Y, por si fuera poco, su padre llegó a revisor, ángel guardián de las formas y del respeto al dinero invertido. (Dinero invertido, también aquello le había llamado la atención la primera vez que lo oyó —dinero al revés, lo de los pobres para los ricos). Hombres de primera, de segunda y de tercera… su padre quiso colocarlo: ferroviario, hijo de ferroviario, pero Saturnino González llevaba los viajes en la sangre, de ver tantos trenes llegar y marcharse. Amaneció en Barcelona, justo antes de la guerra europea, duró poco allí: embarcó para la Argentina, luego pasó al Paraguay. Trabajó seis meses en unas minas, y se volvió al estuario del Plata, a ver qué pasaba. Tenía metido en el alma aquello de las clases de los trenes y, por las buenas, se dedicó al robo. En su primera cárcel conoció a unos anarquistas; no vio en la teoría más que la etiqueta que lo avalaba. Volvió a España durante la dictadura de Primo de Rivera, se confabuló con los grupos de acción de la FAI. Pero aquello no le convenía: jugarse el pellejo para alcanzar dinero y entregarlo a la causa le pareció idiota. No creía que el proletariado pudiese alcanzar jamás el poder. Empezó a trabajar por su cuenta, haciendo pequeñas estafas, sin dejar de tener relaciones con los anarquistas. Intentó, sin gran éxito, la trata de blancas; carecía del capital necesario. Vivió después, cuando la de malas, algún tiempo a costa de sus padres. Sitiado por el hambre se abocó de nuevo con la organización y asaltó dos bancos: con suerte, no le tocó ninguna china, pero se asustó y desapareció. Fue revendedor en Valencia; recayó, al poco tiempo, en sus timos fáciles, y lo agarraron. De la cárcel lo sacó el pueblo y vio el mundo abierto. Audacia, cuando no había peligro, no le faltaba. Reunió su botín y, cuando ya soñaba viajar en primera el resto de su vida se encontraba enchiquerado y con la muerte rondando. Matar, no había matado a muchos, para eso estaba su gente, pero ver morir a unos cuantos, sí los había visto. Y, de pronto, esas imágenes se le amontonaban, royéndole el entendimiento. Ahora, las blasfemias no le servían de nada. Palmar, no le importaba demasiado, lo que le sacaba de quicio era la maleta, su tesoro. ¡Ahora que se las prometía felices! Y toda la corte celestial salía revolcada a media voz. ¡Quedarse así, en la estacada! Todos los ajos, las interjecciones contra ese hijo de puta de Ricardo. Sacarle los tuétanos, machacarlo… Y ese Ruano del demonio. ¿Por qué no se había ido, por las buenas, a Barcelona, y haber sacado allí el pasaporte? O haber pasado la frontera de extrangis. ¡Por una vez que había querido hacer las cosas en debida forma! Por lo visto la posesión del dinero le había impelido a sentirse respetable… ¡Puñetero mundo! Al recapacitar, y examinar la situación desde todos los ángulos recobró cierta tranquilidad: Sus compañeros no iban a dejar que lo pasearan. Al fin y al cabo era uno de ellos. Total, había sacado dinero para él, pero eso no es crimen. Los que había escabechado eran todos de derecha. Y aun aquel tranviario, Alfredo Meliá, lo había enviado al otro barrio convencido de que era falangista. Parece que fue una equivocación. Pero él no tenía la culpa. Nadie se lo había echado en cara. Claro está que entre los desaparecidos había unos cuantos de Izquierda Republicana, pero ¿quién los mandaba resistirse o ser ricos? Por lo menos los de derecha apoquinaban sin demasiadas dificultades: Así se salvaban. ¿Era o no la revolución? Si le dejaran… Cochinos socialistas. Y eran capaces de eliminarlo. Los de la FAI lo sabían. Y eso le daba cierta esperanza. Y si le mataban, al fin y al cabo, ¿qué? ¡Cómo, qué! Vivir en París con los bolsillos llenos… Las francesas. Si me matan se acabó el gusto. También tiene eso sus bemoles. ¿Qué podía hacer? Ni siquiera entreabren la mirilla. Como les coja, me los cargo. No dejo a uno. De todos modos, si me sacan, me han fastidiado. Saldrá a relucir lo de la maleta, y la tendré que entregar. O, a lo mejor, no. Seguro que, a estas horas, López ha visto a Doporto. Y Ricardo no tendrá más remedio que soltarme. Mañana, cuando salga de su casa, lo agarro. También se necesita valor para detenerme… Quizá fuera bueno que saliera de Valencia, puedo irme algún tiempo al frente de Aragón, con Ortiz. ¿Qué hora será? Ni una cochina cerilla me han dejado. Ya les daré yo…
Y, de nuevo, empieza a patear la puerta. Lo sacaron a las tres de la mañana, entre cuatro.
Los otros no chistaron.
—Ahora verán lo que es bueno. Ya estoy libre.
Llegaron al patio. Había allí un piquete de guardias de asalto.
—Sube.
Era un coche negro.
—No.
Y se revolvió, cayendo al suelo.
—¡No!
Lo levantaron en vilo y lo metieron adentro, a empujones.
—¿A dónde me llevan?
Y el silencio. El automóvil arrancó. El Uruguayo no conocía a ninguno de sus acompañantes.
—¿A dónde me llevan, compañeros? ¿No saben quién soy?
Ya estaban en medio del Puente del Real, veía las copas de los árboles de la Alameda.
—Quiero hablar con Ricardo. Tengo que decirle cosas importantes. ¿Dónde vamos?
Uno de ellos se impacientó:
—¡Cállate la boca!
—¿Pensáis que me vais a despachar, así como así?
Pasaron frente a la Alameda y enfilaron hacia el palacio de Ripalda. Al Uruguayo ya no le podía caber ninguna duda. Era cuestión de cinco minutos: tan pronto como llegaran a la carretera, entre las primeras huertas.
—Os doy diez mil pesetas a cada uno. ¿No? ¿Sabéis lo que son diez mil pesetas? Y todo lo que tengo. ¡No vais a matar a un antifascista…! Bien está que paseéis a los enemigos. Pero, yo…
Un culatazo en la boca, lo hizo callar. No sintió el dolor, sino el fracaso, que le roía, oscureciéndolo todo.
—Baja.
El Uruguayo no se movió.
—¿Estás sordo? ¡Baja! ¡O te sacamos a rastrones! ¡Demuestra que eres un hombre!
No lo demostró. Le dispararon cabeza abajo, en el estribo. Y lo dejaron allí, tumbado.
Antes de que lo recogieran le vieron los muchachos de «El Retablo», hacinados en un camión, que les había costado Dios y ayuda conseguir; sostenían como podían algunos trastos necesarios para la representación que iban a dar por la tarde, en Sagunto. El armatoste hizo un esguince violento para no pisarle las piernas al cadáver y siguió adelante, a meterse por la carretera de Barcelona. Amanecía.
Santiago Peñafiel había apartado la cara de Asunción impidiendo el movimiento que la llevaba, con la natural curiosidad, a enterarse de la razón del brusco vaivén.
—No mires.
Pasan Tabernes Blanques. Todo son afueras, los pueblos están unidos por sus alijares pero la huerta asoma por todas partes. Todavía se arrastra la bruma. Un labrador arrejaca su cuartón, otro entrecava sembrados, ahuecando la tierra. Por la acequia, en la orilla de la carretera, corre el agua mansa y cienosa, lento rebalaje. A lo lejos se siente el mar. Rosas, jazmines geranios, madreselvas, heliotropos, algunas clavellineras, dompedros, en tiestos, macetones, arriates, en los mismos balates y quijeros. Iban todos, Vicente Dalmases y Manuel Rivelles habían sido sustituidos por dos estudiantes de la Normal de Maestros, los dos de Murcia. Cantan a coro, llevan la voz los Jover:
Cuatro pañuelucos tengo,
olé, olá,
y los cuatro son de seda
que me los ha regalado,
olé, olá,
una mozuca morena.
¿Qué hay de particulillo?
¿Qué hay de particular?
Que si ella me quiere mucho
yo la quiero mucho más.
Albalat dels Sorells. Los de los controles ni siquiera les miran los salvoconductos. Fábricas, fincas, calles anchas, casas blancas, la gente yendo y viniendo como si no pasara nada.
Tres hojitas, madre
tiene el arbolé,
la una en la rama,
las dos en el pie,
las dos en el pie,
las dos en el pie.
Inés, Inés, Inesita, Inés
ábreme la puerta
que te vengo a ver,
que te vengo a ver,
que te vengo a ver.
Los naranjales verdes en la tierra rojal, cacahuetes y altramuces, alfalfa, coles, patatales. El aire letífica los adentros. Ya verbenean las moscas. Josefina Camargo entona con su voz grave:
Ya se van los pastores,
ya se van marchando,
más de cuatro zagalas
se quedan llorando.
Los Jover se sienten aludidos en su regionalismo y cantan, voz en cuello:
Visanteta, filla meua,
no tires aigua al carrer,
no tires aigua al carrer
perque pasará el teu novio
y s’embrutarà el calser.
Un hombre, inclinado, levanta el tablero de la rafa, en el quijero cortado de una acequia. Masamagrell, Puebla de Farnals. Siguen cantando.
En el portal de Belén
Rin, rin.
Yo me remendaba,
yo me remendé,
yo me hice el remiendo,
yo me lo quité.
Han entrado los ladrones
y al bueno de San José
le han quitado los calzones.
Ríen felices.
Los cordones que tú me dabas
no eran de seda,
ni eran de lana,
no eran de lana,
ni eran de seda.
Todos me dicen que no te quiera,
que no te quiera,
mozo embustero,
que mis amores son de un minero.
Eres buena moza sí
cuando por la calle vas.
Eres buena moza sí
pero no te casarás,
pero no te casarás,
carita de serafín,
pero no te casarás
porque me lo han dicho a mí.
Santiago mira a Asunción más de lo que deseara Josefina. Esta vuelve a su grave solo castellano con cierto reconcomio celoso:
A la puerta de León
hay una inmensa laguna
donde se bañan las guapas
porque fea no hay ninguna…
Ya pasaron El Puig y van camino de Puzol. A lo lejos se dibuja, morado, el crestón de Sagunto.
—¿Qué, vosotros no cantáis? Pregunta Julián Jover a los recién ingresados en el grupo.
Los dos murcianos se miran, sonríen y salen con el canto de los labradores de la huerta cuando cogen la hoja de morera:
No me diga usted morena
porque le diré ladrón,
el ser ladrón es bajeza
y el ser morenita, no.
Y el ser morenita, no.
No me diga usted, morena.
Y ayer tarde vi a la morena
que estaba peinada,
Jesús, qué rebuena…
Ya todos quieren aprenderla, ya la cantan a coro. ¿Qué tiene la música que así les une? Empieza a apretar el sol cuando suben la cuestecilla de entrada a Sagunto.