Notas
[1] NOTA DEL AUTOR: Como ese muerto no ha de volver a salir, si alguien se interesa por él, soy a continuación alguna noticia de su vida: Cacoquimio y negro, escuchimizado y constipado, la barba cerrada y sin afeitar más que de uvas a peras, los ojos ribeteados de rojo, y beato. Nació así, a la sombra de los altares, sacristán de vocación, que no cura: monumento que le ocultaba el horizonte. Cerradillo de mollera, pero tan amigo de cirios, comulgatorios, lamparines, cepos, santos, inciensos, faldistorios, flores de nácar y telas aprestadas, exvotos, silencios, éxtasis, murmullos, largas misas, rezos y rosarios, que se le iba la vida en las baldosas de la iglesia, correteando de aquí para allá —aun niño—. Niño negro, con mugre de la buena, incrustada. Ayudaba a todo, con tal que le dejaran embobarse ante las llamitas de los altares.
No salió en treinta años de la sombra de su parroquia. La conocía como nadie, ni hubo hora canónica que se le escapase calendario eclesiástico vivo y quincuagésima andando. Resolvía cualquier duda sobre responsorios, homilías, completas, tercias, sextas o colores vestimentales. Nunca se le ocurrió preguntar el porqué de las diversas fases del culto, tanto le daba: las cosas eran intangibles y el santoral regía el mundo. Sacristán de San Nicolás y cerrado a todo lo demás.
Así, hasta que le tentó Belcebú, encarnado —y con creces, por donde más gusto daba— en Vicenteta —muy ligada a su nombre, sobre todo en lo referente a las dos últimas sílabas de su patronímico, que parecía descolgarse, si no del apellido paterno, sí de las ubres maternas— que en la suegra estuvo el quid: no paró hasta casarlos. Pero el impulso soberano que empujaba al sacristán se convirtió pronto en asco y conciencia de su falta, sobre todo, hacia la Virgen y colaterales, y su otra debilidad: Santa Teresita del Niño Jesús. Y ya no pudo vivir, sintiéndose, dos o tres veces a la semana, en pecado mortal, pese a que sus confesores le hacían ver la inanidad de sus prejuicios. Se vio perdido, perseguido; cada sombra, cada rincón se le representó caverna gitánica desde la que auténticos diablos de tridente, orejudos y con cola le amenazaban con las llamas eternas. Le dolió el estómago y le diagnosticaron úlceras. Pero él sabía de lo que se trataba: la sangre que defecaba era —aunque sólo fuese por el color— anticipación del fuego eterno.
De cómo se deshizo de Vicenteta, envenenándola poco a poco, no es cosa de esta historia. La cosa es que murió y la enterraron sin pompa. Creyó el sacristán volver a gozar de su prebenda. Pero no hubo tal. Confesóse, y sin que trascendiera su delito, el cabildo se las arregló para prescindir de él. Sin embargo, un canónigo, que tenía sus relaciones, lo colocó de portero en el teatro Eslava.
A veces, —acabada la función— el exsacristán se hacía ilusiones, allí en el escenario vacío, nave por nave, recordando, su perdida iglesia. No tenía amigos. Vivía en un rincón, allí en los altares, y le traían la comida de un bodegón cercano. A misa iba todos los días temprano, y, sentado a la puerta del escenario, a todas horas, callado, seguía los oficios, según las luces.
La quema de algunas iglesias lo trastornó profundamente. No le mataron, de milagro, cuando se quiso oponer, en cruz, a que la gente invadiera el palacio arzobispal.
Cuando oyó, por la radio del café de la esquina, que la República había reconquistado Albacete, se colgó. <<