6 de noviembre, por la noche, más tarde
—Curiosa esta manía humana de reunirse para cantar. En cuanto la gente desea algo se juntan y rompen los espacios a gritos. Ya pueden ser cristianos o moros, marxistas o calvinistas: la cuestión es estar juntos y darle gusto al gaznate: para unos, los salmos; para otros, los himnos: sean de David, de San Pablo o de Rouget de I’Isle. Mientras no cantan no están satisfechos; cuando más rendidos, más contentos. Para muchos la revolución consiste en cantar «La Internacional» por la calle.
—En poderla cantar —interrumpió Cuartero.
—No tiene nada que ver con lo que digo, lo que me importa es el hecho de salmodiar o himnar. Carteles y cantos, cánticos y carteles: he aquí la revolución para los jóvenes. Cuando han pegado un cartel, cuando han ido por la ciudad o el campo berreando «La Marsellesa», los «Hijos del Pueblo» o «La Internacional»: están satisfechos.
—Todo movimiento tiene su música —apuntó Templado—. Y toda revolución se mide por la calidad de sus himnos. La Revolución Francesa es «La Marsellesa», magnífica cosa. Nuestra música (lo que cantan los milicianos) es tan superior a cuanto entonan los rebeldes que no hay duda acerca de quién lleva la razón.
—Muy bien —prosiguió Rivadavia— pero lo que no entiendo es la razón que lleva la gente al coro.
—Una manera de entenderse.
—Así que, para ti, cuando no hay música no hay revolución.
—Sí. Cuando se acaba la música se acabó la función. Dura lo que duren las representaciones; alguna vez se estrena un número nuevo, pero no cambia el aire de la revista.
—Los vascos y los asturianos estarán de acuerdo contigo, y los catalanes, pero lo que es el resto de los españoles…
—Te equivocas; lo que sucede es que cantan solos: la jota y, sobre todo, el canto hondo son cantos solitarios —pero tienen público—. Las sardanas, los zorcicos y las canciones de la Montaña se cantan en coro. Siempre lo mismo: la división de España, por lo visto y oído, grata a tantos…
Cruzan hacia Correos:
—Protegen hasta la Cibeles… La guerra. En el Prado: han descolgado los lienzos. Quedan las paredes. Velázquez tiene que esconderse, el Greco es una cueva, Goya en los sótanos… Lo mejor que ha producido el hombre. Claro, a ti no te importa: te lleva en hombros el entusiasmo de los demás, te dejas llevar por la corriente, te emociona ver a los hombres decididos a luchar, enfrentarse a la muerte por una entelequia…
—¿Llamas entelequia a la libertad?, —murmura Templado.
—Ni siquiera pensaba en ella. ¿De veras crees en la libertad? ¿Qué libertad?
—La de Velázquez, la del Greco. ¿O es que crees que si vencieran ésos habría posibilidades de que la cultura…?
Se ahogaba de indignación. Siguió:
—¿Por qué tienen que esconderse sus obras sino porque se han levantado en armas contra ellos? ¿O no te importa? ¿Juzgas sólo los hechos, no sus razones?
—Las razones… Lo que palpo.
—¿Qué, tú no?
—Sólo quieres ver lo que ves.
—Me basta.
—Entonces, ¿para ti no existe la Moncloa porque te la esconden estos edificios?
—Mira —le contestó Rivadavia, volviendo al tema que le atormentaba— de un lado hay una gente, parte nuestra —parte de los de enfrente— que cree que vale la pena matar a media humanidad con tal de que la que quede marche de consuno con su idea. Unos no dejarían un anarquista ni un fascista vivo. Otros no dejarían —por su gusto— ni un anarquista, ni un marxista en el mundo. Yo creo que no vale la pena, ni las penas. Sé que llevo las de perder, con vosotros y con ellos. Pero ¿qué quieres?
—¿Y puesto a escoger?
—Estoy aquí, ¿no?
—¿Por cuánto tiempo? ¿Por qué no pides un pasaporte y te vas a Francia o a Portugal a esperar, y ver quién gana?
—Porque, a pesar de todo, prefiero los pobres.
Al llegar a Neptuno, Rivadavia se despidió de Templado y de Cuartero.
—¿Dónde vas tan temprano?
—Son las once.
—Anda, vamos a dar una vuelta. A lo mejor es la última.
—¿Qué tienes que hacer?
Rivadavia no se atreve a decirles que espera noticias del ministro de Justicia.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
El hombre de leyes sube por la calle de la Lealtad, las manos cruzadas a las espaldas; sus amigos la del Prado. En el Palace entra y sale la gente. Motocicletas y coches. Ir y venir constante.
El general Miaja parece más alto de lo qué es, por lo ancho y sonrosado. Sonriente, congestionado. Buenas gafas, buena sonrisa, buen vientre. Buen semblante de campesino sano. Sin más fuerza que su sentido común. Campechano, por haber nacido en el campo. Le entregaron el mando de la plaza a las seis de la tarde. Piensa que lo han puesto ahí para que fracase, para que sea un general cualquiera el que pierda o entregue la ciudad.
—¿Quién fue?
—El general Miaja.
—¡Ah!, bueno. El general Miaja, un general cualquiera.
—¿Republicano? Sí. ¿De fiar? ¡Quién sabe! Estuvo en Valencia, en Córdoba. ¿Qué hizo? Cumplir.
Miaja entregará Madrid y se replegará sobre Cuenca.
No hay remedio. No hay tropas de verdad. Corren ante el enemigo, y luego se dejan matar, por no retroceder. Así, ¿quién hace o puede hacer planes?
—¿Quién manda ahí enfrente?
—Varela.
—¿Cuántas divisiones?
—No se sabe.
—¿Y nosotros? ¿Dónde estamos? ¿Qué fuerzas tenemos?
—No se sabe.
—¿Cuántas baterías?
—No se sabe.
—¿Dónde están emplazadas?
—No se sabe.
El general reúne a los jefes del sector. ¿Con qué cuentan? Con moral. Eso sí. La ciudad los respalda, y no quieren entregar Madrid. ¿Por qué? Porque Madrid es Madrid. Porque Madrid, ahora, es toda España. Porque entregar Madrid es declararse vencidos, sin más. Porque perdido Madrid, todo se ha perdido. Es perder la razón, perder la cabeza. Y le tienen apego, porque es suya.
Ahí están todos reunidos: Mena, Álvarez Coque, Prada, Alzugaray, Escobar, Bueno, Barceló, Romero, Peral, Líster. Los jefes.
—¿Qué hacemos?
—Resistir. No dar un paso atrás.
No hay más.
¿Por qué? Porque sí, porque es Madrid. Porque todos están dispuestos a morir. El Gobierno se ha ido, ahora son ellos. Ellos solos los que tienen la responsabilidad.
—Que los sindicatos, que los partidos envíen los hombres que tengan.
—¿Armas?
—Las que haya.
—¿Municiones?
—Las que haya.
—No llegan ni a…
—¿Hay cajas?
—Sí.
—Que las llenen de piedras. Así creerán que hay más. Por cada caja de municiones, dos de piedras.
La mentira. Hay que ganar, aunque sea con mentiras. Que no entren. Que no pasen. Que no tomen Madrid. Y no lo van a tomar.
Y cada sindicato en un teatro. Que formen allí sus columnas. Los Leones Rojos, en el Calderón. Los Fígaros, en la Zarzuela. Los Barrenderos, en el Español. Los de las Artes Gráficas, en la Comedia. ¿Quiénes son los Leones Rojos? Los dependientes, de ultramarinos. ¿Quiénes son los Fígaros? Los peluqueros. Los horteras van a salvar a Madrid, o morir. O morir y salvar Madrid. Madrid es de los horteras. Los horteras, esos madrileños, más madrileños que los de los Madriles. Ese de Cuenca, ese de Guadalajara, ese de Oviedo, ese gallego, aquel sevillano, ese extremeño.
Ya truena «el abuelo». ¿Quién es el abuelo? ¡El cañón de Madrid! ¡El único gran cañón de Madrid! Pero ¡cómo ladra! Más vale una con nombre que cien bocas anónimas. «El abuelo» ladra, y ladra; es el gran perro guardián de Madrid.
—Estáis locos.
—¡Claro que estamos locos! Y a mucha honra. Pero, tal vez, no tan locos. No se pierde hasta que se ha perdido.
Por la plaza del Ángel prosiguen su quedo andar Templado y Cuartero. Habla el primero:
—No. Vamos a hablar claro, si podemos. El hombre no puede sentirse solo, porque no está solo. No me mires así, que con ese hecho de mirarme incrédulamente me estás dando la razón. Tú no eres tú, sino lo que me pareces a mí, y a aquél, y al de más allá, y a mí vez soy yo —para ti— el que te parezco.
—Y para ti, ¿quién eres tú?
—Lo que va de mí al mundo.
—Y dentro, adentro, ¿nada?
—Lo que los demás han dejado, al paso. Mis padres los primeros.
—¿No sabes lo que es la soledad?
—Sí. Y que no existe. Sólo se pueden sentir solos los que creen en Dios, como tú. Los abandonados.
—¿No te has sentido nunca solo, de noche, bajo las estrellas?
—Sentido, tal vez. ¡Siente uno tantas cosas falsas! Los sentidos, viejo, vosotros lo decís, engañan. Se puede uno sentir solo ante lo desmesurado, lo que no se comprende. Como el dolor. El hombre no es sólo pensamiento.
—Entonces, ¿me das la razón?
—¿Cómo te voy a dar la razón por el solo sentimiento? —dijo sonriendo Templado.
—Hasta ahora hablábamos en serio.
Templado no le contestó. Sus pasos eran el único ruido.
—El hombre es su relación.
—Dime con quién andas y te diré quién eres, tú crees andar a solas con Dios.
—Poco más o menos.
Paulino Cuartero se detuvo:
—Así que tuyo, personal, auténticamente Templado, ¿no hay nada, sino un entrecruzamiento, un montón a granel, en que no eres más que los demás, según la suerte?
—Se piensa lo que se puede.
—¿No comprendes que eso te lleva a un fatalismo inerte en el que no tienes nada que hacer?
—Esa sería tu consecuencia si siendo tú, pensaras como yo. Pero esa amalgama, ese machihembrar continuo, esa ligazón constante, viva, que discurre y discurre, pasa y piensa, y pesa: ése soy yo.
—Ligado.
—Ligado, Paulino, a todos y a cada uno. A ti y a este 7 de noviembre que está naciendo, y a Dios.
Se pararon. Cuartero puso sus manos sobre los hombros de su amigo; todo sombras. Pero el que habló fue Templado.
—El viejo problema de la justificación. Por la fe que dijeron los luteranos; por las obras que dicen los católicos. Todo es uno y lo mismo. No sabían cómo perder el tiempo. No hay más justificación que uno mismo frente a uno mismo. La cuestión es saber quién es uno, si uno es uno, o los demás —o uno y los demás. Por eso andan perdidos los hombres. Inventan teorías. Pero la verdad está dentro. ¿Qué es adentro, lo que veo y me rodea, o lo que siento? Así andamos, perdidos, de lo uno a lo otro. Sin carta con la que sepamos quedarnos. Persiguiéndonos los de un grupo a otro.
—¿Con quién estás?
—Con los que desean cambiar el mundo. Contra los que quieren que siga siendo como es.
—¿No porque tengan razón?
—No. Y deseando ver lo más posible mientras esté vivo.
—Eres un cerdo.
—Los hay peores.
Tras unos pasos, Cuartero rectificó:
—Te envidio.
—Porque si todo fuera soledad —contestó Templado, sin venir a cuento— no habría soledad.
Cruzaban la calle de Atocha. Paulino Cuartero se acordó de Carlos Riquelme.
—¿Qué es de él?
—No sale de San Carlos. Algún día le acompaño a comer.
Templado recuerda a su compañero de clase, bajo, gordo y ya calvo. Tan empeñoso y enamorado de su medicina, Al acabar la carrera ya era una celebridad.
—¿Y Fajardo?
—No sé. Subió a la sierra, los primeros días. No he vuelto a saber de él.
Cuartero, Fajardo, Templado y Riquelme iban siempre juntos. Diez años han pasado por encima de ellos, como una marea; ahora —en la noche— parecía que las aguas se habían retirado, y se veían de nuevo, descubiertos, como si el tiempo se hubiese desvanecido.
Unos cientos de metros más abajo, en San Carlos, Carlos Riquelme, en un corredor mal iluminado por luces veladas de azul, habla con don Ramón Balandrán de los Céspedes.
Para quien llega de la calle, todo es yodoformo.
—¿Pero de qué me está hablando?
Hace cuatro meses que Carlos Riquelme no sabe más que lo que sucede en el hospital, que no se entera más que de lo que necesita el hospital, que no piensa ni puede pensar más que en los problemas que le plantea el hospital. No comprende otra cosa, ni quiere ocuparse de nada más. Así compuso su mundo, dándose cuenta de que era la única manera de servir. Dormía, lo poco que dormía; comía lo que le daban, sin fijarse en nada. Operaba y operaba, y operaba. Lo mismo le daba que los heridos vinieran de cerca o de lejos. Le habían dicho que contaban con él, y había cerrado los ojos a lo que no fuera su trabajo. No tenía idea del tiempo, ni de las distancias. Había vivido la retirada según las fichas de los maltrechos: herido en Badajoz, herido en Talavera, herido en Oropesa, herido en Toledo, herido en Parla. Y, ahora, en Carabanchel.
—¿No se va a marchar?
—¿Yo?
—Son muy capaces de fusilarle.
—¿Y qué quiere? ¿Qué deje esto? ¿En manos de quién?
—Harán una sarracina.
—Por eso traen moros.
Carlos Riquelme es socialista, por amistad con sus contertulios, el uno está de embajador en París, otro es, ministro, otro anda por Checoslovaquia. Los tres han procurado que saliera de Madrid. Pero el cirujano ni siquiera les ha contestado.
—Evacuarán el hospital.
—Pero no los heridos. La mayoría no está en condiciones de resistir un traslado.
—Le mandarán al paredón.
—No será tanto. Bueno, y si quiere seguir charlando véngase al quirófano.
—No, gracias. No dirá que no le advertí.
—¿Advertir? ¿Usted? ¿En nombre de quién?
—Yo me entiendo.
—Pero yo a usted, no.
El señor de los Céspedes se marcha corrido. Es amigo de Riquelme, por aquello del Ateneo y por, que jamás le quiso cobrar el haberle extirpado un quiste maligno que se le formó en el pescuezo.
—Es un idiota —piensa, bajando las escaleras—, un idiota. Lo que se dice un perfecto idiota. Pero yo tengo la conciencia tranquila. Allá él. No creo haberle dicho nada que me comprometa. Pero ¡qué idiota! En fin, RIP, y a otra cosa. Seis cajas de puros. ¿Dónde las voy a encontrar?
Don Ramón Balandrán de las Céspedes y Alcoriza era hombre de poca estatura y gran cabeza, lo que le salva un tanto, sobre todo a sus ojos, gracias a espejos que no llegan al cuerpo entero, permitiéndole vivir de ilusiones.
Su abundoso cabello oscuro —la farmacopea tenía allí su parte, pero sólo en el color, que la copia era de Dios—, daba brillo al nutrido bigotón, orgulloso de tan estirado.
La bondad era, sin lugar a dudas, la característica más universalmente reconocida de don Ramón de las Céspedes, mayor, sin que llegara a sus oídos, que la de sus dotes de orador y poeta, de los que era el primer reverente, asombrado de sí mismo.
El prócer, un poco venido a menos por aquello de las cochinas pesetas, había nacido en una república centroamericana y vivía en Madrid hacía más de treinta años. De cómo anduvieran sus papeles, ni él mismo debía saberlo con certeza. La cosa es que, al azar de los gobiernos de su país, fue cónsul, secretario o ministro plenipotenciario y con la proclamación de la República Española se vio un buen día liberalmente nombrado gobernador de una provincia de tercera. Muy amigo que era de don Alejandro Lerroux.
A nadie se le ocurrió protestar, ni meter la nariz en lo de su nacionalidad. Por otra parte, con el régimen republicano, el amor universal y la ciudadanía del mundo, por lo menos del hispánico, don Ramón floreció sin mengua, con aplauso de sus muchos amigos y la indiferencia de los más.
Don Ramón había sido amigo de Rubén Darío, de Gómez Carrillo, de Icaza, de González Martínez, de Alfonso Reyes, y de cuanto americano ilustre había pisado Madrid. Él, personalmente, olvidó el Nuevo Continente, y no había quien lo sacara del centro de la capital española: ni el calor de agosto.
Vivía solo, realquilado, en Espoz y Mina, y si sus amigos —sobre todo diplomáticos— le invitaban a sus casas, allá por la Castellana o el barrio de Salamanca, don Ramón encontraba siempre un pretexto honroso para no acudir. Él era del Ateneo. No dejó nunca a nadie el alto honor de pasear por sus salones a los primerizos. La biblioteca era suya. No que fuera lector asiduo, pero sí constante admirador de lomos. No lo pregonaba, pero, en sus adentros, creía que la sola proximidad —por lo menos en su caso— era suficiente para enterarse del contenido de tantas páginas, de cuyo almacenamiento cuidaba con pasión. Repasaba diariamente las listas de las nuevas adquisiciones e iba y venía, orgulloso, ante la vitrina de las mismas. Las solía coger —una a una— manosearlas, y —a veces— echar un vistazo al índice.
—El último libro de…
—La última obra de…
Don Ramón nació orador, y hablaba. Se hacía de rogar, poco, pero hablaba: mucho. Generalmente con éxito, porque recurría a las descripciones líricas del campo. Los atardeceres le habían salvado de muchos compromisos.
—Vuelvo ahora del campo… La luz azul del Guadarrama… La pureza… La grandiosidad… Lo castellano y Velázquez. Lo castellano y el Greco. La madre ubérrima…
El arte desde luego, pero también la historia, toda la de Roma, y de ahí Capitolios y Rocas Tarpeyas, Gracos y Sénecas, Nerones y Caracallas, Saguntos y Cartagos. Todo bien revuelto y servido caliente.
Evidentemente se hacía líos, y aún no sabía salirse de ellos, pero no importaba. Firme puntal de todas las sociedades de acercamiento guatemalteco-español, venezolano-español, chileno-español, nicaragüense-español, etc. Y aun de dos, cuando a más de la oficial subsistía la del régimen derrocado, don Ramón B. de las Céspedes no se escapaba de su discursillo semanal.
Lo de poeta se suponía. Libro suyo nadie vio nunca ninguno. Bastábale su fama de orador frondoso y lírico. Y alguna que otra referencia a «sus pecados de juventud».
Era soltero y jamás se le conoció mujer, legítima o no. Lo que era una ventaja para sus anfitriones, que eran legión. De otras aficiones algo se habló en tiempos pasados. Pero era discreto y hombre económico, nunca le pidió prestado un duro a nadie, y eso que hubo largas temporadas —sobre todo el año 17 al 24— en que la estabilidad del Gobierno de su país —para mal suyo en manos enemigas— le privó de todo apoyo oficial. Dedicose entonces a traducir, y de aquellos años son algunos libros donde se lee: «Traducción directa del francés por don R. B. de las C. y A.». Y en las que se pueden pescar algunas de las más graciosas equivocaciones que pueden darse, como aquella de traducir Bonne et hereuse por «criada feliz».
Con la rebelión militar, don Ramón Baladrán de las Céspedes vio bajar el maná del cielo. De pronto se acordó de su ciudadanía americana, protegió la casa de su anfitriona —tan carca como fea, y no era poco decir— con una carta de su embajador, bien pegada a la puerta. Y se dedicó al dulce deporte de servir de correo a los miles de refugiados que la República consentía en Legaciones y Consulados y sus múltiples anexos.
De pronto se vio rico. No es de extrañar que la proximidad de las fuerzas facciosas le pusiera del peor humor, que sólo trataba de encubrir en esos curiosos hoteles de nuevo cuño. Por la calle, en el Ateneo, daba rienda suelta a su tristeza:
—¿Qué hace el Gobierno? ¿Por qué no los detienen?
Los contertulios se hacían cruces del tan súbito apego al régimen de un radical lerrouxista.
—Todavía hay gentes decentes —comentaban.
En cambio, los albergados bailaban de contento, echaban las campanas a vuelo, al par de las radios fascistas, jacareando; y todo era voces, gloria y guirigay —menos los que, en mal de mando y puerto próximo, adoptaban ciertas posturas graves—. Acogían con grandes extremos al cabezón, haciéndole preguntas acerca del pavor de sus enemigos. No les preocupaban los bombardeos, sabiendo que sus refugios estaban perfectamente localizados por los fascistas.
—¿Por qué no han entrado hoy?
—Habrán querido descansar unas horas. Tengan en cuenta que de Oropesa a Madrid el camino es largo. Y querrán entrar bien afeitados y limpios. Hacer buena impresión. En Alcorcón están ya reunidas las autoridades que se harán cargo de la administración de la capital.
—¿Cree que harán mucha resistencia?
—¿Con qué? Si no pudieron defender Toledo, que tiene otras condiciones que Madrid, ¿qué se puede esperar? Tal vez combatan unas horas en los Carabancheles, en el puente de Segovia, en la carretera de la Coruña, y nada más. No tienen armas ni municiones. Esperaban que la victoria les cayera del cielo y, de pronto, en ocho días se han dado cuenta de que están perdidos. Tenían que haberse dado una vuelta, como yo, por el Ministerio de la Guerra, o la Dirección General de Seguridad. No tienen idea del desconcierto que hay por allí. Escapan como conejos hacia Valencia. La que anda y va y chilla horrores contra todos es Margarita Nelken, hecha una furia, lo que aumenta la confusión de todos. Si pudieran la machacarían.
—Se escapará a última hora.
—Si la dejan.
—Pero, por lo menos, ésa está aquí.
—Y de los bombardeos, ¿qué?
—Pues mire, en eso creo que estamos equivocados. No se amilanan. Al contrario, parece que les da más rabia. En vez de esconderse, reniegan y nos insultan.
—Déjelos. Que vayan aprendiendo con quién se las tienen que ver.
Están en sus glorias. Algunos se atreven a salir a la calle, sin corbata, desde luego, pero con pistola. Se ven repuestos, y ya escogen sus víctimas:
—Ese no se me escapa.
Detuvieron al ínclito prócer al volver a su casa. Protestó con grandes voces:
—¿A mí? Estáis equivocados. ¿Sabéis quién soy?
—¡Hombre! Usted mismo nos lo acaba de confirmar.
—Pregunten, pregunten. Todo el Gobierno, todos los ministros responderán por mí.
—Y usted por ellos, ¿no? Porque lo que es en Madrid, a lo que dicen, no queda uno…
—No es posible.
Armó tal barullo en el Círculo de Bellas Artes, donde le llevaron, que Sigfrido Millán, un cenetista de malas pulgas y poca paciencia ordenó que se lo llevaran inmediatamente. La denuncia no ofrecía dudas. Cuando don Ramón B. se dio cuenta de que no tenía remedio, ofreció a sus custodios el dinero que había acumulado los últimos meses.
—¿Dónde lo tienes?
—¿En billetes?
—Dólares y libras.
—Está bien.
—¿Vamos?
—¿Para qué? Ya lo encontraremos. No te preocupes.
Sigfrido Millán no había obrado a la ligera; por un ventanillo, antes que lo sacaran, se lo había mostrado a doña Blanca.
—¿Es éste?
—El mismo.
Y doña Blanca Pérez de Orvando, de luto, los ojos hinchados de tanta lágrima derramada, con un tupido velo de viuda reciente en la cabeza, fuese para su casa, tras dar las gracias al justiciero.
—¿Gracias? —preguntó éste, receloso—. ¿De qué?
La señorona no apreció el distingo, ni oyó el comentario asqueado de Sigfrido:
—No dejaba uno…
—¿La detenemos?
—No; déjala. Al fin y al cabo ha prestado un servicio.
La cosa había sucedido así: don Antonio Orvando Villacrosa, banquero —de los Villacrosa de Sabadell, de los Orvando de Oviedo— fue detenido en los últimos días de octubre. Razones no faltaban. Bien lo sabía el señor de las Céspedes, a quien doña Blanca buscó inmediatamente. El prócer americano tenía relaciones financieras y mercantiles muy seguidas con el interfecto que, por medios que dominaba, enviaba al extranjero las cantidades, que mediante espléndidas comisiones, confiaban los asilados en las embajadas a don Ramón B. Este prometió hacer rápidamente las gestiones necesarias para conseguir la libertad del marido. Le convenía por muchas razones de peso. Pudo localizarlo, y le aseguraron que el acaudalado hombre de negocios sería pronto puesto en libertad. Así se lo hizo saber a doña Blanca. Pero ésta no las tenía todas consigo, y menos teniendo en cuenta que el señor de las Céspedes le era antipático. Son cosas que no se razonan. Pasaron cuatro, cinco días. Se desvivía la digna esposa —que lo era en cuanto a su afecto por el banquero, que la había sacado de una posición difícil a la muerte de su padre, militar oscuro y bebedor consuetudinario, y había legalizado hacía poco la situación no muy digna que les ligaba desde años atrás—. La inquietud la llevó a la Dirección General de Seguridad, y a un despacho donde se alineaban varias cajas con fotografías de muertos no identificados. El espectáculo no era agradable: quién se desmayaba al reconocer el buscado, quién no daba con nada, y se lamentaba de tener que volver al día siguiente.
—Si yo se lo decía, señor, si yo se lo decía. ¿Quién te manda a ti meterte en eso? Y luego, ni te lo agradecerán. Si no se hubiesen sublevado estarías tan tranquilo. ¿Quién se lo mandaba, quién?
Había ojos secos, cargados de odio. Silencios, horribles. Labios mordidos. Doña Blanca creyó reconocer a su hombre, apuntó el número, sin aspavientos, y se fue al depósito. Entregó su ficha pero, tras una hora de espera, le dijeron que ya se habían llevado ese cadáver.
Denunció a don Ramón Baladrán de las Céspedes. Ahora volvía haciendo planes, hacia su casa, en el barrio de Salamanca. Se iría a vivir con su hermana, en Barcelona, aunque no le hiciera gracia su cuñado, hombre de menos, encargado de un almacén de productos farmacéuticos.
Vivía en Príncipe de Vergara, casi en el cruce con Ramón de la Cruz. Subió, cansada, al tercer piso, que el ascensor no funcionaba, y dio de nariz con su esposo, al que acababan de poner en libertad. Había estado todos esos días en un Ateneo Libertario, donde lo pasó bastante bien, gracias a que era vegetariano; el responsable principal también lo era, y congeniaron; tal virtud gastronómica tuvo mucho que ver con su actual condición de ser vivo, aunque tal vez hubiese que echar en saco roto la intervención de don Ramón B. Doña Blanca no tuvo valor para decirle a su marido de dónde venía. Ante todo estaba su tranquilidad.
A don Ramón B. no le reclamó nadie.
(Cuartero y Templado por Concepción Jerónima).
—¿Tú qué crees? ¿Vamos a ganar?
—Naturalmente. ¿Qué, tú no?
—No lo sé.
—Te aseguro que yo no me planteo siquiera el problema.
—¿Eres tonto?
—Es que no se me ocurre. Estoy dentro. Lo de los rebeldes no es mío, está más allá de mis alcances. Como si sucediera en Marte o en Saturno, o más lejos. No tengo nada de común con ellos.
—¿Y si ganan?
—¡Qué han de ganar, hombre, qué han de ganar! No puede ser.
—Pero ¿no aceptas esa posibilidad aun como hipótesis?
—No.
Siguieron andando, en silencio; a lo lejos se oía el cañoneo.
—Tenemos un Gobierno en Madrid, una junta delegada en Levante, un Gobierno aquí, otro en Cataluña, otro en Vizcaya, otro en Aragón… y otro en Burgos.
—Las Españas…
—Los comunistas por su lado, Caballero por otro, la CNT.
—Las taifas.
—Y a ti, ¿no te parece mal?
—Desde cierto punto de vista, no.
—Ya sabes cómo acaban siempre esas cosas en todas partes.
—Sí. Un Rey Católico…
—O Lenin.
—¿Quién nos quita el impulso?
—Eres un insensato.
—Sí. Mejor dicho, somos muchos insensatos. ¿Y qué? ¿Somos o no somos? ¿Existimos o no? ¿No soy tan de carne y hueso como tú? ¿Por qué no hemos de salirnos algún día con la nuestra? ¿Qué no dura? ¿Qué dura? ¿Los Reyes Católicos? Si de verdad quieres examinar la historia de España, ¿crees tú que los reinos de Taifas no tuvieron, no tienen hoy, tanta importancia en la existencia española como Fernando e Isabel? Lo que sucede es que la gente se fija más fácilmente, los incautos, en lo cerrado, en lo único —de ahí el éxito de las tiendas esas de todo a cero noventa y cinco—. Pero la vida no es tan sencilla. Eso de la unión está muy bonito, suena bien: pacto de unión UGT-CNT. La unión hace la fuerza. Es posible, no lo niego. Pero todavía no he visto unirse los alcornoques y los perales, pongamos por caso. Si le quitas la diversidad a la vida, y se puede en aras a la disciplina, ¿qué quedará? Un enorme cuartel. Si a ti te apetece, a mí no. En el fondo esa es la razón por la que estoy en contra de los militares. Y como yo, diciéndolo o no, muchos. Tú el primero.
—Tonterías.
—En buena hora… ¿Crees resistible un mundo donde no las hubiera? ¿Dónde todos no hiciéramos más que lo que debiéramos de hacer? Para eso se declararía uno monoteísta, católico —como tú— o comunista.
—Adiós, maniqueo.
—No: dos principios son pocos. A mí me gusta el mundo como es: diverso e intransferible. Lleno de sorpresas e hijo del azar.
—¡Si ganan los rebeldes será por casualidad!
—Tal vez sí, tal vez no. Si Franco no hubiera atravesado el estrecho y desembarcado sus primeras fuerzas en Algeciras, ¡quién sabe lo que hubiese pasado! Si el «Alcalá Galiano» hubiese hundido entonces al «Dato»… cuestión de un cañonazo, quizás las cosas hubieran variado de todo en todo.
—¿Crees que estamos a la disposición irracional de la Divina Providencia? Entonces, ¿qué somos? ¿Unos miserables insectos? ¿Para qué defendernos, pelear?
—Eso es lo que me he preguntado muchas veces.
—¿Con qué resultado?
—¿No me ves aquí, valentón?
La noche lo envolvía todo, sin dejar resquicio. Vicente sentía correr las lágrimas por sus mejillas. No pensaba que nunca, en su vida, había llorado y que, en unas horas, era la segunda vez que le sucedía. Asunción, a su lado, callaba. Estaban en el patio, apoyados contra la pared del palacio que albergaba la Alianza de Intelectuales. Llegaban, apagadas, lejanísimas, las voces de una discusión. No se veía nada; la calle, unos pasos más allá, solitaria. La noche de la ciudad parecía de campo. Todo era nada: ni luces, ni ruidos. Aguzando el oído: el viento por los árboles de la Castellana.
—Quiero hablar contigo.
Asunción, los ojos garzos enormes, la voz más grave que de costumbre.
—Salgamos.
Y se habían apoyado en la pared. Vicente había intentado besarla.
—No, Vicente. No.
La había dejado, y pasaron unos segundos. El muchacho no tenía la menor idea de lo que le iba a decir, sorprendido por la súbita gravedad del tono. Lo soltó de una vez:
—Un día fui a ver a Santiago. Estaba solo en su casa. No sé lo que me pasó. Pero fue.
Se le removieron todas las entrañas. Sintió ganas de matarla, de gritar, de machacar y acabar con todo. Pero no se movió e, idiotamente, empezaron a correrle las lágrimas por las mejillas. Luego, sin querer hablar, oyó cómo preguntaba:
—¿Te vas a casar con él?
¿Por qué empleaba el futuro? ¿Qué escondido afán de perdonar, cuando no quería? ¿Qué oscura y sucia esperanza?
—No. No hemos vuelto a hablarnos.
¡Qué idiotez! ¡Qué mundo! Vicente piensa en las ruinas de la guerra, ve una casa desecha, una pared trozada como toda supervivencia, no se acuerda del nombre del pueblo, camino de Toledo a Aranjuez. No quedaba nada, nada más que aquel trozo de pared, sucio de polvo, y el derrumbe, y aquella vieja. Una vieja negra, con el pañuelo negro sobre la cabeza. Inmóvil, maldiciendo, levantando el puño sarmentoso hacia los cielos donde se alejaban pausadamente tres aviones de bombardeo, brillando al sol de la tarde.
Asunción se ha quedado vacía, hueca, como cáscara tirada.
Hay un silencio imposible de romper.
La puerta de la calle se abre, chirriando. Entra Enrique Díez-Canedo, con su cámara a cuestas. Casi tropieza con ellos.
—Hola.
—Hola.
—¿De dónde vienes?
—De Carabanchel.
—¿Y ellos?
—Delante de Alcorcón. ¿Hay alguien en el cuarto oscuro?
—No sé.
—Tengo que revelar en seguida lo que he tomado.
El fotógrafo entra en la casa.
Carabanchel. Pero no pasarán. Vicente, sorprendido, se da cuenta de que su pesimismo anterior no vuelve a hacer presa de él, a pesar de que no podía soñar ahogarse en fosa más honda. Porque se está ahogando. De lágrimas y de pesar. Siente subir, de su vientre a su garganta, la espantosa imagen que no quiere ver. Siente los brazos de Santiago Peñafiel tras la cintura de Asunción, siente cómo la abraza. Y aprieta los puños como un niño, vencido. Se dejaría caer en tierra. Sollozaría. Y cogería a Asunción y la molería a palos, a palos, a palos, hasta no dejar nada. ¿Cómo fue? ¿Cómo pudo ser? ¿Qué la empujó?
Asunción no sabe qué hacer. Besaría a Vicente, lo besaría lentamente hasta más no poder, y pasaría su mano por su pelo revuelto. Pero no pudo moverse, ni hablar. Y la noche se extiende delante: interminable. Ambos darían parte de su vida para que algo les sacara de su entorpecimiento, para que surgiese un suceso inesperado y les presentara las asas de cualquier agarradero. Pero nada: ni un ruido, ni una luz. Y no se atreven a entrar en la casa, porque no saben qué cara tienen, ni lo que hay escrito, indeleblemente, en sus facciones.
(Cuartero y Templado, llegando a la calle de Toledo).
—No insistas. De escoger una religión no puede caber duda.
—Estamos de acuerdo.
—No. No estamos de acuerdo: yo me haría mahometano.
—¡Hombre! ¿Por qué?
—¿No te has dado cuenta de la que se quitan de encima? No son responsables de nada. Todo está escrito y resuelto de antemano. Y si te portas bien con tus varias mucamas, entonces vas al paraíso —entrando por la derecha— y te esperan, vestidas a la moda de hoy, las más hermosas doncellas. ¿Qué me ofreces tú en cambio? Castidad y música celestial. Además la prueba está hecha: no podéis con la competencia. ¿Por qué inventarían los judíos el pecado original? Así les ha ido, y bien empleado les está.
—Eres un hereje.
—¿Hereje? ¿De qué? ¿De quién? ¿Quién no es hereje? Lo es el católico para el protestante, el ortodoxo para el judío, el judío para el católico. El anabaptista para el mormón, y viceversa. Créeme: el hombre será esto o lo otro, pero hereje, —hereje lo es siempre. El secreto está ahí: en comprenderlo. ¡Herejes de todos los mundos, uníos! Y como no es posible porque el intríngulis de la herejía es que siempre hay alguien que quiere acabar con ella, yo me quedo al margen, y veo.
—¿Qué ves?
—Lo mismo que tú: la noche.
Se pararon un momento a sentirla. Templado siguió hablando:
—No te das cuenta de lo estrecho de tu visión. ¿Qué ve el hombre? Una parte de lo existente. Hay colores que no percibe, tamaños que le son prohibidos por lo elemental de los sentidos. Basándose en ellos dices que la ciencia es incapaz de demostrar el origen de la vida. Acepto. Pero ¿me vas a negar que es probable que en este inmenso mundo que no podemos ver, sea posible descubrir —como cosa natural— el origen de la energía? La biología se considera incapaz, las matemáticas no bastan, el estudio del cálculo de probabilidades no logra dar con la posibilidad del origen; en vista de eso recurrís, como niños, a Dios. Así se arregla todo. Eso de que estamos hechos a su imagen y semejanza… sería demasiado fácil. Si hubiese Dios —esa anticasualidad—, ¿por qué los peces, y tú y yo, segregamos esa enormidad de huevos? Bastaría con uno.
En el Ministerio, el general Miaja, frente a un mapa, es interrogado por su jefe de Estado Mayor:
—¿Por qué no han entrado hoy?
—Por miedo. Han tenido miedo. Supongo que creen que tenemos más gente. Y han querido hacer las cosas en regla. Y ahora se acabó: no entrarán. No me mire usted así: no entrarán.
Al llegar Cuartero y Templado a la calle de Toledo la noche dio un vuelco. Súbitamente era otra cosa. Por el cauce venía un río, a redopelo, cuesta arriba. En la pesada oscuridad una retahíla de carros, animales y hombres ascendían, penosamente, hacia el centro de la ciudad. Refugiados, huidos. Algún «Arre», algún «Cuidiao», algún «¡Luis!», «¡Rafael!». «¡Niño!», algún «Vamos», espaciados. Subían del miedo hacia lo desconocido, sin otra luz que la noche, y la de algún farol colgado bajo la armazón de uno que otro carro, haciendo nacer sombras movedizas: los lentos rayos se sucedían, tendidos por el suelo, y subían por las paredes como rueda de la fortuna. Almas en pena, condenados. Paulino Cuartero piensa en Goya. Se detienen. Se les acerca un hombre de estatura media y tez oscura.
—Con el perdón, ¿dónde reparten los fusiles?
—No sé —le contesta Templado—. ¿A qué Organización perteneces?
—A denguna.
—¿A qué Partido?
—A denguno.
—¿Qué eres?
—Labrador —rectificó—: Campesino.
Le indicaron cómo podía llegar a la Casa del Pueblo. Dio las gracias, y ya se iba cuando Cuartero inquirió:
—Oiga, compañero. ¿Por qué quiere un fusil?
El hombre le miró. A la luz de la cerilla que encendía Cuartero para prender un cigarro se le vieron claros sus cincuenta años y los ojos azules.
—Pa defender mi tierra.
—¿Se la quitaron?
—¿A mí? No tenía, me la dieron.
Cuartero apagó la cerilla y el hombre siguió adelante. Tuvieron que esperar un claro en la retahíla miserable para poder seguir.
—Sólo quisiera ser Dios —dijo Templado— para hacer llegar al convencimiento de los que luchan aquí, de este lado, que van a perder. ¿Cuántos quedarían? Casi todos; y hacer la prueba del otro lado: ¿cuántos quedarían? Casi ninguno.
—Así es.
Sonó el teléfono y Rivadavia se puso al aparato. Era García Oliver.
—El Gobierno sale esta noche. Largo Caballero ya está camino de Valencia. Tengo un sitio para ti. Vente a las dos, al Ministerio.
—¿Esta noche?
—Sí.
—¿Tan mal está la cosa?
—Según Asensio, sí. Mola entrará dentro de dos o tres días. No digas una palabra a nadie.
—Pero ¿cómo es posible?
—¡Qué quieres! Ni yo mismo lo sé. Les ha entrado el pánico a los regulares. Y al copo. Abandonamos posiciones muchas horas antes de que aparezca el enemigo.
Se enfrentó con lo que no quería. Con lo que había venido rehuyendo desde hacía meses. Con lo que él mismo llamaba su insensatez, y que, en el fondo, sabía que no era tal, convencido de que, a última hora, siempre saldría con bien. No carecía de amigos de derecha —la marquesa de Miraflores, entre ellos, que le telefoneaba con frecuencia desde la embajada de Panamá, dándole prisas para que arreglara su ido a Francia; pero él jugaba a la indiferencia—. Toda su vida se había dejado guiar por la línea de menor resistencia. Pero, ahora… ¡Los rebeldes en Madrid! ¿Qué le podría pasar? Lo detendrían, lo fusilarían, «José Rivadavia fusilado». No dejaba, en cierto modo, de agradarte la perspectiva. «Han fusilado a José Rivadavia». Era una muerte no muy agradable, como toda su vida: inútil. Nunca supo para qué había nacido, dejar el mundo no le importaba gran cosa. Vivía por inercia, y creía que todo marchaba también por inercia. Liberal, porque era lo que costaba menos trabajo.
—¿No hay remedio?
—Dicen que sí: que será más fácil recuperar Madrid que defenderlo.
Pensó, por un momento, pasar por el juzgado a recoger algunos papeles, pero supuso que llamaría la atención y lo dejó estar. Hacía dos meses que le habían nombrado juez especial y no tuvo más remedio que aceptar. La sublevación le había cogido en Madrid, de vacaciones, que su puesto estaba en Santiago.
Se sentía más desalentado que de costumbre. Nunca quiso medrar, ni le interesaba la vida más que como espectáculo en el que no tomaba parte. Le dolía la victoria de los militares. Curioso de la historia, no se le ocultaba la desgracia que ese suceso representaba para su patria, su único entusiasmo, callado pero fervoroso.
«Huir. Es extraño: yo, a quien lo mismo da». No. No le daba lo mismo. Rivadavia se contemplaba a sí mismo, con cierta estupefacción. No, no le da lo mismo. Poner los pies en polvorosa porque se acercan los fascistas… Porque le molesta que le manden. No tiene nada que hacer, pero le disgusta que le señalen un camino, mucho más que le indiquen lo que tiene que hacer. Comprende que ese sentimiento sea de hombres, ¡pero él! Y, sin embargo, ahí está, de bulto, ese oscuro sentir. Tomar las de Villadiego. El Gobierno huye. Es una vergüenza. Si todo está perdido, que se queden a morir. Eso tendría sentido. No se irá. Que pase lo que tenga que pasar. ¿Para qué irse a Valencia, y luego sabe Dios dónde? No. Sin embargo, sería idiota no aprovechar la coyuntura que le ofrecen. Quedan todavía dos horas por delante. Ya veremos. No hay nada peor que tomar decisiones, envenenan la vida.
A las dos estaba en el Ministerio. García Oliver le esperaba. Salieron inmediatamente. Tan pronto como cruzaron Tarancón llegó allí la orden de no dejar pasar a ningún ministro anarquista. La FAI había dispuesto que no salieran de Madrid. La noticia llegó tarde, sólo detuvieron al ministro de Estado, que era socialista. Los otros, menos Federica Montseny, que se quedó en Madrid, ya estaban en Valencia.
(Templado y Cuartero en la Plaza de la Cebada).
—No hay más espíritu que la imaginación, hasta donde llega la imaginación llega el espíritu, más allá no.
—Y el hombre es la fuente de su propia ruina. La naturaleza es la única que no se arruina, porque no progresa. Cambia, si quieres.
—¿Y qué es lo que quieres tú?
—Que cada uno tenga conciencia de sí mismo. El que sabe por qué obra, es libre. Toda otra libertad es devaneo. Las matemáticas llevan en sí el precepto de la libertad. El mundo —asegura Cuartero— lo dirigen las pasiones y no los intereses. Los intereses son los aledaños de las cosas pequeñas, lo inmediato. Os dejáis cegar por los árboles, no veis el bosque.
—Desde que hay aeroplanos esta imagen es falsa. Se ven árboles y bosque al mismo tiempo.
En la plaza de la Cebada encontraron un figón abierto. Entraron a beber una botella de vino, y a seguir hablando, Templado había decidido marcharse el día siguiente. ¡Quién sabe cuándo se volverían a ver!
—La caída la dio Dios —y se hizo añicos—. Desde entonces no hay quien lo componga, por mucho que se empeñen unos y otros. ¿Fue un traspiés? ¿Se asomó demasiado? Ve a saber. La cuestión es que dio el batacazo. Miles se han empeñado en recomponerlo, pero como cada quien tiene su tiestito, y siempre hay alguno que no quiere dar el suyo, no hay manera humana de reconstruir decentemente las partes.
—Lo dijo Platón: gracias a la justicia podemos vivir amistosamente.
—Pero como no vivimos amistosamente, sino en guerra, la justicia puede irse a paseo. Y Platón también. Parece mentira que tanto veneno haya podido subsistir tantos años y emponzoñar durante tantos siglos a la humanidad. ¡La justicia como base de la convivencia y de la paz! ¡Qué ganas de hipocretear, cerrar los ojos y masturbarse en ansia de infinito, de sentir el cielo en la mano! ¿Dónde están la paz, la igualdad, la bondad en las que está basada la justicia, o viceversa? ¡Oh, caticulones! Hijos de Platón, padre de tantos cobardes.
—¿Negarás los héroes?
—Y los mártires de la fe. ¿Y qué? Es fácil morir creyendo en la bondad divina. Prueba a basarte en la nada. En la nada de verdad, en el hombre solo, en el hombre solo, plantado en un montón de escoria, de escoria idealista, y veremos quién es el héroe… Os ciega lo antepasado, seguís confundiendo la justicia con las barbas blancas o con la virtud. Un justo tiene que ser virtuoso, ¿no? Platón: he ahí el enemigo.
—Y no Aristóteles.
—Ese era un cuco. Un hombre sucio, ¿puede ser justo? ¿Por qué un asesino no puede ser justo? En Grecia no hubo críticos de arte, confundían justicia con la ecuanimidad. La justicia y su doña Ley.
—Si tuvieses razón, esa razón eterna, el mundo debiera hundirse.
—Si Dios existe, no hay ley que valga. Vivimos pendientes de su capricho. Sería el anarquista tipo. Y si no, ahí están los milagros. ¿Te das cuenta de lo que es un milagro? La subversión de todo lo establecido. Si Dios existe nada impide que, cuando le dé la real gana, los cuerpos dejen de pesar, los elefantes vuelen y que las hormigas se traguen los museos. Si fuera así, ¿qué caracoles estamos haciendo aquí?
Sonó, ¿viniendo de dónde?, desde la llanura el pito estridente y lejano de una locomotora.
—Hay momentos en los cuales, por ejemplo, cuando en la noche absolutamente silenciosa se oye el mugir lamentable del tren, se cree que se va a alcanzar la comprensión de la vida, el por qué; en los cuales se siente uno solevantado por ella, mareado por ella, que va uno a comprender, de una vez, la razón de ser. Pero no: vuelve el silencio y, luego el amanecer.
Le pidieron una segunda botella de vino al dueño de la tasca, que se llama Bienvenido.
Luis Barragán acaricia su fusil, sentado frente a la Estación del Norte.
Le parece absurdo estar de guardia. Le preocupa la compaginación del periódico. Pero no hay remedio, le tocó estar de guardia, en el sorteo que hicieron horas antes, en la sala de máquinas. A él y a Timoteo. Desde anteanoche es el subdirector.
—Al fin y al cabo el hombre lucha contra la casualidad. Todos sus esfuerzos van encaminados —desde que es— a eso. «La casualidad no tiene conciencia ni memoria», dijo no recuerdo ahora quién. Pero el hombre lo es justamente por eso, porque tiene conciencia, y la tiene porque tiene memoria. El hombre tiene precedentes. Es lo único que tiene. Es la única raíz de su grandeza. Se mantiene sobre sí mismo, todo decanta en él. La fidelidad…, tú quieres a tu perro porque te reconoce. No tenemos más agarradero que la historia. Todos los que quieran basar su concepto del mundo en otra cosa son unos sombríos imbéciles. No respeto a Dios, sí a la Iglesia. Si no fuera por la casualidad el mundo sería muy aburrido.
—Tú habías de ser.
Fumaron en silencio. Hacía frío.
—Mi padre…
—¿Qué le pasa a tu padre?
—No, nada.
Se conocían apenas. Ambos trabajaban en los talleres de «Estampa». La casa editorial estaba a sus espaldas. El cañón se oía de cuando en cuando. La noche estaba clara. Timoteo Gutiérrez era, además, aprendiz de torero. Luis Barragán era bastante más viejo:
—Si la gente no tuviera memoria…
Se echó a reír.
—¿Tú crees que entrarán?
—Si la gente no tuviese memoria, desde luego.
—Tú ganas.
Se les acercó Rolando Garcés.
—¿Hasta qué hora estáis de guardia?
—Hasta las seis.
—¿Quién os releva?
—Dos de La Voz.
—¿Pondal y Mustieles?
—Sí.
—Han herido a los dos.
—¿Grave?
—No sé.
La mujer de Barragán trajo café caliente. Se lo tomaron en silencio. Se oyeron unos tiros. La mujer echó dos o tres palabrotas. Su marido la miró con extrañeza.
—Vete para casa.
—No me da la gana.
Podría tener como cincuenta años. Flaca y desmedrada. La ropa negra. Barragán la miró, desconcertado.
Pensó que la guerra era una cosa extraña, aquella mosca muerta que nunca se había atrevido a levantarle la voz… Dudó si ponerse serio. Pero pensó que no serviría para maldita la cosa. Se recostó en el parapeto para ver si alcanzaba a divisar algo. Se adivinaban algunas luces, aquí y allá, por la llamada. Pensó que por qué no cañoneábamos aquello. En Madrid no iban a entrar, allí estaba él. Nunca se le ha ocurrido que le podían matar. Tenía fe en lo que había predicho una gitana, hacía más de treinta años en una verbena. Además tenía la línea de la vida muy larga, alrededor de ambos pulgares. Corrector de pruebas y, como la mayoría de ellos, muy leído. De todo.
Aquella era su segunda mujer. ¡Si llega a ser la primera! Aquella sí que era una hembra y no ésa esmirriada. Además, de verdad, ¿le importaba morir? Lo único que le molestaría es que le mataran los rebeldes. ¿Quién les mandaba meterse en lo que no importaba? Cuando se ponía a pensar en ellos se salía de sus casillas. ¡Hijos de la madre que los parió! ¿Es que nunca se iba a poder hacer nada decente en España sin que se mezclaran los militares y los curas? Lo que no acababa de entender —por muchas vueltas que le diese— era aquello de Francia. Todavía Inglaterra, con sus conservadores. ¡Pero Blum! Estaba seguro que, a la hora menos pensada, llegarían a Madrid centenares de aviones y trenes de artillería conducidos por franceses disfrazados de lo que fuera.
—Agáchate, que te van a dar.
—¿A mí?
De todas maneras se sentó de nuevo.
—¿Qué sabes de Luis? —preguntó a su oído.
—Nada.
—¿Dónde está? —se interesó Gutiérrez.
—En Arganda.
Todos, aquí y allá. Luis era el hermano de su mujer. Un gandul que había hecho de todo con tal de no trabajar: hasta de banderillero por los pueblos, de eso le conocía Timoteo Gutiérrez.
—Oye, tú, ¿saldrá el periódico? —preguntó la mujer.
—¡No ha de salir! El nuestro y todos. Como sea.
Todos los linotipos de Madrid trabajan, todas las rotativas. Los jefes de redacción eran nuevos, por lo general. Los de planta, bien enterados, habían puesto pies en polvorosa, siguiendo al Gobierno. Los redactores que quedaron no se hicieron de rogar, y se sentaron en las poltronas vacías.
La taberna de Bienvenido es un figón cualquiera, con seis mesas de madera, un mostrador al fondo tras el que medio luce un espejo donde, en tiempos pasados, se escribía con albayalde el plato del día —que no solía variar más que los domingos en que se podía comer pájaros fritos—. La especialidad eran los caracoles. Pero ahora, por primera vez desde hacía muchos años, no había caracoles. Los traían de Boadilla unos familiares del patrón. Ahora no quedaba nadie en Boadilla.
—Ni los caracoles —dice Bienvenido.
Entró Jesús Herrera con Hope y Gorov. Herrera iba ahora de uniforme. Capitán que era. Saludó a Cuartero y hubo presentaciones; querían tomar café antes de bajar al frente.
Cuartero, que conocía bien la taberna —vivía a la vuelta—, les recomendó los huevos fritos con patatas fritas. Se dejaron tentar.
—La gente cree que eso de los huevos fritos no tiene su intríngulis. Van aviados. Lo mismo que las patatas. Todo tiene su punto en la vida, y más en la cocina, pero nada tan difícil como eso que parece tan sencillo. Los blancos tienen que freírse y dorarse como cuscurro, que las yemas queden blandas bajo una ligera capa blanca, que los bordes tengan ya un aspecto de escultura barroca.
—Churrigueresca —precisó Templado.
—Con las patatas sucede otro tanto: mollar por dentro y ya a punto de pasar del dorado al siena en sus extremos…
A la escasa luz Gorov parecía todavía más cuadrado: la cabeza, los hombros, la caja del pecho, las manos, todo cuadrado. No sobresalía nada. Unos ojos azules, pequeños, penetrantes, maliciosos. Una gran fuerza muscular, el pelo al rape y la sonrisa cerrada de su larga boca. Hablaba bien el español. Vivía en el «Palace», y en estrecho contacto con la misión soviética. Fumaba mucho y no bebía menos, pero nunca se le vio más alegre de lo que era naturalmente. Pegaba unos manotazos en las espaldas de sus amigos que dejaban señal. Había hecho muy buenas migas con Herrera. A Hope y Gorov les entusiasmaron las patatas, los huevos fritos y el Valdepeñas que sacó Bienvenido. A lo que decía el escritor ruso, de oficio era panadero, luego estuvo en la universidad y se aficionó a la mecánica y en el ejército de su país —no decía cuál— había pasado a ser oficial de tanques.
—Estos dos son intelectuales —le dijo Herrera, refiriéndose a Templado y a Cuartero.
—Eso no le hace daño a nadie…
El optimismo de Gorov llevó la conversación hacia la paz y lo que sería España una vez vencidos los fascistas.
Fajardo se dejó llevar de la lengua y habló mal de los norteamericanos, sin saber que Hope lo era.
—Pues nosotros —dijo Gorov— desearíamos tener muchas cosas que ellos tienen. Despreciar es muy fácil. Pero en cuanto a higiene, seguro social, alimentación, son una cosa sería. Ustedes los españoles tienen fácilmente en menos el término medio. Eso de los extremos está pasando a la historia. Es la gran victoria de la burguesía que nos toca recoger.
Hope sonreía.
—La calidad, —empezó a decir Templado.
—La calidad, ¿para quién? —cortó Gorov—. ¿Para las minorías selectas? No, compañero. La calidad ya vendrá después, si viene. Se puede sacrificar en pro de un mundo nuevo, de un hombre medio nuevo, del hombre en general. Las exquisiteces tuvieron su tiempo. Ahora los inteligentes tendrán que servir a los demás. Importa lo que sirve.
—Pero la civilización marcha gracias a sus adelantos.
—La ciencia desde luego, porque en la ciencia no se inventa nada, se aprovecha lo conocido y sobre eso se construye. Importa lo bueno más que lo bello. Además lo hermoso siempre salió de lo que servía.
—El imperio de la mediocridad —arguyó Templado por lo bajo.
Gorov se le enfrentó, sonriendo; mientras Hope no hacía sino trasegar Valdepeñas.
—¿Por qué no, camarada, si a esa mediocridad no había llegado todavía el proletariado? Y además tendríamos que ponernos de acuerdo acerca de eso de la mediocridad. A vosotros os suena mal, de la misma manera que a los románticos les fastidiaba la palabra burgués. Y los sirvieron.
—Porque lo eran, —dice Hope.
—Pero protestaban.
—¿De qué les sirvió?
—Por ahí andan algunas obras que no están del todo mal.
—Vamos a entendernos. Puchkin, sí; Dostoievski, no. Vosotros los españoles decís Dostoievski, como si no hubiese otra cosa. Igual que tenéis en tanto a los místicos y, tal vez, no le dais a Cervantes el lugar que le corresponde. A nosotros lo que nos interesa es elevar el standard, así en norteamericano, el standard de vida de la mayoría. Los extremos sirven para muy poco, camarada. Eso de los escogidos es un cuento. Lo que cuenta son los más. Y lo que importa es que vivan lo mejor posible. La vanguardia de un ejército es cosa importante, pero al lado del ejército en sí, del grueso del ejército, ¿qué es? Y los intelectuales —tan pagados de fachada— llegan a creer —y se molestan y hacen dengues— si los demás no creen, como ellos, que la vanguardia lo es todo.
Hope bebía y miraba su reloj, fastidiado. Llamó a Bienvenido y le encargó que enviara doce botellas del mismo caldo al hotel Florida.
—¿Vamos?
—Todavía tenemos una hora por delante.
—¿Dónde van?
—A Carabanchel. Y pensar —dijo el norteamericano, grande, gordo, rojo— que lo tenía todo preparado para pasar el invierno en las Hawai…
Pero tú podías escoger, dijo Herrera.
—Podemos escoger ser cierta clase de hombres, pero no hombre, eso nos lo dan hecho en ciertas condiciones que no está en nuestra mano preferir.
—Todo llegará —dice Gorov.
—Todo es demasiado. ¿Eres lo que eres porque quieres? ¿Escogiste tu cara, tu voz, tu inteligencia? No. Te lo dieron. Y ahora me vas a decir que escoges. Obedeces, y gracias.
—¿A quién? ¿A qué?
—¡A la puñetera casualidad! ¿Si tu padre se hubiese casado con mi madre?
—Pero admitida esa casualidad, ¿vas a negarme que puedo escoger?
—¿Escoger, qué? Al lado de lo que te obligan a aceptar, ¿qué cuenta?
—Estaba claro que no era la cordialidad el signo que reunía a Hope con Gorov.
—Ya hablaremos de eso otro día. Patrón, ¿cuánto se debe?
Cuartero no le dejó pagar.
Clareaba al salir de la tasca. Templado se quedó parado, sonriendo. Cuartero, que se había alejado unos pasos con los demás, volvió hacia él.
—¿Qué te pasa a ti ahora?
—Estamos a 7, ¿no?
—Por todo el día.
—Es curioso.
—¿Qué?
—Hace hoy ciento trece años, exactamente, que ahorcaron a Riego. El 7 de noviembre de 1823. Si entran estos hijos… de Fernando VII, será una manera de conmemorarlo.
Añadió en voz más baja:
—Y si no entran, también. ¡Vaya aniversario!
Cuartero se lo dijo a los demás.
—Lo arrastraron en un serón, de la cárcel al cadalso. Había piquetes de caballería francesa en todas partes. Lo descuartizaron. ¿No conocéis el tratado de Verona que llevó Angulema a España? Vale la pena. Parece de hoy.
Gorov se interesaba.
—Si subís un momento a casa, os lo enseño, vale los tres pisos. Además tengo coñac.
—¿De que marca? Preguntó Hope.
—González Byass.
—A falta de pan…
Cuartero vivía en la Puerta de Moros. En una casona fría.
—Oye, tú, ¿no vamos a molestar?
—Tengo la familia fuera.
El despacho de Paulino Cuartero no era un modelo de orden.
—Vais a perdonar.
Sacó el licor, las copas, buscó un libro de pastas verdes. Lo abrió en una página que tenía señalada con un papel y leyó:
TRATADO SECRETO DE VERONA CELEBRADO POR LOS PLENIPOTENCIARIOS DE AUSTRIA, FRANCIA, PRUSIA Y RUSIA, EN 22 DE NOVIEMBRE DE 1822.
Los infrascriptos Plenipotenciarios autorizados especialmente por sus Soberanos para hacer algunas adiciones al tratado de la Santa Alianza, habiendo canjeado antes sus respectivos plenos poderes, han convenido en los artículos siguientes.
Artículo 1.º
Las altas Partes Contratantes plenamente convencidas, de que el sistema del gobierno representativo es tan incompatible con el principio monárquico, como la máxima de la Soberanía del Pueblo es opuesta al principio de derecho divino, se obligan del modo más solemne a emplear todos sus medios, y unir todos sus esfuerzos para destruir el sistema de gobierno representativo de cualquiera Estado de Europa donde exista, y para evitar que se introduzca en los Estados donde no se conoce.
Artículo 2.º
Como no puede ponerse en duda, que la libertad de la Imprenta es el medio más eficaz que emplean los pretendidos defensores de los derechos de las Naciones, para perjudicar a los de los Príncipes, las Altas Partes Contratantes prometen recíprocamente, adoptar todas las medidas para suprimirla, no sólo en sus propios Estados, sino también en todos los demás de Europa.
Artículo 3.º
Estando persuadidos de que los principios religiosos son los que pueden todavía contribuir más poderosamente a conservar las Naciones en el estado de obediencia pasiva que deben a sus Príncipes, las Altas partes Contratantes declaran, que su intención es la de sostener cada una en sus Estados las disposiciones que el Clero por su propio interés esté autorizado a poner en ejecución, para mantener la autoridad de los Príncipes, y todas juntas ofrecen su reconocimiento al Papa, por la parte que ha tomado ya relativamente en este asunto, solicitando su constante cooperación con el fin de avasallar las Naciones.
La voz de Cuartero temblaba.
Artículo 4.º
Como la situación actual de España y Portugal reúne por desgracia todas las circunstancias a que hace referencia este tratado, las Altas Partes Contratantes confiando a la Francia el cargo de destruirlas, le aseguran auxiliarla del modo que menos pueda comprometerlas con sus pueblos, y con el pueblo francés, por medio de un subsidio de 20 millones de francos anuales cada una, desde el día de la ratificación de este tratado, y por todo el tiempo de la guerra.
Artículo 5.º
Para restablecer en la Península el estado de cosas, que existía antes de la revolución de Cádiz, y asegurar el entero cumplimiento del objeto que expresan las estipulaciones de este tratado, las Altas Partes Contratantes se obligan mutuamente, y hasta que sus fines queden cumplidos, a que se expidan, desechando cualquiera otra idea de utilidad o conveniencia, las órdenes más terminantes a todas las Autoridades de sus Estados, y a todos sus agentes en los otros países, para que se establezca la más perfecta armonía entre los de las cuatro Potencias contratantes, relativamente al objeto de este tratado.
Artículo 6.º
Este tratado deberá renovarse con las alteraciones que pida su objeto, acomodadas a las circunstancias del momento, bien sea de un nuevo Congreso, o en una de las Cortes de las Altas Partes Contratantes, luego que se haya acabado la guerra de España.
Artículo 7.º
El presente será ratificado, y canjeadas las ratificaciones en París en el término de dos meses.
Por el Austria, Metternich.
Por Francia, Chateaubriand.
Por la Prusia, Berestorff.
Por la Rusia, Nesselrode.
Dado en Verona a 22 de noviembre de 1822.
Hubo un silencio.
—¡Hijos de puta!
—¿Qué remedio?
Templado se sulfuró.
—¡Eso es lo que debieran enseñar en las escuelas para que aprendieran lo que son!
—¿Quiénes? —preguntó Gorov—. ¿Crees que es una excepción? Los sistemas políticos prueban su excelencia por la fuerza, y exclusivamente por ella, Todo lo demás son ganas de perder el tiempo. Y si no, ahí tenéis vuestra República del 31. Mejor ejemplo… La única manera de tener razón es acabar con los enemigos. Con todos. El más fuerte… y los demás.
Gorov hizo un gesto despreciativo con la mano, mirando a Hope.
—¿O no? Le preguntó.
Hope, fijo en su vaso, lo apuró de un golpe.
—¿Y cuando no queden enemigos? —dijo el norteamericano—. ¿Qué harás? ¿Pegarte un tiro?
De lo lejos llegó el ruido oscuro del cañoneo. Herrera y los dos periodistas se despidieron.
—Supongo que Riego no pensaba lo mismo, —comentó Cuartero, volviendo al despacho.
—Así le fue.
Salieron al balcón, que dominaba aquella parte de Madrid.
—Mira: allí, los fascistas; aquí, los nuestros. Aquéllos son retrógrados; éstos progresistas. Aquéllos representan un pasado muerto; éstos un futuro vivo. Aquéllos son la mentira y éstos, la verdad.
Templado dejó caer la conversación como si se tratara de un bache, para mejor asegurar el éxito final.
—¿Y sabes quién va a ganar?
Cuartero no le contestó, se contentó con mirarlo.
—El más fuerte. El que pegue primero. Y lo demás son cuentos.
Templado se calló. Era un amanecer feo, bajo, gris, cerrado, hecho de humo y bruma, sin horizonte.
—Parece que se va a acabar el mundo.
—¡La verdad de miles de gentes, el deseo de una vida mejor en manos de un señor como Largo Caballero…! Porque si no atina y ganan los otros y entran hoy o mañana en Madrid, te despides tú, me despido yo, se despiden cientos. Lo cual no tendría gran importancia, pero la ilusión, el empuje de esos miles y miles…
Madrid, quieto, igual a ayer, se teñía de color de ceniza.
—El más fuerte… Y lo demás…
Repitió el gesto de Gorov, echándolo todo por la borda, y se asomó a mirar por la calle.
—Si lo creyeran así estos que bajan ahora hacia el puente de Toledo, ¿crees que seguirían adelante?
—A veces, me pregunto si no creo en la moral de los sentimientos y que ellos sólo me dirigen. Es decir, que Dios se sustenta en mis deseos y que las ideas son sólo mías.
—Si creyera en la moral de los sentimientos no sería comunista —contestó Templado, pensando en Gorov.
—Lo que piensan los hombres de las cosas es más importante que las cosas en sí. No importan los hechos, sino las ideas que los determinan.
—Las ideas nacen de los hechos.
—Esto nos llevaría a remontarnos de las uvas a las parras y para cada idea al Imperio Romano, a Tamerlán o al diluvio. El más fuerte. Es fácil decirlo. Pero ¿quién es el más fuerte? ¿El débil de ayer, la ruina de mañana? ¿Con quién estar? ¿Con el que manda? A eso lleva esa manera de entender el mundo. El más fuerte —para ti— es el que tú crees que tiene razón… Pero «No es ser grande creer el que las piedras y los maderos de los edificios se derrumben, y que los mortales mueran», como dijo San Agustín. ¿Qué quieres? No se puede saber a dónde vamos, ni siquiera a qué venimos. A cada momento hundimos el vacío a codazos y cabezazos. ¿Cómo quieres prevenir? Los hechos no traen aparejados ineluctiblemente los mismos hechos, sino otros. Y no puedes verte sino según las maneras de ser de los otros, que son innumerables. Bordón de ciegos. Escribimos y vivimos en claro para nuestros descendientes siendo cifra para nosotros mismos.
—¿No vas a dormir?
—A intentarlo.
—Me voy, viejo. Hasta más ver.
—Más ver…
Se abrazaron.
—Por fin, ¿te vas a Barcelona?
—Sí.
—Que te vaya bien.
—Templado salió a la calle. El día ya estaba hecho.