Jorge Mustieles
I
Llevaba una pistola al cinto. Sentía cómo le pesaba en la cadera derecha, y no podía creerlo. Deslizó lentamente su mano hacia las cachas, con miedo de que no fuera verdad. Sí, estaba ahí. Iba vestido de mono, y la Revolución era un hecho. El peso del revólver le demostraba que todo era cierto: que había llegado la hora. Caída del cielo: sin que él hubiese hecho nada para que aconteciese. Los militares, la reacción, se habían encargado de darle una vuelta al mundo. Como una tortilla lanzada al aire. (La vieja Ángeles, allí, en el pueblo, frente a un fogón, la sartén por el mango).
Apretó el paso, sacando un poco el pecho: Era un revolucionario, y la Revolución había triunfado. Ahora iba al Comité. Saludó, con la mayor dignidad, puño en alto, al portero del Instituto. No le pareció decoroso cambiar de acera para resguardarse del sol. Se sentía más fuerte, más seguro, más entero. Sin fallas, de una pieza.
(Su padre. Estaba seguro de que su padre iba a causarle trastornos. De pronto deseó que hubiese muerto años atrás, en vez de su madre. Entonces, no tendría problemas. Lo cierto era que el viejo iba a atravesársele —lo sentía en la garganta, como una espina— de eso estaba seguro. Por de pronto iba a obligarle a mostrarse más intransigente, más extremado: para que no dijeran. Le molestaba, con dolor, no, a dolor no llegaba: un estorbo: un zapato estrecho, un forúnculo. Tendría que aparentar estar más seguro de sí, sin dudas, sin vacilaciones, con ese quiste. Como si su padre fuese un barranco que había que ladear por una senda estrecha e insegura. Sin duda, sin vacilaciones: desprendido de su niñez, de su adolescencia. Otro.
Su padre, y toda su familia, tan de derechas, tan católicos, tan de luto, tan seguros, tan respetables, tan callados, tan en penumbra —las cortinas corridas los muebles enfundados, las lámparas protegidas por tarlatanas, la sala silenciosa, los pocos libros bien encuadernados, proscrito el polvo por manos de Vicenta, y Asunción— el señor por aquí, el señor por allá: Don Pedro, Don Segundo, Don Jesús, todos tan serios, sobre todo cuando jugaban al chamelo. Blusa negra, naranjeros de pro. Eso es en casa, en el casino, que fuera, ¿quién sabía?
Jorge se quedó atónito: efectivamente, su padre era una persona seria, pero, viudo hacía años… Las idas y venidas a Valencia: seguramente se correría sus juergas. Se reprochó el pensarlo. Pero algo se le representaba seguro: su padre iba a causarle disgustos. Lo sentía. No había razón de que se lo hiciera suponer. Ni un mal recado. Claro está que él podía abstenerse, quedarse en casa. ¿Quién le metía? Pero ¿qué dirían?
—Ya decía yo…
—De casta le viene al galgo.
—Pueden más los dineros del viejo que las ideas.
—¡Ya decía yo!…
—Mucha boquilla, pero cuando hay que dar el pecho…
—¡Ya decía yo!…
Su padre estaría ahora callado y furioso, sentado en el despacho, allá, en el pueblo, las manos descansando en la madera lucida del sillón frailuno; aquel cuero viejo y sobado, oscuro y brillante. O haciendo sonsonete con la plegadera filipina que trajo el tío Luis. Por lo menos ése había muerto; borracho, pero había muerto).
Jorge Mustieles ha cumplido los veinticinco años hace unos meses. Abogado, y radical socialista. Casi recién casado. Le gustan las novelas de Pío Baroja, los mariscos, el arroz con pescado; pocas cosas más. Discute en el café. Tiene amigos. Hace una vida modesta. Tiene ambiciones que no van mucho más lejos —por ahora— de una concejalía.
(Su padre vive en Puebla Larga. Tiene su dinero, algo así como el cacique de las derechas, y tierras de las buenas buenas. Le parece bien que su hijo se dedique a la política. Y, aunque refunfuña, no le parece mal que pertenezca a un partido de izquierdas. Él también empezó así: de republicano; hace un tercio de siglo, más o menos, cuando lo de Soriano y Blasco Ibáñez. Luego fue desplazándose, sin sentir y sin sentirlo, hacia los liberales; romanonista que fue. Después, sin darse cuenta, se encontró, naturalmente, en las filas de la Derecha Nacional Valenciana, ya destacado en el pueblo. Sucedió a raíz de la muerte de su mujer, hace diez años. Doña Amparo: una señora de su casa que influyó algo, muy poco, en su evolución. Aunque muy laico por aquellos tiempos, don Pedro se había casado por la iglesia —y si no, ¿cómo?—, bautizó a sus hijos, Jorge y Asunción; don Vicente, el cura, era visita de casa.
Las judías verdes de don Pedro Mustieles, eran las más tiernas del pueblo. Renombrados sus tomates, no digamos de sus naranjas «navel»: gloria pura. Se movió mucho y bien, a su manera, para que triunfaran sus candidatos el año 33. Sabía cómo arreglárselas para ganar votos, antes y después de la elección. Los diputados de la provincia le trataban respeto. Él, personalmente, nunca quiso ser nada, ni alcalde siquiera. No le gustaba figurar. Mandar, sí: que se hiciera lo que dispusiera; pero nada más).
A pesar de su decisión, Jorge cruzó la calle y se refugió en la sombra. El local del Partido estaba, todavía a más de doscientos metros y era absurdo achicharrarse. Sol valenciano, plomo veraniego. El asfalto se reblandecía bajo las suelas de los zapatos. Los coches pasaban con sus letrerotes pintarrajedos en blanco: CNT-FAI-UGT-FAI-Médico.
Vocal de la Comisión de Seguridad. Se sentía importante. Nunca había conseguido un sobresaliente en la carrera. Miento, tuvo uno en Derecho Natural. Tampoco lo suspendieron más que en Canónico. Y eso porque un día, sin querer, le pisó el pie al catedrático y las cosas se fueron enredando, y no entró más en clase. Fue el único momento en el que gozó de cierta popularidad, que le llevó de la mano al Partido Radical-Socialista.
Le gustaba el ideario de su partido: tan liberal, —tan poco socialista—, tan lleno de buenas intenciones, tan bullanguero, con tal de discutir: Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz, Fernando Valera y una multitud de periodistas, todos apóstoles y habla que te habla: El hombre es bueno y la culpa es de los demás. Hay que ser honrado y consecuente: los políticos deben morir pobres, y no transigir.
Cruzó, otra vez, la calle de las Barcas, frente a la ferretería de Ernesto Ferrer, echó un vistazo a la zapatería Boston —también de Ernesto Ferrer—, (¡qué miedo debe pasar el tal!… amigo de su padre…). Abombó el pecho al darle otra vez el sol. La plaza Emilio Castelar, tan horrible ahora, convertida en mausoleo por un imbécil arquitecto municipal, relucía de tanta piedra picada y desnuda, caliente al blanco feroz del sol. En la puerta del local del Partido, el cine «Actualidades», socializado, le recordó su niñez —entonces se llamaba «El Cid»— («El Cid», y ahora «Actualidades»; así va el mundo: las siete llaves, bonito para meter en un discurso), tenía entonces —hace quince años— un timbre constante que sonaba entre sesión y sesión. Lo oyó. Saludó, con un gesto, a un dependiente de la sastrería, que daba al otro lado del portal.
—Te estábamos esperando.
Julio Reina, Alfonso Ortiz y Guillermo Segalá. La gente se apretujaba frente a una mesa, donde Jaime Luque despachaba vales para gasolina.
—Vente.
Se fueron para adentro: a la cocina. Allí podían hablar. La casa era antigua y los bordes de las baldosas, rojas y oscuras, habían perdido su color, dando en gris y pardo. Hasta media altura, azulejos de Alcora, flores y lacerías —azules, blancos y amarillos vidriados— despedían —con su brillo— una sensación de frescura. Del sol a la sombra, los ojos se empequeñecen y ven menos.
Julio Reina se quitó la chaqueta y se encaramó en lo que fuera banco de la cocina.
—No te vayas a quemar…
—Está más fresco.
Y se acomodó: las posaderas en el agujero del desaparecido fogón.
—¿Qué hay de nuevo?
Guillermo Segalá se sentó en la única silla disponible. Había otra, patas arriba, medio rota, en un rincón.
—Los socialistas, los comunistas, y los de FAI, tienen su propia policía. Nosotros no hemos de ser menos. Lo que importa es mantener limpia retaguardia.
Una pausa dio la contestación.
—Tenemos unos cuantos detenidos.
—¿Qué vamos a hacer con ellos? —preguntó, Jorge.
—Juzgarlos.
Jorge se calla la pregunta que asoma a sus labios: —¿Con qué derecho? Se contestó a sí mismo con celeridad: —Con el mismo que los otros. Para defender el pueblo—. Sin embargo, habló:
—¿Y los Tribunales Populares que el Gobierno acaba de crear?…
Le miraron los demás.
—¡Hasta que funcionen!…
Jorge se reprendió. Había protestado, si es que su pregunta se podía juzgar así, por el miedo de que, entre los detenidos, estuviese su padre.
(Había estado, a fines de julio, en Puebla Larga. Todo estaba tranquilo. La iglesia iba a ser convertida en almacén. El cura había desaparecido. Jorge fue a ver al Presidente del Comité del pueblo.
—No tengas cuidado: a tu padre no le pasa nada.
Llegaron las primeras noticias de los asesinatos en masa que los sublevados llevaban a cabo en Andalucía, en Castilla, en todas partes. Nacieron las patrullas de control, al ejemplo de los catalanes. Justo y Vicente Sánchez aparecieron muertos en la carretera.
Nadie se extrañó: Eran los organizadores del Sindicato Blanco de Puebla Larga).
—¿Y dónde?
Lo preguntaba Julio Reina.
—Hemos requisado el Colegio Notarial. Es bastante grande. Hay cuatro habitaciones para los detenidos, y otra para nosotros. Estuve esta mañana.
—¿Cuándo empezamos?
—Esta tarde.
—¿A qué hora?
—A las cinco, si os parece. Nos vemos en el café. Luego nos vamos para allá.
—¿Habrá que interrogarles?
—Hombre… yo creo que a los que… a los que tienen el asunto muy claro, no. A los demás, desde luego.
—Habrá que pedir antecedentes. Lo que sea.
—Vendrán con sus fichas…
—Puede tratarse de venganzas personales…
—Si nos los traen, no creo… Los que tienen que pagar por algo que hicieron a algún conocido, esos ya…
—Yo no estoy conforme.
Lo dijo, con voz segura, Alfonso Ortiz.
—¿Por qué?
—Para eso están…
—¿Quién? —atajó Segalá—. ¿O vamos a dejar que nos frían por la espalda?
Era el de más edad: veintiocho años. Luego seguía Jorge, los otros dos eran barbilampiños.
—Vamos a ganar, ¿o no?
—La legalidad…
—Si la hubiesen respetado ellos…
—¿A las cinco?
—A las cinco.
—¿Tomamos una cerveza?
II
Era evidente que habían cambiado los límites del mundo. Pensó que así como para él habían derribado barreras, para otros la impresión debía ser contraria, hasta de encajonamiento. Pero eso era lo que estaba bien. Todos aquellos que, hasta aquel momento, habían deambulado por la vida como si todo fue suyo estaban ahora recluidos en un corral. En un inmenso corral: acorralados. Y para él todo era llano: podían pasar de un campo a otro, de una casa a otra, de una calle a otra, de una huerta al camino, de fuera adentro, o al revés, sin necesidad del permiso nadie, con su sola presencia. Con el solo permiso, con el solo carnet. Ya todo estaba llano. Las ventanas debían permanecer abiertas por mor de los «pacos». Sólo los que debían temer por su pasado le tenían miedo a las patrullas de control; además, era lo justo: había que asegurar la retaguardia. Evidentemente: las calles eran más anchas. Andaba más seguro.
Vino a visitarle Fernando para pedirle un aval para su suegro.
—No. Lo siento.
Era la primera vez que negaba algo. Si, ocho días antes, alguien le hubiese dicho: «Fernando te va a pedir algo, y se lo vas a negar estando en tu mano concedérselo, y sin que medie enfado», se hubiera reído, sin alcanzar a comprender: —¿Por qué? ¿A qué santo?
La verdad es que ahora era de la Comisión de Seguridad.
Don Luis Montesinos era hombre de derechas, muy a la antigua, y nunca le había hecho el menor caso. Pero no era porque le hubiese mirado por encima del hombro. ¡Qué va! No: sencillamente era un significado hombre de derechas. Exalcalde de la monarquía, para más señas. De «La Agricultura», ese casino de la aristocracia, oscuro y rancio, de señores y señoritos, pero en el que nunca ponía los pies. Ahora estaba incautado por quién sabe qué Juventud.
Ahí estaba Fernando, el yerno de don Luis, para pedirle un aval. Pues no. Por nada, pero ¿por qué había de dárselo? Primero, ¿por qué se lo pedía a él? ¿Quién era él? ¿Valía algo un aval firmado por Jorge Mustieles? Fernando aseguraba que sí.
—¿Quién soy yo?
—Radical socialista.
—Dicen que los buenos —se sobreentendía los avales— son los de la CNT y los de la UGT, a los nuestros nadie les hace caso.
—No importa.
—¿O quiere hacer colección? Porque no me vas a decir que don Luis no se ha agenciado algunos aquí y allá…
—No lo sé. Me pidió que si tú…
—¿Él?
—Sí.
Don Luis Montesinos, ¡quién lo había de decir! A él. Se lo contaría a su padre. Don Luis Montesinos era un personaje muy importante, para su progenitor: De la «Electra», de los «Tranvías», de los «Abonos Químicos, S. A.», del «Central de Aragón». Todos los días en «La Agricultura», siempre de luto. Un poco porque el negro da importancia y demuestra la limpieza de quien lo lleva. Las manchas se ven en seguida, y la caspa. Abstemio y fumador de un solo puro diario, pero, eso sí, habano. Lo apuraba en boquilla de ámbar. Gordo y cano. De veras, un hombre importante.
—Pues no, lo siento. No. No puedo. (Las negaciones sucesivas borraban su indecisión).
—Pero… ¿Es que mi suegro no es persona de fiar? ¿Qué tiene que ver ahora con la política? Vino la República y se retiró. Sólo se ocupa de sus negocios.
—Ni siquiera es republicano.
—¡Claro que lo es! ¿No has leído las declaraciones de Luís Lucía?
—¿Quién lo cree?
Fernando se dio cuenta de que no sacaría nada y se marchó.
—Gracias. Ya encontraré quien fíe.
—No lo dudo. Y… no me lo tomes a mal. Pero no puede ser.
—No te preocupes. Tan amigos.
—Oye. ¿Por qué no se lo haces tú?
—¿Yo?
—¿No eres de la UGT?
—Sí, desde hace unos días. Pero… ¿Y el sello?
—Te lo pone cualquiera.
—Entonces, ¿por qué te niegas?
—Por principio. No avalo a nadie.
(No era cierto. Pero desde ahora lo haría así. Su padre: claro está. Si su padre le pedía un aval, ¿se lo conseguiría? Sí. Desde luego. Entonces, ¿por qué se lo negaba a don Luís Montesinos? Era su padre, pero sin duda alguna, era persona más significada, de los que no tenían vuelta de hoja. El presidente del Comité le había asegurado que no le molestarían. Jorge se daba cuenta del poco valor real de aquella afirmación y, sin embargo, se aferraba a ella para impedir caminos a su imaginación. Sin embargo, ésta se filtraba por todas las fisuras.
Desde luego, si le detenían él haría todo lo posible para que le soltaran. Aquí y allá. Se veían hablando con López, o con Cerrillo. Los convencería.
Si lo apresaba la policía oficial sería otra cosa. ¿Dónde le llevarían? Tendría que ir de la Ceca a la Meca. Negarían. Posiblemente le ayudarían algunos capitostes de su partido: varios eran amigos de don Pedro. Habían estado en su casa. ¡Aquella paella del año 35! ¡Cómo habían comido! Allí, en la huerta. Pero ¿y si lo traían para que ellos decidieran su suerte? Ellos, es decir, él. Era absurdo. ¿Por qué? Lo mejor sería que su padre se marchara. Los del pueblo no le iban a dejar. Eso, ni pensarlo. Huir. Que llegara a Valencia con un salvoconducto cualquiera. Embarcarlo. Samper lo había conseguido. Su dinero le costó. Los de la CNT controlaban el puerto. A base de dinero se podía uno entender con ellos; a los que no eran anarquistas les parecían vergonzosos esos tratos. Pero a ellos no: con lo que le sacaban a un fascistoide podían comprar armas en Francia, en Bélgica, en donde fuera, para combatir contra cientos.
Si lo tenía que juzgar él, ¿qué haría? Era absurdo pensar en ello).
—Estás preocupado.
—¿Yo?
Emilia le miraba.
—¿Quieres más arroz?
—No, gracias. ¿Hay ensalada?
—Ahora la sacan. ¡Adela!
La criada trajo la ensalada. Escarola rizada, floradísima crestería, amarilla, verdeante, asesinada por el rojo feroz de los tomates. Rojo sangre.
Recordó el cementerio. Los muertos alineados en el depósito. Unos días antes, cuando fue a rescatar el cadáver de uno del partido, muerto, quién sabe por qué, posiblemente por equivocación. La boca abierta color ceniza, en el limón sin color de las mejillas carcomidas por la sangre seca.
Pero él defendía la verdad, la lealtad, la educación del pueblo, la libertad.
Se sirvió la ensalada. Su lejano amargor, las duras pencas con gotas de aceite, brillantes; un grano de sal sin deshacer. La blanda molla gustosa tomate.
—Está buena.
—Es lo que apetece ahora, en verano. ¿Crees que va a seguir mucho esto?
—Ya oíste el discurso de Prieto.
—Vino mi hermano. Van a hacer teatro en el Eslava.
—Sí. Me encontré ayer con él, ¿no te lo dijo? Y en Santa Catalina.
—¡Mira que hacer teatro en las iglesias!
—La CNT no les deja escoger.
—De todas maneras, a mí no me parece bien.
—¿Por qué no? Vuelve el teatro a donde salió.
—Aquello sería en tiempo de María Castaña. Pero ¿y si ganan los otros?
—¡Qué van a ganar, mujer! Ya oíste a Prieto. Tenemos el dinero, la escuadra, el pueblo. Ellos: los moros y el tercio.
—Y los italianos.
—¿Y qué? ¿Es que nos vamos a dejar ganar por unos fascistas de más o menos? Somos millones. Francia nos ayudará. No puede dejar que Alemania se haga con los Pirineos. Enviará armas, aviones, tropas, si hace falta.
—Tú, fíate.
—¿Qué quieres que haga?
—Nada.
Entró en el café. Hacía un calor pegajoso, del diablo. Los ventiladores aspeaban su impotencia. En la mesa de la peña era centro de atención un hombre al que no conocía.
—Pedro Carratalá.
Le estrecharon las manos. Hablaba en catalán.
—Es de Acció Catalana.
Era un mozanco cetrino, de mucho pelo y poca frente. Fuerte y satisfecho de haber nacido. Contaba lo de todos:
—Salimos a las tres de la mañana y fuimos hacia Pedralbes. (Su 18 de julio, su gloria, su entrada en el Nuevo Mundo). Todos los partidos habían tomado posiciones. A las cuatro y media sonaron los primeros tiros. (Los tiros, una humanidad desconocida, rayada, con falsilla, una realidad inesperada, pero a la cual se adapta uno en seguida. Nadie se pregunta: «¿Cuándo acabará esto?». Los que así se interrogan, no cuentan ahora). Teníamos gente en el cuartel y sabíamos lo que se esperaba. Nuestro enlace era el hijo del Marqués de Fornís, de Estat Catalá… (Un separatista. A Jorge, como buen valenciano, le molesta la superioridad con que los catalanes, quiéranlo o no, tratan a sus vecinos, juzgándolos un poco de arriba abajo). Teníamos una Winchester y pistolas. (Los demás, los sublevados, de uniforme, con sus ametralladoras, sus máusers, sus cañones). La Winchester la tenía yo en la cajuela del coche, desde el 6 de octubre… Luego nos apoderamos de las pistolas de los vigilantes y de los serenos. Fue una carrera en pelo. No se resistieron. ¡Qué cara ponían! Allí se quedaban, con el chuzo. A algunos, se lo quitamos. En seguida se entregaron cosa de cuatrocientos soldados. Los mandaba Llovet, un amigo mío… Parte de ellos se fueron al Gobierno Civil y luego asaltaron los cuarteles de Pueblo Nuevo. El capitán Romagosa asaltó San Andrés, cogió allí una ametralladora que emplazó en la plaza de Cataluña, en nuestro local…
—¿Qué local? Pregunta Julio Reina, que acaba de llegar.
—El de Acció Catalana. Lo habían cogido los fascistas a las nueve, lo soltaron a las once.
—¿El local?
—No, hombre, no. A Romagosa. Contó una historia de parto. Se la creyó un coronel, a quien le habían explicado mal las cosas. Además, Romagosa es listo. De Arenys de Mar.
—Tú, ¿de dónde eres?
—De Arenys de Mar.
El muchacho se ríe. Ríen casi todos. Casi todos, menos Jorge. Él no ha hecho nada. No tomó parte en lo de los cuarteles. Además, todos cuentan lo mismo.
—Al coronel ese le detuvimos con su hijo, ocho días después, era el jefe de Falange de Horta. El viejo murió muy bien. Pero ¡el hijo! Teníais que haberle visto. Dijo que comprendía perfectamente que matáramos a su padre, ¡cabrito!, —pero ¡a él!
—Le venía de casta.
—¿La casta? ¿Qué es eso? ¿O es que vas a creer en eso de que los hijos son responsables de las barbaridades de sus padres? A lo sumo, lo contrario.
—Sigue.
—Iban en dos coches distintos. Insistía el señorito: —Soy muy joven para que me matéis—. Así siguió hasta la tapia del Cementerio Nuevo. El viejo estaba avergonzado. Hijo mío —le dijo—, te perdono.
—Los hay bragados.
—A las tres me incorporé al Partido. A las cuatro ya estaba en la Generalidad. Allí estuve unas cuantas horas, mientras los partidos tomaban el acuerdo de formar el Comité Central de las Milicias Antifascistas de Cataluña. Me encontré con Tomás Fábregas, yo le conocía del Partido, pero no tenía mucha relación con él. (¿Qué le importa a Jorge todo esto? ¿Por qué está perdiendo el tiempo en el café? El charlatán le es antipático: le molestan las personas tan peludas, vello corriendo vivo por sobre las manos, cejas cerradas, frente estrecha). Fábregas venía de San Cugat, fue al local del Partido, y, al encontrarlo cerrado se vino a la Generalidad: a ver qué pasaba. Llegó Torrens, el de los Rabassaires y nos fuimos al Gobierno Civil. Nos dieron un papelito y allí nos teníais, sentados en una esquina, esperando. Hasta que salió García Oliver. —¿Qué hacéis aquí?
—Pues mira, aquí estamos los de Acció Catalana y éste de los Rabassaires.
—Bueno, esperarse.
A Jorge le regurgita de pronto la escena del coronel y su hijo. Se le representa el militar con la cara de su padre. Se ve en el espejo frontero del café, y aparta la vista. Saca el pañuelo y se enjuga la frente. Su padre frente al paredón: Hijo mío, te perdono.
—De todo hay, —seguía Carratalá—. Se discutió dónde podíamos meternos.
(¿Qué habrá dicho? ¿En qué estaba yo pensando?).
—El comandante Guarner nos indicó la escuela de Náutica. Allí fuimos: en la Plaza Palacio. Entraban los tiros como Pedro por su casa… Por poco le da uno al Durruti: no hizo más que apartarse un poco. Nombramos diferentes comisiones. («Nombramos», cómo se nota lo orgulloso que está, «Delegado Suplente de Acció Catalana en…»). Y a nosotros nos tocó las patrullas de control: Fábregas por los partidos republicanos, Asens por la CNT y Salvador González por la UGT. Convertimos aquello en cárcel.
(Ha venido a ver cómo andan las cosas por aquí —se dice Jorge—).
—Los comités de barrio empezaron a traer monjas. Nuestro cometido era claro —como supongo que lo es el vuestro: crear una fuerza a disposición del comité y controlar los incontrolables.
(¿Quién es controlable? Jorge recuerda a Villegas, furioso por eso del «control», purista que es. Pero podía más el pueblo. Control estaba en todas las conversaciones. Control, controlar).
—Imponer un orden revolucionario en la calle. Al principio éramos setecientos once, después mil ochocientos, distribuidos en once secciones. Tuvimos que tomar otro local; en el paseo de San Juan, la llamamos la Casa Central. Aurelio Fernández y Portell han formado un servicio de investigación, aparte. Aquello funciona muy bien: cada organización tiene la suya.
—Nosotros también, —adujo Reina.
—No lo sabía, me alegro.
—¿Cuánto cobráis?
—Doce pesetas. Hablan de refundirlo todo en una junta de Seguridad. Nosotros creemos que no debe hacerse. La autonomía ante todo. Lo que se le escapa a uno, no se le escapa a otro. Hay que tener respeto para los demás.
(Este ha venido aquí para que nos opongamos a la unificación de los servicios…).
—Al principio aquello fue un caos. Como nadie conocía a nadie, cualquiera podía circular por allí. Los fachas no se hicieron de rogar. Cogimos unos cuantos. Uno de ellos se puso a morder el fusil del patrullero, por cierto que era el que mató al verdugo de Barcelona. Aquello estaba siempre lleno de gente. Una cosa fantástica.
(Aquello, cosa, uno… La indeterminación del lenguaje, y, sin embargo, en aquella boca, tan preciso).
—Salvador se presentó un día con tres monjas y catorce mil duros. No Podía con su alma. Llevaba tres días sin comer y no quiso aceptar ni tres pesetas.
(El bullicio, la agitación, la tensión, nerviosa, el gentío, el trabajo a realizar, la concurrencia, la confusión, la mezcla, lo túrbido, las tinieblas de la preñez, Dédalo y laberinto, revuelto. Los corredores llenos de gente. El va y vén. Llamadas, prisas, timbres, todo se hace hoy. Estamos en guerra. La revolución. La importancia de ser esto o lo otro. Trabajo nuevo y vida nueva. La ciudad desconocida, los coches a toda velocidad. CNT UGT UHP).
—Las monjas pasaban a nuestra habitación. Algunas coqueteaban con los del Comité Central. ¡Palabra! Las íbamos repartiendo en casas de confianza. ¿Qué habéis hecho vosotros?
—Aquí, como hubo más tiempo, ellas mismas hicieron igual sin encomendarse a Dios ni al Diablo.
—Salvador es un tipo fantástico.
—Yo le conozco —dijo un hombrón con el cráneo pelado al cero.
Pedro Carratalá era chófer de taxi. De Acció Catalana, pero anarquista porque sí. Había sido monedero falso por convicción. Le llevó a ello, de la mano, un tal Aguayo, gran teórico del grupo, allá por el año 30. Le parecía la manera más directa de acabar con el capitalismo.
—¿Te das cuenta de lo que sucedería si, de pronto, en el mundo, resultara que todo el dinero fuese falso?
También había vivido algo de las mujeres. Ahora era feliz. Le faltó reaños para ser de un grupo de acción. (Tampoco iba a contar cómo se encontró una mañana con Segundo Durán, un compañero suyo catolicón, del Instituto de Manresa —porque él había estudiado el bachillerato, hijo que era de una familia modesta, pero con posibles— y le había molido a puñetazos y bofetadas para dar una impresión de violencia:
—A ese me lo cargo yo.
Se lo llevó hasta la vía Layetana, y allí lo había soltado:
—Corre, y no vuelvas).
Seguía hablando de Salvador:
—Él y el Mahón buscaban sitios poéticos para las ejecuciones: donde hubiese flores. Primero en el paseo de Pedralbes, allí, entre los tilos. Luego, en el Cementerio Nuevo. Tenía una frase sacramental:
—Yo os perdono en el nombre de la Revolución. Y se los cargaba.
(Otra vez: el coronel y su hijo: Yo te perdono…).
Aquí, ¿no casáis?
No.
—En Barcelona, si no los casa el Comité Central parece que no están casados. Es una lata. Y los avales, os aseguro que hay colas de mil o dos mil personas.
—¿Y los dais?
—¿Por qué no? Hay que tener la manga ancha para los que quieren ayudar y comprender.
—Oye, tú, ya son las cinco.
—Vamos allá.
Se despidieron.
—¿Dónde vais?
—Si te lo preguntan contestas que no lo sabes —que así era de seco Guillermo Segalá.
Subieron al coche de Ortíz y se fueron al Colegio Notarial.
—Tenemos tres.
—Sí, —dijo Segalá, y, dirigiéndose a Jorge—, uno de ellos es tu padre.
Lo sabían desde antes y no le habían dicho nada.
—Lo trajeron a mediodía.
(Lo llevaba en la sangre, ahora en la garganta. No hay cosa mala que me figure y no se cumpla. ¿Qué hago? ¿Renuncio? ¿Me voy? ¿Qué dirán?).
—Tú dirás.
—¿Yo?
(Quizá no sea cierto, lo hacen para probarme).
—¿Quién lo trajo?
—Tres del Comité de Puebla Larga.
—¿De qué le acusan?
—Han encontrado armas escondidas en la bodega.
—No puede ser.
—Tres fusiles.
—Escopetas de caza…
—No, máusers, y doce Astras del 9 largo.
—Y munición.
(Me engañan, me engañan. ¿Qué hago?).
—¿Dónde está?
—Ahí, incomunicado.
—Él, ¿qué dice?
—Que no sabe. Que se los dejó un amigo suyo, en un cajón. Lo de siempre.
(¿Será verdad? ¿O, sabiendo de quién soy hijo, se vengan?).
—Como broma, puede pasar.
—¿Broma? ¿Nos crees capaces?… Pasa y lo verás.
(¿Qué hago? ¡Dios! ¿Qué hago?).
Le temblaban las piernas, sentía idos los molledos de sus pantorrillas.
Habían perforado una pequeña abertura en el tabique. Echó el ojo. Ahí estaba su padre, sentado en un taburete. Disimuladamente, Jorge se apoyó en la pared.
—Cuando queráis.
(¿Con qué voz he dicho esto? ¿De dónde me ha salido? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué debo hacer?).
Se sentaron alrededor de una mesa. Era una habitación enorme, con seis sítiales góticos, nuevos, de madera oscura. Tras ellos pendía un paño de damasco rojo, brillante en su rameado. Las tres ventanas que daban a la calle, dejaban pasar la luz a través de unas vidrieras modernas. Los emplomados cristales —rojo, verde, amarillo— formaban alrededor de un escudo y reflejaban sus luces en el entarimado de marquetería. Los diversos colores de la madera se recubrían de las manchas del sol, rojo, verde y amarillo, según el cristal herido.
—El primero es un capitán, —dijo Segalá, que, sin pedir permiso, se instaló presidente de la comisión.
—¿Cómo se llama?
—Pedro González Ramos. ¿Le conocéis alguno de vosotros?
—No.
—¿De qué arma?
—Caballería. Del regimiento de Victoria Eugenia.
—Señorito clavado, entonces.
Lo vieron de azul celeste y plumero.
—Lo trajeron del Grao. Estaba escondido en casa de Chávez, el director de la fábrica de abonos.
—Con tal que sea militar, basta —dijo Julio Reina.
—No —adujo secamente Segalá—. Así, ¿a dónde íbamos a parar?
—Curas y militares… Si los dejamos libres acabarán con nosotros.
—¿Y con qué ejército vamos a luchar contra los sublevados?
—Bastará el pueblo, las milicias. ¿Quién puede contra eso?
Segalá miró a Julio Reina con conmiseración. Intervino Ortiz:
—Si vamos a discutir cosas de ese tipo, no acabaremos nunca.
—Así, porque sí, ¿vamos a condenar?…
—No así porque sí, Segalá ¿Quién se ha sublevado contra la República? Los militares, ¿no?
—Sí, pero no todos.
—Es posible. Pero el hecho de serlo, basta. Estamos en guerra.
—¿Así que tú votas por su eliminación?
—Sí.
—¿Y tú?, —pregunta Segalá a Ortiz.
(Ahora me preguntará a mí. ¿Qué contesto? Si lo absuelvo, pensarán que prejuzgo en favor de mi padre).
—Yo creo, —dice Ortiz—, que podríamos informarnos.
—Pulgar hacia abajo, muerte. Hacia arriba, libertad.
(Como los romanos. Tienen miedo de las palabras, pero no de los hechos. Si ellos tuviesen que ejecutarlos, ¿qué dirían? Estaría bien que los jueces tuvieran que ejercer como verdugos. Se darían cuenta).
—¿Sólo libertad o muerte?
—A menos que queramos pedir rescates o convertir esto en un penal.
—¿Y tú?
(Es a mí. ¿Qué dijo Ortiz?).
Jorge levanta el pulgar de su mano derecha y lo vuelve hacía abajo. Se abre la puerta y entra el portero.
—¿Qué Pasa? No queremos que nadie nos moleste.
—Dicen que es urgente.
Penetran tres hombres.
—Salud.
—Salud.
—Somos del Comité de la CNT. ¿Tenéis aquí a un tal Santiago Carceller?
—No.
—Mira que nos lo han asegurado. Es el secretario del Sindicato católico de Requena. A ese le queremos nosotros.
—No. ¿Conocéis a un capitán que se llama Pedro González Ramos?
—¿Pedro González? No. Bueno, salud.
—Salud.
—Salud.
—Dos votos en favor, dos en contra.
—¿Quién lo trajo aquí?
—Si se escondía, algo malo ha hecho.
—¿Por qué no le interrogamos?
—¿Para qué? Dirá que no se ha sublevado, que es leal a la República.
—Que lo pruebe.
—¿Cómo?
—Tú estudias Derecho.
—Yo propongo, —dice Jorge—, y se calla.
—¿Qué propones?
—Que lo lleven a la Capitanía, o a la cárcel. Ya se las entenderán con él.
—¿Es que no quieres entender las cosas?, —ataja Reina—. ¿Para qué estamos aquí? Este es un Comité de Salud Pública. Aquí estamos para salvar el régimen. Si andamos con contemplaciones, acabarán con nosotros.
—¿Quién preside?
—Tú, Segalá.
—Pues entonces mi voto es de calidad, en caso de empate.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Soltarlo?
—Sí.
—Así no iremos a ninguna parte.
—Eso dices tú.
—Pidamos informes.
Al fin y al cabo acordaron eso. Jorge respiró, interesado inconscientemente en el caminar del sol sobre la marquetería.
—Ahora, el padre de éste.
—No. Déjalo para el final.
—Como queráis. Luis Romaguera.
—¿Está aquí?
—Así parece.
—Entonces, ni discutir.
—¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Cómo lo pescaron?
—Por lo visto se creyó muy listo. Andaba sin corbata y con gafas oscuras.
(Ahora tratarán del caso de mi padre. ¿Qué hago? ¿Me levanto y me voy, diciendo que no puedo ser imparcial?).
—Oye, Mustieles. Comprendemos que, en este caso… Si tú no quieres intervenir…
—Yo creo que debe quedarse —dice Reina, mirándole fijo.
—Tú dirás.
—Me quedo. (Debí haberme ido. Pero, si lo hubiese hecho. ¿Cómo sabría lo que van a decidir?).
—Hay un informe.
Estaba bastante bien hecho: con la trayectoria Política de don Pedro, sus ligazones con la reacción, su actitud durante el bienio negro, su actuación durante una huelga en la que trajo trabajadores de Carcagente. Era evidentemente, el hombre señalado para alcalde o delegado gubernativo si la sublevación hubiese triunfado, a menos que pusiera, otra vez, a uno de los suyos. Y el hallazgo de las armas. Según el escrito debía haber tenido más, y bien repartidas, porque se encontró, en casa del boticario, un fusil del mismo tipo.
Jorge escuchaba con atención, ahora le parecía que se trataba de otro. Tuvo que volver atrás en sus pensamientos para decirse: Hablan de mi padre… de mi padre.
Segalá: La cosa está clara. ¿Qué opinas tu?
El aludido era Ortiz.
—Sí.
—¿Y tú?
Reina giró su pulgar hacia el suelo.
Jorge, con la cabeza vacía, hizo otro tanto. Eres un cerdo pensó. Los demás debían pensar lo mismo.
Se fue al excusado, y devolvió hasta las heces.
III
—¿No vienes con nosotros?
—No.
Sin insistir lo dejaron marchar, solo calle abajo.
—Debieras ir con él.
—Déjalo.
—Se ha portado.
—¿Y qué remedio le quedaba? ¿Qué hubieras hecho tú?
—No sé.
Jorge iba con las manos en los bolsillos Pascual y Genís abajo. Cuando se dio cuenta, caminaba por las orillas del río entre los enormes eucaliptos. El Hospital Militar allá enfrente, ya tinto de atardecer. El ancho cauce del Turia, todo arena, con una veta de agua y sus festones de hierba. El puente del Real atrás, con sus casalicios triangulares. Se sentó a ver morir la tarde. Una tarde blanda de calor, cansada, sin ángulos, de una pieza. Se sentía desollado, sin nervios, sin epidermis. Le sacudió un escalofrío. Unas hojas secas, en forma de yatagán, yacían en el suelo, pardas y verdes, sucias. El rosa se tornasolaba hacia los azules. Tras él pasaba, de cuando en cuando, haciéndole daño, algún tranvía con ruido de hierros y frenos. Y el timbre para parar y arrancar. El Gobierno Civil a su espalda, todavía con sacos terreros en las ventanas: Si se levanta aire, gritaré del dolor.
Los troncos de los eucaliptos, desollados, con la piel arrancada a tiras. Ya está ahí un ligero aire, se estremeció: no tenía epidermis; estaba en carne viva, pero no sangraba. Se miró las manos. Le parecieron extrañas; tan llenas de arrugas. Las frotó una contra otra, se las apretó, entrecruzó los dedos y se puso a pensar. Pensó que se ponía a pensar. Esta noche, a lo más tardar al amanecer, sacarían a su padre en un auto —con el otro, o solo—, lo llevarían allá enfrente —tras el palacio del Conde de Ripalda: ahí donde empezaba la huerta y la noche— lo harían bajar y le pegarían un tiro en la nuca. Quedaría tirado hasta que lo recogieran y llevaran al depósito del cementerio.
Los labios descoloridos, color ceniza, un ojo saltado por el orificio de salida de la bala.
Sintió el peso de su pistola. Le molestaba. No se atrevió a echársela más atrás, con tal de no tocarla.
¿Qué hubiese hecho su padre en su lugar? Seguramente lo hubiera salvado. El no, él había condenado a su padre. ¿Qué podía haber hecho? De todos modos su intervención no hubiese servido de nada.
¿Seguro? ¿De verdad se hubiesen negado sus compañeros a favorecerle? Era su padre. ¿Quién era su padre? Le parecía un ser lejano. Quizá fuese todavía hora de hacer algo. De ir de aquí para allá. Le contestarían que la Comisión era todopoderosa. Que hablara con Julio, con los demás. Con él mismo. Se veía yendo de uno a otro. ¿Quién iba a ejecutar la sentencia? El Grauero y sus gentes. Podía ir a ver al Grauero y decirle que habían decidido no llevar a cabo la ejecución. Sí. Eso era posible. ¿Y luego? ¿Cómo explicarles? ¿Dónde estarían ahora Alfonso, Guillermo y Julio? ¿En el local del Partido? Guillermo estaría con la novia. Julio había quedado en ir a Almusafes a arreglar no sé qué. ¿Qué era lo que tenía que arreglar Julio en Almusafes? El color se transformaba y un airecillo empezó a temblar con ruido suave entre las hojas en forma de puñal curvo. Rojas, verdes, plata, y amarillas.
—Tengo que hacer algo.
Se levantó y fue a acodarse en el pretil. A través de sus arcos, las espadañas daban más luz al cielo. La cúpula de San Pío V, relucía con el poder milagroso de sus azulejos, al sol poniente.
¿Qué le comía de pronto? ¿De qué oscura fuerza se sentía preso? ¡He matado a mi padre! Todo, menos remordimientos. Ganas de salir gritándolo. ¿Para que le admiraran? No, y cien veces no. ¡Libre! Libre en un mundo nuevo, sin límites. ¡Menuda preocupación echada al pozo negro! ¿Qué se estremece a mis pies? El puñal retorcido de una hoja de eucalipto, muerta. Todo se mueve. Aire, airecillo del crepúsculo. El agua sucia que allá corre. Una rana —no, un sapo— que croa. ¿Qué se mueve, o qué se muere? Los sapos no croan, silban.
Cuando lo sepan los demás, ¿qué dirán? Los que dirán que sí, los que dirán que no. ¡Qué no se entere nadie! Los tres lo prometieron. Lo cumplirán. ¿Se lo diré a Emilia? No, no se lo diré a Emilia. Me coseré los labios. Se los mordió, hasta el dolor.
La República ante todo. Soy un cerdo. Un espantoso cerdo repugnante. Un cerdo cochino y sucio que hocea y mueve y remueve el lodo con su hocico horrendo. Lleno de fango. Tengo las manos encenagadas.
Del río, con el atardecer, sube un olor de tierra removida, siena claro. El cauce parece más ancho a medida que falta la luz.
Mi padre espera que yo le salve. Mi padre está convencido de que yo voy a hacer todo cuanto esté en mi mano para salvarle. Mi padre espera, frente a la puerta, que esta se abra, se le nombre, y que yo le esté esperando.
Tenía armas. Si él pudiese. ¿Qué haría? ¿Qué hubiese hecho? Acabaría con todos con tal de entronizar la reacción.
¿Qué quiero? ¿Qué espero de la vida? Va a vencer la revolución. Mundo nuevo. Tiene que morir. Pero ¿te das cuenta, Jorge, de lo horrible que seas tú el que lo condenes, que seas tú el que lo haya condenado? Porque, date cuenta, recapacita, no pienses en lo que vas a hacer, sino que recuerda, piensa: Pon en fila lo sucedido. Empieza por el principio. Pasa un tranvía, con su remolino Sonoro y amarillo.
Se está haciendo la noche. Todo se está haciendo de plomo. No te puedes mover. La falta de luz, te ata. Te funde. Te vacía. Se está haciendo de noche, el día se va. Fíjate, Jorge, se va para no volver. Tu padre está encerrado, tal vez hambriento. ¿Qué vas a hacer?
Los grandes árboles desollados empiezan a susurrar. Del mar viene el aire, del mar, por la ancha boca del río. Sobre la ciudad, a tus espaldas, todavía vaga la luz. Mar de tejados. Encienden las luces. ¿Y si me muriera? ¡Levántate, anda, grita! ¿Vas a dejar que lo asesinen, como un conejo? Le pegarán en la nuca, y, ¡zas!, caerá muerto. Despatarrado. Como una rana, como una rana no, como un sapo. Ahora croan cientos. Y atan la noche sobre el río.
La revolución. Ya no hay familia que valga.
Levántate. Habla con el gobernador.
—¿Qué le digo?
Habló en voz alta y se sobresaltó.
«Señor gobernador, hemos condenado a muerte a mi padre porque era un cacique de derechas. Está en el Colegio Notarial. Lo sacarán esta noche para pegarle un tiro en la nuca. Usted ha prohibido que la gente se tome la justicia por su mano, mande la policía para impedir que esta barbaridad se lleve al cabo. Llévenlo a la Audiencia, a la Cárcel Modelo. A donde sea».
Sí. Era el camino más corto: No tenía sino atravesar la plaza.
Pasó otro tranvía, ya con las luces encendidas, arrastrando su fulgor. El ruido lo decidió. Fue hacia el Gobierno Civil.
Entró sin dificultad y subió al primer piso, del caserón. Escalones de madera y azulejo. Mucha gente en la antesala.
—Hola. Hola. Hola.
—No está el gobernador.
—¿Volverá pronto?
—No creo. Tuvo que ir a Játiva.
—¿Qué pasa?
—No sé. ¿Quería algo? Si quiere yo le daré el recado.
—No. Nada.
—Atravesó un ala y fue a ver al jefe de policía.
—Salud. ¿Quieres ver a Luis?
—Sí.
—Está ocupado.
—Es urgente.
—Espera un momento.
El corredor está lleno de gente que viene y se va.
—Que ahora no puede. Que vengas mañana.
—Tiene que ser ahora. Dile que es muy importante.
La gente que va y viene. Chaquetas de cuero, a pesar del agosto.
—Pasa.
—¿Qué hay?
—Han detenido a mi padre.
—¿Por qué?
—No sé. Es hombre de derechas.
—¿Dónde está?
—En Pascual y Genís.
—¿Eso es vuestro, no?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué no se lo dices a los tuyos?
—Preferiría que fueses tú el que lo sacaras esta noche.
—¿Esta noche?
—Sí.
—Mañana.
—Sería tarde.
—Te puedo dar un papel.
—No. Quiero que vayas a sacarlo tú.
—¿Quién es tu padre? ¿Vivía aquí?
—No. En Puebla Larga.
—¿Muy conocido?
—Bastante.
—Se hará lo que se pueda.
—Voy contigo.
—Ahora es imposible. Tengo que hacer.
—¿A qué hora puedes ir?
—¿Yo? Yo, no puedo. Mandaré a Alcocer.
—¿Y si no le hacen caso?
—¿Quieres que entre a tiros?
—Por eso es mejor que vayas tú.
—Vuelve a las diez.
—De acuerdo. Y gracias.
Son las ocho. Voy a ir a casa. Sin darse cuenta, está frente al portal. ¿En qué ha pensado viniendo del Gobierno Civil hasta el Molino de la Robella?
Por mucho que porfíe no recuerda. ¿Qué dirán los demás? Emilia le echa una mirada, extrañada.
—¿Estás malo?
—No. —¿Ha pasado algo?
—No.
—¿Estás preocupado?
—Déjame en paz. No me preguntes.
—Pero…
—No me atosigues. Ya te contaré.
—¿Quieres cenar?
—Dame agua.
—¿Vas a salir?
—Sí.
—¿Tenéis reunión?
—Sí.
—Vino Guillermo.
—¿Qué quería?
—No sé. Te dejó un recado. Sobre la mesa lo tienes.
¡Otro aval! ¡A freír espárragos!
Las nueve menos cuarto. Las nueve menos cuarto. Las nueve menos cuarto. Las nueve menos cuarto. Siempre, las nueve menos cuarto.
Llaman a la puerta. ¡Las luces! ¡Hay que encender las luces!
—¿Usted, quién es?
Enseña el carnet.
—Está bien, compañero. Pero no se olvide de encender las luces y de abrir el balcón.
—¿Hay pacos todavía?
—Sí, bastantes.
—Salud.
—Salud.
Vino Josefina.
—Por favor, déjame en paz.
—¿Qué bicho te ha picado?
Las nueve menos doce, las nueve menos doce.
—No te preocupes si vuelvo tarde.
Otra vez andando. La Lonja. El mercado. La calle de San Fernando. La calle de San Vicente, la plaza de la Reina, la calle del Mar, la calle del Gobernador Viejo, el Gobierno Civil.
Las nueve y diez.
—No está.
—Me citó a las diez.
—No creo que vuelva.
—Me citó a las diez.
—Si quieres esperar, espera. Pero se fue con el Manco.
—¿Y?
—Quién sabe si volverá. Ahí está Ricardo, si quieres verle.
—Sí.
—Pasa.
—¿Tú, quién eres?
—Jorge Mustieles. Me dijo que viniera a las diez. Debemos ir juntos a un servicio. ¿Volverá?
—No son más que las nueve y cuarto.
—Ese me dijo…
—¿Qué sabe ése? Espera. Siéntate ahí fuera. Y perdona, pero tengo que hacer. ¿Un cigarro?
—No, gracias. No fumo.
El salón es amplio. La luz mediocre. Un cuadro de historia cubre una pared. Reyes y reinas, pajes, reverencias, almohadones de terciopelo de color de sangre muerta, trono gótico dorado. ¿De José Benlliure? Cualquiera sabe… En un diván se mueve hombre, que allí duerme. ¿Qué hacer? Las nueve y veinte. Las nueve y veinte. ¿Qué dirá a los demás? ¿Cómo se explicará? ¿Lo dejarán explicarse? Está traicionando la causa. Estás traicionando la República. Quisiera fumar: le molesta hacerlo, le pica la lengua, carraspea, pero a pesar de todo, ahora, quisiera fumar. ¿Vendrá? No. Seguramente no vendrá. Dijo lo de las diez para librarse de mí. Tengo hambre.
Ellos comprenderán. No tendrán más remedio que comprender. ¿Qué soy? Un ser despreciable. Pero ¿y si dejo que lo maten?, ¿por qué lo permití?, ¿por qué bajé el pulgar? Entonces fue. Debí hablar. Soy un cobarde. Siempre hago las cosas diez minutos demasiado tarde. Se me ocurren las contestaciones oportunas cuando ya no lo son. Si hubiese hecho esto, o si hubiese hecho lo otro. Soy un hombre que retrasa. Una vulpeja, un residuo, una piltrafa. Y ahora empieza una vida nueva. Ahora puedo ser otro. Soy otro. No tengo más que decidirme. Dar el salto. Todo me favorece. Si por lo menos hubiese aquí más luz. Ser fiel. Ser fiel a sí mismo: a pesar de todo. A pesar de todos. A pesar de mí mismo. Estar por encima de uno mismo; mandar en mis sentimientos. Ser fiel, pero ¿de verdad soy un revolucionario? ¿Quiero que manden los obreros? No. Quiero que haya más justicia, más instrucción, más igualdad. Si matan a mi padre, ¿se conseguirá algo de eso? Desde luego, no. Si mataran a todos los que son como mi padre, tal vez. Pero a este precio, ¿vale la pena? Si los mataran a todos es posible que no se enteraran de mi gestión con Luis. A lo mejor ni se acuerda. Tiene otras cosas que hacer. Todos tienen otras cosas que hacer, menos yo.
Miro el reloj: las diez menos veinte. Entraban y salían coches del patio del palacio. Los ruidos le parecian lejanísimos.
¿Qué es? Sonaba un teléfono. ¿Por qué no contestan? A lo mejor es algo importante. Si no viene, ¿qué hago? ¿Dejarme ir en brazos de la casualidad? Cobardía. Soy un cobarde. Tengo que salvarlo. ¿Cómo? Ir allá. Sería lo mejor. Luis no vendrá, lo hizo para quitárseme de encima. Y este hombre que está ahí, durmiendo, ¿quién será? ¿Un agente? ¿Un confidente?
Jorge salió de nuevo al corredor.
—¿Qué?
—Me dijeron que vendrá.
—Bueno. Espera. Pero yo creo que no. ¿Quieres un pito?
—No, gracias.
Apretaba los puños, se hincaba las uñas en la de las manos. ¿Qué hacer? Perplejo, irresoluto, despreciándose a sí mismo, con dolor, titubeando se asomó al ventanal que daba al patio. Entraban y salían autos, subían y bajaban gentes, cuchicheos, oscuridad. De pronto se refugió en la idea de que estaba durmiendo, soñando, atormentado por la perplejidad. Llegaron cinco hombres armando barullo.
—Queremos ver a Luis.
—No está.
—¿Dónde se le puede encontrar?
—No lo sé.
—¿Quién está ahí adentro?
—Ricardo.
—Vamos.
Entraron. Las diez menos cinco. ¿Qué hacer? ¿Irme? ¿Y si viene? ¿Quedarme? ¿Y sí es en balde?
Empezó a subirle, de las entrañas al pecho una rabia caliente. Se le anudó en la garganta. Murmulló una blasfemia.
—Oiga usted…
—Ya son las diez.
Anduvo y desanduvo tres veces el corredor. Las diez y diez.
Se le acercó de nuevo el hombre de la puerta.
—Ya te lo dije. No vendrá. Vuelve mañana.
Volvió a sonar el teléfono. Se abrió una puerta y se oyó el tecleo de una máquina de escribir. Jorge se fue a la calle.
La noche tibia; allá enfrente, verdes de luz eléctrica, los eucaliptos. Y un ligero viento. Plaza de Tetuán. El Partido Comunista. La Capitanía General. La Glorieta. Las palmeras. El Parterre. El olor pastoso, pesado, oleaginoso de las magnolias. Lo percibió por la boca, por la nariz, por la epidermis; le dio rabia y apretó el paso. Pero le seguía envolviendo la fragancia aterciopelada, oleaginosa, intolerable, imposible de equilibrar con su inquietud. Luchaba con su propio tufo, con su natural hedor. La furia ascendió, de pronto, contra él.
La magnolia blanca, carnosa, enorme, horrible como una serpiente brillante. Gorda, y destilando perfume de mujerzuela barata. Le subió un abominable gusto a la boca, de tripa mal lavada, acre, amargo, ácido. De prisa, más de prisa: voy a llegar tarde.
Todas las ventanas abiertas, y con luz, por la calle de las Barcas. Asfalto todavía tibio, del muerto día de verano.
Llegó al Colegio Notarial a las diez y veinte. Acababan de llevarse al capitán.
—¿Quién se lo llevó?
—Vinieron con una orden del Comité Central.
—¿Se lo llevó el Grauero?
—No.
—¿Dónde está?
—¿Quién?
—El Grauero.
—Creo que se fue un rato al Ruzafa. Dijo que volvería después de las doce.
Tuvo ganas de subir a ver a su padre. Pero ¿para qué? ¿Qué le diría? Todo le parecía inestable. ¿Dónde acogerse? ¿El comité? ¿Se habrían enterado? Lo mejor era ir allá, a ver qué pasaba. Tal vez le andaban buscando. Llamó por teléfono a su casa. Tardaron mucho en contestar, ya se figuraba que se habían llevado a Emilia, detenida:
—No. No ha llamado nadie. No, no ha venido nadie. Ya estaba durmiendo. ¿Para eso me sacas de la cama? ¿Vas a venir pronto?
—Fue al Partido. Jaime Luque seguía entregando vales para gasolina, tomando café.
—Hola. ¿Quién hay por aquí?
—Nadie, se fueron todos.
Le pareció que había cierto retintín en el tono.
—¿No preguntó nadie por mí?
—Que yo sepa, no.
La inseguridad, la duda, el no saber qué hacer. ¿Se lo contaba todo? Al fin y al cabo, Jaime era del Partido. No, lo mejor era callar. Volvió a la calle. ¿Se habrían enterado otras organizaciones y pedido que se lo entregaran? Allá enfrente el Ayuntamiento y el Gran Teatro, en un edificio nuevo la sede de la CNT. ¿Ir allá? ¿Ver a López? Era absurdo. No le harían el menor caso.
El Grauero. Sí. Buscarlo, dar con él. Tenía que saber algo. Además… Se fue rápidamente hacia la calle de Ruzafa. Los cafés estaban llenos: Barrachina, Lauria, Martí. Mucha luz y mucha horchata, mucha leche merengada, y café. Blanco y negro. Un blanco y negro, un café ruso. ¿Y si comiera algo? Además, ahora se daba cuenta, tenía una sed atroz. Pero ¿y si por comer o beber algo perdía tiempo? A lo peor el Grauero se había ido. No: ya tomaría algo más tarde. Le saludaron tres o cuatro, desde lejos. Llegó a la entrada del teatro. Sólo quedaban entradas de palco. Pagó y entró.
El teatro estaba repleto y olía. Sudor y música, tufo y entusiasmo callado. Todo en sombras, menos el escenario. Papel, pero papel pintado y todos atraídos por él. Los actores pintarrajeados: este es Fulano, aquel es Zutano. Los conocía de sobra, la compañía trabajaba allí hacía meses, y, sin embargo, aquel era Julián, aquel era el Tabernero y aquella la señá Rita.
—¡Vengan copas!
Jorge adelantó a duras penas por la preferencia —gentes apiñadas de pie— a colocarse lo más cerca posible del escenario para poder ver las caras de los espectadores. ¿Dónde estará el Grauero? ¿Dónde se habrá metido? ¿En butacas? No es probable. Hubiese debido sacarla antes. A menos que fuese amigo de un revendedor. Eso era posible. ¿En general? Ahora ganaba sus buenas quince pesetas. Preferencia. Sí, debía estar en preferencia. Además, así podía entrar y salir más fácilmente. Pero era lo más difícil de ver.
—¡Pero, no me queme usted la sangre, señá Rita! Pues no sabe usté que la he dicho a esa bribona, hoy, hoy mismito, esta tarde, sin ir más lejos… ¿Qué le dije? No dije nada. Sólo que sí, volviendo el pulgar hacia abajo. Creo que les pareció bien. Pero es una vergüenza, una falta de hombría que me perseguirá siempre. Guzmán el Bueno. O… Es una vergüenza, ha sido una vergüenza, pero, una vez hecho, ¿no es peor esto que intento ahora?
Le apartó un mozo violentamente.
—No moleste.
—Perdona.
—Pero ¿no vienen esas copas?
—(Copas. Tengo sed. No estaría de más que me emborrachara para acabar de hundirme. El teatro. Un teatro viejo, popular, cochambroso, y la guerra, y la revolución, y todos ahí atentos, sabiendo de antemano lo que va a pasar. Luego cantará don Hilarión y luego lo del Mantón de la China-na. No, eso es antes. Ya pasó. Se saben La Verbena de memoria y, sin embargo, ahí están, alelados).
—Mire usted, señá Rita, no he querido decirle a usté lo que he visto esta mañana, ¿sabe usted? Porque no quisiera haberlo visto, y quisiera no acordarme de ello: ¡Por éstas! Y en fin, que quisiera no haberlo visto. (Yo también, tampoco quisiera haberlo visto. Pero a quien debo ver, a quien necesito ver, es al Grauero).
Jorge aguza la vista, gira despacio la cabeza siguiendo la hilera de enfrente. Nadie conocido, entre tantas cabezas. Ninguno de éstos ha condenado a su padre. No está.
—Hago así para contener el caballo, lo malo que el animal se espanta…
(¡Qué mal lo dice! Voy a ir del otro lado, para ver si anda por ahí).
Otra vez el olor, al salir del apretujamiento, porque el aire más fresco de la entrada hace notar hasta qué punto está viciado el ambiente.
—Cacaus, tramusos.
Sed. Voy a tomarme una cerveza. Desde aquí no se me puede escapar.
Hay un bar pegado a la entrada.
El vaso se empaña del frío de la bebida clara, los dedos se marcan en el vaso. ¡Qué maravilla! Pica, refresca, amargo sedante.
—A él no le vi, pero lo sentí aquí dentro aquí. Como si lo llevara sentado encima de los pulmones, quitándome el aire para respirar. Sí, señá Rita. (En todo hay referencias a uno. En lo más inesperado. ¡Quién había de decir que en La Verbena…! Cada personaje recoge del mundo lo que le atañe. Lo demás se queda suelto. Pasa.
Pagó y se fue hacia la izquierda. Había menos gente. ¡El Grauero, Dios, el Grauero! ¿Dónde se habría metido? A lo mejor, se fue al acabar La Revoltosa. No. No.
—¡Ahora, dígame si no tengo razón para quemarme y repudiarme, y para que este año sea soná la Verbena de la Paloma!
Aplaudieron. Julián saludó. La señá Rita dio un paso adelante.
—Julián.
—¡Ahí está! ¡Qué suerte! ¡Ahí está!
Enfrente, con su mondadientes, el Grauero. Jorge se zafó de la gente que le rodeaba, fuese rápidamente por el pasillo hasta la altura donde había visto a su hombre. A codazos logró acercarse su lado.
—Hola.
—Hola. ¿Volies alguna cosa?
—Sí.
—¿Tens molta presa?
—Sí.
—Ché, espera que se acabe.
—¿No tienes que hacer?
—Mes tard.
—¿Cuántos?
—M’han dit que dos.
—¿A qué hora irás para allá?
—A les dotze.
—¿Te quedarás aquí hasta entonces?
—¿Quina hora es?
—Las once y media.
—Espera que se acabe este cuadro.
—Com vullgues.
—¿Per qué no parles valenciá si u saps?
—En casa siempre hemos hablado castellano.
—Eres un siñoret.
El Grauero lo mira por encima del hombro, removiendo el palillo.
—La música empezaba.
Tiene razón don Sebastián.
Tiene muchísima razón.
—Anem-se’n, este tió no m’agrá. ¡Si l’hagueres vist al Valeriano León…! Aquell si que feia ruire.
—Fueron saliendo, volviéndose de cuando en cuando, con remordimiento.
—¡Qué paseíto tan delicioso nos dimos esta mañana mis niñas y yo en el coche de punto…!
El Grauero se echó a reír.
—¡Menudo paseo…!
Le chistaron y se calló.
(Dar el paseo, darles el paseo: éste también ha encontrado aquí su reflejillo).
—Anem a prendre un café. Tinc temps.
Entraron en el Café Colón. Había mucha gente, y les costó encontrar mesa.
¿Qué aire extraño tenía aquello? Hasta los espejos… Todos vivían fuera de sí. La guerra… Todos exaltados, tensos.
—Tú dirás.
—De los dos, hay uno que me interesa.
—¿El vols passejar tú mateix?
—Sí… y no.
—¿Qui és?
—Un del meu poble.
—¿De Puebla Larga?
—Sí.
(Ahí lo tienes, tanto como lo has buscado. Y ahora, ¿qué le vas a decir? ¿Cómo te las vas a arreglar? Parece fácil. ¿Tienes idea de cómo se soborna, a un hombre de esta calaña? Me mira, me está mirando, con sus ojillos ladinos. ¿Sabrá de lo que se trata? ¿Ya se lo habrán dicho? No es posible… O, ¿quién sabe…?).
—Dicen que los de la CNT dejan escapar algunos por dinero.
El hombre se le enfrentó:
—Escolta, ¿t’envía el comité?
—No, ¿por qué?
—Si no tenen confiança… Yo no tinc cap interés. Ho faig perqué no trobaren a ningú…
—No, hombre, no. Hablaba por hablar.
Era un descargador del puerto, había perdido a su hijo —único— en Barcelona, el 18 de julio. Lo mataron en la Plaza de Cataluña. Había jurado acabar con más fascistas que nadie. Y hacía lo que podía. Fríamente.
—Si tu hijo hubiese sido un fascista, ¿qué hubieras hecho con él?
(No hago más que decir tonterías. No sirvo para nada).
—Xe, tú estás borratxo. ¿Què et pasa?
—¿Vámonos?
Estaban a dos pasos del Colegio Notarial. Llamaron.
—¿Hay algo nuevo?
—Sí. Vinieron a por el viejo.
—¿Cuál?
—Ese de Puebla Larga.
—¿Quién vino?
—Santiago Segura y otro de la directiva del Partido.
El Grauero se rió.
—No tens sort.
(La directiva… ¿Qué querrán? ¿Interrogarle? Sacarle el jugo…).
—Hasta mañana.
(¿A dónde voy? ¿Al Partido? Sí).
Ya no había nadie. ¿Dónde andará Segura? La duda, el vacilar, el no saber qué hacer, ni hacia dónde tomar. Lo incierto es redondo y sin salida, remolino sin fondo. ¿A quién acudir? ¿Para arriba, para abajo? ¿Al Gobierno civil? (¿Otra vez?). ¿A la Audiencia? (¿Lo habrán sacado los de otra organización?). La Marcha de Riego: las doce. Se acabó la emisión. Vámonos a casa. Sí, es lo más sensato. Se acabó. Ya veremos. ¿Dar vueltas? Vueltas y más vueltas. ¡Qué rabia! Soy un pelele, una astilla, menos que una piedra. ¡A casa! ¡A casa! Y no decirle nada a Emilia. ¿Con la cara que debo tener? Está durmiendo. Dormir. No saber.
IV
Dio de bruces con Vicente Farnals. Eran amigos, aunque no mucho. Ahora se daba cuenta de lo que le separaba de todos los demás. ¿Lo suyo, a quién le interesaba? En este momento lo de los demás le tenía sin cuidado. Farnals estaba radiante.
—¿Vas a casa?
—Sí.
—Te acompaño. Y Vicente le tomó del brazo.
—Salgo mañana para el frente.
—Feliz tú.
—¿Por qué no vienes?
—No me dejan los del Partido. ¿Dónde vais?
—No lo sé.
Es feliz. ¿Por qué no salir para el frente? Es una solución, y Jorge Mustieles siente, por vez primera, en medio de las horas que le están ahogando, un respiro, un poco de aire claro. Se nota algo más limpio, sin tanta roña que le va carcomiendo al correr de la noche inacabable.
—Ché, esto es vivir.
Se le escapa la vida por todos los poros, por la boca, y los ojos, en el paso rápido.
—Ahora verán lo que es el pueblo. Ahora verán lo que es España.
Jorge Mustieles mira de reojo a su acompañante. Ha resuelto su problema. ¿Qué problema? El que tuviera, fuese el que fuese. No sabe pero siente que Vicente Farnals se ha quitado un peso de encima. De verdad, no lo mandan al frente, sino a Madrid, a hablar con Pascual Tomás.
Están cerrando los cafés. De pronto se enfrentan con Segura y sus adláteres reverenciales.
El tribuno radical socialista gasta melena, y si abandonó las sandalias fue por respeto a su ascendiente autoridad sobre las masas: que la cursilería también es una fuerza, si de buenas a primeras sirve para encandilar campesinos que nunca oyeron hablar de la «bóveda de los mundos y los clavos rutilantes que la sostienen», ni del «atardecer rojo y morado que cubre la huerta con su manto de armiño sangriento», ni de «las libertades eternas de la Revolución Francesa», ni, tampoco, «de la fuerza prodigiosa del fecundo suelo de la huerta valenciana». Todo ello aderezado con una ensalada panteísta de voz cálida y gesto rotundo, con su sal de, ¡ahs! Y su pimienta de silencios. Santiago Segura tuvo, muy rápidamente, un auditorio boquiabierto de lo más entusiasta, que lo reputaba nuevo Castelar de la nueva República. Luego se desinfló, al penetrar en las Cortes, porque los tiempos no se prestaban a imaginaciones panteístas, y le entró miedo del ridículo; se apagó su facundia y sus partidarios, desencantados, le fueron olvidando, menos un puñado de teósofos, que se decían en el secreto, y era éste de condición decisiva: el imperio teosófico sobre todo el mundo, y Santiago Segura su profeta español. Por eso, quizá, ahora, estudia árabe.
Jorge se lo lleva aparte.
—¿Y mi padre?
—¿Tu padre?, —el tribuno se hace el sueco, que es de buenos políticos no darse por enterado de lo que se sabe, y ver venir.
—Fuisteis vosotros a por él esta noche.
—Sabes más que yo.
—Pero…
—Calma, hombre, calma —el tribuno sonríe, mefistofélico—. Hasta mañana.
Se marchan. Jorge se queda de piedra. ¿Qué habrá querido decir? ¿Intervendrá Segalá? ¿Lo habrían soltado?
—A mí me carga este tipo, no sabes tú cómo me carga… Es un cursi.
—¿Segura?
—Sí.
—Habla muy bien.
—Para no decir nada.
—Tiene talento.
—¿Qué me vas a decir si es de tu partido? Pero tipos así son los que han traído esto.
—¿Qué querías que hiciesen?
Jorge habla por inercia. Quisiera echar a correr. Vicente Farnals habla con ímpetu:
—Acabar con los traidores. ¿A quién se le ocurre dejar en sus puestos, dar mando a generales monárquicos, a reaccionarios? No quisieron hacer la revolución el treinta y uno, ahora nos va a costar más sangre. Pero si éstos, los tuyos, creen que van a seguir mandando, están frescos: Prieto acabará con ellos.
Habla por hablar. Inventa. Le da cierta vergüenza, piensa que lo hace como si Gaspar Requena le estuviera oyendo. Está hablando para él. Aceptó el ir a Madrid por la misma razón. Siente la quemazón de su mentira a medias.
Cruzan la calle de San Vicente. Jorge le oye, como si estuviese a cien leguas, hace cien años. ¿Dónde estará su padre?
—Estuve esta tarde en Sagunto. El poder está, ahora sí, de veras, en manos del pueblo. Ahora habrá igualdad para todos. Y mis hijos podrán ser ingenieros…
—¿Por qué ingenieros?
—A mí me hubiese gustado serlo.
—A lo mejor quieren ser otra cosa.
—Pues podrán ser otra cosa. ¡Qué bien huele la noche!
(El olor del teatro Ruzafa, los forillos de papel. Y sí, la noche huele, lejanamente, a magnolia —ya no le molesta su olor—, huele a dulce, a suave, a blando, a capa de estrellas; a siempreviva, si olieran; a sin fin. Su padre debe estar a salvo, y él también. Sin comerlo, ni beberlo. Calles solitarias e iluminadas. Pasos largos y sonoros).
—La verdad es que, hasta ahora, no se daba uno cuenta de que vivía. Una buena pistola en la mano sirve para muchas cosas, aunque sólo sea para acariciarla.
(Mi padre debe pensar otra cosa. ¿Cómo no ha de haber guerra si hay pensamientos tan distintos?).
—Mienten los dos, o ni siquiera llegan a eso: procuran engañarse escudándose con frases medio vacías, donde cabría algo de verdad. Sienten la falta que les une. No se atreven a despegarse el uno del otro.
—Tu casa queda por ahí.
—No, te acompaño. Tengo ganas de andar.
La Lonja y San Juan. El gótico isabelino del palacio recortaba los dentellones de sus almenas coronadas en el cielo de la noche clara. Optimismo. ¿Por qué no hemos de ganar?
—Que tengas suerte.
—¿Quién no la va a tener?
A pesar de lo simpático que le era a todos Vicente, le dieron ganas de acabar con él a puñetazos.
—Buenas noches.
—Salud.
Si Segura es un cursi, él, ¿qué es? Lo ve alejarse, doblar la esquina.
Vio sombras en el balcón y subió corriendo. Su padre estaba allí, esperándole. Se abrazaron. Emilia le reconvino:
—Podías haberme dicho algo.
—¿Para qué?
—¿Cuándo le soltaron?
—Hace un par de horas.
—¿Quién fue?
—Segura y otro que no conozco. Supongo que te has movido lo que has podido. Como es natural ellos no me dijeron nada. Cuando supe que me habían detenido gente de tu partido respiré un tanto. ¡Cabrones!
Jorge y Emilia se quedaron de piedra. Era la primera vez que oían palabrotas en boca de don Pedro.
—No me miréis así. Pero me la van a pagar. A mí, y a tantos otros como yo. No perderán nada por esperar. Ganaron en Barcelona y aquí, y en Madrid. Pero van a ver lo que es bueno. Mataron a Calvo Sotelo, se murió Sanjurjo. Pero quedamos miles que harán entrar en razón a esa ralea. ¿Qué se han creído? ¿Qué había llegado la suya? ¡Pues van aviados! Somos muchos, y más de los que se creen. ¿Hay alguna gente decente entre ellos? ¡Cuatro pelagatos que no tienen media bofetada! ¡A lo que hemos llegado! ¡La República! ¡Me chincho en tu cochina República! Aunque supongo que ya habrás cambiado de opinión. Mamarrachos. Cuatro chulos y miles de canallas. ¡Me la pagarán, vaya si me la pagarán! Y antes de lo que se suponen. El aire de superioridad que tenía ese idiota de Segura. ¿Pero qué se habrá creído? Que porque era tu padre. ¡Habrase visto! Que si tenía armas. ¡Claro que las tenía, y bastantes más que no han encontrado, ni encontrarán nunca como no sea enfrente y apuntando… Badulaques. Ahora esto es el reino de los descamisados, de la chusma, de los que no tienen dónde caerse muertos y se hacen la ilusión de que van a mandar! ¡Qué se aprovechen pronto! Golfos. Ahora se sabrá lo que es el orden, así haya que acabar con media España. ¡Ahora sabrán lo que es bueno! ¡Marranos! Figúrate que el tío Candela tuvo la osadía de detenerme, ¡a mí!, en el pueblo. Y ni Dios chistó. De eso también me encargo yo. Cobardes. Rateros. Puercos.
—¡Chist! —bisbiseó Emilia—. ¡Qué le pueden oír!
—¿Y qué? ¿No estoy en casa de un radical socialista? ¡Granujas! Ya me oirán, no os preocupéis. Y pueden correr en espera de una amnistía. ¿Tú sabes cómo han puesto al pueblo? ¡Han convertido la iglesia en hospital y la capilla en almacén! ¡Para qué te voy a contar! Detuvieron a don Crisanto y a don Luis Moya. Pero la pagarán, ¡la pagarán! Se llevaron los cuadros para el museo… ya les daremos museos, que no se preocupen…
Se le atragantaban las palabras. Rojo de furia. Andando de aquí para allá, poseso.
—A punto estuvo de que la pagaran antes. Si no es porque aquí se acobardaron en los cuarteles… Que eso también habrá que ponerlo en claro. No todos los militares tienen bien puestos los pantalones.
Alto de color, muy cerrada la barba salpimentada, el traje negro, sin corbata, la camisa blanca, sucia en el cuello y los puños; el vientre de buen ver, el pelo corto y todavía abundante. Le temblaban las manos, al sacar la petaca. Manos cortas y anchas, los dedos tintos de nicotina, pardos.
—Ya verán lo que es bueno… no van a perder nada por esperar, ¡ya les daremos revoluciones! Os aseguro que no les van a quedar ganas.
—Pero, padre, le han soltado.
—¿A mí? ¿Y qué? ¡Pues sí que estaríamos aviados si íbamos a hacer caso…! …Pero ¿es que no te das cuenta de lo que está pasando? Están salidos. Salidos de su madriguera cochina y maloliente, y se han creído que el mundo es suyo, ¡chusma indecente! ¿Pero desde cuándo son hombres? Todo porque se les ha dado alas. Ya cogeremos a tu Azaña. Ya le daremos estatutos, y semanas de cuarenta horas cobrando cuarenta y ocho, y vacaciones pagadas.
Se revolvió furioso y asentó, categórico:
—Toda la culpa la tiene Romanones.
Era curioso: desde el día en que, hacía años, el viejo político liberal y cojo no atendiera una petición suya, sin mayor importancia; todo lo malo, para don Pedro, era fruto del pícaro político monárquico.
—¿Usted cree que va a acabar pronto?
—Cómo no, hija. Mola se planta en Madrid en ocho días, si es que antes no llegan Queipo y Franco.
—¿Y aquí?
—No te preocupes. A lo sumo en quince días… tenemos el ejército y los amigotes de Jorge no tienen dónde —dudó un momento y repitió una frase anterior—… dónde caerse muertos —se rió—: Pero que no se preocupen, ya les encontraremos lugar: tierra no ha de faltar.
(¿Qué le digo? ¿Qué contesto? No estoy acuerdo con él. Pero ¿vale la pena? Lo mejor es callar, seguirle la corriente: que se marche).
—¿Qué piensas hacer?
—Irme del otro lado, cuanto antes. Irnos. Comprenderás que no voy a volver a Puebla Larga.
—Tal vez no va a ser tan fácil.
—¡Cómo no, hijo! Ya verás. Tengo mis informes. Los viejos sabemos mucho, y aún tengo que dar guerra. Mañana vas a ir a ver a don Saturnino.
(¿Con qué cara me presento mañana a don Saturnino?).
—Bueno, y ahora me voy a dormir. Que vosotros también necesitáis descansar. Hasta mañana. Oye, hija, ¿tienes granos de linaza? Y un vaso de agua.
Que don Pedro es hombre de intestino perezoso.
Jorge y Emilia se desnudan sin hablar, ella se pone sus bigudís. A él le cuesta trabajo quitarse los zapatos. De tanto andar se le ha roto el calcetín derecho, y su pulgar aparece blanco y ridículo. Se acuesta en calzoncillos y camiseta. Ella gasta pijama, colmo de modernidad. Él está temiendo la pregunta. Pero sabe que no puede esquivarla. La soslayará: por algo tiene sueño. Ya llega, ya revienta en los labios de la cónyuge:
—¿Qué piensas hacer?
—No sé. Ya veremos.
—Pero ¿piensas que nos marchemos con él?
—No.
—¿Qué le vas a decir?
—No lo sé.
—¿No estaríamos mejor del otro lado?
—¿Y si pierden?
—También es verdad. Lo mejor sería…
—¿Qué?
—Esperar y ver.
(¿Cómo le digo que tengo confianza en la victoria de la República, que la deseo? Debí contestarle al viejo. Debí haberle dicho… Sí, sí, como siempre: dos horas demasiado tarde).
—Déjame dormir. Estoy reventado. Le tienta las nalgas. Se dan un beso. Se vuelven de espaldas. Apaga la luz.
—Buenas noches.
(Ahora el Grauero subirá al coche con el fascistón aquél. ¿Dónde irán? Le pegará un tiro en la nuca. Podía haber sido mi padre. Hubiese sido justo. Hay luna. Quizá vayan al Palmar. Los álamos se recortarán en el cielo, las hojas plateadas y las estrellas. El ruido del agua de las acequias que bordean la carretera. Las casuchas, las barracas, los puentecillos. Los geranios, de noche, parecen negros. Los perros. Todo tan quieto y el croar de las ranas. Llegarán al bosquecillo aquel de pinos, se les hundirán los pies en la arena de la playa…).
Se duerme, muerto.
Don Saturnino es amigo del cónsul de Francia. En su puerta hay pegado un oficio donde se lee que aquel piso está bajo la salvaguardia del gobierno francés.
—Sería mejor que embarcara en Alicante. Es más fácil.
—Mi padre prefiere hacerlo aquí.
—Sale un buque dentro de ocho días, para Sete. Este no es el problema, sino la FAI que controla el puerto. Es posible que con dinero se pueda arreglar.
Don Saturnino tiene siete hijas, y todas casaderas. Cinco han acogido la revolución con alegría. Las otras dos iban para monjas, y ahora están en casa. Don Saturnino habla bastante bien el francés, estuvo en París cinco años, vendiendo naranjas. Ahora hace traducciones y escribe novelas por entregas. Le pagan relativamente bien porque es amigo de don Luis del Val. (Jorge conoce al famoso folletinista, que vive en el último piso en una casa de la calle Garrigues. Es un hombre cincuentón y vive con una mozuela. Se cree tan buen escritor como Cervantes: lo dice echándolo a broma, pero en el fondo, no lo duda). Don Saturnino que ha vivido en el extranjero, fue algo volteriano. Ahora es muy beato, y redacta, también, la Hoja Parroquial. A veces condena sus propias obras.
—Hay que vivir.
Y vive, pero mal. Ahora su amistad con el cónsul francés le permite ganar algún dinero más. Le confían documentos, valores, joyas. En el fondo bendice la situación. Lo único que desea es que dure. El cónsul francés emplea su valija diplomática para enviar fortunas al extranjero; y su influencia para hacer embarcar algún que otro enemigo de la República. Sobre todo si es rico. El cónsul francés, es francés de recuerdo. Hace cincuenta años que vive en Valencia.
—Si quiere, yo puedo hacer una gestión. Costará lo suyo, como es natural.
—Pero ¿habrá sitio para mi padre en ese barco?
—¿Para él solo?
(Llegó el momento. ¿Qué hago? ¿Qué digo? Bueno, pido sitio para Emilia y para mí, y a última hora, no embarco).
—Tres pasajes. ¿Qué costará?
—No lo sé. Pero… peor es perderlo todo. ¿O no?
—¿Y los de la vigilancia del puerto?
—Vuelva usted pasado mañana.
Don Saturnino es feliz: le dan los folletines hechos. Se siente personaje: personaje de sus propias novelas. En el recibidor, asoman dos de las hijas de don Saturnino.
—Jorge, ¿qué tal?
—¿Y Emilia?
—¿No hay novedad?
(Esta es otra: un año casado, y sin familia. En provincia y entre católicos, por muy radical socialista que uno sea, es una vergüenza).
Una vez en la calle, Jorge duda un momento. Son las diez de la mañana. A la derecha las Torres de Cuarte, a la izquierda el Tros Alt. ¿Qué hacer? ¿Por qué no pasar por el despacho? Al fin y al cabo es abogado, trabaja con don Celestino Cruz, criminalista famoso, hoy en San Sebastián. No por nada, sino que, huyendo de la feria de Julio, le sorprendió la rebelión veraneando. No hay noticias suyas, pero nadie se preocupa, sabe guardarse solo.
(Si paso por el despacho, a lo mejor hay alguna carta). Lo que no hay son clientes, se vaciaron las cárceles, y los litigantes civiles no aparecen. La justicia ha tomado otros derroteros. Los códigos descansan.
(Si me voy con mi padre lo peor será que tendrán que darle la razón a Mapamundi. Pero ¿por qué me tengo que marchar? Que se vaya mi padre… y Emilia. Haré vida de soltero). Sonríe. El mercado como si tal cosa. No hay quien mueva la tierra: ahí están las lechugas, las coles, las berzas, los tomates, las berenjenas. La gente se apretuja, regatea, compra nabos, compra carne, compra pescado. Bajo San Juan, las hileras de cubos de zinc, brillantes. Los toldos resguardan del sol y recogen el calor. Todo está blanco, amarillo y verde. Regaderas, heladoras, jaulas, moldes para el horno, sartenes y paellas, trébedes de hierro negro. El ladrillo rojo oscuro del mercado nuevo, no está ahí más que para contraste. Los escalones de la Lonja; entrevé las finas, esbeltas y retorcidas columnas. La bolsa está desierta, los corredores tienen otras cosas en qué ocuparse y los sindicatos han intervenido las cosechas. Las droguerías abiertas huelen a color fresco. La gente se apretuja alrededor de los puestos de confitura. Avellanas, cacahuetes… Todos los días, cuando pasa por el mercado, frente a aquella droguería, se acuerda de Arroz y Tartana; por lo menos durante la primavera y el verano. Se le borra al llegar a la calle de San Fernando.
—¿Aon vas?… —Ya saps… Anemsen… Repalleta…
Todos altos de color para poder compaginarse con lo que da el sol a cada objeto, a cada piedra, a cada hierro. Los rieles del tranvía deslumbran y la grasa, hija de la buena tierra: las mujeres sobradas y orgullosas de sus mollas. Sorolla: se lo trae a la memoria las lonas de los toldos, velas rosadas de las parejas del bou, hinchadas, como las blusas que sostienen los amplios pechos de las bien asentadas matronas.
Nada en el despacho de don Celestino. El teléfono y su tentación. Llama a Segalá, está en la redacción del «Mercantil Valenciano», nombre propio, porque Valencia es, ante todo, eso: mercantil. Produce y vende, su cultura se recata, buen pueblo de eruditos callados, de no mucha monta. Quedan los pintores y Blasco-Ibáñez para la gloria fachendosa, no por ello sin base. Valencia, llena, sobrada por todas partes, brillante y olorosa, gritona. Verde y con su gente vestida de negro, ignorando el luto y el invierno. (¿Por qué pienso ahora en ello? ¿La voy a dejar?).
—Espere, ahora le llamo.
¿Qué le voy a decir? ¿Por qué le voy a hablar? Siempre me meto donde no me llaman.
—¿Qué quieres?
—Después de lo que ha pasado, comprenderás que yo no puedo seguir formando parte de la comisión.
—¿Por qué no, hombre? Te portaste.
—No. No estaría bien.
—¿Y por qué me planteas eso a mí?
—Hombre, como tú…
—Habla con el ejecutivo.
—Prefiero que lo hagas tú.
—Como quieras, pero estás en un error.
(¿Por qué dimito? ¿Es que ya me considero fuera, a medio viaje? Si no me voy a ir…).
—No puede llevarse nada. Tenéis que ir hasta el puerto en tranvía, para no llamar la atención. Supongo que tú les acompañarás.
—Sí, desde luego: por si pasa algo. Y una vez allí, ¿por quién pregunto?
—Por Santiago Piferrer.
—¿Usted le conoce?
—Sí.
—¿Está de acuerdo?
Don Saturnino mira a Jorge con cierta ironía.
—¿Traes dinero?
Jorge se queda indeciso, un momento. No respira a gusto. Algo le oprime.
—¿Se lo doy a usted?
—Tú dirás…
—Es que…
—Si no te fías, con volverte atrás está todo hecho.
—¿Sabe que se trata de mi padre?
—No.
—¿Entonces?
—No te preocupes. Todo saldrá bien.
—Quisiera consultar antes con mi padre.
—Eres muy dueño.
El viejito está feliz. Nunca había supuesto poder desempeñar un papel importante en la vida. Ahora, cuenta; y le cuentan, y de las diez mil pesetas hay un buen pico para él.
Don Pedro le echa una filípica a su hijo: cuando se juega hay que jugar limpio:
—¡A entregar ese dinero en seguida!
—Pero ¿si se quedan con él y no nos dejan embarcar?
—No te preocupes. Se sabría en seguida y se les agotaría la mina. Se trata de un barco frutero francés, que viene a cargar cebolla.
—¿No se lo decimos a nadie?
—A nadie. Bueno, a la madre de Emilia.
—¿Me puedo llevar el aderezo?
—Mejor, no.
—Lo puedo esconder entre el sujetador y la faja.
—¿Y si te registran?
—Déjalo con tu madre.
—¿Y si se lo quitan?
—A tu madre no la molestarán.
—Yo no estoy tan segura.
—Haremos que nos lo mande.
—¿Cómo?
—Eso es cosa mía.
Don Pedro está muy seguro de sí. Emilia tiembla. Jorge está decidido a quedarse. Su padre, su mujer, creen que se marcha con ellos, pero él lo tiene resuelto: les acompañará hasta el barco y, en el último momento desembarcará. No tendrán tiempo de intentar convencerle. Ya tiene pensado despedir a una de las dos criadas, y no comer en casa. Se siente libre feliz. El Partido le señalará un trabajo importante. Su papel subirá como la espuma. Tal vez llegue a director general. Tendrá libertad de movimientos. Su suegro está del otro lado. Por casualidad, pero del otro lado: fue a examinar unas minas cerca de León. La marcha de su mujer se puede justificar sin demasiado trabajo. Se quedará en el café hasta última hora. Vendrá a dormir al hilo de las tres de la mañana. Nadie le podrá regañar, nadie le preguntará:
—¿De dónde vienes? ¿Con quién has estado?
Podrá ir, tranquilamente, a casa de la Lola, al chalet del camino del Grao.
—¿Nos vamos?
Emilia echa una mirada húmeda al piso, a través de lagrimones retenidos.
—No seas tonta.
—No te preocupes —dice el suegro— antes de un mes estaremos de vuelta. Ya están en Talavera.
(Sí. Ya están en Talavera. ¿Qué ha pasado? ¿Y las milicias? ¿Y el ejército? ¿Por qué no los detienen? ¿Por qué no les cortan arriba o abajo de Badajoz? Con llegar a la frontera portuguesa está todo hecho. Supongo que lo han pensado. Se le ocurre a cualquiera que vea el mapa. Un empujón, y ya está).
—Y, una vez en Francia, ¿qué haremos?
—Tú, no te preocupes. Es cuestión mía.
Hizo una pausa.
—Hemos entrado en Irún.
—¿Cómo lo sabes?
—Pareces tonto.
—¿La radio?
—¿Pues, qué?
(Irún… ¿Será verdad? ¿Será verdad que los franceses no nos ayudan? Pero el pueblo. El pueblo…).
No podía comprender cómo iban a arrancar al pueblo la ciudad de Valencia. Llegarían un día, así de repente, y desfilarían los fascistas por la calle y la gente aplaudiría y el gobernador volvería a ser el gobernador, con chaqué y botines… No era posible. Las piedras se levantarían… No iba más allá su imaginación.
(Todos esos milicianos que parecen capitanes, como dice Machado… ¿Los voy a dejar? ¿Voy a abandonar esta esperanza, este mundo lanzado hacia adelante, por obedecer a mi padre que nada me manda, a mi mujer, que hará lo que yo diga? ¿Tan nada soy? Ya sé, del otro lado viviré tranquilo, a la sombra de mi padre. Aquí, ¡quién sabe lo que puede pasar! El problema es saber si el entusiasmo podrá con la disciplina. Si la buena voluntad basta para ganar una guerra. Sí la razón es suficiente… Si el empuje de todo un pueblo le podrá a un puñado de reaccionarios. ¡Cómo no ha de poder!).
Jorge se quería convencer, y se convencía.
(Pero ¿cómo le digo a mi padre que me quedo? Sí, en el último momento, en la pasarela, me cerraré en banda y echaré a correr).
Subieron a tranvías distintos. Eran las diez de la noche y había poca gente. Don Pedro volvió el asiento, para sentarse de espaldas a los demás. Se había puesto una blusa negra, de huertano. No necesitó pedirla, se la trajeron del pueblo, de la casa. Que allí se había quedado el aperador y nadie se preocupaba ya de su suerte.
Olía a magnolias. Pasó el tranvía por el puente, sobre el cauce seco del Turia. Todo eran luces en la noche y el silencio mecido por el ruido monótono del tranvía. (Daba bandazos, como los daría el barco, dentro de nada. El camino del Grao. La casa de citas, ahí a la entrada. Los árboles. Clok, clok, clok… Subirán primero: Yo me quedo… La fábrica del gas. El paso a nivel. ¿Ya llegamos? ¡Qué fácil de decir y de pensar es todo! Pero, luego, cuando hay que hacerlo, ¿no te vas a atrever? Claro que te atreverás. ¿Y qué? No van a salir corriendo detrás de mí. Yo no puedo dejar esto; sin mi padre, ya será otra cosa. Subiré por… subir. Claro. El paso a nivel. ¿Pero, no lo habíamos pasado ya? El Grao. Ancha calle. Los cines. El puerto. Hay que bajar).
Debían reunirse en el café del puerto y esperar. Allí estaban ya don Ramón y Emilia.
—Siéntate.
(¿Y si nos detienen ahora?).
Entró un hombre bajo y gordezuelo, con una mancha avinagrada que le cortaba brutalmente la cara.
—Vengan.
Fueron hacia Caro. Entraron en un despacho bajo: el de la compañía naviera.
—A ver sus pasajes.
De pronto, una sirena. Una sirena del barco que remueve las entrañas. Empezaron a temblarle las piernas, quería mandar en los molledos de sus pantorrillas, y no podía.
—Vamos.
Cruzaron la calle y siguieron la verja de hierro que cierra el puerto. Del otro lado, a lo lejos, cerca de los tinglados, en el muelle, gentes iban y venían apareciendo y desapareciendo según las altas luces. Y otra vez la sirena que ahoga, que corta la respiración.
—¿No iremos a perder el barco?
(¿Iremos? No: irán).
Penetran sin dificultad en el recinto del puerto. Atraviesan las vías.
(No se le vayan a enganchar los tacones a Emilia. Sería absurdo llegar al barco con un zapato, coja). Se acercan a los tinglados. El hombre gordo con la cara horrenda va delante. Todos callados. Ruidos de cadenas. El motor de una gasolinera. Cajas de cebollas. Cajas, montones de cajas. Olor podrido. El mar oscuro que lame la piedra lisa, trabajada por hombre. Guardias, milicianos de la FAI. ¿Qué va a pasar? Y, de pronto, Carratalá. Carratalá que lo mira, que lo está mirando como si no lo conociera, y que, sin embargo, le dice, impersonal:
—Hola.
Jorge contesta, tan bajo que él sólo se oye. El gordo de la cara cortada —no cortada, no, empastelada de vino, como si fuera una carúncula morada, toda ella jaspeada de granos más oscuros— habla con Carratalá, le enseña unos papeles. Pasan. Carratalá le mira:
—Buen viaje.
Jorge quiere decirle que no, que él no se va, que ahora mismo vuelve, que va a dejar a esos —así impersonalmente también— a esos, a bordo del barco que se ve ahí cerca, atracado de costado, negro, enorme, con seis o siete luces que penden del cielo; pero no puede abrir la boca, porque le siguen temblando las piernas.
(Luego, se lo explicará).
Siguen adelante, en fila, que las pacas y las cajas no dan para más. El mar huele a mar y a desconocido, un olor profundo y sucio. Y el ruido de su vaivén.
—Cuidado.
Un cabo suelto. Los bolardos.
(Sí tropezara y cayese al agua… no sé nadar. Aquí, en Valencia, la gente no sabe nadar. Valencia es una ciudad de tierra adentro, más campesina que marítima: mercantil. Así se llama el Ateneo y el periódico más leído. ¿Qué diría Segalá si me viera ahora aquí?).
La gente va y viene, indiferente. Indiferencia del otro mundo, que es el mar. La pasarela, puente aquí al más allá, sube y baja lentamente, dando a entender su inseguridad. Dos guardias a la entrada. Y otro. Es, de nuevo, Carratalá. Cargan, todavía, unas cajas. El motor, la grúa y sus chirridos. El capitán, debe de ser el capitán, ahí, en el puente. Cae agua por el costado del barco, como sangre por una herida, como si un toro le hubiese corneado el flanco. El ruido del agua cayendo y que lo llena todo. La noche es un gran toro negro que lleva al barco en sus cuernos. ¿Por qué está Carratalá ahí? ¿Cómo ha venido?
(Aquellos dos que salen por la escotilla y vienen por el puente: los conozco. ¿Quiénes son? No, no los conozco. Es absurdo ¿Qué me pasa? ¿Por qué estoy tan nervioso? Aquella cara que se asoma por esa portilla, ese sí tiene cara de francés. ¿Por qué me fijo en lo que no quiero fijarme, en lo que no me importa?).
Jorge no quiere pensar en que dentro de veinte segundos tendrá que decir a su padre que se queda. Ya llegan a la pasarela. Luz amarilla de los focos altos. (Todos tenemos caras amarillas. Carratalá ahí plantado. ¿Cómo se lo diré? ¿Me quedaré en tierra por las buenas? El hombre gordo de la cara manchada de vino habla de nuevo con Carratalá. Nos miran, los dos guardias nos miran).
Emilia se le acerca, se le pega.
—Calla…
—Pasen.
Don Pedro sube por la pasarela.
—Anda.
Emilia se suelta y pone un pie inseguro en el puentecillo inclinado. Don Pedro ha llegado a la cubierta. Habla con un oficial francés. Se vuelve. Emilia está ya llegando, el francés le tiende la mano.
(Ahora. Ahora).
—¿Qué esperas?
Es Carratalá.
—Yo me quedo. (Habla en voz baja).
—¿Dónde?
—Aquí.
—¿Lo dices de veras?
(Parece que se ríe, tan serio. Todo está de carcajadas. Se lo contará a todos. ¿Cómo voy a justificarme? ¿Con qué palabras? La lengua se le hincha horriblemente. Ya no la puede mover. Ya no se puede mover. Todos le acusan.
Ayudaste a que huyeran. Y no puede hablar, materialmente: no puede. Pero aunque pudiera, ¿qué diría?).
Don Pedro: ¿Qué esperas?
Emilia le está mirando. Las barandillas de las pasarelas se mueven lentamente, suben y bajan mecidas por el mar inmóvil y negro. Y, de pronto, todo se conmueve, todo se abre, todo se rasga: la sirena ulula.
El brazo de Carratalá le empuja hacía adelante. Ya está a bordo.
—Vamos…
Su padre lo mira frío, fijo, a los ojos.
—¿Qué quería ése?
—Nada.
Pasan entre las luces verde y rojas de la bocana.
(¿Qué soy? Un cobarde. Un asco. Un estropajo. Nada. No sirvo para nada, para que frieguen conmigo los suelos).
Llora, encuentra consuelo en sus lágrimas, llegan a la boca, están saladas. Boca. Bocana y mar. El aire está frío y azota.
—Vamos. Te vas a enfriar.
No se puede mover. Sus músculos no le obedecen.
V
Se quedaron tres días en Bayona, descansando. Hacia una temperatura ideal. Septiembre entraba con buen tiempo. Aire dorado de las márgenes del Adour.
—Te veo muy caviloso —le dice don Pedro a su hijo.
—No.
—¿Para qué niegas la evidencia?
—¿Cuándo piensa entrar?
—¿En España?
—Sí.
—Mañana. Pero ¿por qué has dicho «piensa»?
—Yo me quisiera quedar aquí.
—¿Con qué dinero?
—No sé.
—¡Ah! Siempre serás igual. ¿Y se puede saber a qué se debe esta ventolera?
—La verdad es que yo vine para acompañarle, no creo que tenga nada que hacer con los nacionales.
Don Pedro cae del cielo, es de esos hombres que no pueden sospechar que personas de su familia piensen de modo distinto al suyo.
—¿Qué estás diciendo?
—La verdad.
—Podías haberlo dicho antes. ¿Así que tú apruebas todo lo que están haciendo los rojos?
—No, todo no. Pero la legalidad…
—¿Me vas a salir, ahora, con esas triquiñuelas? Bueno, hijo, bueno. Si te quieres quedar, te quedas. Yo entro mañana por Irún, veremos cómo te desenvuelves entre tanto francés. Por lo menos aprenderás a «parlarlo». ¿Tienes dinero? A lo mejor te contratan como hombre sanviche, de esos que anuncian por ahí los aperitivos. ¿Quieres tomar uno? No te preocupes. Yo convido.
Jorge no podía aguantar a su padre en ese tono de vulgar ironía. Además se sentía culpable e indigno. El viejo, cachazudo, le miraba con una llamita de desprecio.
—¿Quieres otro vermouth? Ese también te lo pago yo. No te conocía bajo este aspecto. ¿Conque rojillo, no? ¡Quién lo iba a decir! Creí que eras más listo. No pareces hijo mío. Les van a dar pocas. Nunca servirás para nada.
—Usted también fue republicano.
—¡Uy! ¿Y tú crees que la República que yo quería, en tiempos de Maricastaña, se parece en algo a la vuestra? ¿De veras puedes pensar que ese infierno que habéis inventado puede durar un mes más? Lo veo y no lo creo, ¡tú!
Don Pedro empezaba a sulfurarse, que así era él echando energía a su propia máquina.
—¿Lo sabe Emilia?
—No.
—Ya me parecía a mí. Bueno, tú dirás, escoge: si quieres, puedes volver a Valencia… con tus amigos. Para mí, como si hubieras muerto. Mejor harías en hacerle un chico a tu mujer.
(Estar muerto, ¡no vivir!, ¡no oír!, ¡no volver a ver nada! Soy un cobarde, un cobarde, un cobarde. No sirvo para maldita la cosa. Bajaré la cabeza y me revolcaré. ¡Me revolcaré hasta no ser nada!).
En San Sebastián fueron a vivir en un hotel de segundo orden. Don Pedro encontró amigos de su calaña y se pasaba el tiempo en el café. Jorge se dedicaba a pasear, solo, porque Emilia no se encontraba bien. Daba grandes caminatas por el rompeolas, o alrededor de la Concha. Se sentía abatido. Miraba a las mujeres con ganas de enamorarse, por hacer algo. Siguió tardes enteras a una moza que no le hizo el menor caso. Lo detuvieron a los ocho días. Lo llevaron al Gobierno Civil y luego a la cárcel de Ondarreta. Se sentía más tranquilo. Pagaba. Le preguntaron si se trataba efectivamente de él. Conocían perfectamente sus andanzas. No negó su filiación. Descansaba, sin preocuparse por su suerte. En lo más, oscuro, en la base, en las heces, fiaba en su padre. Además, todo le era indiferente. Eso, mientras lo tuvieron incomunicado. Al tercer día le pusieron en una celda con seis más. El cuchitril era para uno. Había un francés, tres vascos, uno de Valladolid y un, muchachito de Melilla.
—¿Tú, de dónde eres?
—De Valencia.
—¿Cuándo te cogieron?
—Hace tres días.
—¿Dónde?
—Aquí.
Lo miraron con desconfianza, su indiferencia les pareció ofensiva. Se quedó aparte, abúlico.
—Ayer sacaron a dieciocho.
—¿Para qué?
La pregunta se le había escapado en su despreocupación; prefirió hacerse el tonto. A través de la reja, aupándose, se veía la bahía y la isla de Santa Clara.
Los tres vascos eran hermanos, de un pueblecito de al lado. Católicos y nacionalistas. El francés, del norte, se había batido en Irún; creyó haber vuelto a pasar la frontera, la noche en que entraron rebeldes se tendió, rendido, en tierra y se durmió. Así, le cogieron. Aún le duraba la cólera. El de Valladolid no hablaba, el jovenzuelo de Melilla se moría por fumar.
—¿Dónde te cogió el movimiento?
—¿A mí?
—Sí no quieres decirlo, eres muy dueño.
Jorge mintió, por vergüenza.
—En Segovia.
—¿En Segovia?
—¿Y no pudiste escapar?
—Creí que era cuestión de días.
—Para quien es cuestión de días es para nosotros.
Jorge no apartaba la vista del excusado, redondo, en una esquina.
—¿Qué miras?
—¿No os sacan para?
Los tres hermanos se pusieron a reír, con ganas.
Todos tenían barbas viejas de quince días. Cayó la noche.
—¿No dan de comer?
—A las cinco. Cuando te trajeron, acabábamos de hincharnos…
—¿Dan bastante?
Lo volvieron a mirar con extrañeza. Aquella noche les tocaba dormir en el catre al de Valladolid y al de Melilla. Los otros se tendieron en el suelo. Jorge se aguantaba los retortijones de vientre, incapaz de desahogarse, todavía, frente a gente extraña. A las tres de la mañana se oyeron unos pasos.
—Ya están ahí.
—¿Quién?
Entró un falangista, de uniforme. Otros dos se quedaron de guardia, en el pasillo.
—Belaustegoitia.
—Presente. Contestaron los tres.
—¡Uno sólo! Belaustegoitia Goiri.
El que leía hizo una pausa. Se regodeaba. Le divertía pensar que los tres que tenía al frente, mozancones altos y fuertes, estaban pensando que no les iba a tocar a ellos, sino a sus hermanos. Los miró, uno tras el otro, acariciándose la barbilla, que tenía hundida. Luego alejó el papel que traía en la mano, como si necesitara de la distancia para ver mejor.
—Juan —dijo despaciosamente.
—Quisiera confesarme.
—¿Tú?
—Sí, yo.
—No me digas, lo siento.
—Quiero un confesor.
—Oye, tú, aquí hay uno que quiere un cura.
Se lo dijo a uno que esperaba en el corredor. Se oyó una risa.
—Haberlo pensado antes. Pero no es mala idea, por ahí, creo que en la veintiocho, debe haber alguno, sácalo.
—Ramírez.
—Puede leerlo de una vez: Julio Ramírez Prendes.
—Aquí no pone Prendes. A ver, pues sí, Prendes. ¡Afuera!
Era el de Valladolid. El falangista se volvió como si fuese a salir. Lo interpeló otro de los hermanos.
—¿Nosotros no?
—¿Quién te ha dado permiso para hablarme? Cállate la boca, si no quieres que te la rompa.
Hizo como que salía, pero volvió.
—¡Ah!, se me olvidaba uno: Jorge Mustieles Tarbó.
—¿Yo? Es imposible. No me llamo Tarbó, sino Carbó. No puede ser, yo llegué hace ocho días, pasé de la zona roja, mi padre…
—¡Afuera!
El falangista lo dijo bajito, satisfecho de su juego.
—¡Pero si yo vine aquí por mi propio gusto! Mi padre es reaccionario a más no poder. Yo escapé de Valencia…
—Ya se ve que eres un cobarde. ¿Quieres confesarte tú también?
—Déjenme telefonear.
El falangista se rió.
—Oye, tú, eso sí que está bueno esta noche. Uno que pide confesión, y otro un teléfono. ¡Afuera he dicho!
Jorge salió. El mozancón de Valladolid hablaba con otro falangista y volvió para la celda. Se interpuso el lector de la lista.
—Déjalo, le dijeron.
Entró el campesino, fue a un rincón y sacó un pedazo de pan.
—Que tengáis más suerte que yo —dijo a los que quedaban.
El francés blasfemaba en su idioma. El hombre volvió a la fila, que le esperaba en el corredor, comiendo a boca llena. Jorge seguía implorando. Le rompieron la cara de un culatazo. Miró al castellano. Pero era tal el desprecio con que éste le vio, que ni siquiera sintió el dolor de sus cuatro muelas rotas. Los fusilaron cerca del cementerio. Aún no apuntaba el alba. Las estrellas sólo.
A los otros dos hermanos vascos los mataron con una semana de intervalo. El francés murió en el curso de un interrogatorio, rotos brazos y piernas. El chiquillo de Melilla se suicidó con una cuchara, que se hundió en la garganta. Lo había denunciado su cuñado, un catolicón que no le podía ver. Su hermana estaba a punto de conseguir su libertad. La verdad es que el muchacho nunca se había metido en nada.