4 de noviembre
—¿Qué haces por aquí? ¿No estabas en Barcelona?
—Vine a llevarme a mi padre. Pero no quiere… No hay quien le saque de casa. Prefiere morir mañana en su sala, que pasado en otra parte. Así son los viejos.
—Y algunos más.
—¿Tú, te quedas?
—Gracias a Dios no tengo que escoger, hago lo que me mandan.
El mediodía es hermoso. Los tranvías van y vienen. Todo está tranquilo.
—Están en Móstoles y en Fuenlabrada.
—Tú vives atrasado: eso era anteayer.
José Rivadavia, grande, gordo, pausado, se para un momento y mira a su interlocutor.
—¿No será un bulo?
Hay en la reflexión, más que pregunta, cierto retintín que hace sonreír a Templado. Se conocen, y sabe que no tiene secretos para nadie.
—¿No sabes…?, etc.
Julián Templado no puede callar. Muérese si no lo cuenta. Sea lo que sea. Quiere saber para repetir. Goza de llevar noticias. Jura, a veces, guardárselas: no puede. A los cinco minutos de charla con el amigo:
—¿No sabes que…?
Se reprende, se anatemiza. No le vale: a la noche cae en otra. Tanto monta noticia cierta, chisme o bulo, todo lo vuelca. Ciertas personas lo huelen y desconfían. Protesta: ¿Yo, por qué? ¡Ah! Por nada, porque sí. Arguye: ¿Qué más da? ¿Qué me importa? ¿No te basta saberlo? Sí, sí… Habla por hablar. Si promete tener la lengua quieta, algo más potente que su voluntad, ¿la tiene? Le hace arrancar con el chisme y no hay quien le pare. Si no cuenta lo que sabe le pesa y se inquieta, revuelve, destempla y hasta que no revienta no descansa. Pregunta siempre: ¿Qué hay? ¿Qué cuentan? ¿Viste a Fulano? ¿Qué te dijo?
Si alguna vez se lo reprochan, cae en su último bordón:
—Porque me divierte.
Los demás se lo tienen en cuenta. No sabe guardar, y menos la ropa. Para él lo sabido si callado no da gusto. Curioso, juzga a todos —como todos— a su medida: si no lo cuenta no es dichoso. Si lee un buen libro no es feliz hasta que lo dice y recomienda. Si descubre un cuadro, una música, una muchacha, no para hasta hacer partícipe de cuanto sabe o se figura al primer perengano salido al azar de la primera cantonada. Su contento consiste en hacer partícipe a los demás de sus gustos, y, si son inéditos, miel sobre vanidad. Lo da todo: espléndido de sus sensaciones. Si no explaya lo que sabe y, sobre todo, lo que acaba de saber se mustia. Odia a los que no le cuentan lo que saben. Indiscreto, con la inconsciencia del agua que corre, del viento que trae y lleva, de la pesadez de los cuerpos. Se reconviene y regaña a cada momento, sin resultado. «Ahora me callo». Y habla.
Habían llegado a la puerta del Ministerio de Justicia. Con su cachaza habitual, Rivadavia preguntó a Templado:
—¿No subes?
—¿Yo? ¿A qué?
—A la toma de posesión de García Oliver. Ver a un anarquista con la cartera de justicia en el bolsillo es cosa que no se alcanza a ver todos los días.
—Bueno.
Rivadavia era amigo de algunos anarquistas de pro desde los lejanos tiempos en que estudiaba en París, allá por el 23 y 24, ganada una beca por sus buenas prendas y algunas amistades, que es como se consiguen esas cosas.
No había llegado nadie todavía.
—Los anarquistas son una cosa sería. Me extraña que hayan aceptado carteras en el Gobierno. Me habían dicho que la FAI se oponía.
Un rumor les hizo asomarse a la calle. Unos cuantos transeúntes alborozados miraban el cielo. Salieron al balcón. En el cielo de plomo pasaban raudos unos aviones de forma extraña, nunca vista.
—¿Nuestros?
—Sí. Cazas rusos. Cinco.
—¿No hay más?
—Los habrá.
—¿Seguro?
—¿No dices que lo de Móstoles es ya cosa vieja?
Nunca sabe uno a qué carta quedarse con José Rivadavia. Parece gozar apagando entusiasmos, o divertirse inyectando optimismo cuando la gente está decaída.
Se sentaron, esperando. Rivadavia, hombre de tertulia, habló por hablar, puesto en el tranquillo, del bulo y de los anarquistas.
—Las cosas son como son y no como quisiéramos que fuesen. Todos le dais demasiada importancia a lo inmediato. Lo que sucede siempre es una cosa sencilla y los folletines sacan su éxito de la complicación, para dar gusto a la gente. En este mundo todo se encadena sin que lo empuje el diablo, basta el hombre suelto. Con la fantasía y el deseo se desbaratan por sí mismos los planes más concienzudos. Treinta hombres puestos de acuerdo se creen suficientes para levantar el mundo. No dudan de nada. Más si tienen pistolas o han leído algo, a troche y moche, a la buena de Dios. Bástales una revista o un atentado. Y el bulo. El bulo es la única cosa seria, lo único que merece estudiarse en una guerra. Nada refleja mejor el ánimo de todos. Vosotros os empeñáis en que si lo económico, etc. Ignoráis la imaginación. Si sois fuertes acabaréis rectificando. Se cree lo que se quiere. El mundo no es más que la imagen del deseo. Nada ayuda a la policía como la imaginación de los demás.
—Y el miedo.
—Concedo: pero el miedo también es imaginación. En todas partes cuecen habas y se ven fantasmas: los fanáticos, victorias; los soldados, copos. El sentido común, la razón, acaban a mano de las suposiciones, de las entelequias: putos que huyen el postre del deseo. Los hombres viven con sus premeditaciones a cuestas y mueren a lo galápago, la cabeza dentro. Lo peor del hombre: la fe, asesina de imaginaciones.
«¿Hasta qué punto chancea?», se pregunta Templado. Vislumbra una amargura insospechada en el acetoso hombre de leyes.
—Se confían vencedores creyendo en albures. Nunca se sienta cabeza más que al margen de los propios sentidos. Contra inteligencia, imaginación: menuda broma del Creador.
De Rivadavia nadie sabía gran cosa. Murciano, al azar de un destino paterno, pero de vieja familia de abolengo, marqueses o aun condes —arruinados—, recluida en un villorrio montañés, rayano de Burgos. Taciturno en sus cosas, no recordaban sus conocidos haberle oído palabras de sí. Despreciativo e inabordable, menos para los cinco o seis que había escogido. Decíanle alto grado en la masonería. Rechazó, desde fines de julio, diez cargos en la judicatura.
Musculoso y, al mismo tiempo, con algo fláccido e ido. Su adiposidad imponía más por la talla que por el diámetro.
—Un bulo no muere nunca de repente, primo de la calumnia: siempre queda algo.
Gran despreciador del mundo y amigo de los juegos de azar y de las más diversas sortiarias; no se le conocía mujer, ni querida. Quien había oído hablar de él de antiguo, recordaba un noviazgo roto en última instancia, sin explicaciones. Había, bajo su postura despreciativa, un fondo de arenas movedizas bien defendidas por un silencio de siempre.
—¿Y cómo eres tú tan amigo de García Oliver?
—Viví, de lejos, aquel famoso asunto de Vera de Bidasoa. ¿El 24? Baroja ha faroleado, luego, un mal libro sobre el asunto. A la base de aquello hubo, como en el fundamento de todo, un bulo. Los hombres cuando tienen un arma en la mano, creen disponer a su antojo del universo cuando, a lo sumo, son dueños de su vida. Y de su palabra. Por no enmendarla he visto muchos crímenes. Añade que un fusil de propiedad, así sea de caza, obnubila el juicio. Con un arma ya está el hombre loco, no se creería más, teniendo veinte. Todo es cuestión del número de manos que Dios nos ha dado. El suceso empieza en los alrededores de París, en casa de un muy nombrado anarquista francés, para mayor precisión y color, en Villeneuve Saint Georges. Se le ocurrió proponer unos cuantos españoles que esperaban mejores tiempos, formar un grupo, limitado por el número de fusiles de que se disponía. Así nació el más o menos, famoso grupo de los Treinta. No por nada, sino por la existencia y límite del arsenal. Tampoco los fines eran muy claros. Los anarquistas se agrupan y los porqués surgen luego, La cosa es que el grupo fecundó y todo el mundo quería ser de los Treinta. Éxito del título: soy de los Treinta. Suena bien. Da la impresión de ser escogido, se siente uno de los elegidos. El orgullo y las condecoraciones las llevan los hombres en los sitios más insospechados. La vanidad es una fuerza oscura, madre de crímenes pequeños. A los tres meses, eran cuatro mil y celebraban reuniones en la Grange aux Belles. Al mismo tiempo funcionaba en París el por entonces famoso comité revolucionario de Marcelino Domingo, Ortega y Gasset, el bueno —que decía Unamuno—. A la CNT la representaba Carbó. Los Treinta se confiaron con él. La cuestión era armarlos. Y se armaba la gorda, y Primo de Rivera al demonio. Se pidió dinero a todas partes, a América en primer lugar: santa vaca, siempre propicia al ordeño. Uno de los Treinta tuvo una idea genial: ir por los viejos campos de batalla: Reims, Laon, la Somme. Efectivamente, los chatarreros tenían grandes cantidades de fusiles, miles, no en muy buen estado que digamos. Pero eran fusiles. Los pagaron a treinta francos —siempre el mismo treinta—, unos con otros. Y a dos francos el kilo de munición, mezcladilla eso sí, pero munición, ¡ah! Y otros dos francos por cada bomba de mano. Con lo que se escribió a cada afiliado pidiéndole treinta y cuatro francos. Todos respondieron. A última hora se rebajó en dos francos la suma pedida, porque la organización decidió quedarse con las bombas de mano, por si acaso. Por treinta y dos francos cada quisque recibió su flingau y su kilo de casquillos. Los enlaces iban y venían. El éxito parecía seguro. El movimiento tenía, naturalmente, que empezar en Barcelona. Y allí, como siempre, la Específica obraba por su cuenta —y fuera de ella los grupos, sin hacer gran caso del comité—. La cosa: que decidieron, una vez más, que el momento de la revolución había llegado. Viven tan encerrados en sus sueños, tan faltos de visión de lo que es, no ya el mundo, sino el estado real español, que con los solos puños han supuesto mil veces llegado el momento de su triunfo. Como siempre, el movimiento empezaría asaltando Atarazanas; de allí se extendería. ¿Cómo? Eso ya no importaba. Los Treinta, los cuatro mil, atravesarían los Pirineos. Pero eso era secundario: en el momento en que se dominara Atarazanas, para ellos ya no habría problema. ¿Armas? Las que tomaran en Atarazanas. Se previno a unos quinientos hombres para que estuviesen al amanecer por los alrededores del cuartel. El plan no podía ser más sencillo. Unos soldados adictos —tres o cuatro— más otros cinco o seis de los suyos, vestidos de soldados, abrirían las puertas del cuartel como si fuese para dejar paso al aprovisionamiento. Una vez adentro, sería cosa de coser y cantar. Que todo es cuestión de sorpresa y dominar a pistola limpia. El que me lo contó —y por ahí anda ya de teniente coronel miliciano— cuenta haber paralizado seis o siete mil ciudadanos con dos bombas de mano. Y le creo. Lo que importa: aquella noche el enlace puso un telegrama al comité de París, al de los Treinta: «Aquesta nit parirà la mare». Eran las once de la noche cuando se recibió el tal, estando reunidos. Se discutió el caso y se tomó el acuerdo —desconfiados que son, con cierta razón— de silenciar la noticia en espera del día siguiente, y de informaciones complementarías. Además, no podían hacer nada sin órdenes de la organización —eso se llama disciplina—, y la FAI no había dicho nada. Entre los presentes había un joven, muy echado para adelante, muy valiente, novato en esas lides. Al deshacerse la reunión, el niño, con su noticia a cuestas, no podía dormir. De un amigo a otro, bajo promesa del secreto más absoluto, fue dando por ahí la estupenda nueva: aquella noche, en Barcelona, se batía el cobre.
A las siete de la mañana despierta a mi hoy teniente coronel una trinca de buenos elementos:
—¡Hay que reunir a la gente! Nosotros sabemos esto, y esto y lo de más allá. ¡Esta noche ha empezado la revolución en Barcelona!
—Yo no sé nada.
—Que sí, que sí. Seguro. Las comunicaciones están interrumpidas.
—Nosotros no hemos tenido ningún aviso, ni de la Organización, ni de la Específica.
—No se sabe nada. Los periódicos callan. ¡Una prueba más de que las comunicaciones están cortadas! ¿Quieres más pruebas de que aquello hierve?
No hubo manera de convencerles, y se tuvo que convocar a la gente, por la tarde, en la Grange aux Belles. Allí el comité intentó explicarse y dar largas al asunto. Se armó el jollín. Pidió el comité unos minutos para deliberar.
—¡Sois unos cobardes!
—¡Vais a dejar que vuestros hermanos…!, etc.
No había quien les contuviera. Y no pienses en provocaciones. No. Eran compañeros a toda prueba: el hermano de Ascaso, diez como él. Olían a chamusquina y no querían que aquello sucediera sin su presencia. Barcelona ya era suya. Valencia, un mar de sangre. No se esperaba sino su presencia en la frontera, para rematar.
Se reunió el comité y acordó dimitir. Así acabó aquel primer grupo de los Treinta. Volvieron a la sala y dieron cuenta de su acuerdo. Ahora bien: para que vieran que no se rajaban, y que aquello de cobardes ni lo querían, ni lo podían consentir, anunciaron que ellos serían los primeros en cruzar la frontera. Se nombraron las comisiones para el reparto de armas y, a la noche, salieron, los unos para el país vasco, otros hacia Canfranc, los más hacia Puigcerdá. Cuando llegaron a Perpignán, los Treinta, con sus treinta armas, su provisión de bombas de mano, se enteraron de lo sucedido en Atarazanas: de los quinientos avisados, cuatrocientos ochenta y ocho hicieron tarde. Los compañeros de dentro cumplieron con su obligación, se abrió la puerta, entraron cinco o seis, pero el centinela se dio cuenta y cerró la puerta y dio la voz de alarma. Eso fue todo. A pesar de ello los expedicionarios pasaron la frontera, para que no dijeran, y estuvieron hostilizando durante dos días a los carabineros y a la Guardia Civil. En Vera ya sabes lo que pasó. Hasta aquí lo que sucedió. Para eso de las ilusiones tanto montan los comunistas como los anarquistas y hasta, si me apuras mucho, los republicanos. Y basta un grano de arena para ver visiones. La imaginación se dispara al menor soplo y no hay quien la monte. Muere luego como vejiga deshinchada. Aquel movimiento de los Treinta, si lo dejan desarrollarse, pudo haber sido una cosa muy seria. Así, murió en la lactancia sin más intervención que la de la policía que, quizá, en Barcelona —y ya es suponer— lanzó los grupos al asalto del cuartel. Pero, por no intervenir, ni siquiera molestó a los que iban llegando rezagados. Las armas se entregaron, como digno final, al gran anarquista francés de Villeneuve Saint Georges. Eran los buenos tiempos del señor Herriot y del señor Briand. Lo que va de ayer a hoy. Las cosas siempre se bastan a sí mismas. El mundo es una cosa perfectamente seria, y tontos son los que se figuran regirlo. Todos esos mequetrefes que se creen algo y se ven apalancando universos… Si yo hago esto o dejo de hacerlo… Sí yo dimito o dejo de dimitir… Imbéciles, se creen capaces de parar el sol. Josués de sombra, alfeñiques y sabandijillas. Las casualidades no pasan de ser pretextos.
—Bueno, pero ¿contra quién apuntas?
Rivadavia le picó con sus ojos bovinos:
—¡Tanto da! Contra ti, si quieres.
Templado saltó, herido.
—¿Por qué dices esto?
—Por nada, Me molesta la humanidad, y esperar tanto. Vámonos.
Rivadavia se levantó y, sin decir más, echó escalera abajo, las manos cruzadas en las espaldas.
En la calle, grupos de hombres armados iban hacia los barrios bajos.
—Eso de los Treinta tuvo su cola. La recogieron Pestaña y Peyró. La llevaron a la política, que es donde querían ir. Acabar en diputados. Pero la masa no los ha seguido; siguen fieles a la FAI.
—Cuentan horrores de Ascaso, y su Gobierno aragonés.
—¿Y qué? Un hombre en armas no es un soldado. Eso es, y mucho más. Si este mundo es un asco, no veo por qué haya que reformarlo, Acabar con él y empezar de nuevo. Ahora bien: no le arriendo a nadie las ganancias, y menos a ti.
Había en el tono un amargor espeso que hizo que Templado se callara. Se despidió pretextando cualquier cosa, dio media vuelta y, luego, se quedó viendo alejarse a Rivadavia. No alcanzaba a comprender el resentimiento de su amigo. Se alzó de hombros y fue para su casa. La vida debe haberle marcado con algo que no atisbo —pensó—. ¿Las mujeres? Nunca habla de ellas. Como sí no existieran para él. Debe ser eso. Sí. Un cero. Julián Templado se detuvo. ¿Para qué ir ahora a casa? Mejor paso por Pidoux, a ver si encuentro aquella valenciana de hace meses. Fue, pero Pidoux estaba cerrado, los camareros se habían ido a hacer la instrucción.
Y tú, ¿por qué no haces lo mismo? Su cojera no era para tanto. Inútil lo declararon, pero ahora no se trataba del ejército. Claro: es médico, pero su puesto está en Barcelona. Aquí, en Madrid, ni eso. ¿Cuál era su deber? ¿Volverse ahora mismo al hospital de Vallcarca, u ofrecer sus servicios en la capital? ¿Coger un fusil? Le dieron ocho días francos para venir a recoger a su padre. Tiene todavía cinco de vacaciones. ¿Las va a desperdiciar?
Baja por Caballero de Gracia, hacia la calle de Alcalá, frente al 28 se acuerda de que allí vive Roberto Braña, y sube, a ver si por casualidad está en casa y quiere ir a comer con él. Le sorprende el recibimiento:
—Pero ¿es que no sabes que han matado a mi hermano?
Su hermano Ismael, fabricante de cepillos para dientes.
—¿Quién?
—Nosotros.
—¿Cómo, nosotros?
—Sí, hijo: una equivocación. Es lo más que han dicho: una penosa equivocación. Apareció muerto, una mala mañana, cerca de la Puerta de Hierro.
Era republicano, pero patrón, y de genio vivo.
—¡A dónde vamos a parar!
—No lo sé, pero, por lo menos, tenemos la tranquilidad de saber que no hemos empezado nosotros…
—Para ti, con tal de recetar calmantes, todo está resuelto.
—Es lo que más agradecen los enfermos.
Roberto Braña es escritor. Lo tiene todo, menos personalidad, por lo que nadie le quiere mal. Ha publicado siete u ocho libros: finos, aburridos, decorosos. Colabora en la Revista de Occidente, en El Sol. Traduce. Tiene unas tierras en Navarra, mujer y dos hijos.
—¡Atajo de bandidos!
Templado se extraña de la vehemencia del comedido escritor. Y se lanza:
—Bueno: éste es un traidor y aquél un asesino, ¿y qué? Este, un hijo de mala madre y aquél vive a salto de mata, estafando el aire, ¿y qué? Aunque los canallas fuesen el doble, ¿qué? ¿Dan ellos la pauta? ¿Marcan el paso del mundo? ¿Desde cuándo? ¿Qué ves de las montañas, las cumbres o las barrancas? ¿De qué te acuerdas?, ¿del dolor o de las alegrías? ¿Qué hace la grandeza de un escritor, sus páginas malas o las buenas? ¿Te importa en la que amas el momento en que hace lo que… todos tenemos que hacer para poder seguir viviendo? ¿De verdad crees que Miguel Ángel es grande porque dicen que era invertido? Sí, mucha sangre, muchos asesinatos, muchos perdidos, como moscas verdes y asquerosas sobre el cuerpo de la revolución, ¿y qué? ¿Contará eso el día de mañana, cuando se vea desde más lejos? ¿Entonces? ¿O crees que el 93 todos fueron angelitos? ¿O el 2 de mayo? Residuos y zurullos los hay siempre, sin eso no andaría el mundo. A menos que lo quieras ignorar, lo cual me parece idiota. Tanto como creer que la porquería es lo único que cuenta. La grandeza del tiempo está en el aire, pero no por eso dejamos de tener retortijones de tripas, pero hacer de ellos lo primordial, es de enfermos. Y la enfermedad es anormal. Mira la gente y olvídate un poco de cómo se llaman. O recuerda los héroes, que es lo que, al fin y al cabo, hace el tiempo.
Braña no cesa de maldecir.
—Lo de tu hermano es lastimoso. Lo lamento. Pero no tiene remedio. No juzgues el mundo por un dolor de tripas. ¿O es que no sientes lo que nos mueve? ¿No has sentido nunca la vida? ¿No te has fijado nunca en cómo se balancea un farol movido por el viento y no te has parado a pensar en el ritmo del mundo? En lo espléndido que es vivir. ¿Cuántas gamas hay en el semen, cuántas huevas en un desove? Y, por la gracia del mundo —la suerte, el azar, la casualidad— has salido adelante; y eres quien eres. Con todos tus defectos, con todos tus pecados, la cabeza grande, los ojos saltones, la mala leche. ¿Y qué? Eres. ¿No es bastante? ¿Qué sale un canalla? ¿Y qué? Se muere —lo cual no importa para que haya vivido—. Y la vida, la fuerza de la vida puede más que todo. El mar se enfurece, produce calamidades y, sin embargo, sirve como nada para el mundo y su progreso, lleva a los hombres sobre su lomo. Por sus arrebatos de septiembre, ¿vamos a estar injuriándole día tras día? No podemos olvidar sus furias, pero, puesto a hablar de él, haz la cuenta. No nos faltan septiembres, y sobran fascistas. ¿Y qué? El sol acaba teniendo razón de los detritus. Hoy no es hoy, sino la semilla de mañana.
—Frase, frase, frase. El escritor pareces tú. ¿Desde cuándo tan valiente? Te matan, ¿y qué?
—Otro.
—Lo matan, ¿y qué?
—Propón otra cosa, galán.
—Vivir callado.
—¿Lo dices de veras?
—Sí. No he nacido para héroe. Me asusta la cárcel, la derrota, los tormentos. Estamos perdidos.
—¿Cómo lo sabes?
—Viendo.
—¿No te da vergüenza?
—Sí. Pero no veo otra salida para mí. Y, al fin y al cabo: yo soy yo. Nada te impide despreciarme.
—¿Y qué haces en Madrid, entonces?
—¿Qué quieres que haga?
—Marcharte.
—¿A dónde? ¿A Valencia? ¿Con esos intelectuales escogidos por los comunistas? Ya vinieron a verme. No quiero. Me quedo.
—Pero ¿por qué?
—Si entran en Madrid, un día de estos —y entrarán—, ¿cuánto tardarán en llegar a Valencia? Y entonces uno se habrá señalado más todavía…
Templado mira a Braña con lástima.
—¿Lo dices en serio?
—Completamente. Yo soy un escritor. ¡Un gran escritor! Aunque no lo creáis, y no me importa la política, ni tanto así. ¡Qué me dejen en paz! Yo escribo para sobrevivir, y para sobrevivir hay que vivir. No lucho por los demás. Cuando escribo, lucho contra los demás escritores: para vencerlos; para hacerlo mejor que ellos. Para ser el primero.
Hizo una pausa.
—Y todos hacen lo mismo. La modestia, en arte, es señal de inferioridad. Un escritor que no se crea capaz de hacerlo mejor que los demás no será nunca nada. Hablo de un escritor, no de un periodista. Ni de los muertos. Con esos no se lucha, pasaron a los ficheros, a la historia. Interesan a los demás, son de los demás. A mí me importa escribir mejor que éste y aquél, mis amigos, a quienes desprecio. No creas que es envidia, Si creo que lo mío es superior a lo que hacen, no puedo sentir envidia.
—A sus éxitos.
—¡Bah!
—A algo que ellos hicieron y que hubieses querido hacer tú. Lo malo es que el mundo no se hizo para eso. La paz hay que ganarla, viejo. Por dentro y por fuera. Y, aunque mañana estuvieran aquí los fachas y la paz de los cementerios, y a ti no te tocara —que lo dudo—, ¿qué paz interior tendrías?
—¡No me vengas con monsergas! Y vete. No quiero ver a nadie. Y menos a insensatos como tú.
Templado no se hizo de rogar. A la altura de Molinero se encontró con don Servando Aguilar, con su Pascal bajo el brazo. Fueron a comer a un restaurante de la calle de Arlabán.
—Bien. Acepto. Aquí, socialistas; allá, fascistas, ¿y qué? ¿Dejan de ser hombres? No. Ahora bien, ¿qué es un hombre? Lo que sucede es que nunca os habéis parado a pensarlo. ¿De qué estamos hechos? ¿Qué somos? ¿Por qué somos así, y no de otra manera? Comprenderéis que a mí me tiene completamente sin cuidado que os entrematéis —y el porqué.
—¿Y si te matan?
—Para mí, así se resuelve todo. En cuanto a plantearme problemas de con quién o bajo quién me gustaría más vivir, lo mismo me da. A mí no hay quien me aparte de mis estudios más que la destrucción o la muerte.
—Pero, es que ellos —los fascistas— son la destrucción o la muerte.
—No tengo tiempo de luchar, lo que me importa es no perder el tiempo. O si no, contéstame. ¿Qué es el hombre? No quiero tomar partido: la cosa está clara, ¿no? No quiero. No me importa, no me interesa. Lo único que cuenta, para mí, es saber lo que es el hombre.
—¿Y cómo lo vas a averiguar?
—Estudiando a Pascal.
—¿Y Kant?
—¡Bah! Me basta con los pensamientos del francés. Son mi base. De ahí no salgo, y a ellos vuelvo.
Don Servando Aguilar y Béistegui es un hombre alto y flaco, no porque no sea de buen comer, sino porque es de mucho andar. Es filósofo errante. Sale de su casa a las once de la mañana (al fin y al cabo es un señor) y no vuelve a ella hasta el día siguiente, a las dos o tres de la madrugada.
—Para mí lo mismo da que un hombre sea rey o esclavo. Es esencialmente el mismo, un hombre. A mí me tiene sin cuidado la historia, tanto monta el imperio de Gengis Kan o la república de Andorra. ¿Quieres que me preocupe por Alcalá Zamora o por Alfonso XIII? Déjate de historias y ponte a pensar qué es un hombre frente al mundo, frente al universo, frente al infinito.
Don Servando ha seguido haciendo su vida normal. Tiene sus rentitas, corta el cupón, paga su huésped —que es de Canillejas y más fea que Picio— y vaga por Madrid y sus cafés más viejos, con los Pensamientos de Pascal bajo el brazo.
¡Vaya números que me han tocado! Piensa Templado, por la calle de Cedaceros. ¿Dónde voy? Llama por teléfono a Paulino Cuartero. Le dicen que está en el Museo del Prado. Allá va.
Santiago Peñafiel y Josefina Camargo se cruzaron con él, en la entrada. Habían venido a ver a Ambrosio Villegas, el archivero de San Carlos, adscrito ahora a la Junta de Protección y conservación del Tesoro Artístico.
Por las salas bajas —frente a los cartones de Goya— pasean Villegas y Cuartero, después de la visita de los muchachos de «El Retablo». Hablan de ellos.
—Me dan envidia, —dice Villegas—. A los veinte años saben lo que quieren.
—Está contra el orden de las cosas. Por de pronto pierden este curso.
—¿Lo dice usted en serio?
—Y tan en serio.
—Aprenderán más este otoño que yo en cuarenta y tantos años de vida.
—¿De qué les servirá?
—Ya lo verá, ya lo verá; va a ser una generación espléndida.
—Si es que queda alguno para contarlo… Además, ninguna generación cortada en flor por la guerra ha hecho nada de provecho.
—Habla usted por hablar.
—Es posible.
—Pero ¿no ha visto el entusiasmo que les domina?
—Sí. Novillos permitidos. ¿Con qué ojos mirarán el mundo de mañana? A poco que dure esto, y creo que va para largo, ¿qué va a ser de ellos? Pongamos que salven la vida.
—Harán de España algo insospechado.
—Eso, si ganamos.
—¿Lo duda?
—Entra en la categoría de lo posible. Están en Retamares.
—Y usted, ¿qué piensa hacer?
—Lo que me digan.
—¿Hay junta mañana?
—Sí.
—¿Y qué?
—No sé. Por ahora debemos seguir bajando lo de los pisos altos.
—¿Y si entran?
—Les entregaremos las cosas en el mejor estado posible.
—¿Usted cree que se atrevan a bombardear el Museo?
—Todo es posible.
Se miraron.
—A ellos, ¿qué les importa? Gritaron: «¡Viva la muerte y abajo la inteligencia!», sabiendo perfectamente lo que hacían. Además, no es nada nuevo. Y menos en España. Ese respeto por la inteligencia es un sentimiento nórdico, que tiene poco que ver con nosotros. Lo que nos importa es la valentía. No se haga ilusiones. Aquí la palabra intelectual tiene mala fama. Siempre nos mirarán como afrancesados. Y quizá no les falta razón. Nuestro tipo nacional es Don Juan. Yo tengo ciertas ideas acerca de eso. Y lo que debiéramos hacer es coger un fusil. Como lo ha hecho Barral, sin importarle si haría más esculturas o no.
—Pero ¿y esto?
Señalaba La Vendimia.
—Por eso hablé en condicional.
Se sentaron. Tenían el tiempo que tardaran en comer los mozos que les ayudaban.
—Algunos piensan —dijo Villegas— que el tipo de Don Juan es de origen árabe.
—Tonterías. Si hay una influencia árabe en el mito, es de diversa índole. ¿Cómo puede existir Don Juan en un pueblo donde se admite la poligamia? No, Villegas, no. Don Juan es la fuerza. Por eso es tan entrañablemente español. Dicen que los alemanes reverencian la fuerza. No, sino la inteligencia; luego la suelen emplear mal, para el dominio o para el demonio, dirá usted, catolicón. Pero éste es otro cantar, otra canción. A nosotros no nos importan los resultados —que es lo que buscan los sajones— sino el esfuerzo en sí. A su máxima creación épica llaman los franceses «Canción» —que es femenino— y nosotros «Cantar», que es masculino. La canción de Rolando, el Cantar de Mío Cid.
—¿Qué tiene que ver eso con Don Juan?
—Nada, o mucho. En dos palabras: para mí Don Juan es Hércules. Es decir, la continuación, en España, justamente tras el baño árabe, del mito de Hércules. En ninguna parte del imperio romano hubo tal adoración por el semidiós que aquí. Lo cuentan las piedras y los nombres.
Templado dio con ellos tras muchas vueltas. Abrazó a Cuartero, que le presentó a Villegas.
—Aquí tiene usted a don Juan. Cojo y todo, a lo Byron. ¿Qué milagro es éste de que estés en Madrid?
El médico repitió la explicación.
—Hombre —dijo Cuartero— me alegro que estés aquí. Vamos un momento a mi despacho. Van a venir unos ingleses a ver lo que estamos haciendo. Y me han pedido que les diga algo acerca de nuestra guerra. Pero no me sale. He estado escribiendo, he roto diez cuartillas. No sé qué decirles. Mejor dicho, sí lo sé, pero tengo la seguridad que les diría lo que no hay que decirles. No tengo más consejero que mi indignación.
—A ver.
Templado coge un papel, que le tiende su amigo, y lee el borrador:
«Todos esos que nada tienen y defienden eso mismo que no tienen, contra los que tienen y no tenían nada que perder. Luchan contra el miedo de perder de sus desleales enemigos. Aquéllos no quieren algo, sino no perder lo que sólo su propio miedo les quitaba».
«Luchan contra el desprecio. Contra la afrenta. Que pusieran frente a frente a los burgueses y los señoritos contra los milicianos. ¡A ver! Pero no: se tienen que escudar tras otros pobres, que visten con trajes de carnaval, todos iguales. No luchan ellos, cobardes, sino que obligan, con la fuerza de sus dineros, asalariándoles, a otros obreros a enfrentársenos; porque ellos no tienen más fuerza que su mentira, y nosotros somos la verdad. Tan verdad y tan de verdad como esos desgraciados que obligan a pelear contra nosotros, contra lo que son. ¡Enorme farsa bestial! ¡A puro escupitajo los haríamos correr si se atrevieran a ponérsenos enfrente! ¡A puros escupitajos!».
«¿Cómo se llama al que lanza la piedra y esconde la mano? ¿Cómo llamar entonces al que lanza hombres contra hombres para defender lo que ni siquiera es suyo? ¿Sabéis lo que defendemos en y con Madrid? La dignidad, señores ingleses, la dignidad humana. Somos el terreno de todas las afrentas. Y a nosotros nos negáis las armas, que a ellos regaláis. Y a nosotros nos prohibís —comprar, pagar— las armas a las que tenemos derecho, como Gobierno legítimo que somos, para defender la dignidad humana. Pagamos el precio de vuestro menosprecio. Puras higas para nosotros, y cañones a los traidores. ¿O no es así?».
«Luego tendréis miedo a la desesperación. ¡Cuidaos, desdeñosos de la verdad! Cuidaos, que del porvenir no responde nadie, y menos vosotros».
Templado sonríe:
—Desde luego que no.
—¿Por qué no me lo escribes tú?
—Hombre, porque soy médico, y tú escritor.
—¿Y qué? Te tratas con más literatos que yo. Desde que empezó este fregado no he podido escribir dos líneas. No me salen más que insultos…
—A lo mejor no vienen.
—¿Por qué?
—Supongo que ya estarán camino de Valencia, como tantos.
Con lo que se equivocaba. La ilustre comisión liberal y laborista visitaba en esos momentos las casas sajadas por el bombardeo del 30 de octubre. Cinco señores y una señora, un tanto displicentes entre los escombros. Margarita Nelken, que los acompaña, tiene la sensación que los respetables representantes del Parlamento inglés suponen que el Gobierno republicano se ha entretenido en trozar las fachadas para atracción de turistas y prueba facticia de la barbarie de los rebeldes.
A donde no van a ir es al Museo. No tienen tiempo: es la hora de comer, y se vuelven al hotel Gran Vía.
Los muchachos de «El Retablo» van al local de las Juventudes Comunistas. Entran, y oyen:
—La raparon, la untaron de miel, la pasearon por el pueblo, la llevaron a la cárcel y, allí mismo, por la noche, la fusilaron.
—¿A quién? —preguntó Asunción.
—A su hermana.
—¿Quién es?
—Hija de Ramalleda, un diputado socialista.
—¿Dónde estaba?
—En un pueblo de la provincia de León, veraneando. Los llevaron a Palencia. El padre era de allí. Ella pudo escapar, por el monte.
Dolores Ramalleda era una muchacha alta, de ojos claros, con el pelo corto, rizado. Estaba sentada en el centro de un círculo formado por veintitantos jóvenes.
—¿Cuándo fue eso?
—El veinte de julio.
—¿Y tu padre?
Dolores, fija en su idea, musitó:
—La untaron de miel… Pero sé quiénes son.
A todos les ardía la luz de la venganza en los ojos.
—Las rapan a todas y las pasean por las calles.
Intervino Lisa:
—Tienes que escribirlo y lo publicaremos en el periódico.
La contestación fue seca y sin remedio.
—No. Que lo cuenten otros.
Lisa tenía la facultad de decir y hacer cosas a destiempo, llevada de la mejor intención. Entró Jesús Herrera, grande y con las orejas plantadas verticalmente. Lo habían enviado de Madrid para lo de la unificación de las juventudes. Ahora lo empleaban como intérprete, cerca de los periodistas extranjeros. Lisa fue hacia él, con su natural impulso de meterse en todo.
—¿Ya encontraste a ésos?
—Sí. Esta tarde a las cuatro, reunión aquí.
Se la llevó un poco aparte.
—¿Dónde comes? —En casa de Pepita.
—¿Quieres comer conmigo?
—Bueno.
—En Valladolid —continúa contando Dolores Ramalleda— cogieron a Felipe Sánchez Colorado. ¿Le conocíais? ¿No? De la FUE. Estudiaba derecho, aquí, en Madrid. Estaba de vacaciones, en casa de sus abuelos. Lo metieron en un cuartel. Los de Falange. Allí eran bastantes, y bien organizados, no sé si habéis oído hablar de ellos: los de Onésimo Redondo… Y decir que Saliquet le aseguraba días antes a mi padre que el ejército era leal a la República…
Se queda callada un momento.
—Me lo contaron como os lo cuento.
Vuelve a quedarse sin habla. Nadie rompe el silencio. Se aleja el ruido del paso de un tranvía.
—Se lo oí a uno de ellos, que no sabía quién era yo. Allí, en el cuerpo de guardia, un gimnasio, tenían unos floretes. Todos eran estudiantes, de diecisiete, de dieciocho años. Felipe tenía diecinueve. Cogieron los floretes y lo fueron aculando contra la pared. Se conocían. A lo que dijo, estaba blanco, desencajado, rogando:
—Oye, Fulano… No me mates. Tú me conoces.
Claro que se conocían. Le sacaron los ojos, le pincharon, antes de mecharlo. Los abuelos recogieron el cuerpo. Yo lo vi.
Se levanta, y grita:
—¡Yo lo vi! ¡Y aún queréis que me quede a hacer el periódico! ¡No! Si no queréis que vaya al frente, iré sin vuestro permiso.
—Eso, ni se discute, —dice Julio Ríos, que es secretario de Organización—. Vas a la columna de Galán.
Se fija ahora en Asunción, en Peñalver, en Josefina, en Jover, en Sanchís.
—¿Y vosotros?
—Pues, nosotros… dice Peñalver, cortándose.
—Venimos a alistarnos —acaba Sanchís.
Venían a hablar de «El Retablo», pero a todos les pareció bien la decisión de su compañero.
—Además, tengo un coche.
—¿De dónde sois?
—De Valencia.
—¿Qué hacéis aquí?
Le cuentan lo de su teatro.
—Pues, a lo mejor le hacéis falta a Alberti y a María Teresa.
—Ya hemos hablado con ellos. Vamos a ir a los ensayos de la «Numancia».
—Podéis trabajar en el periódico.
—Sí, pero…
—No os preocupéis, para todo habrá tiempo.
Asunción pregunta por Vicente.
—Estuvo por aquí, hace unos meses. Creo que está con Líster.
Lisa mete cuchara.
—Yo le conozco. Estuve con él.
Asunción mira a la muchacha con sorpresa.
—¿Cuándo?
—Hace cosa de un mes.
Lisa habla con acento extranjero.
—Me habló de vuestro teatro. Vamos a hacer un artículo. Vosotros me dais los datos: escribo para un periódico de Viena.
—Y ayuda en lo que puede, —dice Ríos.
Demasiado, piensan algunos a quienes atosiga la desbordante actividad centroeuropea de la joven.
—¿Y estaba bien?
—Perfectamente.
Asunción descubre los celos.