CREENCIAS EN EL MÁS ALLÁ
Desde los tiempos más antiguos existía en Mesoamérica un fuerte culto a los muertos. Desde el Preclásico se han recuperado innumerables entierros en sitios como Tlatilco, en el estado de México, y Teotihuacan, tanto de grandes dignatarios como de la gente común dentro de las unidades habitacionales. Tenemos evidencia de la forma en que, por ejemplo, los teotihuacanos representan en pintura mural algunos de los lugares donde iba a parar el alma de los difuntos. Sin duda, estas explicaciones forman parte de este núcleo duro que tuvo continuidad con los mexicas y que aún en nuestros tiempos, en el sincretismo cultural entre los pueblos indígenas y los europeos, parte de estas ideas sigue vigente. Gran parte de lo que a continuación conoceremos está presente en rituales y fiestas que los mexicanos celebran actualmente, por supuesto con sus respectivos matices.
Primero debemos decir que para los mexicas la muerte no era propiamente la destrucción de esta vida y el inicio de la verdadera, sino que por el contrario formaba parte de ese equilibrio cósmico y suponía una transformación. Realmente la muerte se concebía como la desintegración y el transporte de las entidades anímicas que se encontraban alojadas en el interior del cuerpo, el cual, evidentemente, también sufría una destrucción, en este caso en la sangre y los tejidos. El teyolía era el alma que residía en el corazón y estaba destinada a viajar al mundo del “premio y castigo”, y la forma de fallecer determinaba el lugar final al que se iba y la forma de enterramiento. Las geografías funerarias, es decir, los lugares a donde iban a residir las almas de los muertos, no estaban determinadas por las características de las vidas, tal como se concibe en el mundo cristiano, sino por la circunstancia en la que se moría. De esta manera, una entidad anímica alojada en el corazón viajaba ya fuera al mundo de los muertos, al cielo del sol o al universo de Tláloc.
Al lugar de los muertos, el Mictlan, llegaban aquellos que perecían por muerte natural. Al sol accedían principalmente los guerreros que morían en el campo de batalla, para servir al astro rey por cuatro años. Esto incluía a un tipo de personajes llamados Cihuateto, mujeres que murieron durante el primer parto y se transformaron en mujeres semidescarnadas que salían por las noches buscando a sus hijos, un antecedente de la famosa Llorona de tiempos coloniales. Supuestamente, su lucha durante el parto era equiparada por los mexica a un campo de batalla, por tanto eran como las mujeres guerreras que ascendían al Sol y se transformaban en este tipo de seres mitológicos.
A los dominios del señor de la lluvia, el Tlaolcan, arribaban todos aquellos que morían por alguna causa acuática o vinculada a ella. En este caso podría tratarse de ahogados, de muertos por un rayo, de leprosos o de hidrópicos.
Existía un último lugar, una especie de limbo al que accedían aquellos niños que morían prácticamente recién nacidos. Era el Chichihualcuauhco, representado por un gran árbol que alimentaba a estos pequeños antes de que les tocara una segunda oportunidad para vivir.
Algunos investigadores sugieren que el alma de los tlatoque estaba fraccionada, ya que una parte de ella podía ascender al Sol como guerrero y otra se dirigía, después de cuatro años, hacia el Mictlan, bajando por los nueve pisos del inframundo, sorteando todo tipo de problemas, entre ellos un viento tan fuerte que cortaría como navajas de obsidiana, y un río en cuyo cruce le acompañaría un perro, que le ayudaría como guía. A este camino para acceder al inframundo se le describe como un lugar muy ancho, oscurísimo, que no tiene luz ni ventanas.
La variedad de dioses de la muerte es amplia. Destacan Acolnahuacatl, Acolmiztli, Chalmécatl, Yoaltecuhtli, Chalmecacíhuatl, pero ninguno como el amo y señor de los muertos antes descrito y del cual tenemos una reciente y especial referencia arqueológica, Mictlantecuhtli, también conocido como Nextepehua.
Llegada la Quinta Temporada de exploración del Proyecto Templo Mayor en el año de 1994, una serie de trabajadores se encontraba excavando en un túnel bajo la actual calle de Justo Sierra, en el centro de la Ciudad de México, cuando de pronto sus ojos se admiraron al encontrar en una de las paredes de lodo el rostro descarnado de un personaje. Se trataba de la imagen cadavérica del dios de la muerte elaborada en arcilla y que estaba custodiando la entrada de uno de los accesos principales del Recinto de las Águilas. Pero cuál fue su sorpresa y la de todo el equipo cuando reconocimos que no era una, sino dos, las grandes esculturas que estaban por desvelar algunos secretos.
Después de que el equipo desenterrara dichas esculturas, que se encontraban desperdigadas en numerosos fragmentos, se llevó a cabo el trabajo de restauración y un análisis minucioso de las esculturas. Primero debemos decir que, efectivamente, se trataba de dos grandes piezas de tamaño natural elaboradas en arcilla en cuatro grades partes que encajaban por medio del sistema de caja y espiga. Los personajes se encontraban de pie, con los brazos extendidos hacia el frente en actitud de ataque y mostrando, como la mayoría de los dioses de la muerte, unas impresionantes garras. Hay un rasgo de estas dos obras de arte que ha causado cierta polémica entre los investigadores Leonardo López Luján, director del proyecto, y Christian Duvergier. Es un elemento de tipo lobular que se desprende por debajo del costillar de esta pieza. Dicho elemento ha sido interpretado por Duvervgier como el corazón, mientras que Luján lo ha identificado con el hígado, órgano en el que se alojaba la entidad anímica del ihiyotl; es decir, una de las tres almas del cuerpo identificado por los mexicas en la cual confluían algunos estados de ánimo como la ira, y donde se gestaban el vigor, la fuerza vital, la sexualidad y el proceso digestivo. Nos sumamos a la propuesta de Luján, considerando que efectivamente esta sección de las esculturas representa efectivamente al hígado y no al corazón.
Uno de los puntos que también causaba cierta polémica era que toda la parte superior de la escultura, incluyendo la cabeza y los hombros, estaba recubierta de una pequeña capa de color ocre que originalmente se pensaba que podría ser de restos de pigmentos, pero al hacer los estudios pertinentes los investigadores quedaron perplejos al darse cuenta de que más bien se trataba de restos de sangre que habían sido vertidos sobre la escultura en un ritual de consagración del edificio de las águilas, y más aún cuando se pudo constatar con algunas imágenes del Códice Magliabechano donde aparece la misma escultura sobre una banqueta en el momento en que unos mexicas la bañan con sangre humana. Nuevamente en esta ocasión la arqueología y las fuentes documentales sirvieron de base para conocer algunos aspectos más de las culturas mesoamericanas. Los resultados definitivos de esta interesante investigación ya están a la vista en un reciente libro publicado por López Luján en dos extensos volúmenes, trabajo que sin duda es un referente obligado para conocer los aspectos rituales de este pueblo desde la perspectiva de la arqueología.
Pero esta pieza no es la única que produjeron los artistas indígenas. En la plástica mexica podemos encontrar una infinidad de monumentos escultóricos que brindan una especial información sobre el mundo de los muertos entre los mexicas. Contamos con diversas representaciones en piedra de las Cihuateteo sentadas en las rodillas y con las manos en posición de ataque, imágenes de seres semidescarnados vinculadas a los dioses de la muerte y el inframundo, como Mictecacihuatl, Tlaltehuctli, y algunos animales de la noche, como son arañas, alacranes, mariposas, murciélagos, fielmente representados en una variedad interesante de piedras monumentales mexicas.
En el mundo de los muertos del universo mexica también existían seres del inframundo que muchas veces visitaban a los vivos. Ya hemos hablado de las Cihuateteto, pero además existían algunos otros personajes de la sobre naturaleza que podríamos identificar con fantasmas, de acuerdo con documentos como el Códice Florentino. En muchas ocasiones se narra que los mexicas sufrían varias apariciones durante sus viajes a la siembra o a sus casas, como ver de pronto un fantasma gigante o bien una enana llamada Cuitlapanton.
Las prácticas funerarias mexicas se llevaban a cabo en las dos escalas básicas de la sociedad. Por un lado, los macehualtin tenían la costumbre de enterrar a sus muertos bajo sus casas, es decir, que en el México precolombino no existía propiamente el concepto de cementerio. Era común que a los muertos se les envolviera en un tapete elaborado de petate, un tipo de fibra vegetal que aún es utilizado en algunas partes de México por las comunidades indígenas, y después eran enterrados dentro de las casas. De ahí que un dicho popular mexicano haga alusión cuando una persona fallece al decir que “ya se petateó”.
Sabemos que los pillis, como ya hemos podido relatar antes, llevaban a cabo extraordinarias ceremonias, más aún si se trataba de los más importantes soberanos, de los cuales conservamos un extenso complejo de ofrendas funerarias en el Templo Mayor de Tenochtitlan, recientemente estudiadas por la arqueóloga Ximena Chávez.
Sabemos que las ceremonias funerarias desarrolladas por medio de la cremación son más específicas del Posclásico, y exponer el cadáver al fuego era una de las prácticas más comunes entre los mexicas. La inhumación directa se llevó a cabo solo en contadas ocasiones, por aquellos que al morir debieran terminar sus días en el Chichihualcuauhco o al Tlalocan. El acto de la cremación permitía, que a través del fuego, la comunicación entre el mundo de los vivos y los muertos. Dejemos de momento el mundo de los muertos y adentrémonos en las ciencias ocultas mexicas, la magia y la adivinación.