EL ENCUENTRO DE PIEDRA Y ACERO

Cuando llegaba a la ciudad, Cortés envió a un mensajero para saber qué había pasado, y este, magullado, a su regreso le informó de que la gente de Tenochtitlan se alzaba en guerra. Y por detrás de él, un fuerte contingente del ejército mexica, que iniciaba la batalla con alaridos y estruendosos sonidos de tambor, comenzó a arrojar flechas, dardos y piedras con la honda. Prácticamente habían elaborado una emboscada para recibir a Cortés en la ciudad, pues se cuenta que desde las azoteas de las casas arrojaban piedras, y no solo los guerreros, sino que en algunas ocasiones hasta las mujeres y los niños apoyaban el ataque desde las casas.

Cuando Cortés llegó a las casas reales hizo disparar los cañones de manera que se guarecieron en esta “fortaleza” hasta muy entrada la noche, entre tanto las batallas continuaban y de alguna manera Cortés estaba preparando la huida por la noche. Cuenta Cortés que hubo más de ochenta heridos incluyéndolo a él en estos primeros combates.

El conquistador español menciona también la cantidad de guerreros mexicas con los que combatían, ya que aunque atacaban constantemente, poco hacían, ya que los mexicas enseguida se reagrupaban. También argumenta que ellos peleaban por turnos, ya que contaban con mucha gente, a diferencia de ellos, que contaban con un reducido número de soldados y que por tal motivo no podían tener efectivos de reserva, por lo que tenían que pelear todo el día sin parar. Por supuesto, debemos decir que las tropas españolas también contaban con el apoyo de las huestes tlaxcaltecas, que sin duda formaban el grueso del ejército.

Para entonces Moctezuma se encontraba todavía preso y había comentado a Cortés que él mismo, desde la azotea, hablaría con sus gentes para que cesasen la guerra. Y es aquí donde se produce uno de los sucesos más polémicos en la historia de la conquista de México, ya que las fuentes narran que Cortés mandó traer a Moctezuma de su encarcelamiento y lo subió a una azotea para que se dirigiera su pueblo de esta forma: “Pues no somos competentes para igualarlos, que no luchen los mexicanos. Que se deje en paz el escudo y la flecha”. Y es en ese momento cuando la gente del pueblo y los guerreros comenzaron a clamar el grito de guerra. Por toda Tenochtitlan se oía el estruendo de la guerra, y comenzaron a enviar vituperios y malas palabras a Moctezuma, arrojando todo tipo de piedras, una de las cuales le alcanzó en la cabeza, haciéndole una grave herida que, según algunas fuentes, le causó la muerte a los tres días. Otros autores aseguran que lo mataron los españoles encajándole una espada por las partes bajas. Este es el final de uno de los más importantes y famosos gobernantes de la gran México Tenochtitlan, una ciudad a la que desde este momento le quedaría muy poco de vida.

No quedaba un solo personaje del estado mexica que pudiera parar ya esta guerra, así que a Cortés solo le restaría esperar el momento para huir de la ciudad. Así, durante la noche, dio cuenta de las bajas de su ejército y preparó una serie de artefactos que se utilizaban ya en tiempos de los romanos; los testudines o tortugas, que consistían en unas pequeñas fortalezas de madera dentro de las cuales Cortés podía guarecer a sus hombres con ballestas, arcabuces y cualquier tipo de arma de largo alcance, de manera que pudieran guarecerse de los ataques que se producían desde las azoteas.

Debemos recordar que un ballestero necesitaba cerca de un minuto para poder recargar el arma, y más aún si el sistema que empleaba su ballesta era el de poleas, tan comúnmente usado desde la Edad Media, así que era necesario contar con una serie de caparazones movibles para poder salir de la ciudad. A su vez, habían elaborado una especie de puentes portátiles que les permitían ir pasando los canales sin problemas.

A cierta hora de la madrugada comenzó a chispear, y la Ciudad de México se encontraba en cierta calma. Esta era la oportunidad que Cortés estaba buscando: acomodó al grueso de su ejército adelante y a los efectivos tlaxcaletacs, cerca de 3000 según cuenta Cortés, por detrás de él. Comenzaron a huir de la ciudad. Con suma discreción y silencio avanzaron con todo el oro que pudieron cargar en sus manos y entre sus corazas de hierro. Pudieron pasar los canales de Tecpantzinco, Tzapotlan y Atenchalco gracias al puente portátil a cargo del que iba un tal Magariño con un contingente de 40 hombres, pero llegando a Mixcoatechialtiltán, una mujer que se encontraba sacando agua en el canal alcanzó a verlos y enseguida dio aviso. Un mexica subió a lo alto de un templo, algunos creen que el Templo Mayor, y comenzó a llamar a los capitanes mexicanos con una serie de gritos: “Mexicanos, nuestros enemigos se escapan, ¡traed a todo el ejército!”. Y es en este momento cuando se inicia una de las batallas más famosas de la conquista, sobre todo por la humillante y casi completa derrota del ejército de Cortés a manos de los guerreros mexicas y más aún por la desfavorecida situación en la que se encontraba, ya que al estar huyendo de la ciudad y, sobre todo, por la carga de oro que llevaban entre sus manos los soldados españoles, el combate les resultaba prácticamente imposible. Cerca de 80 cargadores tlaxcaltecas que también llevaban buena parte del oro mexicano estaban como efectivos inoperantes en el combate.

Enseguida se acercaron los guerreros que estaban más próximos a los canales, aquellos que montaban guardia tanto de Tlateloclo como de Tenochtitlan en sus canoas, apresurados con gran coraje iban remando hacia los españoles, mientras otros de sus ocupantes comenzaban a lanzar dardos, flechas y piedras. Sus canoas estaban revestidas con una serie de chimallis o escudos, como una flota militar blindada a la manera indígena. El fuego enseguida fue repelido por los españoles con sus armas de largo alcance, tanto ballestas como arcabuces. Así, un intercambio de proyectiles se vio en los canales de Tenochtitlan, y tanto caían mexicas como soldados españoles y tlaxcaletcas. La ruta elegida para escapar había sido la calzada de Tacuba o Tlacopan, que se encontraba más cercana a ellos en ese momento, y es ahí donde fueron replegados. Pero la batalla fue ardua y sangrienta, muchos murieron ahogados y otros por las heridas de flecha. Podemos imaginar el momento, ya que además esta batalla se estaba librando cuando ya poco faltaba para que el sol saliera por la mañana, y en medio del rocío parecía que Tláloc y Huitzilopochtli presidían el combate y la Lluvia y el Sol se encontraban protegiendo a su pueblo.

Los españoles trataban de escapar de la batalla, lo que provocaba el nerviosismo de los soldados y de los tlaxcaltecas, quienes se encontraban en medio de la lluvia de flechas que salía desde los canales. Muchos llegaron a caer al agua incluso con sus monturas. Entre el peso del oro que llevaban y las corazas de hierro, era imposible hacer frente al ataque. Si recordamos, el peso medio de una armadura medieval era de 30 kilos. Podemos afirmar, conforme a los resultados de los experimentos realizados por la Real Armería de Inglaterra, que un guerrero ataviado con la coraza podría realizar, fuera del campo de batalla, piruetas y movimientos ágiles en el aire. Sin embargo, en situaciones de extremo peligro en medio de la batalla, sobre todo en batallas desarrolladas en el agua como esta, la situación sería muy distinta. Muchos guerreros medievales preferían quitarse la coraza antes de caer al agua.

Los mexicas habían destruido todas las salidas de Tenochtitlan que les había sido posible, y según cuenta Cortés solo una había quedado libre. La intención de los mexicas era dejar que murieran de hambre y de sed dentro de la ciudad, lo que demuestra los conocimientos que los mexicas tenían de la poliorcética. En diversas ocasiones durante estas batallas el mismo Cortés estuvo a punto de fallecer. En algún momento fue herido en una mano, pero ninguna vez peligró tanto su vida como en esta ocasión. La base de ello está en la forma que tenía el pueblo mexica de ver la guerra. Como veremos en el siguiente capítulo, los mexicas concebían dos tipos de práctica militar: las guerras de conquista y las guerras floridas. Sobre todo en esta última, el objetivo principal era capturar prisioneros exclusivamente para el sacrifico, de manera que no debían matar ni herir a sus enemigos, y esta fue precisamente la idea que imperó en algunos momentos de la lucha contra los españoles. Cortés cuenta sobre la batalla en los canales: “Y como yo estaba muy entretenido en socorrer a los que se ahogaban, no miraba ni me acordaba del daño que podía recibir; y ya me venían a asir ciertos indios de los enemigos, y me llevaran.” Es decir, que los mexicas, en sobradas ocasiones, aun teniendo la oportunidad de aniquilar a sus enemigos muchas veces prefirieron capturarlos como posibles víctimas de los sacrificios. Así se narra: “Intentaban meterse entre nuestras lanzas y escudos para tratar de sujetarnos como lo cuentan los conquistadores, generalmente esto se daba al toque de una trompeta. Este es uno de los factores que desde mi perspectiva trajo consigo la derrota de los ejércitos mexicas, ya que el español, y por supuesto los tlaxcaltecas, que ya estaban en cierta forma adiestrados, no trataron de hacer cautivos, sino que por el contrario su objetivo primordial era salir de esa situación y aniquilar a cualquiera que se interpusiera en su camino”.

Cortés continuó la huida con el grueso de su ejército, entrando por la ciudad de Tacuba, perdiendo cerca de ciento cincuenta españoles, y cuarenta seis yeguas y caballos, y según afirma, más de dos mil tlaxcaltecas; es decir, más de la mitad el ejército tlaxacalteca que los apoyaba, según las cifras del propio Cortés. Otros cronistas mencionan que las bajas en esta batalla son sensiblemente superiores a las que dice el propio conquistador. Además de haber perdido gran parte del botín, Cortés se encontraba agotado. La leyenda dice que se sentó bajo un árbol para descansar y llorar la derrota, de ahí que este suceso sea conocido popularmente como “La noche triste”. Este árbol ha sido tradicionalmente identificado con uno que actualmente se encuentra en la actual avenida México Tacuba, en la Ciudad de México.

Cortés se refugió con su ejército en un lugar llamado Otoncalpulco, sitio de ocupación otomí en donde les brindaron alimentos y descanso. Actualmente este lugar está ubicado en el municipio de Naucalpan, donde se construyó una iglesia dedicada a la Virgen de los Remedios y donde se conservan los restos arqueológicos del sitio, llamado por los habitantes de la zona Cerro de Moctezuma, conocido ya desde los años ochenta y explorado inicialmente por los arqueólogos Francisco Rivas y Alberto López Wario. Posteriormente, pudimos hacer junto con el arqueólogo Jorge Antonio Miguel López un pequeño reconocimiento del lugar, registrando entre otras cosas unos petroglifos y evidencia de cerámica azteca III.

Ya una vez descansados, un indígena tlaxcalteca los guió de nuevo hacia su tierra, para que pudieran reponerse de la batalla.

Entre tanto, en Tenochtitlan los mexicas se hacían con el botín dejado por los españoles. Por una parte recobraron todo el oro que habían perdido y se apoderaron de todas las armas y artefactos de los fallecidos: cascos, armaduras, escudos, espadas, ballestas, flechas, alabardas, cañones y arcabuces, e incluso se llevaron el cuerpo de algunos caballos para llevar a cabo una ceremonia sin precedentes en Tenochtitlan. Movían las aguas con los pies y las manos para tratar de encontrar en los canales parte de los despojos de la batalla; pero no solo eso, en contadas ocasiones pasaban guerreros en canoas para poder recoger a sus heridos y muertos y llevarlos a Tenochtitlan para su ceremonia fúnebre.

Arqueológicamente, hasta el momento resalta el hecho de que no tenemos mucha evidencia de esta gran batalla. Francisco González Rul nos narra el hecho del famoso tejo de oro como una pequeña evidencia de tipo arqueológico que mucho podría corresponder con lo que los españoles dejaron caer durante el combate de La noche triste. Quizás valdría la pena tratar de elaborar algunos proyectos con el objetivo de conocer la situación; sin embargo la gran mancha urbana de la Ciudad de México impide desarrollar ningún proyecto que permita atestiguar tan interesante historia.

La muerte de Moctezuma no fue el final de la casta política de la vieja Tenochtitlan. En cuanto se tuvo conocimiento de su muerte, un penúltimo tlatoani fue elegido, el gran señor Cuitláhuac, su hermano, quien se había encargado de dirigir la batalla en contra de los españoles. Sin embargo, un nuevo peligro asolaría a Tenochtitlan, y esta vez ni las flechas ni los arcos los ayudarían. La insalubridad derivada de las muertes hizo que comenzaran a aparecer las epidemias en los alrededores de Tenochtitlan. La viruela hizo su aparición primero en Cuatlán, luego Chalco, y luego en buena parte de Tenochtitlan, Los mexicas la llamaron huey cocoliztli, enfermedad que no se conocía en México. Contagió a una gran parte de la población en Tenochtitlan. El Doctor Bernardo García Martínez, en un reciente e interesante artículo, refiere que en esta primera gran epidemia de la historia mexicana murieron nueve de cada diez personas, y que hasta ahora se tiene registro de que nunca en otra etapa de la historia humana había muerto tanta cantidad de gente en un tiempo tan corto, entre 1520 y 1521. Se ha llegado a calcular que más de la mitad de la población de México-Tenochtitlan pereció por esta enfermedad. Y resulta lógico si tenemos en cuenta que los indígenas no tenían las defensas inmunológicas necesarias ni los recursos para combatir una enfermedad que no conocían. Y fue el Huey Tlatoani Cuitláhuac una de estas nueve de cada diez personas. Así, el consejo decidió entronizar inmediatamente al último y heroico tlatoani de la casta política de los tenochcas, El águila que cae, Cuahutémoc.

Por su parte, los españoles fueron recibidos finalmente en Tlaxcala y Cortés, después de algunos días de descanso, se reorganizó y preparó el contraataque. En esta ocasión llegaría reforzado con cerca de doce o trece bergantines, que estarían sobre todo armados con fuertes falconetes, una especie de cañones de menor dimensión pero con gran potencia. Desde Tlaxcala llevaron los bergantines desarmados para colocarlos firmemente en Texcoco.

Isabel Bueno, en su excelente artículo sobre las flotas mesoamericanas, describe cómo los indígenas colocaron una serie de estacas en el lago para tratar de paliar como fuera posible la embestida de los bergantines que se acercaban para asediar Tenochtitlan. Alrededor de las naves, los guerreros mexicas arrojaban desde las canoas grandes cantidades de flechas sobre los conquistadores, quienes repelían las agresiones de igual manera, con los falconetes, que lanzaban grandes bolas de hierro que destruían las paredes de los templos y los edificios de la Ciudad de México. Una buena cantidad de embestidas de los bergantines fue suficiente para poder destruir una flota impresionante de canoas que estaba defendiendo Tenochtitlan. Los relatos de la conquista se complementan con los hallazgos arqueológicos que se han producido recientemente en lo que era parte del Lago de Texcoco por parte del arqueólogo Luis Moret, quien encontró una bala de hierro que probablemente pertenecería a los falconetes de Cortés.

Antes de ello, se dice que los mismos españoles y el propio Cortés dieron cuenta desde su campamento de lo que los mexicas estaban haciendo con sus compañeros caídos en la noche triste. Se dice que desde lo alto del templo mayor, el edificio que más sobresalía de toda la ciudad, se veía a algunos de sus compañeros luchando afanosamente para resistir la captura de los sacerdotes de Huitzilopochtli. México Tenochtitlan estaba en guerra, y era el mejor momento para continuar con sus macabras ceremonias. Qué mejor que la sangre de los hombres del viejo mundo para celebrar los sacrificios a su dios.

De esta manera, la disputa final por la caída de Tenochtitlan había comenzado. No se decidiría solamente por tierra, sino como hemos visto por agua también, y es quizás por donde más daño hicieron a la ciudad. Más aún, el afamado Imperio Azteca estaba totalmente desmembrado, las huestes españolas cada vez se alimentaban más de los pueblos que aprovechaban el momento para desertar y, en ocasiones, para incorporarse a sus filas. De un momento a otro, Tenochtitlan queda rodeada y algunos de los pueblos de los alrededores siguen defendiéndola de los españoles, pero no es suficiente, ya que terminan por rendirse e incluso por apoyar a Cortés, como es el caso de un contingente de los de Texcoco. Tenochtitlan estaba sola.

De los doce o trece bergantines que las fuentes narran fueron finalmente siete los que participaron en el asedio final de Tenochtitlan, pues los otros cinco fueron hundidos por los mexicas. Ya no llegaban suministros a la ciudad y solo quedaba llevar a cabo el desembarco en un pueblo que comenzaba a replegarse dentro de su propia ciudad. Así, algunos de los primeros en entrar a la ciudad fueron los de caballería, y de esta forma el ejército de Cortés comenzó a tomar la ciudad. Los combates entre guerreros mexicas y aliados de Cortés eran voraces y sangrientos. Lanzas de metal, espadas, macuahuitl, ballestas... todo era reutilizado por los mismos mexicas. Y en sobradas ocasiones los sistemas de armamento ya no eran solo españoles o indígenas, sino que se producía un intercambio de armamento en el desesperado intento por defender la ciudad. Los mexicas habían quitado algunas armas a los españoles, sobre todo aquellas de uso sencillo. Bernal Díaz argumenta: “Con los diez mil guerreros que el Gutemuz enviaba en ayuda y socorro de refresco de lo que de antes había enviado, y de los capitanes mexicanos que con ellos venían traían espadas de las nuestras, haciendo muchas muertes con ellas de esforzados y decían que con nuestras armas nos habrían de matar”.

Enseguida Cortés, ya avanzada la batalla dentro de Tenochtitlan, colocó uno de los cañones cercano al temalácatl y desde ahí propinó cañonazos por doquier. Algunas mujeres y niños se replegaban detrás de las azoteas de las casas y arrojaban piedras sobre los enemigos, y en muchas ocasiones se dedicaban a elaborar piedras redondas para arrojar con un tipo de honda llamado glandes. Por todas las calles de Tenochtitlan iba la caballería lanzando estocadas, y los guerreros mexicas los perseguían y en ocasiones se arrojaban sobre ellos para batirlos a golpes o bien desbaratarlos con sus teputzopilli con obsidianas. Quién no recuerda la magnífica escena de un guerrero águila que está atravesando a un caballero español con su lanza en una pintura del genial artista mexicano González Camarena. Entre los alaridos de guerra y dolor de ambos bandos, en algún momento Cortés queda casi desfallecido al ver cómo en el centro de Tenochtitlan se erguía orgulloso un trofeo de guerra mexica que ya conocía, pero no con estas características: se trataba del tzompantli o muro de cráneos, pero que en esta ocasión estaba decorado con la cabeza de sus compañeros, cerca de 53 españoles sacrificados. Lo que impresionaba más profundamente a Cortés y a su gente era que a estos les acompañaban las cabezas de los caballos. Este relato, que más pareciera de una película, está perfectamente justificado por documentos como el Códice Florentino y más aún por los hallazgos arqueológicos de Zultepec, en Tlaxcala, de los que hablaremos más adelante.

Los efectivos de Cortés poco a poco obligaron a la nación mexica y toda su gente a replegarse hacia el norte, hacia Tlatelolco, que sería el último bastión defensivo donde Cuauhtémoc defendería a la nación mexica. Llegados a Tlatelolco, nuevamente Cortés da instrucciones de colocar en la plaza central un cañón, con el cual da los golpes finales a la batalla. Al pueblo mexica, ya devastado, sin alimentos ni agua potable para beber, le quedaba solamente defenderse con las escasas fuerzas que le restaban. Para acabar de forma abrupta con el ánimo de los mexicas, el Templo Mayor fue incendiado.

Cuentan los informantes de Sahagún que el último Huey Tlatoani de Tenochtitlan, Cuauhtémoc, en un aliento final de defensa de la nación mexicana consideró ataviar a un gran guerrero, quizá el mejor de los que quedaban con los atributos del dios Huitzilopochtli. La concepción místico guerrera mexica era ya una de sus últimas opciones, y era el mismo Huitzilopochtli quien haría frente a los invasores españoles, y sobre todo su insignia guerrera, una Xiuhcóatl o serpiente de fuego, el arma de Huitzilopochtli. El guerrero Tecolote de Quetzal se arrojó contra los españoles, y de acuerdo con las fuentes, muchos de ellos efectivamente quedaron impresionados y algo asustados por el atavío de este guerrero. Se dice que del cielo cayó un impresionante remolino de fuego. Se trataba del último presagio sobre el final de la gran ciudad tenochca y tlatelolca. Estas son algunas de las últimas cosas que acontecieron antes de que finalmente, por decisión de la última casta noble que quedaba en la ciudad, se entregara Cuauhtémoc a los españoles y con ello se produjera la rendición final de Tenochtitlan, un 13 de agosto de 1521.

Los mexicas, tristes por su final, solo decían: “¡Ya va el príncipe más joven, Cuauhtémoc, ya va a entregarse a los españoles! ¡Ya va a entregarse a los “dioses”!”. Cuando Cuahutémoc es presentado frente a Cortés, el todavía tlatoani de Tenochtitlan observa la daga que porta el español en su cinturón, y le dice: “Me quitaré la vida como tú ya has quitado la vida de mi pueblo mexica”, y después solo le quedo a Cuauhtémoc disuadir a su ejército de que dejaran las armas, ya todo estaba terminado. En ese momento un capitán general del ejército subió a la azotea en la que se encontraba Cuahutémoc y le acarició la frente, dando a entender que ya no había nada más que hacer.

Hecho prisionero Cuauhtémoc, los españoles se afanaron en terminar la guerra y, sobre todo, en buscar los tesoros de Tenochtitlan: “¡El oro, el oro!”, gritaban. Al día siguiente, se cuenta que muchos españoles, ya sin armas, iban por las calles tapándose las bocas del asco que les daba el hedor de los muertos.

Así Cortés exige el oro perdido en la Noche Triste, algunos indígenas, con tal de engañarlo, le dan solamente una parte, ya que el resto estaba escondido. Durante mucho tiempo Cuauhtémoc fue llevado a una sala especial donde le quemaron los pies atado a un palo para que dijera dónde se encontraba el oro de Tenochtitlan. Sin embargo, su muerte se produjo realmente fuera de su imperio, en la provincia de Acalán, en tierras mayas, el 28 de febrero de 1525 Algunos investigadores identifican esta zona con Izamcanac, en el actual estado de Campeche. En algunos documentos pictográficos como la Tira de Tepechpan, quedan algunos registro de Cuauhtémoc ahorcado en una ceiba, según las narraciones del propio Cortés.

Dos cantos reflejan el final de una nación que no solo “ponía fin” a una etapa histórica mexicana, sino a toda una civilización, la mesoamericana. Y decimos que “ponía fin”, ya que realmente ni la conquista ni la cultura mesoamericana terminaron con la caída de Tenochtitlan. Desde entonces, los olmecas, los mayas, los zapotecos, los mixtecos, los totonacos y los tarascos, entre muchos otros, han visto en el México de hoy con los grupos indígenas una tradición cultural que aún después de los cañonazos, espadazos y tiros de arcabuz sigue vigente:

Golpeábamos en tanto los muros de adobe,

Y era nuestra herencia una red de agujeros.

Ni los escudos fueron su resguardo,

pero ni con escudos pudo ser sostenida su soledad.

(Miguel León Portilla, Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares)