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Santa María

El sonido del móvil de Alfred Llul resonó en la nave de la iglesia. El millonario sacó su teléfono de la chaqueta y contestó:

—Sí. ¿Qué ocurre? —Llul escuchó pausadamente la respuesta desde el otro lado de la línea—: ¿Cuánto tardarás en llegar?

Mientras, Svak intentaba imaginar qué iban a encontrar en el castillo. Si sus sospechas eran ciertas, el símbolo estaría tallado en alguna parte de la fortaleza. Pero tenía cierto temor acerca de lo que sucedería en el momento en que lo encontraran.

—¿Qué sabes de ella? —Lo que quiera que escuchó Llul a través del móvil no le gustó lo más mínimo. Sus ojos se hincharon y se inyectaron de sangre, bajó la mirada y soltó un gruñido—: ¿Cómo es eso posible? ¡Me da igual!

Svak se volvió preocupado por el gritó que retumbó en todos los muros del templo y atrajo la atención de los escasos parroquianos que allí había. Cuando miró a Alfred Llul se asustó ante la expresión de su rostro. A continuación, observó la escultura de san Miguel que había en una de las capillas de la iglesia, y creyó ver la misma expresión de terror en el rostro del demonio que luchaba con el arcángel.

—No la mates, la quiero con vida. A ella no se te ocurra hacerle daño, ¿entiendes? Y llega lo antes posible, te necesito.

Después de guardar de nuevo el móvil en su chaqueta, hizo un gesto a Svak para que le siguiera al altar de la iglesia. No había mucha gente. Una mujer limpiando una imagen de un santo en una capilla lateral y otras dos sentadas en uno de los primeros bancos de la nave. Llul levantó la vista hacia la bóveda de cañón apuntado que cerraba el templo. A continuación, caminó por el pasillo central de la nave, entre las filas de bancos perfectamente alineadas, con Svak tras él.

—¿Por qué está tan seguro de que es en esta fortaleza? —preguntó Alfred Llul.

—He investigado los castillos sanjuanistas y éste, en particular, es famoso por sus marcas de cantero.

—¿Sólo por eso?

—Entre otras cosas. Por ejemplo, existe un estudio reciente que intentó aplicar un algoritmo matemático a la distribución de estas marcas.

—Interesante. ¿Y obtuvo alguna conclusión coherente?

—En base a su distribución pretendía establecer las diferentes fases constructivas. Hay marcas de cantero en sus muros que sólo aparecen en este castillo y en la casa papal de Avignon. Además, perteneció a don Juan Fernández de Heredia y, anteriormente, a los templarios —explicó Svak—. Pero ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué no entramos al castillo?

—Usted nunca me defrauda. Tiene una facilidad innata para procesar la información, pero es impaciente. Todavía es pronto para ir al castillo, estamos aún dentro del horario de visitas, ahora mismo puede haber turistas en su interior. Esperaremos a que se haga más tarde —Alfred Llul se detuvo frente al altar de la Colegiata de Santa María en Mora de Rubielos—. ¿Qué le parece esta iglesia?

—Esplendida, gótica, del siglo XIV

—No la analice desde el punto de vista histórico —criticó Alfred Llul—, obsérvela y dígame qué le llama la atención.

—Tiene una única nave, y quizá lo más llamativo sea el altar.

—¿Por qué?

—Por el arco ligeramente apuntado donde hay tres figuras de piedra que no se distinguen demasiado —ambos se acercaron más al altar—. Una parece representar a Jesús crucificado, acompañado a su derecha por la Virgen y a la izquierda por una imagen que parece representar a María Magdalena.

—Muy bien —comentó en voz baja Alfred Llul—. Una vez me dijo que usted no creía en Dios.

—Así es.

—Si no existe Dios, ningún dios, si sólo nos limitamos a genes y ADN, entonces cualquier cosa es posible. Es como si todos pudiéramos llegar a ser Dios. Dentro de poco tiempo, con la genética y la ciencia se podrán eliminar enfermedades antes de que lleguemos a nacer. Incluso se podrán realizar cambios en personas ya adultas, alterando su ADN. No será necesario nacer rubio, podremos cambiar nuestra genética con cuarenta años y ser rubios. ¿Se imagina? Eso es sólo un ejemplo, podremos hacer cualquier cosa. Porque si Dios no existe todo es posible, porque somos nosotros lo que nos convertimos en nuestros propios dioses, nos liberamos de un ser superior que toma las decisiones por nosotros. Podemos elegir el futuro y el presente, convertirnos en lo que deseemos. Sólo necesitamos los conocimientos que, sin duda, iremos adquiriendo con el tiempo.

—Viviremos más y mejor, sin duda, pero ¿qué tiene eso que ver con Dios?

—¿No se da cuenta? ¡Podremos ser inmortales! ¡Y mucho más!

—Eso es imposible.

—Qué equivocado está, señor Svak —musitó Llul—. Algunos de los más importantes expertos en genética del mundo ya han avanzado cómo seremos en el futuro.

—¿Más guapos? —bromeó Svak.

—El hombre del futuro se conectará a un clon fabricado con sus propias células madre. Con fibras ópticas enlazadas a la médula espinal, cargará datos y programas de conocimiento o memoria y se liberará de su envoltorio, de su cuerpo, volcando el contenido de su celebro en otra «máquina humana».

Svak se quedó callado, un cierto aire de temor recorrió su cuerpo poniéndole los pelos de punta, como si la mismísima muerte estuviera detrás de él afilando su guadaña. Se imaginó a sí mismo conectado a una imagen exactamente idéntica a él y miró a Llul aterrorizado.

—No hay límites, señor Svak. Si no hay ningún ser superior, los límites los ponemos nosotros. Y eso no puede ser, eso supondría el final de la humanidad. No seríamos hombres, nos convertiríamos en monstruos.

—¿Por qué me cuenta todo esto? —reaccionó Svak, quien no entendía a qué venía ese discurso.

—Porque es un gran dilema creer o no creer en Dios, en algún dios.

—¿Es usted católico?

—Yo no soy nada —musitó Alfred Llul—: como verá, no somos tan diferentes usted y yo.

—Es ateo —afirmó el ladrón de libros.

—No, le he dicho que no soy nada, no que no crea en nada.

—Pero… ¿en qué cree, entonces?

—Creo en una sabiduría superior, en un conocimiento que fue dado a los hombres y que se ha perdido con el paso del tiempo y, por encima de todo, creo en mí.

—¿En usted?

—Sí —respondió mientras se detenía frente al altar—. Dentro de poco vamos a descubrir un gran secreto, vamos a descifrar una antigua sabiduría. Quizás entonces sepamos si existe Dios o si somos nosotros los que decidimos nuestro propio destino, ¿no le parece excitante?

Svak no respondió.

—¿Cuántas lenguas se hablaban actualmente en el mundo? ¿Cientos? ¿Miles? —preguntó Llul sin intención de obtener ninguna respuesta—: ¿Y cuántas se han perdido? ¿Cuántas lenguas se han olvidado a lo largo de los siglos? La etrusca, la íbera, la mesopotámica, la de los tartesos… No podemos ni imaginarnos cuántas han muerto. El tiempo pasa para todos, para los hombres, las iglesias, los libros… Hasta las palabras se hacen viejas, se pierden y se olvidan. ¿Cuántas expresiones que utilizaban sus padres ya no usan? ¿Cuántos idiomas que no conocemos se habrán perdido? Quizás, alguna de esas lenguas perdidas, de esas palabras olvidadas, sirvieran para comunicarse con, no sé, otro tipo de seres. Quizás activen partes de nuestros subconscientes que permanecen dormidas. Créame si le digo, señor Svak, que estamos a punto de descubrir un secreto olvidado desde hace siglos. Hay un mensaje oculto, un lenguaje olvidado, una lengua muerta en esas piedras y estamos apunto de devolverla a la vida.

Pero él no creía en nada, en ninguna religión ni tampoco en supersticiones, y no se iba a dejar impresionar por fantasías futuristas. Lo único que tenía claro era que, si Llul le seguía pagando como hasta entonces, él le seguiría a cualquier sitio, aunque fuera al mismísimo infierno.

—Señor Llul, tenga cuidado. Cuando creemos tener todas las respuestas nos pueden cambiar todas las preguntas.

—No esperaba menos de usted. Veo que es inútil intentar convencerlo. Desde luego su capacidad para no alterarse por nada es increíble, podría decirse que parece que usted no tiene alma, no tiene corazón.

—Lo tuve, pero hace ya mucho de eso. —Svak pareció dar signos de debilidad por un instante, como si un terrible recuerdo hubiera brotado desde lo más escondido de su mente y amenazara con destruirlo todo a su paso, pero el ladrón de libros se repuso con extraordinaria entereza.— Le repito que ahora lo único que me importa es mi dinero.

—Lo tendrá, no se preocupe. —Llul miró su reloj de pulsera—. Son las ocho, pronto cerrarán el castillo.