12
Luces de bohemia
Cuando Silvia entró en el piso de Álex no pudo evitar su cara de sorpresa. Había un gran salón, cuya pared principal estaba forrada por una gran imagen que la cubría totalmente. Se trataba de una reproducción de un cuadro que representaba una mujer desnuda, tumbada, con los ojos almendrados, el cuello alargado y la cabeza estilizada al máximo; con una expresión en el rostro de profunda melancolía.
—Es de Modigliani, el príncipe de Montparnasse —explicó Álex—. Estuvo en un panel de anuncios en París, publicitando una exposición sobre este pintor en el Petit Palace hace varios años. Lo compré por internet, era mucho más grande, pero lo recorté con ayuda de Adrián, un amigo, hasta dejarlo ajustado al tamaño de la pared. La verdad es que las pupilas de la mujer son tan grandes como una cabeza, pero a mí me encanta.
«Y a mí también», pensó Silvia.
A la izquierda había una pila de libros, que se levantaba un metro del suelo, sobre la que había colocada una pequeña lámpara con el skyline de Nueva York grabado en la tulipa metálica. La pared de la derecha contaba con dos grandes ventanales por donde entraba mucha luz. Enfrente del modigliani había un gran sofá naranja y, delante, una mesa de madera, formada por una antigua puerta a la que le habían colocado un cristal encima. Sobre ella se alternaban gran cantidad de libros y revistas. A Silvia le gustaba el piso, no parecía que ningún objeto hubiera sido comprado en Ikea. «Lo cual le daba mucho mérito al chico de los castillos, porque hoy en día no hay casa que no tenga una mesilla, un armario, la cubertería, las velas, hasta sábanas de la cama o, incluso, las perchas y las plantas compradas en la tienda sueca», dijo para sí misma.
La otra gran pared del salón estaba formada por una librería que la cubría en su totalidad, desde el suelo hasta llegar al alto techo que tenía el piso. Era una auténtica muralla de libros. Silvia se aproximó y leyó el título de varios de ellos: La sombra del viento, Leyendas de los castillos españoles, Ruta por los castillos de Castilla y León.
—¿Por qué te gustan tanto los castillos? —preguntó Silvia mientras seguía leyendo los títulos de los libros a la vez que pasaba los dedos por sus lomos—: Hay muchos sobre ellos.
—Es una afición que tengo desde niño —se limitó a responder.
—Creo que todo esto es mucho más que una afición, ¿no?
Álex se adelantó y cogió uno de los libros, era un gran ejemplar: España, castillos y alcázares, de José Ortiz Echagüe.
—¿Conoces a Echagüe? —preguntó Álex retóricamente.
Silvia negó con la cabeza.
—Ingeniero, militar, piloto y, por supuesto, uno de los fotógrafos españoles más importantes de España en el siglo XX.
—No había oído hablar de él.
—Fue piloto de globos aerostáticos y de aviación en la Guerra del Norte de África. Tras su regreso a España fundó Construcciones Aeronáuticas, S.A., quizá te suene más como CASA; y, más tarde, en 1950, creó la primera industria española de fabricación de automóviles, SEAT, de la que fue presidente hasta 1976, entonces fue designado presidente de honor vitalicio.
—Curioso —comentó Silvia asombrada—. ¿Y lo de fotógrafo?
—Pues nada, una «afición» que tenía —Silvia no pudo evitar notar el tono de ironía—. Algunos críticos lo consideran el mejor fotógrafo español de la historia. Antes de la Guerra Civil, la revista American Photography lo consideró uno de los tres mejores fotógrafos del mundo.
Álex abrió el ejemplar de España, castillos y alcázares.
—Ésta es una de las escasas primeras ediciones que existen, aunque tengo un ejemplar de cada una de las cinco ediciones que se publicaron —explicó Álex mientras pasaba las primeras páginas hasta llegar a una fotografía de un gran castillo, con dos torreones circulares—. Si observas bien, puedes ver que más que fotografías parecen pinturas. Echagüe utilizaba una técnica muy particular a la hora de positivar. Se conoce como carbón fresson, pocos fotógrafos la utilizaron y, por supuesto, ahora no la usa nadie. Si te das cuenta, las fotos tienen un matiz especial, así como un mayor contraste. Era un procedimiento que requería mucha paciencia, una extraordinaria habilidad y un perfecto manejo de la técnica. Por lo que, con el tiempo y conforme se simplificaron los procesos fotográficos, se fue abandonando. Además, revelaba los negativos con el papel aún húmedo y retocaba la fotografía con pinceles, raspadores y otros utensilios.
Álex devolvió el libro a su sitio.
—¿Y tú sabías que antiguamente los libros se colocaban al revés? —preguntó Silvia mientras volvía a repasar con sus dedos algunos de los lomos de la muralla de libros.
—¿Cómo al revés?
Su invitada cogió un pequeño volumen de Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes, y le dio la vuelta, introduciendo primero el lomo en la estantería, y dejando la parte donde se veían los cantos de las páginas hacia afuera.
—¿Y eso por qué?
Había conseguido atraer la atención de Álex.
—Para que respire, de esta manera el aire puede entrar entre las páginas. Además, así eran más fáciles de clasificar, porque podían escribir fácilmente los títulos en esta parte. Antiguamente no venía el título en el lomo y, como estaban encuadernados con piel oscura, era complicado grabarlo ahí. En cambio, por esta parte que forman los cantos de las propias páginas, al ser blanca, podían anotar lo que quisieran.
Silvia se volvió y siguió analizando el piso, dejando a Álex sorprendido por la explicación. Sobre una de las paredes había dos pequeñas fotografías enmarcadas. Se aproximó a ellas para verlas mejor. En la primera, la que parecía más antigua, aparecían retratados un hombre junto a un niño con una gorra roja, detrás de ellos se veía una gran torre de un castillo con numerosos agujeros en sus muros. Parecía que era un lugar situado en alto, porque al fondo se veía un gran pantano. La otra imagen era más reciente, en ella parecía Álex vestido con un traje negro, junto a otros hombres sonrientes en una mesa como las que se utilizan en las conferencias, parecía una especie de presentación de algo importante.
—Deja el bolso en el sofá, no te lo van a robar —le sugirió Álex.
—No te preocupes, no me molesta.
—Relájate un poco, deja el bolso y la chaqueta. Siéntate y, por favor, hazme caso. ¿Quieres algo de beber? —preguntó Álex mientras iba hacia la cocina americana que se abría al salón.
—¿Tienes vino? —preguntó Silvia, quien finalmente transigió y dejó su chaqueta de cuero y su bolso marrón con tachuelas de Bimba & Lola sobre la mesa, mientras se sentaba en el sofá del salón.
—Claro.
—¿Tinto o blanco? ¿Qué te apetece?
—Sorpréndeme.
Álex sintió como si aquello fuera un reto, y no dudo en aceptarlo.
—Entonces, te voy a servir un Fagus.
—¿Fagus?
—Sí, Fagus —repitió Álex.
Ella obedeció mientras veía cómo su anfitrión sacaba dos grandes copas de uno de los armarios de la cocina y las colocó sobre el mostrador. Después, desapareció durante unos segundos. En la mesa de al lado del sofá había varios ejemplares de una revista especializada en tema históricos y un libro. En la cubierta destacaba su nombre Luces de bohemia de Valle-Inclán. Cuando Álex volvió llevaba una botella de vino en las manos.
—¿Estás leyendo a Valle-Inclán?
—No —dijo Álex al comprobar que Silvia había descubierto lo que tenía sobre la mesa.
—Como he visto Luces de bohemia…
—Lo tengo ahí, pero lo leí hace mucho. ¿Tú lo has leído?
—¿Yo? Pues no.
—Es un libro especial, el protagonista, Max Estrella, es un poeta frustrado que se ha quedado ciego. Su obra no tiene éxito y por este motivo no gana lo suficiente para comer. Sale una mañana de su casa para ir con un amigo suyo a reclamar que le paguen más por la novela que ha vendido, pero no logran mejorar el precio y terminan en una taberna emborrachándose.
—Buena opción.
—La verdad es que sí. Horas más tarde, la policía lo mete en la cárcel.
—Vaya, lo que se dice un día redondo —murmuró Silvia.
—Sí, podría decirse así. Consigue salir de la cárcel; visita a un ministro, que es un antiguo compañero de estudios, para ver si consigue algo… pero, nada, y de ahí marcha a un café.
—No tiene suerte —apuntó Silvia.
—Todo lo contrario, ya que de camino a su casa tiene una visión de la muerte y a la mañana siguiente lo encuentran fallecido unas vecinas —Álex descorchó la botella de Fagus y llenó las dos copas.
—Qué final más trágico.
—Lo peor es que Max Estrella, siendo ciego, es el único personaje que ve la realidad, la decadencia de la sociedad —Álex levantó la copa de vino—. Pruébalo y dime qué te parece, veamos si tú eres como Max Estrella y eres capaz de distinguir la realidad de un buen vino.
La restauradora de libros tomó la copa y admiró el vino de fuerte color rojo picota, limpio y brillante. Olfateó sus múltiples aromas: frutas rojas muy maduras, bayas, y también dulces como la vainilla y chocolate. Lo llevó a sus labios y sintió un toque delicioso de regaliz: amplio, goloso, pero a la vez muy intenso y fuerte.
—Me alegro de que te guste, es cien por cien uva garnacha.
—¿Garnacha?
—La gente la subestima, dice que su maduración es demasiado brusca, tendiendo a oxidarse, que da vinos muy ásperos, con demasiado grado de alcohol —relataba Álex mientras bebía de nuevo de su copa—, pero lo que no entiende la gente es que la garnacha es una uva distinta, con mucha fuerza, que hay que saber tratar o se rebelará. Necesita que la mimen más, que la quieran y, sobre todo, que la entiendan. Es un vino magnífico y un secreto para muchos, así que no se lo digas a nadie o se hará famoso y subirá el precio…
—La verdad es que está estupendo. ¿Aún tienes más sorpresas para mí?
—Si te atreves, claro que sí.
Por un instante Silvia estuvo a punto de lanzarse a probar el delicioso sabor del Fagus en los labios de Álex, pero recordó la verdadera razón por la que estaba allí.
—Necesito que me digas cuál es el castillo del texto.
—Claro —respondió Álex sonriendo—, déjamelo de nuevo.
Silvia cogió su chaqueta y tuvo mucho cuidado en entregarle solamente el papel donde había copiado el primer párrafo, manteniendo la transcripción del manuscrito bien guardada. Durante unos instantes el hombre de los castillos leyó repetidamente el texto. A continuación, se incorporó y fue hacia la gran biblioteca que llenaba la pared del salón y buscó entre los numerosos libros, hasta que alargó el brazo y sacó una publicación voluminosa, con la tapa blanca. Se mantuvo de pie, buscando entre sus páginas, y cuando encontró lo que quería, volvió hacia el sofá.
—¿Qué libro es?
—Es un monográfico sobre las fortificaciones de Castilla-La Mancha que se editó hace poco y que fue realizado por la Asociación Española de Amigos de los Castillos.
Silvia puso una cara inexpresiva.
—¿No la conoces?
—Pues, no.
—Son los mayores expertos en fortificaciones y castellología de España.
—¿Castellología? —interrumpió Silvia sorprendida—. ¿Esa palabra existe o te la acabas de inventar?
—¡Silvia! Claro que existe.
—Vale, vale. Si tú lo dices…
Álex tardó en responder.
—En esta asociación trabajan numerosos investigadores y expertos de las fortificaciones y los castillos. Además, realizan conferencias, talleres y cursos en su sede, que está en la calle del Prado.
—Al lado del Palacio de Congresos —apuntó Silvia.
—Así es —afirmó Álex mientras buscaba algo en el libro.
—¿Qué buscas?
—Información del castillo de Salvatierra —contestó Álex sin levantar la vista—. Aquí está. El de Salvatierra no fue reconquistado definitivamente por los cristianos hasta 1226.
—¿Y? ¿Eso qué quiere decir?
—Tu texto dice: «Los tres reyes respondieron a la cruzada». Esto nos sitúa en la batalla de Las Navas de Tolosa, con los reyes de Castilla, de Navarra y de Aragón. Y si la batalla fue en 1212, entonces, el castillo de Salvatierra lo tenemos que rechazar.
Silvia asintió con la cabeza.
—El texto sigue con: «después de la gran batalla, donde muchos miembros de la orden cayeron», nos dice que eran caballeros de una de las órdenes militares, y como luego explica que «recuperaron su castillo», tiene que ser la Orden de Calatrava, que era la que tenía fortalezas en la zona. Por eso te dije que tenía que ser alguno de los tres castillos calatravos que hay cerca de la zona de Las Navas de Tolosa.
—Sí, hasta ahí lo entiendo. Ahora nos quedan dos posibles opciones: el castillo de Calatrava La Vieja y el de Calatrava La Nueva —precisó Silvia—. ¿Cuál es el que buscamos?
—Tenemos claro que el texto viene a decir que recuperan el castillo después de la batalla.
—Sí.
—Según dice este libro, el castillo de Calatrava La Vieja fue conquistado por el rey Alfonso VIII pocos días antes de la batalla de Las Navas de Tolosa.
—¿Y el de Calatrava La Nueva? —preguntó Silvia muy nerviosa.
—Espera a ver. El libro está clasificado por períodos históricos. El de Calatrava La Vieja es islámico, pero el de Calatrava La Nueva pertenece a la época de las órdenes militares.
Silvia observaba impaciente cómo Álex pasaba las hojas.
—Aquí está Calatrava La Nueva —murmuró Álex mientras leía el amplio texto de la publicación—. Según dice aquí, este castillo no se levantó hasta 1217. Convirtiéndose en el núcleo central de lo que sería, después, la poderosísima Orden de Calatrava.
—Entonces no es ninguno, uno lo conquistaron antes y los otros dos los construyeron después.
—No sé, espera que lea un poco más —dijo Álex algo preocupado—. Dice que es probable que donde está construido el castillo de Calatrava La Nueva hubiera otro anterior o, incluso, que ya se hubiese empezado a trabajar en él antes de la batalla.
—¡Álex! ¿Es el qué buscamos o no?
—Si fue recuperado tras la batalla, el único que encaja es de Calatrava La Nueva.
—¿Seguro? —Silvia no estaba convencida con la respuesta.
—Seguro —respondió Álex confiado—. La última frase es a la que no le encuentro ningún significado especial: «La torre norte seguía protegida». Ignoro qué de especial puede haber en esa torre. En este libro no veo que se mencione nada reseñable. Habría que ir hasta allí y verlo, no se me ocurre otra cosa.
Silvia tuvo mucho cuidado en elegir una respuesta. Apreciaba la ayuda de Álex, pero no pensaba revelarle la existencia del manuscrito. Necesitaba hablar con Blas.
—Si de verdad ese es el castillo… te debo una muy grande —dijo Silvia mientras se levantaba del sofá—. Muchas gracias por la ayuda.
—Ha sido un placer —dijo Álex sonriente.
—Tengo que irme.
—¿Te vas? ¿De nuevo me abandonas? —el rostro de Álex cambió totalmente, no se podía creer que fuera a dejarle de nuevo plantado.
—Lo siento, pero tengo cosas que hacer —respondió Silvia mientras se ponía la chaqueta y cogía su bolso—. Gracias por todo, el vino es excelente y agradezco infinitamente tu ayuda, pero debo irme.
Silvia sabía cómo escapar de situaciones como ésta, eran ya muchos años saliendo airosa de citas extrañas, novios pesados y borrachos, como para no ser capaz de huir de aquel piso fácilmente.
—Bueno, pues nada, ha sido un placer ayudarte —dijo visiblemente disgustado Álex.
—Me has ayudado mucho y todo me ha parecido fantástico: el vino, la conversación y tú —dijo Silvia con cara de nunca haber roto un plato mientras se escapaba hacia la puerta sin que Álex pudiera hacer nada por impedirlo—. Hasta pronto.
—¿De verdad te tienes que marchar?
—Sí —respondió mientras abría la puerta—. Nos vemos, hasta pronto.
—Ciao —la despidió Álex, quien se quedó solo en el piso cuando Silvia cerró la puerta.
Mientras bajaba, pensó que era posible que estuviera haciendo mal, ¿por qué no podía contarle lo del manuscrito?, parecía un chico inteligente y sensato. Pero algo le decía que no debía fiarse de él, quizá fuese demasiado listo. Como siempre, desconfiaba de todo el mundo, no podía evitarlo.
Una vez fuera del inmueble, cruzó la calle Argumosa y pasó al lado de La Buga del Lobo en dirección al edificio del museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía. A unos metros, en un banco, se encontró sentado a Santos.
—Hola. ¿Qué tal? —preguntó Silvia.
—Muy bien, señorita. ¿Cómo ha ido la cita?
Silvia se rió.
—No era una cita. Sólo quería que me ayudara con un asunto.
—¿Y lo ha hecho?
—La verdad es que sí, y muy bien —respondió algo contrariada—. Usted lo conoce bastante, ¿verdad?
—¿A Álex? Sí, claro. Ya le dije que yo conozco a todo el mundo aquí.
Entonces, Silvia sintió cómo unos ojos se clavaban en su espalda, como si alguien la estuviese observando, y se giró. Ella juraría que había visto cómo una sombra la seguía, escondida justo detrás de la esquina de la calle, pero no podía ser. «¿Quién me va a seguir a mí?», se dijo.
—¿Ha visto un fantasma? —preguntó Santos—. Tiene el rostro muy pálido, ¿Está usted bien?
—Sí, no se preocupe.
—Yo a veces también veo fantasmas, más de las que desearía —comentó Santos—. Lo que todavía no he visto es a un extraterrestre.
—Yo tampoco.
—¿Sabe por qué todavía no nos ha visitado ningún extraterrestre? —preguntó Santos ante la mirada sorprendida de Silvia, que negó con la cabeza.
—Quién sabe. Supongo que quizás estemos solos —afirmó ella, todavía preocupada por la extraña sombra que había creído ver.
—No podemos ser tan egocéntricos, hace mucho tiempo que el universo dejó de girar en torno a la tierra. Dicen que la razón por la que no ha venido ningún extraterrestre no es porque no existan, que seguro que los hay. Sino porque cuando una civilización alcanza un gran nivel de desarrollo, como la nuestra hará dentro de poco, se vuelve inestable y se autodestruye —explicó Santos mientras se liaba un cigarro—. Pero yo creo que hay otras razones por las que no nos han venido a ver.
—¿Cuáles?
—Que somos poco importantes, a la marcha que llevamos pronto desapareceremos, tantas guerras, hambre, religiones… Aunque esto no pasará por lo menos hasta dentro de cien años y, claro, yo ya no viviré para verlo. Así que no me preocupa lo más mínimo.
—Me marcho, me están esperando.
Santos asintió.
—Tenga cuidado con los fantasmas, esos sí que vienen a veces a visitarnos.