25
Alcántara

Cruzaron el puente romano, al pasar por debajo del arco triunfal situado en la parte central, parecía como si todo el Imperio romano hubiera renacido. Impresionaba saber que esta construcción llevaba dos mil años en pie. Fueron hacia el convento de San Benito, un edificio magníficamente restaurado, el cual había sido residencia de la Orden Militar de Alcántara y ahora era sede de la Fundación San Benito de Alcántara. Lo primero que vieron al llegar fue la iglesia, un edificio interesante, con una triple cabecera con grandes escudos y una portada en los pies, con una hermosa imagen de la Virgen realizada en un material que parecía ser alabastro. El convento se levantaba en el lado norte de la iglesia. Tenía una fachada sobria y sencilla. Entraron dentro y llegaron a una galería porticada, que formaba parte de una hospedería. Tenía tres plantas, sobre unas columnas jónicas se levantaba una arquería; en sus extremos había dos torrecillas cilíndricas rematadas con pináculos, con diferentes escudos de los Austrias. En diez minutos empezaba una visita guiada.

—Puede que averigüemos algo, ¿no?

—¿En la visita guiada? —dijo poco convencido Álex—: No creo.

—Quién sabe, por probar…

—Puede que tengas razón, no perdemos nada por intentarlo —contestó resignado—. Reconozco que aquí estoy totalmente perdido.

A las doce en punto, una mujer de unos cuarenta años, bien arreglada y sonriente, organizó a los presentes, unos veinte, y repartió una serie de folletos turísticos. Acto seguido empezó a comentar la historia del convento.

—La Orden de Alcántara fue una orden militar creada en la segunda mitad del siglo XII en el Reino de León, y que tenía carácter casi exclusivamente extremeño. Nació al norte de la actual provincia de Cáceres, en las riberas del río Côa, con el nombre de San Julián del Pereiro. —La guía parecía un autómata, seguramente debido a la cantidad de veces que había tenido que repetir el mismo discurso—: Tras su conquista a los musulmanes, la defensa de la ciudad de Alcántara fue otorgada a la Orden de Calatrava en 1214, pero cuatro años más tarde renunciaron por la lejanía a Calatrava. Entonces, Alfonso IX de León encomendó la defensa a la recientemente formada Orden de los Caballeros de Julián del Pereiro, a cambio de cierta dependencia de filiación con respecto a la orden de Calatrava. De ahí que adoptasen también la regla del Císter. A raíz del establecimiento de su sede central en la villa recibida, el primitivo nombre de Orden de San Julián fue desapareciendo paulatinamente, hasta que en 1253 sus maestres se titulaban «maestres de la Orden de Alcántara», quedando reducida San Julián del Pereiro a ser una simple encomienda.

La guía siguió explicando la extensión de la Orden por la provincia de Badajoz y su participación en la conquista de Andalucía, donde sólo recibió algunas posesiones, limitadas precisamente a varias fortalezas. Parecía que iba ser más complicado de lo que creían encontrar el castillo de la Orden de Alcántara, ya que sus posesiones se repartían por toda Extremadura y parte de Andalucía.

—En 1492 el rey católico Fernando II de Aragón consiguió del papa Alejandro VI la concesión del título de gran maestre de la Orden con carácter vitalicio. En ese momento, los territorios de los alcantarinos abarcaban parte de la actual provincia de Cáceres en su límite con Portugal, las estribaciones de la Sierra de Gata y gran parte de la zona oriental de la provincia de Badajoz (la comarca de La Serena), sin incluir algunas posesiones aisladas en Andalucía y Castilla-La Mancha —continuó explicando la guía—. Los miembros de la Orden de Alcántara vestían una túnica de lana blanca muy larga y capa negra, que sustituían por un manto blanco en las ceremonias solemnes, adoptando como blasón un peral silvestre con las raíces descubiertas y sin hojas sobre campo de oro. Posteriormente adoptaron como distintivo una cruz flordelisada de sinople.

Silvia se aproximó a Álex y le susurró al oído.

—Entonces, ¿tienes idea de qué castillo puede ser?

—¿Cómo voy a saberlo con tan poca información? —murmuró Álex molesto—: Como ya te dije, no conozco bien esta zona. Además, ya has oído a la guía, la Orden tenía posesiones en toda Extremadura y donaciones en Andalucía.

—¿Y si le preguntamos a la guía? —sugirió Silvia mientras arqueaba sus cejas—: No perdemos nada.

Álex no respondió. Esperaron hasta el final de la visita al monasterio y, cuando la guía se quedó sola, Silvia se acercó con cara amable.

—Muchas gracias por todo —dijo con su mejor sonrisa—, ha sido una visita interesante.

—De nada, es mi trabajo —respondió muy agradada la guía—. Si puedo ayudarles en cualquier pregunta que tengan, no duden en pedírmelo.

—Pues a lo mejor sí que puede ayudarnos —Silvia saltó como una hiena al oír el ofrecimiento de aquella mujer—: estamos buscando un castillo.

—¿Un castillo? Aquí hay muchos ¿Cuál, en concreto?

—Uno especial, me habló una amiga de él hace tiempo. Lo visitó cuando estuvo en Extremadura, comentó que estaba cerca de Alcántara, pero no recuerdo su nombre.

—En Cáceres hay castillos muy importantes, como los de Trujillo, Belvís de Monroy, Coria…

—No sé, tiene que haber pertenecido a la Orden de Alcántara —interrumpió Álex a la guía.

—Eso es ya muy difícil para mí, yo no soy historiadora —se excusó la guía—, pero sé quién puede ayudarles.

La guía sacó su móvil e hizo una llamada. Se retiró unos metros y habló unos segundos con alguien, después colgó.

—¿Tienen coche? —preguntó tras colgar.

Álex y Silvia asintieron.

—Vamos a casa de Ricardo, él les ayudara. Es un fanático de la Orden de Alcántara.

La residencia del amigo de Victoria, la guía, no estaba lejos: a un par de calles. Era un gran chalet, con un moderno tejado a dos aguas terminado en punta que parecía como un sombrero. Al llamar a la puerta, los recibió un hombre ataviado con una cota de malla, un yelmo de hierro y una maza de acero.

—Fanático es poco —murmuró en voz baja Silvia.

Álex la miró con una media sonrisa en los labios.

—Hola, Victoria; entren, por favor —indicó el caballero—, Ricardo está entrenando, ahora mismo les atiende. Yo soy Fermín.

—Silvia y Álex —les presentó Victoria.

—¿Quieren algo de beber? —les ofreció el caballero de Alcántara.

—No, muchas gracias —masculló Álex.

—Como quieran, pueden pasar al jardín, por favor —les aconsejó el caballero.

Allí, otros dos compañeros suyos, también ataviados con trajes medievales, luchaban con total realismo armados con una gran hacha, una espada de casi dos metros y un escudo circular. El primero de ellos llevaba un traje azul con un león, y el segundo la insignia de la Orden de Alcántara.

—¿Les gusta la recreación histórica? —preguntó Fermín, que sujetaba la maza con las dos manos.

—Es interesante, pero debe ser carísimo todo ese material, ¿no? —preguntó Álex.

—Sí, es muy caro. Son todo réplicas exactas. Tenemos una asociación donde cuidamos que todas las armas y vestimentas sean fieles recreaciones de las originales —explicó el caballero—. ¿Ve esta maza? Es una réplica de una original del siglo XIII; el yelmo, los guantes, la cota de malla, incluso la camisa son también idénticas a las que se utilizaban en ese siglo por los caballeros de la Orden de Alcántara.

Después de un gran forcejeo, el individuo del traje con el león lanzó un golpe con su hacha que no alcanzó al escudo, cayendo por su propia inercia contra el suelo y rodando para ponerse de nuevo en pie.

—¿Y no es peligroso?

—Un poco, al fin y al cabo son armas. Pero nosotros lo hacemos todo siguiendo las normas de seguridad, a veces hay algún accidente. Pero normalmente son casos aislados, aficionados que realmente lo único que quieren es disfrazarse y coger una espada. Lo que nosotros hacemos no es una fiesta de disfraces, es una recreación histórica. Es nuestra forma de vivir la historia.

El caballero del león realizó una serie de ataques que fueron respondidos con varias cintas por su oponente. Hasta que el hacha y la espada chocaron violentamente, permaneciendo durante unos segundos forcejeando. Momento en que el guerrero del león no pudo resistir el empuje de su oponente, el caballero de la Orden de Alcántara, quien le obligó a retroceder y dejar al descubierto su flanco derecho. Hábilmente se giró sobre él y le tocó con su espada en la espalda y dio por concluido el combate. Acto seguido, se aproximó hacia ellos y se quitó el yelmo que protegía su cabeza.

—Es sólo una demostración para una feria medieval —se excusó—. Hola, soy Ricardo, ¿en qué puedo ayudaros?

Ricardo resultó ser de gran ayuda, ya que conocía perfectamente Extremadura y las encomiendas de la Orden de Alcántara. Les avisó de que había pocos castillos en buen estado.

—Da igual, lo que buscamos son castillos que hubieran sido construidos o habitados por esos caballeros.

—Pues yo creo que el que se encuentra en mejor estado de todos es el castillo de Piedrabuena —dijo rascándose su perilla—. Desde finales del siglo XIII fue cabeza de una Encomienda de la Orden de Alcántara, para la que tuvo siempre mucha importancia. Se encuentra en una finca privada en el término municipal de San Vicente de Alcántara, provincia de Badajoz.

Álex sacó su libreta del bolsillo de la chaqueta y anotó el nombre.

—No se preocupe por el estado de conservación, nos interesan las fortalezas en general de la Orden, independientemente de que estén o no bien conservadas —insistió Álex.

—Ricardo, diles todos los castillos, aunque sólo queden unas piedras —apuntó Victoria.

—Dejadme pensar.

Ricardo seguía rascándose la perilla mientras buscaba dentro de su cabeza. El yelmo y la pelea con su compañero le habían dejado el pelo totalmente sudado.

—Portezuelo, ese castillo es de Alcántara también.

—¿Dónde está? —preguntó Silvia.

En un arrebato, Ricardo se dio la vuelta y se introdujo en la casa, al rato volvió con un mapa de Extremadura y lo extendió en una mesa metálica que había en el jardín.

—El nombre del castillo es Marmionda, y aunque está algo alejado, pertenece a la localidad de Portezuelo, —la señaló en el mapa.

—No sé Silvia, no conozco estos castillos. Nos llevará mucho tiempo descubrir de cuál habla el acertijo —murmuró Álex contrariado.

—¿Acertijo? —preguntó el hombre con la cruz de Alcántara en el pecho—: ¿De qué hablan?

Silvia miró a Álex y él asintió.

—Tenemos una especie de descripción del castillo que buscamos —explicó Silvia— pero no dice mucho, sólo hemos descubierto que debe ser un castillo de la Orden de Alcántara.

—¿Puede leérmelo? —le pidió Ricardo—: Por favor.

Silvia asintió con la cabeza y, acto seguido, abrió su bolso y leyó en voz alta.

Siguiendo el río hasta la ciudad del puente cerca de donde los caballeros tomaron un castillo en lo alto de una roca con nombre de mujer.

—Suponemos que es Alcántara porque venimos siguiendo el Tajo, y porque el topónimo Alcántara proviene del árabe 'Al Qantarat', que quiere decir 'El Puente'. Además, fue elegido por los árabes por el puente romano —explicó Álex—, y dado que aquí se fundó la Orden de Alcántara, pensamos que esos caballeros serían los que se nombran en el texto, y que levantaron el castillo que buscamos.

—¿Y las últimas frases? —preguntó la guía.

—Sí, esa es la clave —contestó Álex—. Esperábamos acotar un poco la lista de castillos de la Orden y luego buscar uno que coincida. Supongo que preguntando en las localidades encontraremos un cerro con nombre femenino. Eso ya es cosa nuestra, sólo queríamos que nos ayudasen a situar un poco los posibles castillos.

—Va a ser mucho más sencillo que todo eso —Ricardo tenía una gran sonrisa en su rostro—. Perdonen, pero creo saber exactamente cuál es.

Silvia y Álex se miraron incrédulos.

—¿Por qué no han empezado por ahí? —les recriminó Ricardo—: «Un castillo en lo alto de una roca con nombre de mujer». Es el castillo de Peñafiel, justo en la frontera con Portugal, cerca de Zarza la Mayor.

—¿Cómo sabe que es ése? —Álex no creía que fuera tan fácil.

—Porque inicialmente fue una fortaleza de origen árabe conocida originalmente con el nombre de Racha-Rachel: 'La roca de Rachel' —dijo Ricardo mientras volvían desaparecer dentro de la casa, dejando a sus visitantes perplejos con su descubrimiento.

—Aquí está —Ricardo trajo un libro abierto por una página donde había una foto del castillo de Racha-Rachel o de Peñafiel, en Zarza la Mayor, y leyó la descripción—: «Fortaleza construida en el siglo IX por los bereberes. Se cree que en un primer momento sólo fue una torre de vigilancia que se utilizaba para proteger el territorio de los reinos cristianos del norte».

—Ya veo que está sobre una roca —dijo Silvia—, pero ¿y el nombre de mujer?

—Espera —Ricardo y siguió leyendo la descripción—: «Según algunas leyendas, el nombre tiene su origen en la historia de Rachel, la amante del señor del castillo, que se enamoró de un caballero cristiano. 'Racha' significa 'piedra' o 'roca', y hace referencia a la situación de la fortaleza, en lo alto de un promontorio granítico. Racha-Rachel se traduciría como 'La roca de Rachel'».

—¡Increíble! —Silvia buscó una silla para sentarse—. Me parece increíble.

—Y efectivamente es de la Orden —Ricardo continuó leyendo—: «El castillo fue reconquistado definitivamente en 1212 por Alfonso IX y cedido posteriormente a la Orden de Alcántara.»

Álex mostró una expresión de sorpresa en su rostro.

—Entonces… ¿es ese el castillo que andan buscando? —preguntó Ricardo.

—Creo que sí.

Quedaban pocas horas de luz cuando atravesaron la localidad de Zarza la Mayor. Era un pequeño pueblo, con una iglesia que parecía del siglo XVI y un interesante edificio industrial. Fueron despacio al pasar junto a él y pudieron leer que había sido una Real Fábrica de Seda, mandada construir por Fernando VI. Después, llegaron a una curiosa fuente, con unos hermosos arcos ojivales de granito. A continuación, aparecieron indicaciones para varias ermitas, hasta que por fin dieron con la que indicaba «castillo de Peñafiel». Álex condujo muy atento unos tres kilómetros, hasta que en una enorme peña sobre el desfiladero vio levantarse las ruinas de un gran castillo.

—¡Ahí está! —gritó Silvia.

—Te estás volviendo toda una cazadora de castillos.

—¡Ya te dije que aprendo rápido! —bromeó Silvia.

—Obsérvalo bien, es como un viejo centinela, un gigante de piedra. Lleva toda la vida ahí, sobre esa roca, viendo pasar ejércitos y hombres. Con el tiempo suspirando entre sus grietas.

—Que melancólico te has puesto, Álex.

—Estos castillos roqueros, encaramados a las cimas de las montañas, me recuerdan a cuando era un niño e iba de excursión con mi tío a visitarlos.

—Ya de pequeño te gustaban los castillos. Qué rarito tenías que ser… —masculló Silvia con cierto retintín.

—Raro, no, especial —matizó Álex.

—Ya, venga, vamos. Que se nos va a ir el sol.

Dejaron el coche en un acceso y caminaron, mejor dicho, escalaron por unas empinadas laderas, teniendo que saltar paredes de varios muros que limitaban parcelas agrícolas. Aquel lugar era, sin duda, un viejo asentamiento humano. El castillo estaba en ruinas, pero su ubicación, sus torres y, sobre todo, sus almenas recortando el horizonte, le daban un aire tan melancólico como misterioso. Los rayos del atardecer incidían en sus murallas y penetraban en los huecos, formando sombras y reflejos que aumentaban el misterio de aquella fortaleza.

—Me encantan los lugares abandonados —comentó Silvia.

—¿Cómo?

—Pues que me encantan los pueblos abandonados, las iglesias destruidas y, también, los castillos en ruinas. ¿A ti no? —preguntó Silvia—: Descubrir quién vivía aquí, cómo sería la gente de este lugar, qué sucedió para que se abandonara. Es tan misterioso… me encanta.

—Y luego dices que el raro soy yo…

Ella no dijo nada, pero le regaló una sonrisa felina.

Al llegar frente al castillo, Silvia continuó hasta el final de la montaña.

—Hay un desfiladero increíble y, al fondo, parece que corre un río.

—Seguramente marca la frontera entre España y Portugal, estamos muy cerca de los portugueses. Mira tu móvil.

Silvia le obedeció extrañada.

—¿Qué es esto?

—Es una compañía portuguesa, estamos tan próximos que en vez de darnos cobertura las líneas españolas lo hacen las lusas, es normal —explicó Álex.

La estructura del castillo era sencilla, una torre en el centro y una muralla rodeándola. Era perfectamente accesible. La puerta en arco de medio punto, flanqueada por dos medios cubos circulares, no estaba cerrada ni tapiada, así que los dos visitantes no tuvieron problemas para acceder al interior del recinto. Una vez dentro, comprobaron que no quedaba nada de la muralla que miraba al precipicio.

—No es una fortaleza de grandes pretensiones, posiblemente vigilaba la frontera con Portugal. Seguro que en época islámica había ya una atalaya de vigilancia, aunque los restos actuales son cristianos, posiblemente del siglo XIV.

—¿Por qué los sabes?

—Bueno, la muralla no sé exactamente de qué fecha puede ser. Está construida en mampostería y tiene almenas, pero con eso no basta para saber a qué época pertenece. En cambio, la torre del homenaje es gótica, tiene que ser de mediados del siglo XIV. Con esos matacanes no puede ser de otra época.

Entraron por la puerta de la planta baja, en arco apuntado.

—Tiene tres pisos, ¿no? —preguntó Silvia.

—No lo sé. Esta puerta es posterior. Fíjate bien, la entrada a esta planta se realizaba desde el piso superior, ¿ves ese hueco? La puerta original es esa que se ve en el piso de arriba.

—¿Subimos?

—Claro.

Al tercer piso se accedía por unas escaleras de cantería.

—Esta escalera tampoco es original, tiene que ser de alguna reforma, del siglo XVI probablemente.

—¿Y esa ventana tan bonita?

—Es una ventana gótica con arcos trilobulados y un pequeño óculo entre ellos, ¡mira la bóveda de crucería!

—Hay un escudo en la clave de la bóveda.

—Silvia, si este castillo tiene marcas de cantero tienen que estar en esta torre. No hay muchos sillares, así que debemos buscar bien.

La luz era cada vez más tenue, la noche pronto caería sobre el castillo de Peñafiel. Álex lo sabía y se afanaba en encontrar algún símbolo en los muros de la torre.

—¡La bóveda!

—¿Qué?

—Mira los nervios, ¡son sillares de granito! ¡Ahí puede haber marcas!

De repente se oyó un ruido.

—¿Has oído eso? —preguntó Silvia.

—No sé, será un animal —respondió Álex concentrado en los sillares.

Se oyó de nuevo.

—Parecen pisadas —comentó Silvia preocupada.

Álex no dijo nada, miró por la ventana de la torre y vio que pronto se haría de noche. Continuó buscando el tercer símbolo, cuando se oyeron de nuevo los ruidos.

—¡Álex! ¿Qué hacemos? Creo que viene alguien.

No contestó, siguió examinando los nervios de los arcos de la bóveda.

—Ya está, ¡ahí! —Álex se dirigió hacia el centro de la sala—: en ese arco, mira, hay un símbolo, una marca de cantero. Es una «V», ¡ése es el tercer símbolo!

Entonces se oyó un golpe seco, como si alguien hubiera golpeado una puerta. Silvia miró a Álex aterrada, su cara era el vivo retrato del miedo. Estaba arrinconada en una de las esquinas de la sala, apoyada en las frías paredes de piedra. Álex empezó a inquietarse, había dejado de mirar la bóveda y permanecía con las rodillas flexionadas, en completo silencio, como esperando que algo sucediera para poder reaccionar con la máxima velocidad. Su mirada estaba fija en la puerta de entrada. La noche estaba cayendo muy rápido, ya sólo unos pocos rayos de sol iluminaban la torre del castillo. Álex se dio cuenta de que se les había hecho demasiado tarde y, además, no llevaban ninguna linterna. No iba a ser fácil salir del castillo de Peñafiel, y menos aún si tenían una visita inesperada.

—¡Joder! —exclamó Silvia asustada.

—¿Qué pasa?

—He visto una sombra —dijo Silvia.

—¿Dónde?

—En el hueco del suelo.

—¿Cómo? —preguntó Álex, quien no veía nada extraño.

—Era una sombra como la que vi en mi piso —apuntó Silvia nerviosa—. Ese tipo nos ha estado siguiendo.

—Tranquilízate.

Álex fue hacia la salida de la escalera. Era una pequeña abertura en el suelo, si alguien subía por allí lo verían.

—¿Estás segura? —preguntó Álex nada convencido.

—¡Que sí!, ¡joder! Que te digo que he visto una sombra.

Álex se asomó por el agujero y miró si había alguien allí abajo. En ese mismo instante, oyó unas pisadas detrás de él. No le dio tiempo a decir nada, apretó su puño y giro sobre sí mismo, lanzando su brazo hacia delante con todas sus fuerzas, esperando encontrar algo o alguien a quien golpear. Por desgracia estaba demasiado oscuro y cuando completó el giro buscando hacia dónde dirigir su golpe, si dio cuenta que la sombra que venía de la pared estaba demasiado lejos. Aun así se estiró todo lo posible para intentar golpearla, pero aquel hombre reaccionó rápido y esquivó el golpe con mucha facilidad.

—¿Qué coño hace?

Tras fallar su golpe, Álex fue agarrado del pecho por un hombre corpulento que lo lanzó contra los muros de la torre.

—¿Está loco?

Álex se golpeó la cabeza contra la pared y no atinó a decir nada.

—¡Espere! ¡Nos hemos equivocado! —gritó Silvia.

—¿Cómo?

—Déjeme explicarle —Silvia se interpuso entre aquel hombre y Álex—: pensábamos que era otra persona y que quería atacarnos.

—Pero… ¿Qué está diciendo, señorita? Esto es un parque natural, no deberían estar aquí tan tarde. ¿Lo sabían?

—No, lo sentimos, todo ha sido una confusión —Silvia hablaba muy nerviosa—. Sólo somos turistas, estábamos visitando el castillo, oímos ruidos y pensamos que sería alguien que quería atacarnos o robarnos.

Aquel hombre empujó de nuevo a Álex de malas maneras.

—Soy guarda forestal, he visto su coche aparcado y he pensado que tenían problemas. Como no los encontraba, he creído que podía haberles pasado algo, que se habían caído o yo qué sé. Es tarde para andar por las ruinas de este castillo.

—Tiene razón —interrumpió Álex—. Lo sentimos, yo especialmente, como le ha explicado mi amiga estábamos visitando el castillo y nos hemos despistado.

El guarda forestal miró a Silvia y dio un par de pasos hacia atrás, después echo una mirada a la ventana.

—Se está haciendo de noche, será mejor que volvamos al pueblo.

—Claro —respondió Álex—, vamos Silvia.

—Síganme, este lugar es peligroso —ordenó el guarda.

Los tres salieron juntos de la torre y recorrieron el camino hasta la puerta de acceso al castillo. Antes de irse, Silvia miró atrás y vio por última vez la silueta del castillo de Peñafiel. «Es precioso», pensó.

Junto al guardia forestal bajaron hasta el coche por las empinadas laderas, la noche había venido muy rápido, casi de puntillas, y había tapado todo con su manto oscuro. El castillo era ya sólo un recuerdo en el paisaje.

—Les dejo aquí —dijo el guardia—. Siento haberles asustado, pero tengan más cuidado la próxima vez.

—Lo tendremos, muchas gracias —aseguró Álex—, y perdone por haber intentado golpearle.

El guardia hizo un gesto de despreocupación con su mano. Dejaron a su acompañante y entraron en el coche, ambos estaban deseando irse de allí.

—Joder, qué susto nos ha dado.

—A mí me vas a contar… —suspiró Álex.

—¿Y el símbolo? ¿Lo tenemos?

—Sí, lo tenemos —respondió Álex—. Ha sido difícil, pero ya lo tenemos. Tenemos tres símbolos: la cruz latina, la cruz de David y la «V». Sólo nos faltan cuatro símbolos más por descubrir.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Silvia muy excitada.

—¿Tú qué crees?

Silvia no respondió, pero su sonrisa lo dijo todo. Sacó la transcripción del manuscrito del interior de su bolso marrón con tachuelas y leyó en voz alta.

De origen musulmán, de pasado templario, los nuevos caballeros del rey defenderán en su reino la única fe y su frontera. El que se levanta al nombre de Dios.

—Esta vez parece imposible ¡Qué difícil! —Silvia no dejaba de lamentarse mientras repasaba mentalmente el texto—: ¿No crees?

—Fácil no es —respondió Álex riéndose—, eso está claro. Es un castillo de origen musulmán, que después fue de los templarios.

—¿Por qué no me extraña? —murmuró Silvia—: No entiendo cómo podían tener castillos unos monjes. ¿No deberían dedicarse a rezar?

—Los templarios, como los sanjuanistas, además de los tres votos, pobreza, castidad y obediencia, tenían el de las armas.

—Sí, ya lo sé. Pero me sigue pareciendo un sinsentido que un monje sea un soldado. ¿Y por qué aparecen constantemente?

—Todas las órdenes militares tuvieron muchos castillos. Es normal que aparezcan en la investigación de la historia de una fortaleza. Los sanjuanistas poseyeron más castillos que los propios templarios, ya que cuando estos se prohibieron, ellos heredaron muchas de sus posesiones.

—Luego dice algo de los nuevos caballeros del rey…

—Eso puede ser importante —interrumpió Álex.

—¿El qué?

—Lo de los nuevos caballeros.

—¿Por qué?

—Porque, como te acabo de decir, los templarios fueron disueltos a principios del siglo XIV, y sus posesiones repartidas entre otras órdenes militares. Lo que dice de «los nuevos…

—«Los nuevos caballeros del rey, defenderán en su reino la única fe» —leyó de nuevo Silvia.

—Sí, eso. Tiene que hacer referencia a la orden militar que recibió el castillo después de los templarios.

—Bueno, ahora no pinta tan mal —dijo Silvia impresionada.

—No te creas, fueron cientos los castillos que perdieron los templarios a favor de otras órdenes.

—Pero has dicho que fue la de San Juan la que recibió los castillos.

—No, hubo también otras.

—No sé, dice «nuevos caballeros», ¿quizá…

—¿Quizá qué? —insistió Álex—, ¿qué ibas a decir?

—Yo no soy una experta, pero si dice «nuevos caballeros» será que antes no existían, ¿no?

—¡Vaya con la restauradora de libros!

—¿Qué pasa?

—Pues que puede que tengas razón. Tiene que ser una orden militar nueva la que recibió el castillo.

—Eso quería decir. —Silvia estaba orgullosa de su contribución.— Y, ¿entonces?

—No sé, déjame pensar.

La noche seguía cayendo de forma inapelable, como cuando termina una función de teatro, y sabes que el telón caerá, sin que puedas hacer nada para impedirlo. Aquí también había acabado el día y la noche se precipitaba sin remedio. Álex reflexionaba en silencio buscando una respuesta. Mientras, Silvia seguía preocupada por aquella sombra.

—Álex, es mejor que nos vayamos de aquí. Ya pensaremos en el castillo de camino a Madrid. No me gusta este lugar.

—¿Madrid? Pero ¿y si el cuarto castillo está en otra dirección?

—Es de noche, ya lo buscaremos mañana —respondió Silvia con cara de agotamiento.

—De acuerdo, monta en el coche.

Álex también estaba cansado e hizo todo lo posible para llegar cuanto antes a la autovía y allí coger la dirección hacia Madrid. Aunque intentaba centrarse únicamente en conducir, su cabeza seguía dándole vueltas al tema de la orden militar. Silvia estaba recostada sobre su asiento, se había descalzado y sus diminutos pies estaban al descubierto. Una tobillera colgaba de uno de ellos, su piel parecía suave y fresca. Aquello distrajo por un instante a Álex, hasta que al pisar la raya continúa del arcén el ruido le devolvió a la carretera y también despertó a su acompañante.

—¿Estás cansado?

—Un poco.

—¿Quieres que conduzca yo?

—No, no te preocupes. Madrid no está tan lejos.

Silvia no insistió más, miró por la ventanilla, pero la noche había caído ya y no se apreciaba prácticamente nada del paisaje.

—¿Sigues pensando en los castillos? —preguntó sin mirar a Álex.

—Sí, no puedo evitarlo.

—Descansa un poco. Creo que hemos tenido mucha suerte en Alcántara, dar con los de la recreación histórica nos ha salvado la vida.

—Ya lo creo.

—No sé dónde estará el próximo castillo, la verdad es que más al este ya no podíamos ir. Esperemos que se encuentre por el norte o por Andalucía, o, no sé, quizás en Levante, por Valencia…

—¡Espera! —la interrumpió Álex—: ¿Qué has dicho?

—¿Yo? —Silvia no entendía aquel sobresalto.— Nada, que ojala esté en Andalucía o Levante.

—Eso es. —Álex parecía iluminado.— Tenemos que buscar el castillo de una nueva orden militar, que antes fue templario y en una zona de frontera…

—¿Y…?

—Pues que esos nuevos caballeros que buscamos pueden ser los de la Orden de Montesa.

—¿Montesa?

—Sí.

—¿Eso no está en Valencia?

—¡Exactamente! Además, la Orden de Montesa coincide perfectamente con lo de defender la fe.

—¿Por qué?

—Las órdenes militares no se dedicaban simplemente a defender los castillos, tenían más funciones: la defensa fronteriza, la organización estratégico-militar del territorio e, incluso, la explotación económica del mismo. Se ocupaban de territorios fronterizos, muchas veces recién conquistados. Por lo que se solían enfrentar a una zona socialmente desestructurada, sin lazos de servidumbre con la nobleza. Tenían que integrar estos nuevos territorios y sus gentes en la sociedad cristiana, solían estar en diferentes reinos.

—¿Y la Orden de Montesa?

La Orden de Santa María de Montesa era algo diferente, y se circunscribía exclusivamente al reino de Valencia. Las razones de su fundación a principios del siglo XIV son muy peculiares, por lo que no se puede equiparar con las otras órdenes militares que había en los reinos de España en esa época.

—A ver, más despacio —pidió Silvia, que intentaba juntar toda la información en su cabeza—: ¿Qué tiene de especial esta orden?

—Que fue creada por el monarca aragonés Jaime II ante el temor de que la Orden del Hospital, es decir los sanjuanistas, concentrara bajo su poder un inmenso patrimonio en bienes y castillos cuando se disolvió la Orden del Temple a principios del siglo XIV. Al monarca no debió gustarle que una orden internacional extendiera sus largos tentáculos sobre numerosos territorios de la Corona de Aragón, que era precisamente lo que habían hecho los templarios. Así que, tras una serie de negociaciones con el papado, Jaime II logró la creación de una milicia, una nueva orden militar para el reino de Valencia, cuyos objetivos debían ser, tal como se expresaban en la bula de fundación, defender las fronteras del reino y luchar contra los musulmanes. La Orden recibió numerosos castillos en Valencia, muchos de ellos con pasado islámico. La mayoría de estas fortalezas están situadas principalmente en el norte del reino de Valencia, lo que es actualmente la provincia de Castellón.

—¿Por qué en el norte? La frontera no estaba en el sur, Castellón está pegando con Cataluña.

—Sí, es extraño. No estoy seguro, pero lo que debía suceder es que como era una nueva orden miliar no tenían muchos efectivos; y la frontera en el sur era tan peligrosa como el mismo interior del reino de Valencia, ya que la población musulmana dentro de su territorio era muy numerosa, y la amenaza de un ataque a través de la costa era también enorme. Por eso creo que su principal misión era vigilar el interior del reino. Hace poco tiempo hice una ruta por Castellón y visite algunos de esos castillos: Xivert, Pulpis, Onda, Vilafamés y Peñíscola.

—¡Ahí he estado yo!

—¿En Peñíscola?

—Sí, en la playa y en el castillo del Papa Luna.

—¡Muy bien! Ya te he dicho que al final te vas a volver una experta en castillos —dijo Álex entre risas—: ¿Sabes la historia del Papa Luna?

—Pues… la verdad es que no.

—¿Te la cuento?

—Lo estás deseando…

—Pues no te la cuento.

—Venga, no te hagas de rogar.

—Bueno, en…

—¿Lo ves? —dijo Silvia riéndose.

—Ya no te la cuento.

—Vale, vale, me callo. Cuéntamela por favor —le pidió Silvia intentando ponerse seria—, así me podré dormir.

—Ahora sí que no.

—¡Que era broma! Cuéntame la historia del Papa Luna.

—A finales del siglo XIV, la Iglesia vivió uno de los momentos más dramáticos de su historia —Álex miró a Silvia para ver si ésta le escuchaba—. La elección del sucesor del papa abrió una herida que tardaría muchos años en cicatrizar, ya que una multitud enfervorizada asaltó, por primera vez en la historia, el lugar donde se celebraba la sagrada y secreta elección del sumo pontífice, intimidando a los cardenales y exigiendo que el nuevo papa fuera italiano.

—Entonces, ¿habemus papam italiano?

—Sí —respondió entre risas—: habemus papam. Pero, tras esta elección presionada, se alzaron importantes voces contra esta decisión de dudosa legitimidad. Entre ellas, la del cardenal de Aragón, don Pedro de Luna, que junto a otros cardenales se vieron forzados a huir de Roma y elegir libremente a un nuevo papa, que trasladaría su sede a Avignon, en Francia.

—Ahí también he estado yo —interrumpió Silvia—, cuando estuve de vacaciones por la Costa Azul.

—Efectivamente, está cerca de Marsella —confirmó Álex—. Con este suceso se inició el Cisma de Occidente y se creó un hecho sin parangón en la historia, ¡dos papas distintos al mismo tiempo! Poco después, falleció el papa elegido en Avignon y el cardenal Pedro de Luna, por votación unánime, fue elegido como sumo pontífice con el nombre de Benedicto XIII.

—¿Un papa aragonés?

—Así es, ¿eso no lo sabías?

—No, pero… ¿y qué ocurrió con el papa de Roma?

—Seguía habiendo dos papas.

—Pero eso no puede ser —puntualizó Silvia.

—Aunque parezca imposible, sucedió así —insistió Álex ante la cara de incredulidad de Silvia—. Pero había que buscar una solución a todo este jaleo, así que los cardenales disidentes de ambas obediencias se reunieron en Pisa. Y, según cuentan los escritos, jamás en un cónclave se habían pronunciado condenas tan fulminantes contra los pontífices. Como te imaginarás, eran tiempos difíciles para la Iglesia.

—Como ahora.

—Bueno, la verdad es que ahora también tienen muchos problemas, pero aquello fue peor. El Concilio de Pisa nombró a un nuevo papa, que lejos de arreglar la situación, provocó que hubiera un tercer pontífice de la cristiandad.

—¡Tres papas!

—¿Qué te parece?

—Surrealista —apuntó Silvia.

—Dos de los tres papas abdicaron, tan sólo restaba el último protagonista, que, cómo no, era el aragonés. Defendió su elección durante toda su vida y murió a los noventa y seis años, aislado en el castillo de Peñíscola. Fue el único papa aragonés de la historia, el Papa Luna. El pobre fue excomulgado y considerado un antipapa, por lo que hubo después otro Benedicto que tomó idéntica numeración, pero éste creo que gobernó en el siglo XVIII.

—¿Tú crees que puede ser el castillo de Peñíscola?

—¿El de tu manuscrito? Pues creo que sí, fue templario, de eso no hay duda, y de la Orden de Montesa. Lo de musulmán no lo tengo tan claro, pero perfectamente pudo haber allí alguna fortaleza islámica que vigilara la costa y defendiera el reino de Valencia.

—¿Y la última frase? El que se levanta al nombre de Dios —puntualizó Silvia.

—Eso lo tendremos que descubrir cuando lleguemos allí.