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El encargo

Svak salió del hotel Westin Palace con una sensación extraña en su interior. Alfred Llul era todo menos un tipo vulgar, y su mayordomo, guardaespaldas o lo que fuera, era tan siniestro, tenía la mirada tan oscura y el cuerpo tan delgado, que parecía un ser de ultratumba.

Cruzó por la plaza Cánovas del Castillo, en cuyo centro estaba la fuente de Neptuno. El dios griego de los mares miraba desafiante, con una culebra enroscada en la mano derecha y el tridente en la izquierda, sobre un carro formado por una concha tirada por dos caballos marinos con cola de pez. Bajó por el bulevar central del Paseo del Prado y se detuvo en él. El calor empezaba a ser tan sólo un recuerdo en Madrid, el otoño había llegado rápidamente y las hojas de los árboles empezaban a formar un manto en las calles. De todos los árboles, los plataneros de sombra eran los más abundantes. Se sentó en uno de los bancos del paseo y sacó su piedra negra del bolsillo. Él había trabajado para el viejo hacía muchos años, cuando estaba empezando. Por aquel entonces todo el mundo hablaba de él por el famoso robo de uno de los muebles más antiguos de Europa en una catedral del Pirineo. Hacía mucho que no tenían contacto, ahora vivía retirado en la costa de Málaga, era ya muy mayor. No en vano había empezado a robar en España en el año 1975, después de huir de la cárcel en Alemania. En España se especializó en dos habilidades: comprar a pequeños anticuarios y curas poco escrupulosos piezas que luego revendía en el extranjero, y expoliar arte antiguo, sobre todo medieval, en ermitas solitarias, monasterios poco vigilados o iglesias de pequeños pueblos de Castilla y León, Aragón, Navarra o Cataluña. Pero él negaba esto último, siempre decía que no robaba, que recogía piezas que la Iglesia no sabía apreciar y tenía abandonadas y las llevaba a coleccionistas que sí las valoraban y las mantendrían impecables. Sin él, decía, muchas de esas obras de arte se hubieran perdido para siempre. «Los grandes robos de arte nunca se hacen por dinero», le había dicho en una ocasión, y tenía razón. La prensa aseguraba que había robado más de seiscientas piezas por toda Europa. Antes de él, en las iglesias españolas se robaban los cepillos, pero él demostró que los santos podían valer mucho, mucho dinero. Y todo cambió.

Cuando realizaba algún golpe, le costaba separarse de las obras que robaba. En muchas ocasiones, dormía con ellas porque sabía que nunca más iba a tener en su vida la oportunidad de tenerlas en sus manos. Robar obras de arte es la profesión más antigua del mundo.

En el fondo, estaba contento de haber conocido a Alfred Llul, todas las personas que coleccionaban obras de arte como él habían muerto. Los robos de arte ya no eran cómo antes, como los que hacía el viejo. Todos los ricos coleccionistas, los que encargaban los grandes trabajos, están muertos; y los ladrones como él, en peligro de extinción. Sólo quedaban unos pocos esparcidos por la vieja Europa. Estaban en contacto entre ellos, y si salía un comprador solía correr la voz. No eran enemigos ni contrincantes. Más bien todo lo contrario, camaradas que intentaban sobrevivir en una profesión cada vez más difícil. Llul parecía uno de esos coleccionistas de antaño que encargaban un robo porque amaban el objeto robado y apreciaban su contenido. No quería obras para contemplarlas, parecía importarle realmente su contenido.

Enfrente del Museo del Prado llaman la atención un gran número de cedros, algunos de grandes proporciones; como los que había delante de la estatua de Velázquez, que seguro habían sido plantados allí hace ya más de un siglo. Un gran anuncio de varios metros de longitud anunciaba que en el museo había una exposición titulada «El arte del poder». «Sugerente título», pensó para sí mismo. Algo intrigado se acercó a las taquillas, que estaban tomadas por un gran grupo de turistas, los cuales intuyó que eran de Europa del Norte por su fisonomía. En un póster pudo ver que, al parecer, la exhibición era una muestra de armaduras. Avanzó hasta el acceso al museo y allí leyó la información referente a la exposición que había en la entrada.

Se trata de un proyecto expositivo inédito en el que se establece una comparación directa entre los retratos de corte pintados por los grandes maestros, como Tiziano y Rubens, y las piezas de armadura que vestían los monarcas para simbolizar su imagen de poder en el momento de máximo esplendor de la Corona española.

La exposición parecía curiosa, algo diferente a lo habitual, siguió leyendo: «Treinta y cinco pinturas se enfrentan a veintisiete piezas y conjuntos de la Real Armería de Madrid, considerada, junto con la imperial de Viena, la mejor colección del mundo». Le gustó que nombraran Viena, él era eslovaco, y se sentía más próximo a Viena que al Madrid por donde paseaba. Una de las joyas de la exposición era la exhibición conjunta del Carlos V a caballo en Mühlberg de Tiziano junto a la impresionante armadura ecuestre del emperador. Una obra maestra realizada por uno de los armeros más importantes del siglo XVI, pero totalmente desconocido en la actualidad, y que en dicho siglo había costado treinta veces más que el cuadro, una de las obras maestras mundiales, pintada por el mismísimo Tiziano. No pudo contener su curiosidad y entró en la exposición. El Museo del Prado era uno de esos lugares mágicos que existen en el mundo; se habla mucho del Louvre y del British Museum, quizás en número de obras y variedad temática son muy superiores al museo madrileño. Poseen geniales obras, pero no un recorrido completo por el arte de alguno de los grandes maestros. En cambio, aquí, en Madrid, están las obras de Goya y Velázquez, todos sus grandes cuadros. Es difícil expresar la felicidad de Svak al contemplar los retratos de la duquesa de Alba, Los fusilamientos del tres de mayo o La carga de los mamelucos, de Goya. Y qué decir de Los borrachos, La fragua de Vulcano, La rendición de Breda y, por supuesto, Las Meninas. Svak estuvo dos horas recorriendo las salas del museo, y hubiera estado todo el día y el día de mañana, si hubiera estado en su mano. Pero sabía que debía irse, aquella parada no estaba prevista y ya era hora de marcharse.

Salió del museo y continuó por el Paseo del Prado. Al llegar a la plaza Carlos V descendió la escalera de la boca de metro, le gustaba pasar lo más desapercibido posible en las ciudades en las que trabajaba. Una norma básica era moverse entre las masas; coger un taxi sólo cuando fuera estrictamente necesario, un taxista podría identificarlo en un futuro. En el metro nadie se fija en nadie, las personas dejan de ser personas para pasar a ser fantasmas.

Después de viajar durante media hora por las catacumbas de Madrid, salió de nuevo a la superficie en Ventas. La gran plaza de toros, la tercera de mayor aforo del mundo y la más importante junto con la Maestranza de Sevilla; estaba magnífica. Los rayos de luz anaranjados del otoño incidían en los ladrillos que formaban la fachada neomudéjar del monumental coso taurino. Había mucha gente haciendo cola en las taquillas, debía haber una corrida esa tarde. Pasó delante de la Puerta Grande y se detuvo para contemplar el impresionante arco de herradura. Entonces, un hombre con un sombrero negro en la cabeza, vestido con una americana vieja y con un cigarro en la boca, se paró a su lado.

—¿Habla español?

Había descubierto con suma facilidad que él era extranjero, lo cual le sorprendió. Le había cogido con la guardia baja, no se esperaba tener que responder a ninguna pregunta en su camino, ya que él no conocía a nadie en Madrid. A decir verdad, sí que conocía a alguien, pero esperaba no encontrarse con ella por nada del mundo. Le había costado mucho tiempo olvidarla.

—No, soy alemán —respondió esperando que le dejara en paz.

—¿Quiere ir a los toros? —le preguntó mientras se quitaba el pitillo de la boca y le señalaba la plaza.

—No, no me gustan los toros.

—¿Cómo? Pero ¿ha estado alguna vez en una corrida? —le preguntó irritado, como si fuera una ofensa decir que no.

—No, no he ido nunca.

—¿Entonces? ¿Cómo sabe que no le gusta?

—Bueno, es algo muy español, y yo soy alemán.

—Hoy torea El Juli, un genio.

—¿Quién?

—El Juli, un auténtico maestro. Yo le puedo conseguir entradas si usted quiere.

Svak no quería llamar la atención, pero no sabía cómo quitarse de encima a aquel personaje. Su insistencia era excesiva. No obstante, a la vez tenía cierta curiosidad por las corridas de toros.

—¿Cuánto cuesta?

—Doscientos euros.

—¿Cuánto? —preguntó de nuevo Svak convencido de que tenía que ser un error—. No, es demasiado, mire, aunque ese torero sea el mejor del mundo me parece demasiado.

—¿El mejor, dice? Éste es bueno, muy bueno. Pero el mejor es José Tomás, ese es un mito. Si él toreara hoy, la entrada valdría mil euros, y ni siquiera por ese precio podría asegurarle que encontrara una.

—Bueno, bueno, no se enfade. Le agradezco la proposición, pero prefiero irme, gracias.

—Vaya con Dios, señor, usted se lo pierde.

Dejó atrás la plaza de toros y aquel personaje. Prosiguió hasta llegar al mercado de Ventas, al lado estaba el pequeño hotel donde se hospedaba. Sencillo y cómodo, con la M-30 al lado, varias líneas de metro y un camino directo hacia el aeropuerto, un lugar perfecto para pasar desapercibido; pero, dada la ocasión, también un lugar idóneo para huir.

Desde su habitación, conectado a internet con su portátil, planeó el golpe. Alfred Llul había sido claro, debía ser mañana mismo, costara lo que costara. «Y ya lo creo que le va a costar a ese cabrón», pensó. Alfred Llul no le caía bien. No es que desconfiara de él, todo lo contrario, sabía que le pagaría y que lo haría bien. Era otra cosa. Le daba miedo, y tener miedo en la vida no es bueno, y mucho menos en su trabajo.

Cuando terminó los últimos detalles de la operación, dejó todo preparado para no perder tiempo al día siguiente y se fue a la cama. Sin embargo, aquella noche no iba a ser tan sencillo dormirse para Svak, ya que unos dolorosos recuerdos volvieron a su mente. Buscó la piedra negra que siempre llevaba consigo y acarició su rugosa superficie, como si frotara una lámpara mágica de la que fuera a salir un genio que le concediera el único deseo que tenía: volver al pasado, a otra época lejana ya. Volvió a ser más joven y volvió a ver el rostro que tanto le había costado olvidar. A pesar del paso del tiempo le había seguido la pista desde la lejanía y sabía que ahora vivía en Madrid. La melancolía es muy peligrosa, unos segundos con ella pueden arruinar la vida de cualquiera. Mañana tenía un trabajo tremendamente importante que realizar y no pensaba cometer ningún error, ni siquiera por ella. Pero la tentación era demasiado grande. Dejó la piedra sobre la mesilla e intentó dormir, seguro de que soñaría con ella.

A las nueve de la mañana Svak esperaba junto al Teatro Real, observando cómo la boca del metro escupía gente sin cesar. Levantó la mirada hacia el cielo, las nubes corrían apresuradamente, como si también tuvieran que ir a trabajar. Entonces la vio, era ella. Habían pasado varios años pero seguía igual, el pelo moreno y recogido, los ojos grandes y brillantes. Una americana azul y un pantalón gris, tan elegante como siempre. Pensó en permanecer allí oculto. Pero su corazón pudo más que su mente y la siguió disimuladamente, sin que se diera cuenta de su presencia. No era la primera vez. Cuando se separaron, solía observarla a ella y a su hija desde la distancia. Siempre oculto. Pero hacía ya tiempo de aquello, las cosas habían cambiado, él había cambiado mucho, quizá demasiado. Al llegar a la calle Mayor, aceleró el ritmo, adelantó a varios peatones con aspecto de turistas, inspiró profundamente y se dirigió hacia ella sin más defensa que sus esperanzas. No tuvo que decir nada, ella se giró con la mirada encendida, como si hubiera sido capaz de detectar su presencia.

—¿Qué haces aquí?

—Hola, yo también me alegro de verte.

—¡No me jodas! ¿Qué coño haces aquí? —repitió lentamente.

—Quería verte.

—¿Para qué?

—Quería ver cómo estabas y… —dudó lo que iba a decir a continuación— preguntarte por Blanca.

—¿Cómo te atreves? —dijo en voz alta la mujer, para luego mirar a su alrededor y bajar el tono—. Te dejé muy claro que no quería que volviéramos a vernos nunca más.

—Lo sé, pero…

—Nos estás poniendo en peligro a las dos, otra vez.

—Perdona, necesitaba veros.

—Si te acercas a Blanca te mataré yo misma, ¿entendido?

—Lo siento —Svak dio un paso atrás—. ¿Os llega el dinero? ¿Necesitáis más?

—Tú y tu maldito dinero. Todo lo arreglas así —la mujer empezó a llorar—. ¡Joder! Sí, nos llega. Estoy llevando a la niña al mejor psicólogo de Madrid y está mejorando. Pero no por eso voy a perdonarte por lo que pasó aquella noche.

—Nadie lo siente más que yo.

—¡Blanca! Ella lo siente mucho más que tú —echó a andar sin dejar de hablar—. Todas las noches lo siente cuando se va a dormir. Desde aquel maldito día en que entraron a por ese cuadro no ha vuelto a ser la misma. Me habías prometido dejarlo y me engañaste, te recuerdo que casi nos matan, y tú no estabas allí.

—Voy a dejarlo.

—Sí, claro, por eso vas así vestido —gruñó la mujer señalando el elegante traje de Svak, y continuó andando entre la gente—. Hoy vas a dar otro de tus golpes.

—No es lo que tú crees.

—Ya, nunca es lo que yo creo.

—Sólo lo hago para poder enviaros dinero a ti y a la niña —se defendió Svak—, y no es ningún golpe, es un encargo sencillo, sin peligro.

—Ya no te creo —murmuró la mujer mientras seguía llorando.

—Te lo prometo, confía en mi —Svak aumentó el ritmo y se acercó de nuevo a ella—. Voy a dejarlo, tengo suficiente dinero para hacerlo y manteneros.

La mujer no impidió que se aproximara a ella, su rostro se relajó y dejó de llorar. Estaban frente al Mercado de San Miguel, un olor dulce inundaba el ambiente. Svak cogió su mano muy despacio.

—No —dijo de repente—. ¡Déjame! ¡Olvídate de nosotras! —Los gritos llamaron la atención de la mayoría de clientes que entraba en el mercado.— Márchate y no te acerques a la niña, o lo lamentarás.

Svak observó cómo todo el mundo lo miraba, eso era precisamente lo que no podía permitirse, llamar la atención. Dio varios pasos hacia atrás y cruzó una vez más la mirada con la mujer, sonrió y se perdió entre la multitud camino de la Plaza Mayor. Al llegar al gran espacio abierto, símbolo del Madrid de la época de los Austrias, se sintió más seguro. Pero una enorme melancolía trepaba por su pecho como si de un animal se tratara. Intentó tranquilizarse. Sacó la piedra negra de su bolsillo y la acarició en su mano. Era un pedazo de obsidiana negro con el que su hija solía jugar cuando era muy pequeña. Aquella piedra había atraído a Blanca desde el primer instante que la vio. Cuando empezó a hablar la cosa no cambió, siguió unida a aquella extraña roca. Blanca decía que tenía poderes mágicos. Al marcharse, su hija se la regaló. Desde entonces estaba convencido de que, efectivamente, era una piedra mágica, que tenía el poder de hacerle sentir que estaba más cerca de ella.

A las once de la mañana, un hombre impecablemente vestido, con traje oscuro y corbata a juego, con un maletín negro en la mano derecha y un periódico enrollado en la izquierda, subió la escalinata de la Biblioteca Nacional. Pasó entre las estatuas que la presidían y se identificó ante el vigilante como don Talin Harvinsson, doctor en Paleografía y enviado de la Universidad de Estocolmo. Sabía hacer su papel, no disimulaba su acento extranjero y siempre tenía buena presencia. «¿Por qué la gente se fía siempre de un hombre con traje?», se preguntaba siempre que daba un golpe. Los mayores ladrones de la historia han llevado traje y corbata.

Después de que comprobaran su documentación, pasó el maletín por el escáner mientras dejaba sus objetos personales y el periódico en una bandeja. Una vez dentro, avanzó hasta el mostrador de información. Utilizó el argumento de que era un experto en simbología y paleografía ante la responsable de relaciones institucionales del centro. Una mujer alta y esbelta, de unos cincuenta años, con el pelo corto y rubio, aunque claramente teñido. Tenía pinta de ser todo un carácter. La mujer lo examinó de arriba abajo y le preguntó nuevamente por su procedencia. Después de unos minutos de interrogatorio, accedió a ayudarle. Y él solicitó hablar con Blas González.

—Es toda una eminencia en el tema en el que estoy trabajando; como estoy de paso en Madrid, he pensado en visitarle. Ya sé que no es lo habitual, pero la Universidad de Estocolmo está muy interesada en una investigación de códices medievales y pensamos que el señor González puede ser una gran ayuda. Sólo necesito hablar con él unos minutos.

—Está bien —comentó la mujer—, no sabía que Blas tuviera tan buena reputación fuera de nuestras fronteras. Es una persona bastante mayor, pero todo un profesional. Seguro que puede atenderle.

—Muchas gracias.

La mujer descolgó el teléfono y marcó un número.

—Blas, hay un profesor de la Universidad de Estocolmo que desea verte.

Mientras la responsable de instituciones contaba a Blas lo mismo que le había dicho el falso Talin Harvinsson hace unos instantes, éste examinó un plano de los sótanos del edificio que había colgado sobre la pared.

—Blas le atenderá ahora mismo.

—Muchas gracias, son muy amables. Esta biblioteca posee uno de los fondos de libros antiguos más importantes del mundo, en Estocolmo la admiramos mucho. —«La vanidad es un pecado demasiado común», pensó.

—Muchas gracias, señor Harvinsson, mi secretaria le acompañará hasta la mesa de mi colega.

—Ha sido un placer.

—Si necesita alguna cosa no dude en pedírmela —dijo la mujer de forma amable.

—Así lo haré.

Al salir del despacho, otra mujer, más baja y corpulenta, pero más o menos de la misma edad que la anterior, le estaba esperando. Cortésmente le acompañó por el ascensor hasta el primer sótano. Allí le llevó por un pasillo hasta una gran sala. Caminaron hasta el centro y allí pudo ver a un hombre mayor revisando unos documentos. Al verles llegar los escondió rápidamente en el cajón de su mesa, cerrándolo con llave.