30
Santa Ana

Svak cruzó la plaza, con las terrazas a rebosar de gente, dirección al hotel donde tenía previsto el encuentro. Curiosamente no era el mismo de la última ocasión. Estaba situado en un gran edificio completamente blanco, cuya entrada consistía en una puerta giratoria bastante sencilla. Una vez dentro un vanguardista lobby con sillones rojos y sofás blancos, con una decoración demasiado moderna y sofisticada para su gusto, le daba la bienvenida. Ya en el ascensor, presionó el botón del penúltimo piso, en la parte más alta parecía haber un restaurante.

La habitación de Alfred Llul no le defraudó, con una decoración al estilo del resto del hotel, pero lo que verdaderamente llamaba la atención eran las vistas a la Plaza de Santa Ana, con el Teatro Español al fondo.

—Buenos días, señor Svak —le saludó Llul con esa característica expresión de seguridad en sí mismo que casi siempre tenía—: ¿Quiere tomar algo?

—Un whisky estaría bien.

A un gesto de Llul apareció una mujer de piel excesivamente pálida, que contrastaba con su pelo liso, de color negro intenso y que llevaba cortado a la altura de los hombros y peinado hacia un lado. Vestía con una especie de quimono de color negro. Svak no supo diferenciar cuál sería su nacionalidad ni su cometido exacto en aquella habitación. La singular mujer le trajo un vaso y una botella de Cardhú. Sin dejar de mirarle, pero en el más absoluto silencio, le sirvió una copa y desapareció en una de las salas de aquella habitación de hotel.

—¿Ha cambiado de mayordomo? —preguntó Svak.

—No es mi mayordomo, y no se preocupe por él… —Llul se apoyó en el gran ventanal que daba a la plaza—. Está haciendo su trabajo.

A Svak no le gustaba nada ese sujeto.

—¿Qué tiene para mí?

—Los cuatro primeros símbolos —respondió Svak—: la cruz latina, una cruz de David, una «V» y, el cuarto, una flecha.

—Vamos por el buen camino —comentó Llul sin expresar el más mínimo entusiasmo—. ¿Y qué sabemos del resto?

—Creo saber cuál es el quinto castillo, pero el último todavía no lo he conseguido identificar.

—Lo hará, no se impaciente —Llul parecía muy confiado.

—Desde luego no ha sido nada fácil dar con el cuarto, la invocación islámica era una pista difícil de interpretar.

—Lo sé. Y por eso creo que pronto dejaremos de tener competencia —Llul estaba contento por algún motivo.

—Me alegro —respondió Svak, al que en el fondo parecía importarle más bien poco esa información—. De todas maneras, sigo sin saber el significado de los símbolos. Para mí son simples marcas de cantero, ignoro por qué están en el manuscrito y qué estamos logrando identificando los castillos.

Alfred Llul parecía no participar de esas preocupaciones.

—Dios no tira los dados al azar.

—¿Perdón?

—«Dios no tira los dados al azar» es una frase mítica de Alfred Einstein. ¿Cree en las casualidades? —Llul no esperó a escuchar la respuesta—. Yo no. Las cosas suceden por alguna extraña razón, por algún motivo que se escapa a nuestro entendimiento, pero que existe. A veces podemos averiguarlo; sin embargo, en la mayoría de las ocasiones no somos capaces, ni remotamente, de entender esos mecanismos.

Svak puso una cara ambigua.

—Usted me dijo que no cree en Dios y, como usted, hay otros que aseguran que con la ciencia actual está demostrado que no hay cabida para Dios en la creación del Universo. Pero, entonces, yo me pregunto: ¿por qué existimos? ¿Qué sentido tiene nuestra existencia?

—No sé, quizá ninguno.

Alfred Llul le miró con una media sonrisa en su rostro.

—Es más, ¿por qué existe el Universo? ¿Por qué no la nada? —divagó Llul haciendo un gesto sutil con su mano derecha—. Si no hay un fin para la existencia de algo, ese algo no existe.

—Es un tema complejo, no creo que vayamos a solucionarlo en esta habitación.

—¿Por qué no? Quizás estemos más cerca de la solución de lo que usted cree.

Svak giró disimuladamente la vista y observó de nuevo a la mujer, estaba de pie frente a un pequeño escritorio. Era muy pálida, pero hermosa a la vez. Por un momento dejó de prestar atención a las divagaciones de Llul, ensimismado en aquella mujer. En su mirada y en su expresión corporal podía sentir que tenía una gran fuerza interior, una especie de energía que le atraía y le impedía dejar de observarla. Estaba inmóvil, inerte, como si formara parte de la vanguardista decoración de aquella habitación de hotel. Algo de ella le hipnotizó y sintió un extraño escalofrió, como si un sexto sentido le avisara de un grave peligro.

—Esos símbolos del manuscrito son tan antiguos como el hombre: la cruz, la estrella de David… fueron tallados por los maestros canteros en la Edad Media, pero son muy anteriores.

Al escuchar esas palabras Svak reaccionó.

—¿Qué me quiere decir?

—Tienen un significado, sin duda alguna. No están dibujados en el manuscrito por casualidad, ni tallados en los sillares de las murallas de esos castillos por placer. Tienen un fin.

—¿Cuál? —se atrevió a preguntar Svak.

—¿Para qué cree que lo contraté? —Llul se acercó tanto a Svak, que éste podía verse reflejado en sus pupilas—. No me dirá que no ha buscado su significado —insinuó al ladrón de libros, quien tardó en responder.

—He investigado en códices medievales de simbología, he llamado a varios amigos de distintas universidades…

—¿Y qué ha descubierto? —interrumpió Llul—: Estoy seguro de que tiene una teoría, aunque no se atreve a decírmela.

—Los maestros canteros se agrupaban en gremios, que eran prácticamente sociedades secretas donde era muy difícil entrar. Trabajan según las técnicas y los conocimientos heredados de la Antigüedad, de época romana. Pero los romanos lo heredaron de los griegos, y estos a su vez de los minoicos, y ellos quizá de las primeras culturas, de los mesopotámicos… No sabemos a ciencia cierta de qué civilizaciones procedían todos los conocimientos de arquitectura e ingeniería que puso en práctica Roma.

—Creo que va por buen camino… —Alfred Llul parecía contento con los progresos—. La civilización romana fue espléndida, se apropió de lo mejor de los pueblos que iba conquistando: etruscos, cartaginenses, griegos, hispanos, mesopotámicos… Y no sólo sus conocimientos científicos, llegó incluso a adoptar sus religiones. Primero los dioses griegos a los que cambió el nombre, después el culto al emperador propio de las zonas orientales, pero más tarde también supo ver las posibilidades del cristianismo. Siempre que encontraban algo mejor que lo que tenían lo aceptaban y lo hacían suyo, como si siempre hubiera formado parte de su cultura. Increíble, ¿no le parece?

—Por algo dominaron el mundo conocido durante tantos siglos —señaló Svak.

—Efectivamente, no hay nada más inteligente que saber apreciar la inteligencia —afirmó Allfred Llul mientras miraba por la ventana el bullicio de la Plaza de Santa Ana.

—Pero aún sigo sin encontrar el significado de esos símbolos —insistió Svak.

—No se preocupe, es cuestión de tiempo. Siga investigando, pero primero necesitamos encontrar el quinto castillo.

—Salgo mañana a primera hora para el norte.

—Manténgame informado. —Llul hizo un gesto con el brazo y apareció de nuevo la chica morena y de tez pálida—. Margot le acompañará hasta la recepción.

Svak se dirigió a la puerta y se despidió de Llul con un saludo militar, quien respondió con una leve sonrisa, muy forzada.

Salió de la habitación acompañado de la misteriosa mujer y fueron juntos hasta el ascensor. Mientras esperaban, ella no le miró en ningún instante, ni pronunció palabra alguna. Cuando llegó el ascensor, esperó a que entrara Svak, para a continuación acompañarle. No hizo mención de hacer o decir nada hasta que llegaron a la recepción del hotel. Confuso por la actitud de la mujer, se dispuso a salir a la Plaza de Santa Ana, entonces oyó por primera vez su voz.

—Buena suerte.

Se detuvo sorprendido por la frase, la había pronunciado una voz cálida y sensual. Cuando se volvió ya no encontró a la joven. El ascensor estaba cerrado. Salió del hotel.

Cuando Margot entró de nuevo en la habitación, Alfred Llul estaba hablando por su móvil.

—Mi oferta sigue en pie pero sólo hasta hoy. A partir de entonces dejaré de protegerla y estará sola —Llul hizo una pausa—: recuerde, le ofrecí dos millones, mi oferta sigue en pie. La volveré a llamar mañana.

La mujer morena se sentó en el sofá aterciopelado que había en el gran salón de la habitación y cogió uno de los cigarrillos de la caja metálica que había sobre la mesa de cristal. Llul colgó.

—No entiendo por qué te tomas tantas molestias con ella —dijo la mujer de pelo negro y piel pálida.

—Puede sernos útil.

—¿Útil, esa estúpida?

—Ella encontró el manuscrito —dijo en tono agresivo Llul—: ¿Crees que fue una casualidad? ¿Qué un documento que llevaba desaparecido siglos aparece porque sí?

—Es él quien encuentra los castillos. Ella sólo le sigue.

—Te repito que fue Silvia quien encontró el manuscrito y se acabó la discusión. No tengo tiempo para tus tonterías.

Margot no respondió e hizo como si le ignorase.

—No me gusta nada cuando tomas esa actitud —le recriminó Llul— y lo sabes perfectamente.

La chica no contestó.

—Las casualidades no existen. ¿Conoces la historia de Kennedy y Lincoln? —Margot ni se inmutó.— Abraham Lincoln fue elegido al Congreso en 1846, John F. Kennedy en 1946. Abraham Lincoln fue elegido presidente en 1860, John F. Kennedy en 1960. Las esposas de ambos perdieron hijos cuando todavía estaban en la Casa Blanca. Ambos presidentes fueron asesinados el mismo día de la semana, un viernes. A ambos presidentes les dispararon en la cabeza.

—Fascinante —Margot no mostraba ningún interés en aquella historia.

—La secretaria de Lincoln era de apellido Kennedy y la secretaria de Kennedy era de apellido Lincoln.

—Eso no puede ser —interrumpió la chica, por fin interesada en el relato de Llul—, ¿me estás tomando el pelo?

—Ambos fueron asesinados por sureños y ambos fueron reemplazados por sureños con el mismo apellido: Johnson. —Alfred Llul se divertía contando aquella retahíla de casualidades.— Y esto no es todo: a Lincoln le dispararon dentro de un teatro llamado Ford, y a Kennedy le dispararon dentro de un coche modelo Lincoln, hecho por la compañía Ford. Y, para terminar, una semana antes de que lo mataran, Lincoln estuvo en Monroe, Maryland; y una semana antes de que lo asesinaran, Kennedy estuvo con Marilyn Monroe.

Entonces Llul se acercó a la chica y la cogió de la barbilla para que le mirara directamente a los ojos.

—Ni se te ocurra hacerle daño, ¿entendido?

La mujer movió la cabeza asintiendo.

—No me subestimes. Me gusta como trabajas, pero no permitiré que nada ni nadie se interponga entre el secreto que guarda ese manuscrito y yo.

—Sé perfectamente cuáles son tus prioridades —respondió mientras apartaba su mano—, y sé perfectamente que yo nunca he sido una de ellas.

—No te equivoques, todo lo que tienes me lo debes a mí. Yo te he enseñado todo lo que sabes y te he pagado todos tus caprichos.

—Es lo único que has hecho —murmuró Margot—, yo no te debo nada.

—Pequeña, eres demasiado impulsiva —Llul la cogió por el brazo—, pórtate bien, no tengo tiempo para estas tonterías. Eres buena, pero yo no admito errores, recuérdalo.

Margot asintió.

—En París lo hiciste bien, no lo estropees —le advirtió Llul—. Y no te preocupes por la bibliotecaria. O mucho me equivoco o pronto trabajará para nosotros.

—¿Y podremos fiarnos de ella?

—Ya lo creo.

—Entonces, ¿por qué todavía no nos ha dado el manuscrito original?

—Tiene miedo —respondió Llul más tranquilo—, no podemos arriesgarnos a perderlo. Necesitamos que nos lo entregue en perfecto estado, y por eso mismo no podemos hacerle daño. Sólo ella sabe dónde se encuentra.

—Lo necesitamos ya, espero que tu confianza en ella no sea un error. Sigo pensando que él es mucho más interesante.

—Sólo necesita tiempo. Nos entregará el manuscrito. —Llul parecía totalmente convencido de lo que decía—. Yo sólo me fío de las personas que se mueven por una sola razón: el dinero. Aquellos que lo hacen por sentimientos o ideales no son de fiar. Los ideales cambian, un comunista se vuelve empresario y termina votando a la extrema derecha. El más fanático de los católicos puede abrazar el islam. ¿El amor? Siempre termina, alguien que está locamente enamorado puede matarte si le rechazas. Con el dinero no pasan estas cosas, quien se mueve por dinero siempre te será fiel mientras le pagues, cuanto más le des más fiel será.

—¿Por eso te fías del ladrón de libros?

Margot rodeó a Llul y se puso justamente detrás de él. Empezó a darle un masaje en los hombros.

—Ese hombre es de quien más nos podemos fiar. No cree en nada, él mismo me lo dijo. Sólo le importa el dinero. No tiene familia, ni casa, ni país, ni nombre. Es perfecto.

—¿Crees de verdad que dará con los seis castillos e identificará todos los símbolos?

—Sí, tiene un don.

Entonces dos golpes secos retumbaron en la entrada a la habitación, la puerta se abrió despacio, como pidiendo permiso, y tras ella apareció una silueta triste y gris que caminó hacia ellos.

—¿Y éste? ¿Qué hace aquí? —preguntó indignada Margot—: ¿No debería estar siguiéndolos?

—¿Desde cuándo das tú las ordenes? —ironizó Llul mientras hacía un ligero gesto con su cabeza, como dando la aprobación al visitante—. Le he mandado a llamar yo.

—Pero vamos a perder la pista a esos dos.

—No —negó tajante Llul—. Los tienen detenidos nuestros amigos de la Brigada de Patrimonio Histórico. Además, sé perfectamente adónde irán cuando salgan de allí.

Margot miró con desprecio al recién llegado.

—Siéntate, Albert —dijo Llul señalándole una de la elegantes mesas que poblaban la habitación del hotel—. No me has traído lo que te pedí. Estoy bastante preocupado, quizás estés perdiendo facultades.

—Señor, lamento mis equivocaciones.

—Esos dos pardillos se te han escapado varias veces —interrumpió Margot—. Por tu culpa no tenemos el manuscrito.

—¡Callate la boca! —gritó Llul—. Yo le ordené que no llamara la atención, por eso sé que esta vez ha sido más complicado. Pero puesto que no ha funcionado, ahora me encargaré yo mismo de ello. Albert, prepara el coche.

—¿A dónde vas? —preguntó ella sorprendida.

—Vamos, los tres —rectificó Llul con tono firme.

Margot se acercó a él.

—Me alegro de haber venido —le susurró al oído—. Ya no es el que era.

—Albert —dijo Llul llamando la atención de su ayudante—, Margot duda de tus habilidades. Por favor, ¿serías tan amable de hacerle una demostración?

El hombre se levantó despacio de la silla, pausadamente fue hasta uno de los ventanales de la habitación. Lo abrió con tranquilidad. Abajo, la plaza estaba llena de turistas comiendo y bebiendo en alguno de los múltiples bares que la llenaban. Con agilidad, Albert salió fuera apoyando sus pies en la cornisa. Una ligera brisa hizo que perdiera levemente el equilibrio, pero nada más lejos de la realidad. Un instante después, cogió impulso y dio un enorme salto al vacío, cayendo como un gato, a varios metros de distancia, en una terraza contigua. No se detuvo, echó a correr y fue saltando de tejado en tejado. Su silueta, gris y sombría recorrió las alturas de la mitad de la Plaza de Santa Ana.

—¿Contenta?

—Nunca me has dicho de dónde lo sacaste —murmuró Margot aturdida.

—¿Tú que crees?

—No tengo ni idea, pero ese tío me da miedo.

—No seas estúpida —le recriminó Llul—. Albert es un pobre desgraciado, una víctima. Lo saque de un circo donde lo explotaban cuando sólo tenía diez años. Ya entonces tenía unas habilidades únicas. Pero no dejaba de ser un marginado, yo le rescaté.

—¿Como a mí?

—Exactamente —afirmó Llul mientras se colocaba bien la corbata—. Cuando te encontré eras solo una niña abandonada que pirateaba servidores, robaba ordenadores y se peleaba con chicos más mayores que ella. Y mírate ahora.

Margot se separó unos metros de Llul, y se giró para que se deleitara mirándola.

—¿De verdad piensas que yo soy cómo él?