2
Silvia Rubio
Fue el beso más torpe que le habían dado nunca, profundamente decepcionada se marchó de allí rápidamente. No tenía tiempo ni ganas para aquellas tonterías. Era ya tarde, así que salió del bar, cogió un taxi y deseó llegar lo antes posible a su piso.
Tenía un pequeño apartamento, de apenas cuarenta y cinco metros cuadrados, en la calle de la Cava Baja, en el barrio de La Latina. Para acceder a él había que recorrer un largo pasillo desde la puerta de entrada, pasando por un patio donde había un gran lienzo de sillares, que formaba parte de la antigua muralla árabe de Madrid. Estos restos sólo eran visibles en ciertos puntos de la ciudad, como en la plaza de la Ópera y en la catedral de la Almudena. Ella veía todos los días aquel muro de más de diez metros de alto, que permanecía escondido para el resto de habitantes de Madrid. Frente a la muralla, Silvia Rubio tenía que coger un ascensor que le subía a un tercer piso, allí debía ir al final de la planta, hasta una puerta que daba a una pasarela metálica por la cual accedía, en exclusiva, a su estudio. Cada vez que invitaba a alguien a su casa tenía que dibujarle un mapa y, cuando al final conseguían llegar, todos le comentaban que era una verdadera aventura encontrarlo. A ella le encantaba, se sentía una privilegiada, vivía en el centro de Madrid en un piso diferente al de todos los demás.
Lo había decorado con mucho estilo, pocos detalles pero con buen gusto. Una escultura africana; un cuadro abstracto, pintado por una amiga suya que representaba el rostro de una esbelta mujer con unos grandes ojos verdes; una completa biblioteca con libros, y algunas fotografías con sus amigas en distintas ciudades de Europa. Aunque, de todas las fotos que había en su piso, la que más le gustaba era una vieja polaroid de ella con su padre en la playa del Sardinero. Hacía tanto que había fallecido, que ya casi no lo recordaba. En la pared también había otro recuerdo de él, un viejo reloj que había heredado cuando murió. Su cama ocupaba gran parte de la única habitación, el baño se encontraba a la izquierda. La cocina se limitaba a una barra americana y un reducido espacio que utilizaba como despensa. No solía perder el tiempo cocinando, prefería picar algo en algún bar, y si tenía que comer en casa le bastaba con algo de queso y jamón, acompañado siempre por una buena botella de vino. No le gustaban las ensaladas ni la verdura, y comía pescado tan sólo en contadas ocasiones; la fruta ni la probaba, en cambio le gustaban mucho los zumos de naranja. La verdad es que ni comía mucho ni comía bien, pero a pesar de ello estaba delgada. «Cosa del metabolismo», solía decir ella.
Se cambió y se tumbó sobre su cama, boca abajo, con su cabeza en los pies del colchón, vestida con una camiseta de tirantes amarilla y un short blanco. Estaba cansada y algo confusa. Como única solución para olvidarse de todo abrió un Matarromera, una excelente botella de vino que tenía en el salón para las grandes ocasiones. Cogió unas galletitas saladas y encendió su ordenador portátil. Entró directamente a su cuenta de Facebook, en el muro únicamente destacaban algunos comentarios sobre unas fotografías de su amiga Vicky, a quien le encantaba subir imágenes a la mínima oportunidad: de viajes, cenas o cualquier otra cosa. Silvia odiaba aparecer en ellas.
Dejó el Facebook y echó un ojo al timeline de su Twitter para comprobar si había algún tweet interesante. Retuiteó una noticia curiosa sobre una iniciativa llamada «El camino de las ardillas», que pretendía repoblar la península ibérica de árboles para que, como antaño, una ardilla pudiera cruzarla de punta a punta. A continuación, desde su carpeta de Favoritos accedió a eBay, una web donde puedes comprar y vender cualquier cosa. Silvia solía adquirir toda clase de objetos en este portal. Trabajaba como restauradora en la Biblioteca Nacional en Madrid y le encantaban las antigüedades. Le gustaba buscar mapas de los siglos XVII y XVIII, libros agotados y fotografías antiguas; pero también viejos álbumes de cromos, periódicos y un largo etcétera. Tecleaba las palabras e iniciaba la búsqueda, principalmente nombres de personalidades históricas, para ver qué libro, grabado, pintura o utensilio aparecía. También disfrutaba pujando, estaba orgullosa de las técnicas que había desarrollado para llevarse los artículos al mejor precio, aumentando la puja solamente segundos antes de que terminara la subasta, contactando directamente con los vendedores por e-mail para ofrecerles una cantidad de dinero diferente o, incluso, buscando en otros países los mismos artículos a menor precio.
Su última adquisición había sido un grabado de los Sitios de Zaragoza durante la Guerra de Independencia. En él se representaban unos monjes luchando en una barricada de esta ciudad frente a las tropas napoleónicas. Sus pequeñas dimensiones indicaban que había sido arrancado de alguna publicación y su fecha de impresión era de 1835, hace casi doscientos años. Después de la compra se lo había enseñado a un amigo suyo, asesor en el Instituto de Patrimonio Histórico, quien le había comentado que era un curioso ejemplar y que lo había visto hace algún tiempo en una exposición en Zaragoza. Investigó algo más y descubrió que había sido traído expresamente de la Biblioteca Nacional de París para esa muestra, y que sólo en el envío del objeto, el seguro y el viaje de la persona enviada por la Biblioteca Nacional de París para su correcta entrega, se habían gastado unos mil quinientos euros. Ella lo había comprado por nueve euros más otros dos de gastos de envío.
Aquella noche no tenía suerte. «¡Mierda! ¿Es qué no voy a encontrar nada interesante?», se preguntó. Decidió abandonar su búsqueda y escuchar algo de música; dudó, pero al final entró dentro de la carpeta que llevaba el título de Marlango y eligió varias canciones. Se dio la vuelta en la cama, bebió un trago de vino y buscó la cajetilla de tabaco que estaba sobre la mesilla. Cogió un cigarrillo y lo encendió con un mechero azul, que guardaba dentro del paquete y que tenía grabado un nombre: The boy. No recordó dónde lo había cogido. En el mismo momento en que daba la primera calada, empezaron a sonar los acordes iniciales de la canción.
How high, how high, how high will I go this time? How hard, how hard, how hard will I fall this time? How sweet, how slow, how hard, how warm? |
Se embriagó con la melancolía de la canción y por un instante dejó volar su mente todo lo lejos posible. Ya se había olvidado del decepcionante chico de la fiesta, de quien ya no recordaba ni su nombre. Nunca tenía suerte con los hombres, aunque siempre le quedaría Jaime, lo más próximo que había tenido a un novio en el último año. «¿Por qué no me llamará el capullo de Jaime?», pensó. No es que estuviera enamorada de él, pero al menos se lo pasaban bien juntos. Era bastante atractivo y en la cama se compenetraban. «Poco más se le puede pedir a un hombre», dijo para sí misma resignada, mientras la canción seguía sonando: «Hold me tight, Hold me tight».
Finalmente decidió comprar algo en eBay para animarse. Empezó introduciendo el término «Goya»; era pretencioso pensar que iba a encontrar algo relacionado con el pintor aragonés a buen precio en la red, pero conocía a gente que lo había conseguido. Era cuestión de suerte. Una medalla, una copia interesante, un grabado de una de las primeras series. Pero esta vez no encontró nada que mereciera la pena. La siguiente elección fue buscar mapas antiguos de Madrid. Esto era bastante más fácil, ella misma había comprado hace poco un gran ejemplar de 1940. Era una maravilla porque en él venía la explicación de las calles que habían cambiado de nombre desde la República hasta la Dictadura. Había podido comprobar cómo algunas de las que variaron de nombre, actualmente habían recuperado el topónimo de época republicana. Encontró varios mapas interesantes, pero excesivamente caros. Entonces pensó que quizá tendría más suerte con los libros. Pero antes de continuar, eligió más canciones en su carpeta de música. Esta vez escogió una canción de Frank Sinatra que le traía buenos recuerdos: I've you under my skin.
Con la música de fondo se sintió más a gusto y siguió navegando. Decidió buscar algo de su poeta favorito del Siglo de Oro. Así que escribió el nombre de «Quevedo». Ante ella se abrió una ventana con trescientos resultados. Decidió filtrarla y eligió «libros del siglo XIX». Los resultados bajaron a cincuenta. Entre ellos encontró interesante un libro sobre los amoríos de Quevedo. «¿Habría sido Francisco de Quevedo un donjuán?», se preguntó. Sabía que se había casado por conveniencia con una dama aragonesa e imaginaba que le habría sido infiel en numerosas ocasiones. Parecía interesante, la subasta de este libro terminaba en veinte minutos. Por ahora, la puja máxima estaba en tres euros. Era una cantidad ridícula, pero seguro que se incrementaría rápidamente en los últimos instantes. Así que tenía tiempo de sobra para prepararse la ropa que se pondría al día siguiente. Rebuscó en su armario hasta que encontró unos zapatos que le hicieran juego con el vestido negro ajustado que llevaría mañana. A Silvia le encantaba provocar a los hombres de su trabajo, sabedora de que siempre la miraban al pasar, algunos con más descaro que otros.
Cuando volvió frente al ordenador portátil ya sólo quedaban dos minutos, se había confiado demasiado con el tiempo, la subasta había subido a doce euros. ¡No, a trece, a catorce…! Debía decidir hasta cuánto estaba dispuesta a pujar porque el precio estaba incrementándose a velocidad de vértigo. Quedaba menos de un minuto y ya iba por los dieciséis euros. Pagar veinte euros por él estaría bien, dio a actualizar y el precio ya era de veintiún euros. Entonces decidió que veintitrés sería su tope, quedaban pocos segundos, tenía que esperar un poco más, un poco más. ¡Ya! Introdujo la cantidad y presionó el botón de «pujar». Se había acabado el tiempo, había comprado el libro en el último segundo por veintitrés euros, una sensación de satisfacción recorrió todo su cuerpo. No había echado un polvo aquella noche, pero al menos se había dado el gustazo de llevarse un buen libro antiguo por un precio ridículo y en el último segundo.
Contenta por la compra se acostó, era tarde y la ciudad ya dormía abrazada al silencio. Para ella cada noche era como una especie de cierre de telón. Descansaba no más de cinco o seis horas antes de empezar la función del día siguiente. Desde hacía demasiado tiempo sentía que, cada mañana al despertar, se entregaba a una nueva representación de su vida, siempre con el mismo guion. Las mismas personas, el mismo trabajo, los mismos amigos, los mismos enemigos, el mismo escenario, la misma ciudad que tanto odiaba y amaba a la vez. Sentía que tenía la obligación de leerse y aprenderse el guión cada noche para interpretarlo a la mañana siguiente, siempre igual.
El lunes y el resto de días de la semana pasaron rápido y sin ninguna novedad. De casa al trabajo y del trabajo a casa, por la noche leía hasta tarde. Estaba enganchada a una novela de Mario Vargas Llosa: Travesuras de la niña mala. «Al menos, por una vez, las mujeres no aparecemos como unas cursis o unas sentimentales», pensaba mientras la leía totalmente enganchada. Había noches que tenía que ponerse una hora límite, porque si no era capaz de estar leyendo hasta las cuatro o cinco de la mañana, y después iba totalmente dormida al trabajo.
Antes del fin de semana quedó para cenar con dos amigas, Vicky y Marta. Tenían una especie de ritual: cada jueves una de ellas proponía un restaurante. Debía ser un lugar especial, con algo que lo hiciera diferente; la decoración, la carta, el emplazamiento, la historia del sitio, que tuviera una estupenda terraza… aunque también servía que los mojitos y, a ser posible, los camareros estuvieran buenos, y no precisamente en ese orden. Después, las tres puntuaban cuál había sido el mejor restaurante del mes, era divertido.
Aquella noche había sido Marta quien había propuesto un lugar y, por supuesto, ni Silvia ni Vicky sabían cuál era. Eso era parte de la diversión, encontrarse las tres en una parada de metro e ir al restaurante sin saber cómo era y así llevarse una sorpresa al descubrirlo. La idea había surgido una noche viendo una película alemana donde un grupo de amigos quedaban para cenar todos los domingos, sin saber dónde. El juego consistía en recibir una serie de pistas para encontrar el restaurante, muchas veces tenían que recorrer media ciudad para dar con él. Ellas habían decidido no ir tan lejos como los alemanes, pero les había encantado el concepto. En esta ocasión habían quedado en la plaza de Lavapiés, junto al edificio del Centro de Arte Dramático. Cuando llegó Silvia, sus amigas ya estaban allí. Vicky Suárez corrió hacia ella para recibirla con dos besos. Ambas eran amigas desde el colegio, estudiaron juntas hasta el bachillerato; después Silvia se marchó a Londres para intentar ser modelo y perdieron el contacto, para recuperarlo con más fuerza a su regreso a Madrid. A pesar de sus diferencias eran grandes amigas. Aquella noche Vicky llevaba una camiseta con dibujos y una minifalda vaquera. Era tan delgada como Silvia, con el pelo castaño, largo y completamente liso. Tenía unos ojos brillantes y negros, muy atractivos. Siempre estaba sonriente y tenía una mirada que sabía utilizar excesivamente bien con los hombres. Trabajaba en una tienda de decoración que tenía por emblema una salamandra en la calle Hermosilla, y que últimamente no estaba en su mejor momento.
Marta López era diferente a sus otras dos amigas. Bastante más alta que ellas, tenía el pelo castaño y corto. Vestía una falda que cubría sus piernas hasta la rodilla y una blusa blanca. Ella las había conocido a través de una amiga en común y desde entonces quedaban siempre las tres. Marta había vivido siempre en Madrid y su ciudad le encantaba. No pensaba que hubiera un lugar mejor que éste para vivir; de hecho, no se había imaginado nunca ningún otro lugar en el mundo donde vivir. Trabaja en un banco y era la más tímida de las tres, le gustaba estar con Silvia y Vicky porque así se atrevía a hacer cosas que de ninguna manera se hubiera imaginado hacer sola. Se esforzaba enormemente a la hora de buscar el restaurante de los jueves. Esta vez era su turno.
—¿Vamos? No vamos a llegar —dijo Marta intentando meter prisa a sus amigas, que no paraban de hablar y avanzaban despacio por la calle del Sombrerete.
—Es pronto, Marta —le dijo Vicky mientras pasaban frente a un grupo de chicos que les siguieron con sus miradas durante un buen rato, murmurando algunas palabras en un idioma extranjero.
—Tenemos que llegar antes de las ocho y media, he reservado —replicó mientras intentaba acelerar el ritmo.
—¿Tan temprano? —preguntó Silvia mientras miraba a Vicky extrañada— ¿Por qué has reservado a esa hora?
— Porque sólo hay dos turnos para cenar y el de las diez ya estaba completo.
Caminaban por el centro del barrio de Lavapiés, uno de los más castizos de Madrid. Una zona antigua de obreros que ahora estaba llena de inmigrantes. Sin duda era uno de los lugares más multiétnicos de la ciudad. En él podías encontrar desde ancianos que llevaban viviendo allí toda la vida, residiendo en pisos alquilados de renta antigua a punto de venirse abajo, ya que sus propietarios no realizaban ningún mantenimiento al inmueble, ansiosos de que los últimos inquilinos lo abandonasen y poder especular con el terreno. Hasta emigrantes venidos del África subsahariana, que comerciaban con multitud de productos. Pasando por los marroquíes que eran abundantes en el barrio. Pero también con bohemios y artistas que disfrutaban de aquella mezcla cultural. Todo ello salpicado de tabernas típicas de Madrid, kebabs, locutorios, tiendas de productos latinoamericanos —que cada vez eran más frecuentes—, edificios nuevos o singulares con preciosas fachadas rehabilitadas que contrastaban con los antiguos en estado precario. Y, así, un sinfín de comercios y garitos tan diferentes como numerosos. En la calle había mucha gente, por la noche era un lugar poco recomendado, pero por el día era un continuo movimiento de personas con sus diferentes colores, acentos y costumbres. En el cruce de la calle del Sombrerete con Mesón de Paredes se pararon delante de un edificio reconstruido que pertenecía a la Universidad Nacional de Educación a Distancia, la UNED.
—Vamos —insistió Marta entusiasmada mientras se dirigía hacia la puerta metálica situada al lado del emblema de la universidad—. Ya veréis cómo os gusta.
Silvia estaba un poco confusa, sabía que allí se ubicaba una biblioteca de la UNED, aunque no la había visitado nunca. También conocía que aquello era el antiguo Convento de las Escuelas Pías, pero no alcanzaba a entender qué hacían allí.
Dentro del edificio se abría un gran hall, a la izquierda destacaba una tienda de la universidad, con un escaparate de cristal donde se exhibían numerosos libros a la venta. A la derecha, la pared estaba forrada con anuncios de alquiler de pisos y de clases particulares de inglés, física o matemáticas. A Silvia le recordaban los mismos carteles que veía en su facultad cuando ella estudiaba.
Marta parecía no saber exactamente cuál era el camino correcto, pero se dirigió al fondo de aquel espacio, donde había una escalera de madera. Al llegar allí, vieron un ascensor pero también una pared de ladrillo que denotaba ser la del antiguo convento y unas ventanas que dejaban entrever una gran sala tras ellas.
—¿Subimos andando? Creo que aquí está la biblioteca —sugirió Marta mientras ascendía los primeros escalones—. Así la veremos mejor.
Tanto a Vicky como a Silvia les pareció buena idea. Desde el primer piso pudieron descubrir lo que las ventanas escondían. Se trataba de la nave de una iglesia que había sido reconvertida en una magnifica biblioteca donde había bastante gente estudiando. La iglesia debía ser de grandes proporciones y tenía una gran cúpula de la que sólo se apreciaba el arranque del tambor. Subieron al segundo piso, desde allí admiraron mejor el antiguo templo, realizado en ladrillo, de estilo claramente mudéjar, aunque también se apreciaba decoración barroca en las trompas de la cúpula.
—¡Vaya sitio para estudiar! —exclamó Vicky—: Aquí hasta yo hubiera podido concentrarme y acabar la carrera —ella había dejado sus estudios en segundo de Derecho, cansada de suspender exámenes.
—¡Es precioso! Pero ¿por qué nos has traído aquí? ¿No me digas que hay una terraza en la azotea? —preguntó Silvia, quien no era nada fácil de engañar.
—Ya lo veréis —respondió Marta entre risas, lo cual confirmaba las sospechas de su amiga—. ¿Seguimos subiendo?
En el último piso estaba la puerta del restaurante Gaudeamos Café. Como ya había dicho Marta, disponía de dos turnos para cenar, por supuesto era necesario reservar con antelación como bien anunciaba el cartel de la puerta. Nada más entrar se encontraba una barra a la izquierda y a la derecha la salida a la terraza, que ofrecía un marco incomparable. Marta no tuvo tiempo de preguntar si querían tomar algo en la barra o salir al aire libre, sus amigas ya lo habían decidido por ella y la esperaban en la azotea.
La terraza estaba dividida en dos partes por unos maceteros transparentes, iluminados por luces led de diferentes colores que creaban un ambiente especial. Todas las mesas estaban llenas de gente charlando y bebiendo animadamente. Pasaron junto a una pizarra donde estaba escrito «Mojitos a 7,5 €». Silvia y Vicky se miraron con una pícara sonrisa, pero sin decirse nada: sobraban las palabras. Desde la barra se veía la otra parte de la terraza, que seguramente estaba acondicionada para las cenas, también se observaban unas fantásticas vistas del sur de Madrid y, sobre todo, delante de ellas, se alzaba la linterna de la cúpula de la iglesia.
Estaba parcialmente destruida. Habían rehabilitado todo el convento consolidando las ruinas y reconstruyendo volúmenes, pero no interviniendo en el edificio para recuperar enteramente su aspecto original. Las ruinas tenían un aire melancólico, lo que unido al atardecer que empezaba a caer daban a la terraza un aspecto idílico.
—¿Os gusta? —preguntó Marta segura de la respuesta, pero deseando oírla de la boca de sus amigas.
—Es genial, ¡vaya vistas! —respondió Vicky muy contenta, qué más podía decir, su amiga le había descubierto un sitio fantástico.
—Venid, porque todavía hay más —continuó Marta mientras les indicaba que la siguieran hasta la barandilla de la parte de la terraza donde se cenaba—: ¿Veis aquel edificio? —preguntó refiriéndose a un inmueble abierto, con unas estrechas terrazas en cada piso donde se abrían varias puertas y que, por sus colores y distribución, denotaba que había sido restaurado—. Es una antigua corrala, la mejor conservada de Madrid —les informó Marta—. Las corralas eran antiguas viviendas de la clase obrera de Madrid de principios del siglo XX, tienen un patio abierto donde se abren los pisos, quedan ya muy pocas.
Otro punto para el restaurante de Marta.
Se sentaron en la mejor mesa, desde donde veían la iglesia y la corrala, y pidieron una botella de vino blanco de Rueda para las tres. Vicky era vegetariana, así que pidió una ensalada, Marta y Silvia optaron por unas croquetas y dos tostas de solomillo con cebolla confitada. De postre, las tres eligieron el tiramisú, especialidad de la casa.
—¿Habéis visto qué bueno está el camarero? —comentó Vicky.
Sus amigas se volvieron hacia el fondo de la barra, donde había un chico alto y con aspecto de ir mucho al gimnasio, y no precisamente de visita.
—Está bien, pero es un poco gamba.
—¡Gamba! No sé, no es feo —respondió Vicky.
—No, que es un hombre gamba: le quitas la cabeza y el resto está buenísimo —dijo Silvia entre risas, que pronto se extendieron al resto de sus amigas.
—Ayer fui a ver un piso en Arganzuela —comentó Marta—, pero era demasiado caro.
—Es imposible comprar un piso en Madrid —intervino Vicky—: yo creo que voy a vivir toda la vida de alquiler.
—Pues yo no quiero comprarme nada aquí —añadió Silvia inusualmente seria—, quiero irme.
—¿Irte? ¿A dónde? —preguntó Marta sorprendida.
—Lejos, a un pueblo, y comprarme una casa enorme y un perro.
—¿Y de qué vas a trabajar en ese pueblo? —preguntó irónicamente Vicky—. Porque no creo que necesiten muchas restauradoras de libros antiguos en el medio rural.
Marta miró a Vicky algo disgustada, estaba segura de que ese comentario no le había gustado a su otra amiga.
—No lo sé, pero pienso hacer lo que sea para irme de aquí.
—Búscate un millonario —sugirió Vicky entre risas—, es lo mejor.
—Puede que lo haga. Estoy harta de mi vida, quiero cambiar. Vivir en el campo en una casa que sea mía y que pueda pagar sin estar agobiada todos los meses por una hipoteca —sentenció Silvia—. Es lo que deseo, haría cualquier cosa para conseguirlo.
—Bueno, bueno… no nos pongamos tan melodramáticas —intervino Marta—, que hemos venido a pasarlo bien. ¡Hagamos un brindis!
Pasaron toda la cena hablando de otros temas, hasta prepararon un viaje para el próximo mes a Roses, en la Costa Brava. La botella de vino blanco duró poco, demasiado poco, y hubo que pedir una ronda de mojitos. La cena también se hizo corta, pidieron quedarse un poco más, pero el turno de las diez estaba completo, así que terminaron el mojito en la barra. Después, sopesaron continuar en otro bar, pero las tres estaban cansadas y al día siguiente trabajaban, así que decidieron dar por terminada la velada. Vicky y Marta compartieron taxi, Silvia pidió que la dejaran en Puerta de Toledo y, desde allí, volvió andando a casa. Subió por la calle Bailén pasando frente a la iglesia de San Francisco el Grande y llegando a La Latina, otro de los barrios típicos de Madrid. Sus calles estaban animadas, pero el ambiente era diferente al de Lavapiés, había mucha gente joven y con dinero. Era fácil ver algún famoso por allí. Hace poco se había encontrado con Eduardo Noriega, y a Elena Anaya solía verla con frecuencia. Incluso cree que un día vio a Penélope Cruz, pero no estaba del todo segura. Era jueves y la gente salía mucho por los pubs de esta zona, algunos de los mejores de todo Madrid se escondían por aquellos rincones. Ahora que veía a la gente beber y divertirse no le hubiera importado alargar un poco más la noche, era pronto, apenas las doce, pero estaba cansada.
Cruzó la plaza de la Puerta Cerrada y se detuvo unos instantes a observar una vieja casa que estaba completamente apuntalada: «Qué pena que un edificio tan antiguo esté en un estado tan lamentable ¡y en el centro de Madrid!», pensó. A continuación, siguió andando unos metros hasta que se detuvo frente a la fachada de otro inmueble que tenía totalmente pintado uno de sus laterales. Había dos dibujos, el primero no le llamó la atención, pero el segundo estaba formado por una especie de piedra y una viga de color negro, ciertamente extraña. En la parte superior, en letras de gran tamaño, se podía leer: «Fui sobre agua edificada, mis muros de fuego son».
Intrigada por la frase prosiguió su camino a casa. Entró en su portal, cogió el correo del buzón, donde destacaba un paquete, pasó junto a la muralla medieval hasta llegar al ascensor y subió a la última planta. Después, recorrió la plataforma metálica y entró en su apartamento. Se tiró, literalmente, en el sofá y dejó las cartas en el suelo, a excepción del paquete. Era pequeño, miró el remitente, pero el nombre no le decía nada. Además venía de Málaga y ella no conocía a nadie que viviera allí. Lo abrió con dificultad, parecía envuelto por todo un profesional, como si protegiera algo de gran valor. Tuvo que servirse de sus uñas para romper el embalaje, pero al fin pudo ver lo que escondía, era el libro sobre Quevedo. «Qué pronto había llegado», pensó. Parecía realmente antiguo, la portada era de cuero de gran calidad y estaba bien conservado, a excepción de una apertura en la tapa posterior que le preocupó bastante. Se incorporó para revisarlo mejor y efectivamente, la tapa trasera estaba rota. No mucho, pero si lo suficiente para enfadarse. «Eso me pasa por confiarme», pensó. «Si es que soy tonta».
Revisó el libro por dentro y las páginas estaban amarillentas por el paso de los años, pero en buen estado. La lástima era la cubierta, a pesar de todo decidió no devolverlo y se fue a la cama con él. Dejó encendida la luz de la mesilla y se acostó leyendo los amoríos de don Francisco de Quevedo, muy ilustre caballero de la Orden de Santiago. La magia del relato le cautivó desde el primer momento, como con esos libros que una vez que empiezas a leer ya no puedes parar y se convierten en una droga.