29
La brigada

Llegaron a Madrid muy tarde, ya de madrugada. Álex llevó a Silvia hasta la plaza de La Latina y estacionó junto a El Viajero. El bar estaba ya cerrado.

—Estoy hecha polvo.

—Normal, nos hemos pegado una buena paliza.

—Tengo unas ganas locas de dormir en mi cama —dijo Silvia medio bostezando.

—¿Sola? —preguntó Álex con una sonrisa dubitativa en su rostro.

Silvia extendió su mano y acarició su rostro, después se acercó y lo besó despacio, con sutileza, saboreando sus labios.

—Álex, estoy agotada, me voy a dormir enseguida —explicó Silvia—, es mejor que no subas estas noche.

—Te dejo, entonces —afirmó Álex.

—Sí, mejor.

—¿Nos vemos mañana? Tengo que devolver el coche a mi amigo —atisbó a decir Álex algo decepcionado—. Si quieres paso a recogerte por la tarde, lo devolvemos y nos ponemos con el siguiente castillo.

—Me parece bien, ahora sólo quiero descansar.

—¿Estarás segura aquí?

—Tranquilo, voy a atrancar las ventanas y las puertas. No pienso dejar entrar a nadie.

—De acuerdo, ten cuidado.

Silvia se bajó del coche con ostensibles signos de agotamiento. Antes de irse a casa hizo bajar la ventanilla a Álex.

—Gracias.

—¿Por qué? —preguntó sorprendido Álex.

—Por tu ayuda, sin ti no hubiera llegado tan lejos.

—Te subestimas, eres tú quien ha encontrado casi todas las marcas.

—Y tú todos los castillos —le rectificó Silvia sonriente.

—Bueno, hasta ahora…

—El siguiente tiene mala pinta, ¿verdad?

—La verdad es que cada vez se complican más. Mira si nos ha costado encontrar el de Alcalá de Xibert. Un poco más y todavía estamos en Peñíscola, rodeados de turistas, buscando por todos los rincones del castillo.

Ambos se rieron.

—Seguro que también damos con él —dijo Silvia mientras ponía su mano en el brazo de Álex—. Estoy cansada. Hasta mañana.

—Adiós.

Entró en su portal, cruzó el patio junto a la muralla y subió los tres pisos en el ascensor, después recorrió la pasarela metálica hasta que, por fin, llegó a su apartamento. Estaba igual que siempre, cerró con doble vuelta de llave y colocó una mesa bloqueando la puerta, y detrás de la mesa situó un par de sillas. Comprobó que las ventanas estaban bien cerradas y bajó todas las persianas. Esa noche no quería ningún susto. Por si acaso, fue a la cocina y buscó el cuchillo más grande que tenía y se lo llevó a su habitación. Después se desnudó y se metió en la cama, estaba demasiado cansada para pensar en nada que no fuera dormir.

Álex pasó a recogerla a las seis de la tarde del día siguiente. Habían quedado frente a El Viajero. Ella estaba preciosa, vestía una chaqueta negra bastante ajustada que recordaba más a una gabardina. El pelo liso y brillante, con un colgante de Swarovski en forma de gato que adornaba su cuello. Lo primero que observó Álex cuando abrió la puerta del coche fueron unas botas altas de color negro con un gran tacón.

«Qué guapa está», dijo para sí mismo.

—¿Qué tal has descansado? —preguntó nada más verla.

—He dormido hasta las cuatro.

—¿En serio?

—Y porque me has llamado, si no aún sigo durmiendo —dijo riendo mientras se ponía el cinturón—. ¿Y tú qué tal?

—Bien, yo me he levantado antes. He estado investigando.

—¿Es que tú nunca duermes?

—La verdad es que no mucho.

—¿Y has encontrado algo?

—Pues no, absolutamente nada.

Álex condujo el Citroën C4 por la Gran Vía, pasó por Callao y, antes de llegar a la Plaza de España, giró por la calle de Conde Duque buscando un sitio donde aparcar. Su amigo vivía cerca de allí, en la calle de La Palma. Les costó bastante encontrar aparcamiento, las calles eran increíblemente estrechas, pero finalmente dieron con un hueco cerca de la Plaza de las Comendadoras, donde habían quedado con él en un bar mexicano que había en la misma plaza.

Al llegar al garito Álex saludó a su amigo con un fuerte abrazo.

—Espero que me hayas cuidado el coche —le advirtió un chico moreno.

—Está perfecto.

—Más te vale —Le dijo señalándole con un dedo—: ¿No me vas a presentar a tu amiga?

—Perdona. Ella es Silvia.

—Encantado, soy Adrián —le dio un par de besos—. Eres demasiado guapa para ir con este individuo. ¿Qué te ha prometido? No le hagas ni caso, seguro que te ha engañado.

—No, no estamos juntos… —dijo Silvia entre risas— todavía.

—Mejor. Entonces déjame que te invite a tomar algo.

—¿Y yo? —preguntó Álex.

—Tú te lo pagas tu mismo, que ya te he dejado mi coche.

Adrián era un chico de la misma altura que Álex, pero parecía estar más fuerte. Llevaba el pelo corto y unas gafas que le sentaban muy bien. Vestía de manera informal pero con mucho estilo. Llamó al camarero y éste le atendió enseguida.

El amigo de Álex no dejó de ser amable con Silvia desde el primer minuto, mientras tomaba el pelo todo lo que podía a Álex, que se defendía a duras penas.

—Seguro que te ha hablado de castillos —dijo Adrián mirando a Silvia—. Como si no lo conociera… Álex, te he dicho mil veces que hablar de castillos para ligar no funciona. ¿Sabes que además es un gran fotógrafo?

Silvia negó con la cabeza mientras daba un sorbo a una Coronita que acababa de pedir y que estaba estupenda.

—Yo soy pintor.

—¿Sí? —preguntó Silvia sorprendida—: ¿Y qué pintas?

—Bueno, ahora nada. Estoy falto de inspiración —contestó Adrián mientras sonreía a Silvia—, pero puede que hoy me inspire.

Ella se ruborizó.

—Adrián, por favor —interrumpió Álex—, al menos intenta ligar cuando no esté yo delante.

—¿Por qué? —dijo Silvia desafiante—: ¿Es que acaso estás celoso?

—¿Yo? ¿Es que te gustaría que lo estuviera? —replicó Álex.

Entonces Silvia recibió una llamada de un número desconocido.

—¿Dígame? —Cuando contestó no le gustó la voz que escuchó—. ¿Cómo lo sabe?

Los dos amigos pudieron apreciar el cambio en el rostro de Silvia, que estaba totalmente desencajado y con síntomas de una gran preocupación.

—No le creo —siguió diciendo Silvia—, ¿por qué?

Esta vez tardó en responder.

—¿Cuánto? —Silvia miró a sus dos acompañantes antes de responder—. Ya veremos.

La llamada duró unos segundos más, durante los que Silvia no dijo ni una sola palabra. Hasta que colgó sin despedirse.

—Tenemos que irnos.

—¿Por qué, Silvia? —preguntó Álex visiblemente preocupado—: ¿Qué sucede?

—La policía nos está buscando —contestó mientras no dejaba de mirar su móvil—. El guarda de seguridad del castillo de Calatrava La Nueva está desaparecido. Saben que estuvimos allí a última hora de la tarde y también que había un Citroën C4 rojo.

—¿Qué? —Adrián olvidó su tono amistoso por un momento— Pero ¿qué habéis hecho con mi coche?

—Nada, no te preocupes. Es todo un malentendido —intentó explicarse Álex.

—La policía está a punto de llegar —Silvia estaba muy nerviosa—. Tenemos que irnos ya.

Adrián pagó la cuenta y los tres abandonaron la terraza, pero era demasiado tarde. El inspector Torralba y dos de sus ayudantes aparecieron, interponiéndose en su camino.

—Buenos días, señorita Rubio. Es un placer verla de nuevo, y además tan bien acompañada.

Silvia fue conducida a la sede de la Comisaría General de Policía Judicial, en el complejo Policial de Canillas, al norte de Madrid. Eran unas modernas instalaciones inauguradas ese mismo año, donde estaban los cuerpos de elite de la Policía Nacional, con modernos laboratorios de balística forense, ADN, entomología, antropología y químico. Así como la zona de pericias informáticas y el área de infografía. Pensó que la llevarían a una comisaría normal, pero al llegar allí se dio cuenta de que estaba muy equivocada.

Los hombres de Torralba, entre los se encontraba quien la había estado siguiendo cuando almorzó con Alfred Llul, la llevaron a una pequeña habitación con una simple mesa en el centro y dos sillas, pero sin el gran espejo típico de las películas americanas de polis. Allí, en cambio, había una cámara de seguridad en la esquina superior del techo. Estuvo media hora esperando hasta que entró el inspector Torralba con una carpeta en sus manos.

—¿Quiere un café o alguna otra cosa? —le ofreció el inspector.

—Lo que quiero es irme a mi casa.

—Por supuesto, en cuanto nos aclare un par de asuntillos podrá irse adonde quiera. Como ya sabe, soy el inspector Torralba, pertenezco a la Unidad de Delincuencia Especializada y, además, soy el inspector jefe de la Brigada del Patrimonio Histórico —Torralba quería dejar clara la importancia de su cargo y su cometido—. Estamos encargados de la investigación y persecución de las actividades delictivas relacionadas con el patrimonio histórico-artístico.

Silvia empezó a entender que la situación era más grave de lo que pensaba, y que estaba allí por culpa del manuscrito.

—Tanto la Brigada de Homicidios como la de Desaparecidos quieren quitarme este caso, pero tengo razones muy poderosas para que siga estando en mis manos.

—¿Cuáles?

El inspector abrió la carpeta, saco la fotografía de un hombre y se la mostró a Silvia.

—¿Le conoce?

Silvia la miró unos instantes.

—No le he visto en mi vida.

Torralba no hizo ningún gesto, buscó en su chaqueta y sacó un paquete de chicles. Se lo acercó a Silvia para ofrecerle, pero ella los rechazó negando con su cabeza. El inspector cogió uno y se lo llevó a la boca. Entonces, le mostró otra fotografía, ésta estaba mucho más borrosa y mostraba a un hombre con traje y un maletín.

—Esta fotografía corresponde a un fotograma de una de las cámaras de seguridad de la Biblioteca Nacional —explicó el inspector—, ¿está segura ahora de que no sabe quién es este hombre?

—No tengo ni idea.

—Fue la última persona que habló con Blas González antes de desaparecer. —Torralba esperaba algún tipo de reacción de la joven—: Creemos que se llama Alexander Kukoc, aunque, ¿quién sabe? No estamos seguros, ha utilizado decenas de nombres falsos en los últimos años. Lo que sí que parece seguro es que es eslovaco o húngaro, que es doctor en Historia medieval y ¡el mayor ladrón de antigüedades de Europa! Su especialidad es sustraer libros y mapas de las principales bibliotecas europeas. Últimamente había cogido aprecio a las españolas. En la Biblioteca Nacional se identificó como ciudadano sueco, un enviado de la Universidad de Estocolmo que venía para hablar con Blas González.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

—Eso es precisamente lo que me gustaría saber —Torralba se levantó de la silla y empezó a moverse por la habitación—. Los compañeros de Blas dicen que llevaba un par de días muy extraño. Se comportaba como si tuviera un problema, desconfiaba de todos, había dejado de ser una persona extrovertida y estaba interesado en publicaciones referentes a simbología medieval. Incluso había llamado a varios especialistas. Hemos comprobado todas sus llamadas de las últimas dos semanas.

—Blas era una persona muy trabajadora —comentó Silvia.

—Sus compañeros dicen que estaba investigando algo secreto, y que la única persona que podría saberlo es usted —Torralba se acercó a Silvia—. Sólo quiero que me diga qué estaba buscando, así podré seguir con la investigación. Si usted era amiga suya querrá que encontremos a su amigo, ¿no?

Silvia pensó la respuesta antes de contestar a aquella encerrona.

—Sé que estaba trabajando en algo relacionado con unos símbolos, pero nada más —pensó que contándole una verdad bastante vaga podría salir de aquella situación.

—Ya veo—. El inspector se sentó de nuevo y extrajo otra fotografía de la carpeta. Se trataba de un hombre moreno con un uniforme de guarda de seguridad:— ¿Le conoce?

—No.

—¿Seguro?

—Completamente.

—Esta vez tendrá que contarme algo mejor si quiere que la crea. Hay varios testigos que la vieron a usted y a su compañero, Álex Aperte, entrar en el castillo de Calatrava La Nueva media hora antes de su cierre —relató Torralba—. Este hombre era el guarda de seguridad, se llama Óscar Moratín. Lleva también tres días desaparecido.

—¿Y qué quiere que le diga de ese hombre? No le conozco.

—¡No me joda! Hemos encontrado restos de sangre con el ADN de Óscar Moratín cerca de la entrada a la iglesia del castillo de Calatrava La Nueva. Sospechamos que ha sido asesinado. Así que tenga cuidado con lo que dice. ¡Esto no es ningún juego!

Silvia recordó la escena de aquella sombra golpeando al guarda frente a la iglesia, y la mancha de sangre que dejó en el cristal del automóvil que les había prestado Adrián.

—¿No esperará que me acuerde de la cara de un guarda de seguridad?

—¿Qué hacían allí? —preguntó Torralba visiblemente molesto—, ¿en aquel lugar?

—Turismo, fuimos a ver el castillo —contestó Silvia que empezaba a estar bastante nerviosa—: el atardecer allí es muy bonito, debería ir a verlo.

—Claro. —Torralba asintió con la cabeza.— Y, ¿después? Porque hemos descubierto que han estado en los castillos de San Martín de Montalbán y Alcántara. ¿Qué? ¿También de turismo?

—Pues sí, nos gustan mucho los castillos.

—Mire, señorita, hay dos desaparecidos y un ladrón de arte que ha entrado como si nada en la Biblioteca Nacional, y lo único que relaciona todo eso es usted. ¿No tiene nada más que decirme?

Silvia pensó la respuesta.

—Lo siento, pero no.

—Estoy acostumbrado a investigar robos de códices, imágenes de santos, cuadros, hasta reliquias. Hay coleccionistas que pagan lo que sea por algunos de estos objetos. Es algo lamentable robar parte de la historia de un pueblo. —El inspector cambió inesperadamente su tono de voz, que se volvió bastante amenazador—. Espero, por su bien, que no se haya metido en nada relacionado con esto. Y que aparezcan pronto, y sanos y salvos, tanto su amigo como el guardia de seguridad. Si no, yo mismo me encargaré de que se vaya directa a una celda, ¿entendido?

—Yo no he hecho nada. No sé si ese tono y ese discursito le sirven para impresionar a ladrones de tres al cuarto, pero le aseguro que a mí no, ¿con quién se cree que está hablando?

El inspector cambió la expresión de su rostro.

—Si todo esto está relacionado con el robo de obras de arte, sepa que está metida en un buen lío —le amenazó el inspector.

—¿Cómo quiere que le diga que yo no tengo nada que ver con ningún tipo de robo?

—Es uno de los delitos más perseguidos del Código Penal. Usted trabaja en la Biblioteca Nacional. ¡Por Dios! ¿No querrá que se robe ningún objeto valioso?

—Claro que no.

—Entonces, ayúdeme. —Torralba intentó tranquilizarse—. Le voy a ser franco. El índice de objetos de arte robados que son recuperados es muy bajo. Como mucho, alrededor del diez por ciento, y la persecución exitosa de quienes cometen el delito es incluso menor, de entre un dos y un seis por ciento.

—¿Por qué me cuenta eso? Ese es su trabajo, encuéntrelos.

—Los ladrones tienen ventaja. Pero, por contra, también es difícil vender lo que substraen. Todo el mundo sabe lo que se robó en pocas horas gracias a internet.

—¿Puedo hacerle una pregunta, inspector?

—Claro.

—Imagino que usted se está refiriendo a obras de arte, como cuadros y esculturas.

—Sí.

—¿Qué pasa con los libros? Yo soy restauradora de libros antiguos, también son robados, ¿no?

—Sí, es relativamente fácil sustraer un libro, o páginas de él de una biblioteca. Nosotros recuperamos todo lo que podemos. Sin embargo, bastante más difícil es que los criminales sean capturados. Tienen que cometer errores muy graves para que les echemos el guante.

—Yo amo los libros, amo la cultura. Sería incapaz de robar una pieza de arte. Se lo aseguro.

Torralba se quedó mirando a Silvia un buen rato sin decir nada, después se levantó y abandonó la habitación. Minutos después, uno de los policías que acompañaban siempre al inspector entró. Fue mucho menos amable. Esta vez el interrogatorio duró más de una hora. Silvia tuvo que repetir la misma historia una y otra vez, con el riesgo de caer en alguna contradicción. Por suerte, permaneció serena durante toda la vista.

—Señorita Rubio, puede hacer una llamada. Podrá salir de aquí en cuanto rellene unos impresos. Espero, por su bien, que nos haya contado toda la verdad.

—¿Y…? ¿Dónde está mi amigo?

—A Alejandro Aperte le soltamos hace rato —puntualizó el policía.

Silvia suspiró aliviada.

—¿Está aquí?

—Vaya personaje, su amigo —comentó en tonó sarcástico—. Se fue hace tiempo a su casa.

—¿No ha dejado ningún mensaje para mí?

—Lo siento, pero no. Usted puede irse ya —comentó entre risas el policía—. Es una fiera, su novio, al inspector le ha caído bien.

Silvia esperaba que Álex tampoco hubiera dicho nada del manuscrito.

Pensó qué hacer ahora, necesitaba ayuda. «¿Dónde estará Álex?», se preguntó. «Supongo que se habrá alejado de la comisaría», se dijo a sí misma. Buscó su móvil y llamó a Vicky.

—Necesito que vengas a buscarme… escúchame, estoy en una comisaría.

—¿Cómo? —dijo Vicky preocupada— ¿Qué ha pasado?

—No te lo puedo explicar por el móvil. —Silvia estaba a punto de echarse a llorar—. ¿Puedes venir a buscarme?

—Vale, no te preocupes —dijo en tono tranquilizador su amiga—. Dame la dirección y voy para allá.

El mismo policía de antes volvió a entrar y le dijo que tenía que marcharse, a no ser que tuviera algo más que declarar. Silvia recogió sus cosas y salió de la comisaría visiblemente confundida. Mientras esperaba en la calle a Vicky, sonó su móvil: de nuevo era un número desconocido.

—Le avisé. ¿Qué tal ha ido?

—No he dicho nada, pero el guarda de seguridad de Calatrava está desaparecido y nosotros vimos cómo le golpeaban.

—Tranquila, no se preocupe. Si quiere solucionar este asunto para siempre ya sabe lo que tiene que hacer —la voz hizo una pausa—, le ofrezco el doble por el original y que se olvide de todo este asunto. Coja el dinero y váyase lejos de aquí. Sea feliz.

—¡El doble!

—Blas no recibió tanto y aceptó el trato, seguro que ahora está disfrutando mientras usted y la policía se preocupan por él.

—No pienso aceptar su dinero.

—Cómo quiera, pero la próxima vez que la policía vaya por usted no le avisaré —amenazó sutilmente—, ese inspector está convencido de que le está mintiendo. Además, su amiguito pronto desconfiará de usted.

—¿Por qué?

—¿Cómo va a explicarle que sabía que les buscaba la policía…?

—¡Cabrón! Me ha tendido una trampa.

—Silvia, una señorita como usted no debe ir por ahí diciendo tacos. Olvídese de este asunto y coja el dinero. Recuerde que tiene que volver a su trabajo, hoy se acaban sus días libres.

—¿Cómo sabe eso?

—Yo sé muchas cosas. Mi oferta sigue en pie hasta mañana. A partir de entonces dejaré de protegerla y estará sola —la voz hizo otra pausa—; le ofrecí dos millones, mi oferta sigue en pie. La volveré a llamar mañana.

Cuando colgó estuvo un tiempo reflexionando delante de la comisaría, hasta que vio llegar a Vicky.

—¿Qué ha pasado?

—Gracias por venir —se saludaron con un par de besos—. Vámonos de aquí, rápido.

Las dos mujeres se montaron en el vehículo. Silvia sentía que el inspector Torralba y sus ayudantes les estaban observando desde algún lugar.

—¿A dónde vamos, Silvia?

Entonces sonó de nuevo su móvil. Lo miró aterrada, temiendo que volviera a ser ese número desconocido, pero, no…

—¡Álex! ¿Dónde estás? Acabo de…

—Estoy escondido detrás de una esquina, al lado de la comisaría. No quiero que nos vean juntos de nuevo.

—Me ha venido a buscar una amiga, necesitaba estar con alguien —se excusó Silvia.

—Ya he visto el coche, no te preocupes. Id al metro Mar de Cristal y recogedme allí.

Esperaron un poco y obedecieron las instrucciones. Vicky condujo hasta la cercana parada del metro, allí estaba Álex.

Tenía buen aspecto, al verlas llegar sonrió. Silvia salió del coche y le abrazó con fuerza, besándolo como si hiciera una eternidad que no lo viera.

—Tenemos que irnos —dijo Álex con una sonrisa en su rostro.

Silvia se sentó en la parte trasera y dejó el asiento del copiloto a Álex.

—Yo soy Vicky.

—Encantado, siento que te hayamos metido en todo este lío.

—¡Estás de coña! No todo los días saco de la comisaría a mi mejor amiga y conozco a su novio secreto —bromeó.

—¡Vicky! —gritó Silvia

Los tres se echaron a reír. Mientras, un coche detrás de ellos empezó a pitarles para que se movieran.

—¿A dónde vamos? —preguntó Vicky.

—Seguramente nos estarán siguiendo —comentó Álex—. Vamos hacia la M-30, una vez allí ya decidiremos a dónde ir.

La amiga de Silvia obedeció y arrancó el Opel Corsa, ante la impaciencia de los conductores que tenía detrás.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó Silvia a Álex susurrándole al oído.

—Bien, no saben nada del manuscrito. Intuyen que hay algo, pero no tienen ni idea —respondió Álex, que parecía estar muy tranquilo.

—¿Y Adrián?

—Le soltaron enseguida y le dije que se fuera a casa, es mejor que no le relacionen. Además, él ha estado trabajando todos estos días, tiene cuartada. Así que no debemos preocuparnos por él.

—Pero… usamos su coche —apuntó preocupada Silvia.

—Lo sé, pero por ahora no lo han relacionado, y esperemos que no lo hagan nunca o le meteremos en un gran problema.

Álex no dejaba de mirar a un lado y a otro, convencido de que les estaban siguiendo. Por un instante pareció que iba a indicarle algo a Vicky, pero luego se detuvo.

—He logrado convencerles de que él no tiene nada que ver, que sólo estábamos tomando algo cuando llegó ese inspector. Por cierto, ¿de qué le conoces?

—Me preguntó por Blas hace unos días, nada más —explicó Silvia.

—Seguramente nos estarán siguiendo.

—Sí, tenemos que despistarles —afirmó Vicky—. ¡Tengo un plan!

Álex no salía de su asombro con la determinación de la amiga de Silvia.

—Es que Vicky es tremenda —se excusó Silvia—. A ver, loca, ¿qué se te ha ocurrido?

—¿Y si nos separamos? —sugirió Vicky—. Mira, a mí no me buscan, así que es mejor que nos cambiemos las chaquetas, Silvia. Dejaremos el coche en un aparcamiento, yo me voy con Álex y tú sola, para despistarles. Luego, yo me separo también de él, así no sabrán a quién seguir.

—Joder con tu amiga —murmuró Álex—: parece el mismísimo Al Capone.

Los tres volvieron a reírse.

—¿Por qué no vamos al aparcamiento de Plaza de España? Es bastante grande. Dejamos el coche allí, y tú sales conmigo en dirección a la calle Segovia y vamos hacia la Plaza Mayor. Con tantos turistas y callejuelas por esa zona es imposible que nos puedan seguir, ¿ok?

—Perfecto —contestó Álex.

—Yo me cambio la chaqueta y salgo hacia San Bernardo. Luego cojo el metro, ¿dónde quedamos? —preguntó Silvia.

Silvia y Álex se miraron un instante.

—En casa de Santos —dijeron al unísono.

Efectivamente, Vicky llevó el Opel Corsa hasta el aparcamiento de Plaza de España, aparcaron y salieron a toda prisa. Álex y ella caminaron a toda velocidad hacia el Madrid de los Austrias, hasta llegar al Mercado de San Miguel.

—Entremos —sugirió Vicky.

—¿En el mercado?

—Sí, lo cruzamos y salimos hacia la Plaza Mayor, allí nos separamos. Yo me voy hacia la Puerta del Sol y tú…

—Yo hacia Lavapiés —interrumpió Álex.

—Exacto —dijo Vicky cuando ya estaban entrando en el mercado—. Mucha suerte, ha sido un placer conocerte.

—Muchas gracias por todo.

—De nada. ¡Vamos! Éstos no saben con quiénes están tratando —dijo mientras agarraba de la mano a Álex y le hacía caminar más deprisa, sorteando a los numerosos turistas que se agolpaban en la zona central del mercado.

Por su parte, Silvia había cogido la dirección contraria, dando un gran rodeo por la Gran Vía. En el camino hacia casa de Santos, tomó la decisión de solicitar en ese mismo momento una excedencia de un par de meses en su trabajo. Pensó que su jefa, Pilar Fernández, montaría en cólera al escuchar la noticia, pero Silvia sabía que la historia que estaba viviendo, para bien o para mal, iba a cambiar su vida para siempre.