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Zaragoza
[…] Será el champán, será el color de tus ojos verdes
de cienciaficción,
la última cena para los dos,
pero esta noche moriría por vos […]
Moriría por vos, Amaral
Nada más abandonar la estación, Margot encendió la música del coche y empezó a sonar una canción de Amaral. Conducía el BMW a toda velocidad por las calles de Zaragoza, en pocos minutos llegaron a una plaza presidida por una gran fuente, en la cual los diferentes chorros lanzaban el agua formando curiosas formas. Enfrente había un edificio de estilo clásico, con cuatro figuras de piedra sentadas sobre sillas vigilando la escalinata que daba acceso al edificio. Silvia no pudo evitar recordar la entrada a la Biblioteca Nacional, por la que subía todos los días cuando iba a trabajar. Aquello parecía ya tan lejano… resulta sorprendente cómo a veces los días pueden pasar como años. En aquella plaza, Margot dio dos extrañas vueltas a la fuente.
—Quiero asegurarme de que no nos sigue nadie.
Después, continuó por una alargada avenida de amplias aceras y en cuyo inicio había una plaza con numerosas banderas de Aragón. En su centro, una escultura de un hombre sentado señalaba al horizonte con su mano, como indicando el camino que debían seguir. Desgraciadamente Margot tomó la dirección opuesta. Silvia no estaba segura de si esa elección era una mera casualidad o, efectivamente, aquella mujer les llevaba a su perdición.
Tras la estatua se abría un monumental paseo rodeado por grandes farolas en forma de escuadra y bellos edificios de principios del siglo XX. Álex, todavía atónito por los acontecimientos, estaba sentado en el asiento de atrás. No sabía cómo comenzar la conversación o, mejor dicho, las preguntas. Porque no entendía absolutamente nada. Desconocía quién era la amiga de Silvia y qué hacían montados en su coche. La presencia del inspector Torralba le había preocupado, pero ahora aquella mujer de piel pálida, manos diminutas y pelo negro era lo que más le inquietaba.
Llegaron hasta el final del paseo, donde había otra plaza, enfrente se levantaba un edificio moderno, rodeado de construcciones antiguas de notable factura, en especial un edificio modernista a su izquierda. Allí Margot se introdujo por el acceso subterráneo a un garaje que había bajo la plaza y, tras descender dos pisos, estacionó el BMW.
—Ya hemos llegado. Perdonad por obligaros a que vinierais conmigo, nos estaban siguiendo y, lamentablemente, creo que no he conseguido despistar a vuestro querido amigo —explicó la chica—, debemos darnos prisa y salir del garaje por otra puerta.
Álex no tenía muchas opciones, seguramente era verdad que Torralba o alguno de sus secuaces les estaba siguiendo. Aquella chica les había salvado el cuello en la estación de tren y parecía tener soluciones para todo, así que la siguió por el garaje, como un condenado a muerte sigue a su verdugo. Silvia intentaba no mirarle y eso le intranquilizó todavía más. Salieron del subterráneo por una pequeña puerta metálica que daba a un estrecho callejón donde se encontró de bruces con un sex-shop. Después, continuaron hasta llegar a un pub con gran cantidad de publicidad de actuaciones. En todas ellas los artistas de ambos sexos se mostraban desnudos, era una sala de variedades, al estilo del parisino Moulin Rouge, el local se llamaba El Plata. A continuación, llegaron a otra calle también estrecha. Según pudo leer Álex en lo alto de la pared, era la calle Libertad. «Qué incoherencia», pensó. Se sentía menos libre y más perseguido que en toda su vida. Continuaron andando por ella, estaba repleta de bares de tapas. Anuncios de croquetas, arroz negro, migas o huevos rotos llenaban las paredes de los bares. La gente hacía cola por entrar en ellos, ocupando también parte de la calle, ya de por sí de reducidas dimensiones, por lo que era complicado transitar por ella. Eran callejuelas estrechas, en donde apenas entra el sol y donde las historias que allí suceden quedan atrapadas para siempre. Álex estaba nervioso, incómodo. Caminaba mirando a un lado y a otro, buscando una mirada o un gesto de alguien que confirmase sus sospechas.
—No te preocupes, nadie nos encontrará aquí —le comentó sonriente la mujer que acababa de conocer.
—¿Cómo estás tan segura?
—Porque el lugar adonde vamos es especial. Ni siquiera el tiempo puede entrar en él.
—¿Cómo? —atisbó a pronunciar abrumado por la respuesta.
—Lo que oyes, una vez estés allí lo comprenderás.
Llegaron a un cruce donde todavía había más bullicio y los callejones eran tan estrechos que parecían tubos. Al final de la última calle, la chica de pelo negro les hizo una señal para que entraran en un local llamado La Republicana. De repente sintió como si al atravesar el umbral de la puerta hubiera retrocedido en el tiempo. Mesas con manteles de cuadros rojos y blancos y puntillas de ganchillo. Paneras de hojalata esmaltadas en blanco, vasos de taberna. Carteles, anuncios, muebles y accesorios antiguos sobre unas paredes amarillo mostaza recubiertas de estanterías color crema. Con botellas de vino en la parte superior y todo tipo de accesorios, fotografías y más carteles en el resto. A Silvia pareció llamarle la atención una caja recaudadora que parecía de la posguerra. «Se parece mucho al salón de la casa de Santos», pensó Álex. En la parte menos visible de aquel garito, su nueva amiga les indicó que se sentaran en una mesa, totalmente escondidos. Ella se fue a la barra.
—¿Me quieres contar qué está pasando? —aprovechó para preguntar—: ¿Quién es esa tía? ¿Qué hacemos aquí?
Silvia tardó en responder, no paraba de mirar a la barra.
—Álex, Torralba me tenía atrapada y…
—Tres vinos, espero que os gusten —interrumpió Margot—. Imagino que estarás un poco desorientado, ¿no, Álex?
No dijo nada, sólo la miró mientras dio buena cuenta de la copa de vino, necesitaba beber algo.
—Me llamo Margot, soy amiga de Silvia —esperó a que Álex dejara la copa de vino sobre la mesa para continuar—. Me telefoneó y me contó que teníais problemas. Ella es siempre muy escueta y hacía mucho que no hablábamos, pero me aseguró que necesitabais ayuda. Cuando vi a aquel hombre en la estación imaginé que era policía, reaccioné con lo primero que se me ocurrió para sacaros de allí. Espero haber hecho lo correcto.
—Silvia, ¿qué le has contado exactamente? —preguntó Álex.
No respondió. Miró a Margot y cuando empezó a articular alguna palabra fue interrumpida.
—Me lo ha contado todo, lo del manuscrito, lo de los símbolos y los castillos —respondió Margot.
—¿Cómo? ¿Le has contado todo? ¡Estás loca!
—También se lo hemos contado a tu amigo Antonio, ¿recuerdas? —dijo por fin Silvia intentando justificarse.
—No es lo mismo, él nos ha ayudado.
—¿Y quién te crees que nos ha sacado de la estación? —le recriminó—. Torralba estaba a punto de arrestarnos.
—Bueno, puede que tengas razón —reculó Álex— Es de fiar, supongo.
—Es mi amiga.
—Vale, vale —asintió resignado Álex—. Margot, perdona por no confiar en ti, es que este asunto se está complicando cada vez más.
—No te preocupes, es normal. Yo no me fío de nadie, ni de mi misma —dijo Margot sonriendo.
«Ya es la segunda vez en poco tiempo que escucho esa frase», pensó Álex.
Álex se fijó en ella con más tranquilidad y menos prejuicios, era una chica algo extraña. Con aquella camiseta blanca con el rostro de Audrey Hepburn impreso en ella, unos vaqueros de pitillo que le daban un aire informal y sexy a la vez, y unas botas altas. La piel pálida acentuaba el color negro de su pelo y sus ojos. Tenía los labios pequeños e increíblemente sensuales y las pestañas alargadas como si tratasen de atraparte. No sabía describir cómo llevaba pintados los ojos, pero eran oscuros como si todo en ella fuera blanco o negro y no hubiera término medio. Era tan delgada que parecía increíblemente frágil, como si pudiera romperse en cualquier momento. Por el contrario, sus movimientos eran seguros y precisos, y denotaba una insultante confianza en sí misma. Había demostrado ser capaz de tomar decisiones en cuestión de segundos, y había logrado librarles del inspector Torralba, lo cual tenía mucho mérito.
—¿Entonces sabes los de los castillos? —insistió Álex.
Su compañera asintió.
—Silvia me comentó la lista de símbolos y me dijo que el último castillo era el de Clavijo —dijo en voz baja Margot.
—¿Cómo?
Álex ya no sabía qué decir, intentó hablar o al menos hacer algún gesto, pero estaba tan desconcertado que no pudo concretar nada.
—El castillo de Clavijo no tiene ninguna marca de cantero —explicó Margot ante la atenta mirada de sus acompañantes—, está todo construido en mampostería, rocas de la zona sin ningún trabajo. No tiene sillares.
—¿Cómo sabes eso? —Álex no salía de su asombro.
—Soy licenciada en Historia del Arte.
—No es tan fácil, porque hayas consultado unos cuantos libros con fotografías no basta —criticó Álex notablemente molesto—, puede ser un signo que esté escondido o, incluso, que haya desaparecido en parte. El manuscrito tiene más de quinientos años, pueden haber sucedido infinidad de cosas en todo ese tiempo.
—No hay marcas de cantero en Clavijo. Te lo aseguro.
—¡Esto es increíble! —dijo en voz alta Álex—: Me da igual que seas amiga de Silvia, nadie te ha dado derecho a opinar, no tienes ni idea de lo que estamos buscando.
—¿Y tú sí? —musitó Margot.
Álex se balanceó sobre las patas traseras de su silla y, con un mal gesto, tomó impulso y se levantó de la mesa.
—Álex, vuelve aquí —le ordenó Silvia—. Deja de llamar la atención.
—Pero sí hay otro símbolo —continuó Margot intentando que Álex no se marchara—. Uno diferente, pero que aparece en el manuscrito.
—¿Cuál? —preguntó Silvia.
—Clavijo es un castillo de la Orden de Santiago, allí fue donde se apareció el apóstol a los ejércitos cristianos en la batalla de Clavijo.
—Eso ya lo sabemos —afirmó Silvia.
—¿También sabéis que es la cuna de esta orden?, ¿y que en la cima del castillo hay una gran cruz de Santiago?
—¿Y qué? —preguntó con despreció Álex, que había vuelto a sentarse.
—Tiene tres lados cortos e iguales acabados en una flor de lis y un cuarto más largo que se clava en la tierra, una cruz que se parece a una espada. Exactamente igual que uno de los símbolos del manuscrito.
—¡Mierda! —exclamó Álex—: Puede que tenga razón, hay un símbolo que parece una especie de espada o de cruz.
Silvia sacó la transcripción del manuscrito y asintió con la cabeza mientras mostraba el documento señalando el símbolo de una cruz con forma de espada a Álex, quien cogió el manuscrito entre sus manos.
—«Vestido de blanco y sobre blanco caballo. Nos guió en la batalla, y arrancamos de su más alta almena la enseña de la media luna y colocamos en su lugar la bandera de la Cruz de Pelayo. Poniendo fin a tan deshonroso tributo» —leyó Álex—. Tiene sentido, es la cruz.
—Ése es vuestro quinto símbolo —afirmó muy segura Margot—, ahora sólo os quedan dos más por descubrir.
—¿Qué desean comer? —la camarera que acababa de llegar para tomar nota interrumpió la conversación.
Ninguno respondió al instante. Álex intentó coger la carta de la mesa, Silvia ni se inmutó.
—¿Cuál es la especialidad? —preguntó Margot.
—Acelgas con patatas.
—Tomaré eso —respondió Margot—. ¿Y vosotros?
—Yo también —dijo poco convencido Álex.
La camarera miró a Silvia, que seguía distraída.
—¿Tienes algo que no sea verde?
—Hay un surtido de entremeses ibéricos: jamón, queso…
—Perfecto.
—Hoy de segundo tenemos una especialidad del restaurante, ternasco de Aragón.
Los tres se miraron.
—Por mí, bien —comentó Silvia.
—Para nosotros también —dijo Margot señalando a Álex, que asintió con la cabeza.
Durante la comida no hablaron mucho. Silvia permaneció callada todo el tiempo y hubo que esperar al segundo plato para que Álex tomara la iniciativa.
—¿Y de qué os conocéis vosotras dos?
—Somos amigas desde hace tiempo —respondió Margot.
—¿Vives aquí?
—No, viajo mucho, si me preguntan dónde vivo diría que en Madrid.
—¿A qué te dedicas?
—Soy experta en antigüedades: cuadros, grabados, joyas y también libros.
—¿Por eso os conocéis? ¿Por los libros?
—Más o menos. Tenemos un buen amigo en común, y, sí, los libros tienen mucho que ver —explicó Margot ante el silencio de Silvia—. Cuando me contó lo sucedido y me pidió ayuda me pareció excitante. No sé cómo lo habéis hecho para descubrir los castillos y relacionarlos con los símbolos, pero es un trabajo impresionante.
—Nos ha costado, pero también eran los más fáciles —respondió Álex, quien poco a poco se iba sintiendo más cómodo con la amiga de Silvia—. Creo que ahora queda lo más difícil.
—¿Por qué lo dices?
—No sé, si tomamos como bueno lo que nos has contado del castillo de Clavijo y la cruz de Santiago…
—Creedme, lo conozco bien y os aseguro que el quinto símbolo tiene que ser esa cruz.
—Está bien. Sin embargo, el siguiente acertijo no tiene ningún sentido.
—Silvia me lo dijo por teléfono, lo he repasado y yo tampoco le encuentro explicación. ¿Qué pensáis vosotros?
—No pensamos nada, no tenemos ni idea de qué puede ser —interrumpió Silvia, quien por fin decidió abrir la boca.
—A decir verdad, puede que yo sí tenga una idea —comentó Álex ante la cara de sorpresa de Silvia—. Es más una intuición que otra cosa.
—«Y el rojo se tornó verde, se cambió de nombre, siglos más tarde una nueva dinastía se defendió entre mucha buena sangre» —relató de memoria Margot, que parecía conocer muy bien el manuscrito.
—Me has dejado impresionado, ya veo que Silvia ha buscado una buena ayuda —comentó Álex—. El texto dice mucho, pero a la vez no dice nada.
—Y no nombra ningún castillo —añadió Silvia.
—Sin embargo, cita una especie de batalla que provocó un cambio de dinastía o que la consolidó, no puede haber muchos enfrentamientos así en la Edad Media.
—¿Y cuál piensas que puede ser? —preguntó Margot.
—No lo sé, pero no sucedió nada así en la Corona de Aragón, eso seguro —respondió convencido Álex—. El cambio de dinastía en Aragón se produjo mediante el Compromiso de Caspe, cuando a principios del siglo XV se votó a Fernando de Antequera, de la familia de los Trastámara, como rey de Aragón.
—Entonces, ¿es en Castilla? —sugirió Silvia.
—Podría ser, sin duda. ¿Pero cuál? Precisamente los Trastámara subieron al trono castellano tras la guerra de los dos Pedros, cuando en Montiel el futuro Enrique II asesinó al rey Pedro I el Cruel, ayudado por un mercenario francés, quien dijo la famosa frase de: «Ni quito ni pongo rey, sólo sirvo a mi señor».
—Entonces, ¿puede ser eso? —sugirió Silvia.
—No estoy seguro. Tan sólo es una idea —puntualizó Álex.
—¿Y lo de que el rojo se tornó verde y se cambió de nombre? —insistió Silvia.
—Lo que se cambió de nombre ni idea, pero lo de que el rojo se tornó en verde debe hacer referencia a una bandera. O, al menos, esa es la intuición que tengo.
—Pero ¿quién tenía una bandera roja que se volvió verde? —preguntó Margot.
—Si es una villa, sería tan complicado que nunca la encontraríamos. Si fuera un reino sería más fácil, pero no me suena ninguno que cambiara el color de su bandera —pensaba Álex en voz alta—: ¿Qué pude ser?
—¿Un noble? —lanzó Silvia al aire.
—No creo… —Álex seguía concentrado y golpeaba sus labios con los dedos de su mano derecha—. Debe ser algo importante, de lo contrario el manuscrito no hablaría después de un cambio de dinastía.
—¿Un ejército?
—Sí, eso seguro, pero ¿cuál? —Álex no lo tenía nada claro , y se golpeteaba nerviosamente el labio con un dedo—: ¿De qué reino? ¿O de qué ciudad? ¿O de qué condado? O…
Margot y Silvia le miraron fijamente cuando vieron que no terminaba la frase. En sus ojos parecía brillar una idea.
—¿Qué tramas? —preguntó Silvia, que a través de los días había empezado a distinguir las expresiones de Álex y a conocer cuándo su cabeza maquinaba alguna teoría—. Conozco esa mirada, ¿tienes algo?
—Puede ser.
—¿El qué? —insistió Silvia.
—No estoy seguro.
—¡Vamos! —le rogó Silvia gesticulando con sus manos ¡Dilo!
—Una orden militar.
Se hizo el silencio entre los tres comensales.
—¿Otra? —exclamó Silvia.
—Pensadlo: una orden tiene un ejército, pudo participar en una batalla para provocar la ascensión de una nueva dinastía al trono. También tienen una bandera, un emblema, que puede cambiar. De hecho, los emblemas han variado mucho a lo largo de la historia… —Álex se quedó mirando a sus compañeras que parecían haberse quedado sin habla—. ¿Qué me decís?
—Ni idea —respondió Silvia—, pero si tú lo dices yo te creo.
Margot tardó en responder.
—Una orden militar, ¿cómo no se nos había ocurrido antes? —murmuró Margot atónita.
Cuando Álex vio a Margot tan afectada empezó a sospechar que aquella chica sabía demasiado. No dijo nada y repasó más detenidamente a su nueva acompañante y la comparó con Silvia. No se parecían en nada. «Aquellas dos no podían ser amigas. O, al menos, no tan amigas como para que Silvia le contara toda la aventura en la que estaban metidos», pensó. «Margot sabe demasiado.»
—¿Y qué orden militar puede ser? —preguntó Margot.
—No lo sé —su desconfianza hacia ella era ya evidente.
—Bueno, habrá que seguir investigando —Margot notó un cambio en el tono de voz de Álex—, pero ahora debemos irnos. Vuestro amigo Torralba nos estará buscando, y mucho me equivoco o creo que es una persona muy persistente.
—Tienes razón —murmuró Álex.
Silvia seguía poco habladora, se diría que algo le preocupaba.
—Vamos —afirmó Margot.
Álex asintió, fue a pagar, pero Margot hizo un gesto al camarero. La cuenta ya estaba pagada.
Los tres salieron de La Republicana y, siguiendo a Margot, avanzaron por las estrechas calles llenas de gente tomando vinos y cañas, algunos seguían comiendo pinchos. Los bares, pequeños, antiguos y con extraños elementos en las paredes, eran maravillosos. Silvia los miraba y lamentaba no poder quedarse allí, a sus amigas les encantarían. Pero en su mente tenía otras preocupaciones. Por primera vez se sentía al borde del abismo. La llegada de Margot le había dejado fuera de juego, quizás había elegido mal.
Llegaron a una calle más ancha que las anteriores, pero que también era peatonal. Sin embargo, las construcciones y el mobiliario urbano eran de mejor calidad. Era una zona comercial, abundaban las tiendas de moda y los establecimientos con recuerdos de Zaragoza: frutas de Aragón, cachirulos, imágenes de la ofrenda de flores de El Pilar, CD de jotas… Caminaron unos metros hasta que llegaron frente a un edificio colosal, de proporciones monumentales. Era la basílica de Nuestra Señora del Pilar. Silvia levantó la vista en dirección a las altas torres que la coronaban, con los tejados de las numerosas cúpulas cubiertos por tejas de diversos colores. En la fachada de la basílica destacaba una grandiosa escultura en mármol blanco. Sin duda era mucho más moderna que el resto del templo y parecía representar a la Virgen. Después, repasó la plaza en la que se encontraba, quizá la más larga que había visto nunca. Al fondo había otro edificio precioso; si no fuera por las dimensiones de El Pilar, hubiera dicho que era una catedral. Tenía una magnífica torre que le recordaba a otras que había visto en Italia. Al otro lado de El Pilar había dos edificios civiles, que parecían ser el Ayuntamiento y un palacio renacentista. En el extremo contrario de la plaza, se veía la torre de otra iglesia y una gran fuente inclinada.
—Debemos llegar al Ebro —indicó Margot.
Rodearon la monumental basílica del Pilar siguiendo a su nueva acompañante hasta que ésta se detuvo y señaló uno de los muros del templo.
—¿Veis ese crismón?
Sus acompañantes miraron desconcertados el lugar indicado.
—Es uno de los pocos elementos originales que se conservan de la iglesia románica que se levantaba en este mismo lugar antes de la construcción de la gran basílica. Posiblemente sea el símbolo más misterioso de toda Zaragoza.
—¿Por qué? —preguntó intrigado Álex.
—Es el crismón del Apocalipsis. Un monograma de Cristo mediante una X que cruza a una P y una S. En torno al crismón hay un aro con cuarenta puntos, dedicado a la Cuaresma; dos flores, en referencia al Sol y la Luna; y los planetas Júpiter y Saturno.
—¿Y qué simboliza?
—Nadie lo sabe, pero puede que describa una situación planetaria que se dio durante un eclipse de sol en el siglo XII, que se interpretó como la fecha del fin del islam. Pero la simbología medieval es difícil de descifrar y siempre guarda algún tipo de secreto —entonces el rostro de Margot cambió y se puso tensa—. Creo que he visto algo.
—¿El qué? —preguntó Silvia, que rápidamente se puso en alerta—: Yo no veo nada.
—No lo sé, presiento que nos vigilan. ¡Continuemos hacia el río!
Siguieron por una calle entre El Pilar y el Ayuntamiento que tenía dos estatuas realizadas en bronce de dimensiones colosales. Una parecía ser un santo con un bastón y la otra un ángel con un plano de una ciudad en las manos. Detrás de la basílica se encontraba el río Ebro y un hermoso puente de piedra, que parecía medieval o romano.
«Es imposible que el inspector Torralba y sus hombres nos hayan seguido por estos callejones», pensó Álex. Tenía la impresión de que estaban huyendo de alguien, pero no estaba seguro de que fuera de la policía. Entonces observó de nuevo El Pilar, y junto a una pequeña estatua de un caballito metálico creyó ver una sombra.
—Tenemos que irnos —dijo Margot, que también estaba mirando en la misma dirección y que tiró del brazo de Álex—: ¡Nos han seguido!
—¿A quién has visto?
Margot no respondió.
—Silvia, dime la verdad, ¿de qué conoces a esta mujer?
—Bueno, es…
—¿El qué? ¿Una vieja amiga? —Álex hablaba enojado—. Ahora mismo vais a decirme qué está pasando.
—No hay tiempo, hay que escapar de aquí como sea —apresuró a decir Margot—. Nos han encontrado.
—¿Quién nos ha encontrado? —insistió Álex—: ¿La policía? ¿De quién estamos huyendo?
—Eso pregúntaselo a tu amiga —respondió Margot señalando a Silvia—. Yo no pienso quedarme aquí, ya os he ayudado demasiado. Si me descubren, me matarán.
—¿De qué está hablando? —preguntó Álex dirigiéndose a Silvia.
—No lo sé.
Margot se acercó a Álex y lo miró con ojos tristes.
—No confíes en nadie, nunca —y salió corriendo en dirección al Ebro.
Allí, frente a la rampa de acceso al puente de piedra, Álex y Silvia se quedaron uno frente al otro. La noche había caído sobre Zaragoza. Una fina capa de niebla salía del Ebro e inundaba la ciudad como un manto blanco, como arropándola antes de que se fuera a dormir. Las luces no eran suficientemente potentes para poder ver con claridad en aquellas circunstancias. El río más que verse se intuía y todo se trasformó en sombras. Las torres de El Pilar recortaban el cielo estrellado y el ruido de la corriente del Ebro parecía una dulce nana que invitaba a los transeúntes a sumergirse en un profundo sueño. Silvia había cambiado, ya no era aquella mujer que le pidió ayuda en la radio, ni la que cenó con él en Lavapiés, ni la que le hizo el amor como si nunca más fueran a volver a verse. Aquella chica se había ido, en su lugar una sombra de brillantes ojos la había sustituido. Ya no había dulzura en su rostro, ni ternura en su mirada, ni mucho menos calor en su cuerpo.
—Lo siento, Álex.
—¿Qué pasa?
—Creo que el manuscrito no estaba esperando que yo lo encontrara —dijo con la voz entrecortada—, lo que el destino quería es que yo te lo diera a ti.
—Silvia, ¿qué estás diciendo?
—Yo nunca hubiera descubierto nada. No hubiera descifrado ninguno de los acertijos, ni hubiera entendido qué son estos símbolos —le confesó entre lágrimas—. Ésta es tu pasión, no la mía. Yo no quiero aventuras. ¡Quiero mi vida! Una vida tranquila con mis libros, sin tener que trabajar diez horas al día para vivir. Quiero olvidarme de los problemas, no tener que pensar en el dinero.
—Pero… ¿por qué me cuentas todo esto? ¿Qué está pasando? ¿Quién era esa chica?
—Me han ofrecido dos millones de euros por entregar el manuscrito original y olvidarme de todo. He aceptado, lo siento.
—¿Qué estás diciendo? ¿Dos millones por entregar el manuscrito? ¿A quién?
—No sólo por el manuscrito.
Silvia alargó sus manos para acariciar el rostro de Álex, quien, aturdido, observó con ternura a la chica que había amado en su piso de Lavapiés y en la posada de Buñol.
—A ti también, lo siento.
Silvia alejó sus manos sin llegar a tocarle y dio varios pasos hacia atrás. Entonces, su mirada se perdió tras la espalda de Álex y su rostro dibujó una expresión de terror. Él se volvió y vio cómo en el puente, entre la niebla, se fue perfilando una sombra alargada que conocía bien.
—¿Qué has hecho?
—Lo siento —contestó Silvia llorando.
La sombra avanzó rápidamente, Álex no tuvo tiempo de reaccionar. Sus pensamientos estaban muy lejos de allí, justo al lado de sus esperanzas. La traición siempre es dolorosa. Pero, a veces, por inesperada, es especialmente cruel. Sintió un fuerte dolor en su brazo. La sombra retorció con gran fuerza su muñeca y le golpeó con dureza en la cabeza. Le dio la vuelta y no dejó que viera su rostro, apenas unos ojos apagados y unos labios pequeños.
—Debemos irnos —dijo una voz ronca y cortada que parecía provenir de las profundidades del Ebro.
—¿Va a matarme? —preguntó Álex.
No respondió. Le levantó y le empujó para que caminara.
—Haga lo que le digo y vivirá —susurró su raptor—, alguien quiere hablar con usted.
A continuación, sintió un pinchazo en su brazo, como si una aguja se clavara en su piel. La sombra lo soltó y Álex se dio la vuelta dolorido. Se quedó frente a ella, por fin pudo verla de cerca. La sombra era humana, delgada y alta, con los ojos profundamente oscuros. Por un momento se alegró de comprobar que no era más que un hombre, que no había nada de sobrenatural en su aspecto. Estaba seguro de que era el mismo que entró en su piso y con el que se peleó, el que les persiguió por el castillo de Calatrava La Nueva, el que les acechaba desde el primer día que tuvo conocimiento de la existencia del manuscrito. Y entonces se dio cuenta de que Silvia permanecía allí. Callada e inmóvil, contemplando la escena. Le había vendido, ¿pero a quién?
—Su dinero está en un maletín en su apartamento de Madrid —le dijo el hombre alto y delgado—. Deme el manuscrito y será suyo.
Silvia abrió su bolso y tomó el libro de los amoríos de Quevedo. Después, sacó una pequeña navaja y con sumo cuidado rajó la contraportada y se acercó aterrorizada para entregárselo a aquel hombre.
—Había estado a salvo en él durante tanto tiempo, que pensé que sería el mejor lugar para seguir escondiéndolo.
Se lo quitó rápidamente y la miró con desprecio.
—Ahora vuelva a Madrid, haga lo que quiera con el dinero. No nos volveremos a ver nunca, no comente nada de lo que ha sucedido con nadie.
—¿Y la policía? —se atrevió a preguntar.
—Nosotros nos encargaremos del inspector Torralba —respondió muy seguro, a continuación sacó un sobre de su bolsillo—. Un billete en primera clase para el AVE Zaragoza-Madrid de las 22.00 horas. Cójalo y olvídese de todo. Empiece su nueva vida.
—¿Qué va a pasar con Álex?
—Le he dado un sedante, si colabora no le pasará nada malo. Señorita Rubio, ¡váyase!
La sombra se alejó llevándose consigo a Álex. Se perdieron por la orilla del Ebro, río abajo, en dirección a las instalaciones de la Exposición Internacional de 2008. Silvia miró a Álex por última vez y se sintió la persona más miserable del mundo.