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El reino de los Mallos
En media hora y a toda velocidad por una carretera nacional que indicaba dirección Ayerbe, dejaron atrás un cartel que señalaba hacia el castillo de Loarre. La indicación no era necesaria, ya que en lo alto de una peña resaltaba una vasta construcción de dimensiones monumentales, como si se tratase del escenario de una gran película de Hollywood, pero tan real que te hacía sentir pequeña, diminuta, casi insignificante. Parecía mentira cómo los hombres del románico pudieron construir tan basta construcción, en un terreno tan abrupto y a semejante altura, con la única ayuda de animales y herramientas sencillas de construcción. Y, sin embargo, allí permanecía la fortaleza, anclada en el tiempo. Avanzaron por una carretera cada vez más serpenteante, hasta llegar a una zona más montañosa, donde se veían unas increíbles formas puntiagudas, como columnas pétreas gigantes, que parecían desafiar toda lógica, como si tuvieran que haber sido talladas por algún ser mitológico para ser posibles.
—Son los Mallos de Riglos —le dijo Álex indicándole las sorprendentes agujas de piedra a las que se dirigían—. Bienvenida al reino de los Mallos, los dominios de la reina doña Berta.
—Pero no nos quedaremos aquí, vamos un poco más adelante. Allí hay otros mallos.
Siguieron la carretera hasta llegar a otra formación rocosa similar. A sus pies había un pequeño pueblo de casas bajas, donde destacaba la torre de su iglesia, cuyo nombre señalado a la entrada del municipio era el de Agüero.
Antonio Palacín callejeó con el Mini por estrechas calles en un alarde de habilidad, hasta llegar ante una casa de piedra, típicamente de montaña, de dos alturas y tejado de pizarra. Se parecía mucho al resto de las edificaciones de aquel pueblo. Allí, Antonio hizo sonar el claxon tres veces, y un hombre se asomó por una de las ventanas de la casa, saludó al viejo con la mano y después desapareció.
Al poco tiempo se abrió la puerta del edificio y salió el mismo hombre. Era mayor, con el rostro surcado por profundas arrugas, aradas en su piel por el paso inapelable del tiempo.
—Hola, don Antonio —dijo el hombre que portaba algo en su mano—. Cuánto tiempo sin verle.
—He estado muy ocupado. Vengo a enseñarles la iglesia a estos amigos.
—Lo imaginaba. Tome la llave, pero no olvide devolvérmela esta vez —dijo entre risas.
—Lo intentaré —respondió Antonio Palacín mientras se despedía con un apretón de manos.
«Así que hemos venido a ver una iglesia», dijo Silvia para sí misma. Se preguntaba qué tendría aquel templo de especial, había visto una al entrar al pueblo y no le había llamado demasiado la atención, excepto por su gran torre.
Volvió a demostrar su pericia en el manejo del Mini al llevarles en unos segundos de vuelta a la entrada del pueblo, en dirección a Huesca.
—¿No íbamos a ver la iglesia? —preguntó Silvia.
—Así es —respondió el profesor, que quinientos metros después de dejar atrás el pueblo giró a la izquierda.
Era un empinado camino de tierra que les adentraba en una zona con mucha vegetación. Tras recorrer unos metros, entre los árboles, empezaron a ver la silueta de un edificio de piedra, con altos muros, que parecía querer ocultarse entre la naturaleza.
Silvia sintió como si estuviese descubriendo un nuevo secreto.
—Bienvenidos a iglesia de Santiago de Agüero —dijo el profesor orgulloso.
Detuvo el coche a escasos metros y los tres caminaron hasta la portada.
—La iglesia se proyectó en la segunda mitad del siglo XII según un ambicioso plan, tiene planta basilical con tres ábsides en la cabecera y tres naves.
Silvia recordó las palabras del profesor en su casa acerca de los triples ábsides en el románico representando la trinidad.
—Es preciosa —dijo Silvia.
—Sí que lo es, y eso que no está acabada —respondió el profesor ante la mirada de sorpresa de Silvia—. Por razones que se desconocen se terminó a toda prisa, precipitándose el cierre de muchas partes y quedando el proyecto inicial inacabado, pero aun así es una joya única y, sobre todo, enigmática.
—¿Enigmática? —preguntó desconcertada Silvia.
Álex permanecía siempre en un segundo plano, sabía perfectamente que Antonio Palacín disfrutaba siendo el centro de atención y explicando los detalles a su nueva alumna. Hace años había hecho lo mismo con él. El Profesor, que era como Álex solía llamarle, sabía envolver a sus víctimas con explicaciones que las atrapaban lentamente, como una araña que tiende minuciosamente su tela sobre su presa, y poco a poco la atrae hacia sí. Y cuando ésta se quiere dar cuenta, ya es demasiado tarde. Silvia parecía cautivada con sus palabras y él disfrutaba como un niño. Álex no tenía ninguna intención de interrumpirle, sabía que si quería su ayuda debía dejar que él lo hiciese a su manera.
Frente al pórtico, Antonio Palacín explicaba los capiteles románicos a Silvia.
—En el primero se puede ver la escena de dos fieras, son lobos de pelo rizado devorando un carnero. En el segundo capitel hay una figura femenina, es una bailarina, ¿la ves? —preguntó el viejo.
—¿Dónde?
—Está en actitud de comenzar la danza, flanqueada por un artista afinando el arpa y otra dama tocando otro instrumento.
—¡Es verdad! —exclamó Silvia sorprendida—. Como usted explicó: ¡una bailarina en el capitel de una iglesia! ¡Alucinante!
—Veo que no me creías —dijo el viejo sonriendo—; en el tercer capitel hay otra bailarina. Esta es una representación característica del maestro que construyó esta iglesia, como podrás ver está representada en el momento de su contorsión.
—¡Qué maravilla! ¡Es increíble! Pero es un poco, no sé, me parece una pose demasiado atrevida para una iglesia. Es bastante erótica, ¿no?
—Representa la tentación. Todos tenemos deseos, tentaciones que nos cuesta negar. Para muchos la mayor tentación es el dinero, pero para la mayoría de los hombres es…
—El sexo, vamos, las mujeres —respondió Silvia—, y cuánto más sensuales, más tentadoras.
—Veo que conoces bien a los hombres —Antonio no puedo evitar reírse—. Mira el siguiente capitel.
—Este es diferente… —dijo Silvia—, son dos soldados con mazas.
—Exactamente, pero, fíjate bien. Uno es moro, el izquierdo; y el otro, el de la derecha, es cristiano. ¿No ves las medias lunas y cruces en sus escudos? —le preguntó el viejo.
—Sí, qué curioso. A primera vista esos detalles no se aprecian.
—Muchas veces miramos, pero no vemos. En la actualidad estamos acostumbrados a que nos muestren todo de forma demasiado evidente, de tal manera que no nos suponga ningún esfuerzo identificar las cosas. Pero antiguamente no era así, eran mucho más sutiles, más minuciosos. Se valoraban mucho más los detalles, los símbolos, las cosas pequeñas y sencillas pero que, a veces, son las más importantes.
Álex seguía a la pareja sin interrumpir.
—¿Y el último?
—Es una ménsula.
—Pero… ¡hay un dragón chino! Y parece como si estuviera mordiendo la pierna de un hombre, que a su vez le clava una espada y le golpea con una especie de maza.
—Aprendes rápido —murmuró el profesor entre risas—. Pero no os he traído para ver sólo esto, hay otro aspecto de esta iglesia que os interesa mucho más en vuestra búsqueda —explicó mientras abandonaba el pórtico y se dirigía hacia su derecha.
Silvia miró a Álex y le hizo un gesto con la cabeza para que les acompañara. Antonio Palacín llegó hasta el ábside central y se paró allí. Álex cambió su comportamiento hasta ese momento y adelantó a Silvia, sabía que habían llegado al momento importante de la visita. Observó el ábside y pronto descubrió el propósito de su visita.
—¡Una llave!
El profesor asintió con la cabeza.
—Es la llave de Agüero, una preciosidad —comentó mientras la señalaba para que también Silvia la observase—. Se repite en abundantes sillares del exterior del templo. He llegado a contarla hasta sesenta veces. Su talla fue un trabajo minucioso. Yo creo que debió de costarle más al artesano tallar esa marca que dar forma rectangular al bloque de piedra.
Silvia y Álex miraban asombrados la presencia de más llaves como esa en diferentes sillares que el viejo les señalaba.
—Pero hay más marcas de cantero. Venid, en el ventanal sobre el ábside norte tenemos un pico de cantero, y más allá una escuadra. Y una «S» con remates triangulares, una estrella de cinco puntas, una «T» inscrita en un cuadrado, un puñal, un diábolo, un taladro y muchas más.
—Es asombroso, todos los sillares tienen marcas. Nunca había visto algo parecido en ninguna iglesia —dijo Silvia sorprendida.
—Hay otras iglesias con abundantes marcas. Por ejemplo, en el ábside de la iglesia de San Bartolomé de Ucero, en el Cañón del Río Lobos, hay una marca de cantero que representa la constelación de Cáncer.
—¿Es eso verdad?
—Claro que sí, esa marca es muy curiosa —contestó entre risas Antonio Palacín—. Pero lo cierto es que Agüero es incomparable, sobre todo por su llave.
—¿Cuál es la simbología de la llave? —preguntó Álex.
—Ah. Eso es un gran misterio —respondió el profesor.
—¿Y por qué talló hasta sesenta llaves? —insistió Silvia—: Es mucho esfuerzo y no es algo decorativo. Tuvo que haber una razón, algo importante.
—Obviamente no fue para contabilizar los sillares, y además es un símbolo muy complicado, le llevó un gran esfuerzo tallarlo —explicó Palacín.
—Es una incógnita, nadie lo sabe. ¿Cuál crees que será el motivo, Antonio? —apuntó Álex.
Tanto él como Silvia buscaban con la mirada al profesor esperando una respuesta.
—Llevo sesenta años preguntándome lo mismo —respondió el profesor entre suspiros—. Quizá las talló el maestro por vanidad, para lucir a través de los siglos la marca de la casa. Aunque también puede que quisiera vincularse él mismo a la obra sagrada como salvoconducto para el más allá. O tal vez es algo mucho más complicado, ¿por qué una llave? ¿Qué pretendía decirnos? ¿Que esta iglesia es la llave, es decir, el acceso a otro lugar? Ojalá lo descubramos algún día.
—Y el resto de marcas, ¿qué explicación tienen? —preguntó Álex—: Obviamente en una obra de este tamaño, es una iglesia no una catedral, no trabajarían muchos maestros canteros diferentes, a lo sumo uno o dos. Entonces, ¿qué deseaban expresar con ellas?
—Es un misterio, mis queridos amigos.
Antonio se había hecho aquellas mismas preguntas tantas veces que no disimulaba una cierta tristeza por no tener las respuestas.
—Tiene que tener un mensaje —respondió Silvia—. Teniendo en cuenta la simbología del románico que usted me ha comentado y cómo eran aquellas gentes, aterrorizadas por la religión y sus miedos, no me creo que tallaran sesenta llaves porque sí, ni el resto de marcas. Esto tiene que tener algún significado, algún motivo.
—Estoy de acuerdo contigo, Silvia. Hay marcas de cantería que sí que eran para contabilizar los sillares, otras para colocarlos adecuadamente, pero el resto no. Hasta el siglo XIX nadie les prestó atención, permanecieron inexplicablemente ocultas. Simplemente porque, como ya os he explicado, sólo se ve lo que se conoce. Y hasta hace pocos años no se conocían estas marcas y nadie caía en su presencia en las construcciones medievales. En algunas iglesias se llegó a picar la piedra para eliminarlas, porque creían que eran grafitis modernos.
—¡Qué barbaridad!
—La incultura es capaz de eso y de mucho más. Hay gente que afirma que la cultura vale mucho dinero, a esos yo les digo que si piensan que la cultura es cara, que prueben con la ignorancia.
—¿Cómo podemos interpretarlas? —interrumpió Álex.
—Me temo que ese saber está oculto, pero estoy seguro de que hay personas en algún lugar que todavía lo poseen. Se dice que los gremios de albañiles, maestros y artesanos que levantaron las iglesias y castillos románicos guardaban estrictamente sus conocimientos, trasmitiéndolos en secreto únicamente a miembros de su mismo gremio, formando así logias de constructores.
—¿De masones? —preguntó Álex.
—Sí, pero no te dejes confundir. No me refiero a los masones actuales con todo ese rollo de sectas… No olvides que maçon en francés significa 'albañil'. Estas logias trasmitían sus secretos y conocimientos, heredados de la ciencia, de la sabiduría de la Antigüedad. Eran constructores, albañiles. Ellos hicieron posible el románico y, después, las grandes catedrales del gótico. Pero con la llegada de la Edad Moderna desaparecieron, su origen y labor inicial se perdió, ya que se permitió la entrada a gentes que nada tenían que ver con la construcción, burgueses y humanistas que pronto sustituirían a los maestros constructores, y con el tiempo los gremios desaparecerían de las logias, perdiéndose así todo su saber milenario.
—Entonces, ¿quieres decir que la simbología de estas marcas también se perdió? —Álex temía la respuesta a su pregunta.
—Me temo que sí, a partir del siglo XVI desaparecieron totalmente las marcas de cantero de las construcciones —lamentó Antonio Palacín—, aunque estoy seguro de que, antes de desaparecer, los maestros constructores intentaron salvar sus conocimientos.
Silvia y Álex se miraron, ambos pensaron que quizás ese conocimiento perdido estuviera en sus manos. De alguna manera aquel manuscrito guardaba un secreto, y las marcas de cantero eran la clave.
—A veces nos sorprendemos al descubrir cuánto del pasado hay en nuestro futuro —afirmó el profesor mientras acariciaba los fríos sillares del muro de la iglesia—. El románico es un arte en constante descubrimiento. Las iglesias románicas fueron en muchos casos transformadas por reformas góticas, mudéjares, renacentistas, barrocas o neoclásicas. Por motivo de las enfermedades y las epidemias se tuvieron que encalar sus paredes de las iglesias. Hoy en día cuando quitamos esa capa de cal en los templos aparecen muchas sorpresas, sobre todo en forma de pintura románica y marcas de cantero. Al levantar los suelos encontramos criptas y tumbas. Al revisar los códices escondidos en las sacristías de las iglesias encontramos documentos perdidos. ¿Quién sabe si algún día encontraremos la clave del secreto de las marcas de cantero? ¿Quién sabe si no estará en esta misma iglesia? Aquí, delante de nuestros ojos.
De repente, un extraño ruido se escuchó cerca de ellos, entre la vegetación. Álex intentó ver algo, pero la noche se les estaba echando encima y ya no había casi luz. Sin embargo, él estaba seguro de que había alguien más en aquel lugar. Abandonó la zona del ábside y volvió al pórtico de la entrada. Siguió mirando, pero no veía a nadie más. Silvia y Antonio Palacín le siguieron.
—¿Qué pasa, Álex? —preguntó Silvia.
—No sé. Creo que hay alguien espiándonos.
Álex miró detrás y sólo pudo ver la mirada aterradora de las fieras, que le vigilaban desde el capitel, mientras las bailarinas parecían cobrar vida con la llegada de la noche y mover sus cuerpos al son de una música ancestral.
—Cuando el sol se pone y la luz pierde una vez más la partida ante la oscuridad, la incertidumbre y el miedo nos unen por medio de lazos intemporales con aquellos hombres que, en los albores del primer milenio, sintieron que se desataba el fin del mundo —susurró Antonio Palacín al viento mientras anochecía—. Tened cuidado, aquí tenéis un ejemplo de los monstruos que se representaban en la escultura románica. Estos seres son hermosas formas talladas en la piedra. Su magia está congelada, suspendida; pero no bajéis la guardia, amigos. Su mensaje sigue vivo. Aunque, hoy en día, nuestros demonios adoptan otras formas. Pero están aquí, agazapados, esperando que el sol se ponga para procurarnos tormento. Llevan más de mil años entre nosotros y todavía siguen intentando extraviar a los hombres.