Capítulo 3
Para la pequeña Milenka no fue nada difícil acoplarse a Leslie y aprender a vivir con ella. Los niños se amoldan fácilmente a sus nuevas circunstancias; sin prejuicios y sin miedos, se entregan enseguida.
No hay tabúes.
No hay ideas preconcebidas.
Solo ilusión y unas ganas enormes de que les quieran y de querer.
Las dos vivían juntas nuevas experiencias y se enriquecían mutuamente.
Leslie experimentaba por primera vez lo que era ocuparse de los demás, sobre todo de alguien tan indefenso como aquella niña.
Ser mamá no era nada fácil. Sus prioridades se habían transformado; ya no se trataba de comprarse la nueva pistola de última generación o las nuevas esposas magnéticas, ni tampoco de preocuparse de mantener su identidad en secreto.
Ahora su mundo se basaba en ser ella misma y en centrarse en cosas más sencillas y rudimentarias: mantener, preservar, proteger y asistir a Milenka. Y no le había costado nada hacerlo.
La primera noche que Leslie y Milenka pasaron juntas en su nueva casa, después de la llamada de Spurs, la niña se desveló al llegar a su increíble y nueva habitación.
Era un lujo saber que todo lo que allí había lo estrenarían ellas. Los muebles tenían los plásticos todavía puestos; las lámparas conservaban las etiquetas, las colchas lucían limpias y perfectamente colocadas. En la habitación de la niña, habían estampado las paredes con vinilos de Campanilla y Peter Pan, y el cuarto estaba pintado en colores pastel. Cuando la dejó sobre su colcha con corazones, Milenka abrió sus ojitos y miró a Leslie haciendo un puchero.
—¿Puedo dormir contigo? Aquí está oscuro… —Miró alrededor, desorientada.
Leslie sonrió y no se lo pensó dos veces. A ver quién era el listo que a esa belleza azucarada le decía que no.
La cogió en brazos y se la llevó a su nueva habitación; una alcoba de revista que la dejó impresionada por su amplitud y su buen gusto. Era como el dormitorio de una duquesa, y le encantaba, porque Leslie no sabía combinar ni tenía gracia para esas cosas, y aquella habitación era mucho más de lo que esperaba. Púrpuras, blancos, negros y rosados se unían a la perfección para crear una hermosa armonía: chic, femenina y también funcional. Nada edulcorada. Más bien directa, como ella misma.
Disponía de un vestidor que era más grande que el salón que tenía en Washington, un baño con las últimas tecnologías ofimáticas y un balcón de suelo de tablas de madera con decoración feng shui, como el amplio jardín alfombrado con un césped impoluto que daba la bienvenida en la parte frontal y que rodeaba toda la parte trasera de la vivienda, en la que también había una piscina de doble altura y una increíble cabaña en lo alto de las ramas del único árbol que regentaba aquel espacio verde y tan bien cuidado.
Con Milenka en brazos se dirigió a la cama, le quitó las zapatillas y el vestido y la dejó en braguitas. Hacía un calor terrible en nueva Orleans. Estaban en pleno verano y la humedad era insoportable.
Encendió el aire acondicionado con la pantalla ofimática que tenía en la pared, sobre el cabezal de la cama, y se tumbó junto a la cría.
Milenka se pegó a ella y hundió su rostro entre sus pechos.
Allí se quedó. Dormida y en paz.
Leslie pasó un brazo por encima de la niña y la sujetó, para contagiarse de su sosiego y su calma.
Se dijo que, por una vez, no tendría que estar en guardia; se impregnaría de su pureza y de su bondad.
***
Al día siguiente, descubrieron la casa juntas.
Dos habitaciones más, con sus respectivos baños, la completaban. Todas con el mismo estilo vanguardista y sureño que decoraba a toda la casa.
Leslie se quedó impresionada al ver el estudio. Tenía luz por todas partes; las ventanas eran amplios paneles de cristal que iban desde el suelo al techo y dejaban unas vistas completas y en todas direcciones de lo que la rodeaba.
Había llamado a un servicio de transporte de confianza para que le trajeran algunas cosas de Washington: ropa, sus ordenadores, sus cajas secretas, en las que había algunas de sus armas favoritas, y también algunos muebles y objetos retro que le gustaban y a los que les tenía algo de cariño. Su piso en la capital era un apartamento de alquiler. No lo sentía como suyo. De hecho, ¿había sentido que algo era suyo de verdad alguna vez en su vida? Pues no.
Ella no era como Cleo, que se encariñaba enseguida de las cosas y que creía que todo lo material tenía vida y alma.
No, Leslie no era de esas. Utilizaba las cosas según sus necesidades y su funcionalidad, pero no llegaba a vincularse emocionalmente con nada. Tal vez solo había mantenido una relación así con sus pistolas, porque ellas no le fallaban jamás.
Pero, aparte de eso, no creaba lazos con nada. Para ella, sus mejores amigos habían sido Clint, Lion y Cleo. Al primero de ellos lo perdió en la misión de Amos y Mazmorras, y era algo que le robaba el sueño y que no se podía quitar de la cabeza. A veces, no se creía que Clint ya no estuviera… No lo concebía. Habían compartido muchas cosas juntos y era injusto que él pagase tan caro su infiltración.
Pero la misión le obligaba a estar en el presente y a continuar. Debía seguir avanzando, o la muerte de Clint no habría servido de nada, por eso continuó junto a Markus.
Sin embargo, después de que todo pasara, sí lloraba a Clint. Y lo lloraba mucho. Sobre todo, cuando estaba a solas. Pero eso era algo que nunca mostraría a los demás.
Mientras Milenka saltaba sobre los sofás con chaise longue que había en el salón y rebotaba sobre los pufs como si fueran muelles, Leslie se dio cuenta de que ante ella, hasta nuevo aviso, tenía una nueva oportunidad de crear algo hermoso.
Algo hermoso con una niña que no era suya, pero a la que querría como si hubiera salido de su propio vientre.
***
Ya hacía tres días que convivían juntas.
Leslie disponía de su casa como a ella le gustaba: Lion Romano había instalado un increíble sistema de seguridad en todo el perímetro de la vivienda, basado en los reconocimientos faciales que utilizaban en los programas del FBI. Por el momento, había integrado en el sistema los rostros de la gente cercana a ellos.
Dentro de un par de días regresarían los padres de él y de Leslie, y lo primero que harían, como si lo viera, sería ir a visitar a su hija mayor. En todo el barrio Francés ya se hablaba de que Leslie Connelly era la nueva propietaria de la espléndida casa de Tchoupitoulas, así que no tardaría nada en enterarse. Darcy, la madre de Leslie y Cleo, era así. Nadie escapaba a sus redes.
Como tampoco había escapado al agente de policía Tim Buron, compañero y amigo de Cleo, el cual, desde siempre, había estado enamorado de Leslie.
El rubísimo Tim, con su simpático rostro y su piel rojiza y quemada por el sol, había pasado todos los días a verla. Leslie le había presentado a Milenka, y él había tardado cero coma dos segundos, como todos, en enamorarse de ella.
—Tim está tan enamorado de ti que es capaz de tatuarse tu cara en la barriga —le dijo Cleo uno de esos días, mientras disfrutaban de la piscina de la nueva casa de su hermana—. Siempre lo ha estado. Antes me preguntaba por ti constantemente. Míralo. —Cleo sorbía su smoothie y se reía de la situación, de ver cómo Milenka peinaba a Tim y le ponía un lacito rosa en la cabeza. La niña tenía sus manguitos puestos y no se los sacaba ni para ir al baño—. Yo creo que se corrió cuando supo que venías a vivir aquí.
—Cleo, a veces tu vocabulario me deja boquiabierta —murmuró su hermana con una medio sonrisa.
—¿No te gusta ni siquiera un poquito? El chico no está mal, ¿no?
—Supongo. Si te gustan medio albinos y con las mejillas perpetuamente sonrosadas…
Tim era un buen hombre. Se conocían desde que eran niños, y era cierto que él siempre había estado enamorado de ella. Pero era incapaz de subirle la libido o de impresionarla lo suficiente como para que ella lo tuviera en cuenta.
Para Leslie, un hombre era alguien con facciones marcadas y exóticas; un hombre duro y competente, que se atreviera a ordenarle algo y que la pusiera en tensión con solo una mirada amatista.
Markus la había echado a perder para todos los hombres. Una vez probado el ruso, solo quería al zar.
—Milenka no le tiene ningún respeto. Lo trata como si fuera una amiga suya —añadió Leslie cobijada por sus gafas de sol y mirando su teléfono móvil una vez sí y otra también. Esperaba ansiosa una llamada. Algo que le indicara que Milenka no se había quedado huérfana.
—Sí, una amiga suya con pelo en el pecho y voz de hombre —añadió Lion mientras acababa de preparar la cámara exterior del jardín—. Una amiga que lo que quiere es llevarse a la cama a su madre adoptiva. Es tan pervertido que hasta parece un hentái japonés.
—No me hables de perversiones —replicó Leslie bajándose las gafas a media altura—. Tengo entendido que te pusieron una peluca roja en el torneo y te azotaron los testículos…
Cleo se echó a reír disimuladamente y Lion cogió la manguera de la piscina y empezó a mojarlas a las dos.
—¡Muerte a las arpías! —gritó mientras las perseguía.
***
Sin mayor esfuerzo, Milenka se había vuelto el centro de atención: era la estrella de la familia Connelly.
Leslie había decidido sortear las preguntas que le hacían los vecinos. A nadie le importaba de dónde había salido aquella cría. Lo importante era que supieran que era suya.
Lion y Cleo le habían comprado todo tipo de chucherías hinchables, y la pequeña estaba en un paraíso del que no tenía ganas de salir.
Habían trasladado a Pato a su nuevo terrario, en la caseta de madera que había a pie del jardín. Milenka lo visitaba y lo cogía siempre que quería. Le acariciaba la cresta rojiza, cosa que al animal le encantaba. Cambiaba de color cada vez que la cría lo acariciaba y le daba besitos.
Leslie se sorprendía de que a una niña tan pequeña no le importara coger un reptil, un camaleón. Pero, al mismo tiempo, no le extrañaba nada. Era la hija del mayor camaleón que había conocido jamás y del que todavía no se sabía nada.
La cuestión era que a la pequeña le encantaban los animales. Por eso decidió adoptar un precioso bulldog francés, de tan solo un mes y medio de edad. La perrera de Nueva Orleans lo había recogido hacía un par de días, y en cuanto Leslie se enteró, no dudó en ir a por él.
Cleo, Milenka y ella fueron a buscarlo. La pelirroja, en cuanto vio los ojitos de cordero degollado del animal, dijo:
—Tú estás loca, Les. No te dejes engañar por esos ojos… Tienes un camaleón y una niña. Ya es suficiente responsabilidad, ¿no crees? —El perro lloriqueó y se lamió la patita—. Si ese perro te sale como Sansón, el perro follador de la señora Macyntire, habrá superpoblación mundial de perros en Nueva Orleans. Lo perderás de vista día sí y día también. No lo mires, Les. Es el maligno… Lo…, lo hace a propósito —dijo, pero Cleo ya extendía sus brazos para acogerlo.
Leslie se reía ante las ocurrencias de su hermana mientras Milenka preguntaba, agarrada a las manos de su nueva tita y de su nueva mamá, qué era eso de follador.
—Pues mira, cielo…
Cleo estaba dispuesta a inventarse algo, pero Leslie negó con la cabeza y le tapó los oídos a la niña.
—Bórralo de tu mente —le pidió Leslie con cariño.
—¿Hago un reset de mi celebro? —preguntó la niña mirando hacia arriba.
Leslie sonrió y asintió.
La pequeña se apretó el lóbulo de la oreja, tal y como le había enseñado Les, y después dijo:
—Borado. Ya me se ha olvidado el follador.
***
Sin embargo, aunque Leslie quería aparentar normalidad y calma, no podía engañarse a ella misma. Tal vez sí a los demás, pero a ella no.
Cada noche repasaba que las alarmas estuvieran bien conectadas, comprobaba que el monitor del portátil reflejara cada cámara conectada en todos los rincones de la casa, y repasaba que su Beretta, de la que nunca se desprendía y que ocultaba bajo la ropa en su arnés, siempre estuviera preparada por si algo extraño sucedía.
Y a la misma hora, cuando Milenka se quedaba dormida en su cama, después de agarrarse fuertemente a ella, la dejaba a solas con la puerta entornada, y ella bajaba al salón.
Como en ese momento.
Allí veía una y otra vez la grabación obtenida en el Alamuerte, cuando intentó detener a Markus y él se libró de ella disparando directamente a la bombona del gas lacrimógeno. No había entregado ese vídeo al FBI, y no lo había hecho por la información tan personal que contenía.
La cara de rabia de Markus cuando se enfrentaba a Tyoma no tenía precio y no quería que nadie le viera así, tan vulnerable. La ira y el ansia de revancha supuraban por sus poros y alejaba a cualquiera que estuviera a cien metros a la redonda.
Pero a ella no. Ella había permanecido oculta, grabándolos, escuchando cada palabra de Tyoma a su agente. Cada frase sentenciadora y dañina que se tatuaría para siempre en la mente del mohicano.
Después, avanzaba el vídeo y congelaba la imagen en la inmensa pantalla plana que tenía sobre la pared y la observaba durante largos minutos. Markus la apuntaba, medio sonriendo, plenamente confiado en que ella no le dispararía jamás.
Leslie también había sentido que él no apretaría el gatillo contra ella, aunque intentara detenerlo, pero tampoco se imaginó que iba a detonar la bombona de gas. La pilló por sorpresa.
Y, al final, llegaba el momento en el que ella entraba en el camarote principal. Allí, los dos cadáveres, llenos de agujeros de bala, permanecían atados y sentados en las sillas, uno al lado del otro.
La imagen temblaba, pues en aquel momento ella tenía el pulso inestable y se sentía mareada por la explosión y el impacto contra la pared.
La cámara había grabado la imagen de la mesa ante la que se habían reunido.
Al parecer, los dos mafiosos habían estado negociando sobre algo mientras sus clientes violaban a las chicas con las que traficaban.
Leslie clavó sus ojos plateados en el cable suelto que salía de la entrada USB que Vladímir Volsov tenía frente a su portátil Sony plateado. El otro extremo del cable no estaba conectado a nada.
Leslie no tenía ninguna duda de que lo que no había allí era precisamente lo que buscaban Spurs y el FBI.
Y era justamente eso lo que Markus se había llevado. Una prueba concluyente en una escena del crimen. Algo que contenía datos e informaciones confidenciales.
Un disco duro.
Cuando acabó la grabación, Leslie presionó el botón de pausa del mando a distancia y se quedó con la imagen de la ventana rota y las vistas del Támesis. Sus dedos repiqueteaban en la superficie de plástico y su mente hacía todo tipo de cábalas.
Se levantó del sofá, dobló la mantita de verano que le había cubierto las piernas y apagó la televisión.
Cuando se dio la vuelta para subir las escaleras, captó un movimiento por el rabillo del ojo. Un movimiento torpe, sin ningún tipo de gracia ni sigilo. El típico ademán de alguien que no podía con el peso de su cuerpo.
Leslie extrajo su Beretta de su arnés y apuntó directamente al sujeto que había sorteado el sistema de reconocimiento facial.
Era un hombre alto y grande. Su camiseta blanca estaba teñida de sangre, sus musculosos brazos rodeaban su estómago como si estuviera sufriendo un terrible dolor. Temblaba y su cuerpo se sacudía con espasmos.
El individuo apoyó un brazo en la entrada del jardín que daba paso al salón. Su mano se pegó en el cristal y dejó una rastro de sangre.
—Vedma… —dijo.
Leslie reconoció la voz en cuanto pronunció su nombre.
Markus.
***
Guardó su arma en la cartuchera y corrió a socorrerlo.
Había regresado; no había muerto. Sintió un alivio enorme. Ya había tenido suficiente con perder a Clint, no quería el mismo destino para el mohicano.
Pero, por sus ojeras y la cantidad de heridas que se prodigaban a lo largo de su piel, dedujo que, si no lo socorrían, moriría pronto.
—Por Dios… —Leslie se colocó un brazo de aquel gigante alrededor de sus espaldas, y con la otra mano rodeó su cintura y le ayudó a entrar en la casa.
—Ayúdame —pidió con tono suplicante—. No me dejes.
Ella lo miró a los ojos y negó con la cabeza.
—Estás ardiendo, Markus. Tienes muchísima fiebre.
—No me dejes morir —repetía él casi ido.
—Chis… —Leslie tocó sus mejillas y su frente—. Te pondrás bien… No te voy a dejar. ¿Qué demonios has estado haciendo? ¡Todo el mundo te está buscando!
Markus tenía heridas por todas partes, como si, milagrosamente, hubiera sobrevivido a una explosión.
Inmediatamente pensó en el atentado del que le había hablado Spurs.
¿Y si el ruso era el que había provocado todo aquello?
¿Y si tenía que ver con las detonaciones y con la muerte de algunos de sus compañeros y el ingreso en el hospital de Montgomery?
¿Tendría razón Spurs?
De repente, él le rodeó el pelo de la nuca, tiró de ella suavemente y pegó sus labios calientes y resecos a su sien.
—Pover’te mne. —Confía en mí—. Pozhaluysta. —Por favor—. Solo te tengo a ti.
Al escuchar aquello, Leslie ya no tuvo nada más en lo que pensar. Ni tampoco nada más en lo que creer.
Estaba claro: creía en él.
Y no había más de lo que hablar.
***
Lo tumbó en la cama de invitados. Retiró las colchas y dejó solo el cubrecama inferior, de un tono más oscuro. Lo desnudó como pudo.
Markus pesaba mucho si estaba consciente; pero es que inconsciente pesaba el doble.
Su ropa estaba rasgada y rota, con girones por doquier. Su cuerpo, tan lleno de tatuajes, no solo estaba marcado por la tinta, sino también por su propia sangre.
Leslie hizo un inventario de su estado: se le había abierto la herida que ella le había cosido en Londres. Tenía un balazo limpio en su antebrazo, y otro en la parte frontal de su cuádriceps. La bala de este último seguía alojada en su interior. Sendas heridas estaban inflamadas, enrojecidas y con clarísimos signos de infección. La fiebre de Markus no hacía más que subir y Leslie se puso manos a la obra.
Buscó su botiquín profesional de medicinas.
Le inyectó un calmante. Además, le dio unos potentes analgésicos para combatir la fiebre.
Llenó dos palanganas de agua y sacó tres paños limpios del cajón de los trapos. Encendió las dos lámparas de noche y lo iluminó. Tenía que verlo muy bien.
Lo limpió con mimo y presteza. Extrajo de su piel desde grava a cristales superficiales. Codos, barbilla, manos y muslos se habían llevado la peor parte.
Parecía como si lo hubieran arrastrado por la carretera, o como si hubiera tenido un accidente de tráfico.
Mientras le curaba, el sonido del cristal y la piedra cayendo en la palangana se volvió algo hipnótico.
Desinfectó sus heridas y cosió sus balazos y sus cortes más profundos. Una de esas incisiones cruzaban su mandíbula; la otra dibujaba una línea sobre su ceja, que había cerrado y punteado con hilo transparente y cicatrizante.
Leslie siempre había sabido que, si no se hacía policía, sería una excelente cirujana. Sus dedos nunca temblaban ni titubeaban: cosía sin fisuras. Además, tenía vocación: le encantaba arreglar los desperfectos.
Después de asegurarse de que no quedaba ni una herida sin atender en el cuerpo de aquel gigante, decidió cubrir todas aquellas que habían requerido de puntos con vaselina para que no se secaran. Y después las tapó con una gasa a medida.
Cuando acabó, Markus parecía una momia. Brazos, hombros, piernas y barbilla tenían parches blancos. Y el resto del cuerpo estaba moteado del rojo del Betadine.
Leslie rotó los hombros para relajar su espalda y se crujió el cuello de un lado al otro. Clavó los ojos en Markus y su corazón se aceleró, ansioso y estresado.
—¿A qué has venido, ruso? —susurró acariciándole el pelo.
Él inclinó el rostro buscando su mano, su contacto, y después balbució algo y empezó a removerse. Su cuerpo se tensó, a pesar del dolor, y sus pesadillas regresaron.
Aquella piel morena se perló de sudor frío. El estrés y la ansiedad lo dominaban.
Leslie solo podía atenderlo y secarlo con un paño fresco.
Fuera como fuera, lo peor de la recuperación llegaría ahora.
La fiebre le afectaría; sus fantasmas particulares le acecharían hasta que se recuperase.
Y Leslie no tenía ninguna duda de que lo conseguiría.
El Demonio era inmortal.