Capítulo 11

Leslie había leído mucho sobre el tema mientras se instruía como ama. Sabía, después de hablar con especialistas sobre las fantasías de las mujeres, que uno de los fetiches a los que más recurrían mientras se masturbaban era a la violación. Les encantaba visualizar mentalmente como tres o cuatro hombres las reducían y las obligaban a aceptarlos en su cuerpo, manipulándolas de todas las maneras. Se imaginaban que se corrían dentro y que las llenaban por todas partes. Colmadas, sometidas y reducidas. Y entonces, ¡zas!, se corrían.

Al principio, Leslie no lo podía comprender. Pero, después, cuando las psicólogas le daban una razón para pensar en ello, lo entendió.

Las fantasías solo eran fantasías. Era el modo en que la mente jugaba para encender el cuerpo. Imaginarlo, por supuesto, no quería decir que fueras una pervertida y que desearas que te violaran. Y si alguien afirmaba eso era porque ignoraba por completo cómo funcionaba su mente.

Leslie siempre lo defendía así: «Odias a tu jefe y te imaginas apalizándolo y torturándolo. ¿Eso te convierte en un violento o en un asesino? No. Porque, al final, no vas a hacer nada de eso». Con las fantasías sucedía lo mismo.

El fetiche de la violación era solo un juego de la mente que te excitaba porque sabías que era algo prohibido, algo que en la realidad no querrías experimentar.

Sin embargo, el BDSM rebasaba los límites y los juegos sexuales que implicaban sus prácticas. En el BDSM, podías simular una violación, porque la consentías.

Como en ese preciso momento.

Leslie estaba metida en una sala en la que los tres amos iban a informarla sobre lo que le iban a hacer; pero, en vez de eso, fue el hombre tras el cristal el que habló con un deje un tanto extraño que no les pasó desapercibido ni a Leslie ni a Markus:

—Puedes chillar, puedes patalear, puedes quejarte, puedes intentar luchar contra ellos… Pero el objetivo de este juego es que todos te follen y que yo lo vea. Y, por mucho que te resistas, acabarán con sus pollas dentro de ti.

—Markus —le dijo Nick a través del comunicador—, acércate más.

A Markus no le gustaron nada los comentarios de aquel cliente. Se acercó al cristal, obedeciendo las órdenes de Nick, y miró de frente al hombre encapuchado, que, sentado en una especie de trona, observaba el espectáculo.

Dos hombres más, cuyos rostros estaban igualmente cubiertos, le custodiaban, uno a cada lado, cruzados de brazos y abiertos de piernas, como si fueran guardaespaldas.

—¿Me has oído, sumisa? —repitió el hombre.

—Sí, señor —contestó Leslie, metida en su papel. El mohicano sonrió al cliente, cuando en realidad lo que quería era traspasar los cristales y arrancarle los dientes uno a uno.

—Yo estoy al mando, señor —advirtió Markus, mirándolo a través del cristal.

El cliente sonrió como si le importara un bledo, y continuó hablando directamente a Leslie.

—En cuanto te pongas bajo el foco central de esta sala, los cuatro hombres irán a por ti. Te arrancarán la falda y el corsé, y destrozarán tus braguitas. Solo te dejarán el precioso gag que llevas y las botas… ¿Te gusta la idea?

Leslie entrecerró los ojos con disimulo. El tono de voz era especial, pero definitivamente no era extranjero. Nick les aseguraba a través del comunicador que había una coincidencia en sus facciones con alguien a quien su programa identificaba. Pero ella dudaba de que ese fuera Yuri.

—Markus, detrás del hombre de la trona —informó Nick—, al fondo de la sala en la que están, hay dos hombres más sentados contra la pared. Puede que tú no los veas, pero yo sí.

Markus oteó la sala una última vez y dirigió el gag que tenía en el cuello hacia el objetivo que indicaba el agente.

Él apenas veía nada. La sala estaba muy oscura, pero, al parecer, el programa de identificación de Nick y la cámara que había en el gag tenían una especie de visión nocturna que detectaba todo tipo de cuerpos en ambientes poco iluminados.

—Cuando estés desnuda, sumisa, me obedecerás —decía el cliente, presuntuoso.

—No dejes de mirarlo —le ordenaba Nick a Markus.

—Sí, señor —contestó Leslie sin moverse del sitio, mirando hacia delante. Ese hombre era un amo en toda regla, no solo un cliente curioso.

—Perfecto. —Curvó los labios hacia arriba, aceptó la copa de champán que le ofrecía su propio asistente y dijo—: A por ella.

La paciencia de Markus, tan volátil, desapareció por completo cuando vio que los tres amos se lanzaron a por Leslie. En décimas de segundo, después de tirones y saqueos a los que Leslie no se opuso, su superagente estaba en medio de la sala, solo cubierta por el antifaz y las botas de tacón y piel negra que le cubrían hasta medio muslo.

Desnuda por completo, ante tres hombres que no conocía de nada y una sala llena de voyeurs ricos que disfrutarían con lo que le hicieran, no bajaba la mirada, fija en él: en Markus. Solo él podría guiarla y protegerla.

—Quiero que le pongas el culo al rojo vivo, amo —ordenó el cliente—. Y después quiero que te la folles por detrás.

***

—Inmovilizadla —ordenó Markus. Mientras los tres amos la cogían de los brazos y de las piernas, y la arrodillaban a cuatro patas en el suelo, el mohicano se giró hacia el jefe—. ¿Hacia dónde quiere su trasero? —le preguntó al cliente, completamente metido en su papel.

—Joder, Markus —gruñó Nick, enfurruñado—. Si apartas la cámara, el programa deja de seguir con las coincidencias. Tienes que ponerte de cara otra vez.

«Ya lo sé, mierda», replicó él mentalmente mientras cogía una fusta del panel anclado en la pared y que estaba lleno de juguetes.

—Quiero su culo hacia mí. No, eso no. —Negó el cliente mirando la fusta—. Con la pala.

Leslie se quedó a cuatro patas en el suelo, con el trasero alzado hacia Markus. La pala dolía horrores y picaba más todavía que la fusta.

Parecía increíble que se encontrara en esa situación con Markus. Tres hombres, desnudos y empalmados, la reducían y él la fustigaba con la pala. Ni siquiera sabía cómo tenía que sentirse. Tenía la adrenalina por las nubes.

—¿Cuántos, señor? —preguntó Markus al cliente, con la pala negra y roja en la mano.

—Diez.

—¿No prefiere que la sumisa lo mire, señor? Así verá sus expresiones mientras absorbe los golpes.

—Buena idea, ruso —lo aplaudió Nick.

—Sí. Buena idea. Quiero que ella me mire mientras recibe su castigo —afirmó el tipo.

Markus tragó saliva y miró a Leslie de reojo.

¿Qué consecuencias traería aquello entre ellos? No quería hacerle daño; a ella nunca.

—Joder, tíos… —Nick continuaba su perorata por el intercomunicador, lamentando esa situación—. Leslie, preciosa, tienes que aguantarlo. Cogeré tu cámara como objetivo, ¿de acuerdo? Intenta no bajar la cabeza. Respira bien.

«Como si fuera tan fácil», pensó ella.

—Cuenta —ordenó Markus mientras le acariciaba el trasero desnudo con la palma de la mano.

—Sí, señor —contestó Leslie.

Markus sabía que el que estaba tras el mostrador era un dominante en toda regla. Uno de esos a los que le gustaba controlar hasta el último detalle. Y era tan macho, tan dómine, que lo que buscaba era un conflicto de intereses entre ellos. Buscaba que el amo de Leslie, que se suponía que era él, se portara mal con ella.

¡Plas!

—¡Uno! —gritó Leslie sin parpadear. Madre del amor hermoso, cómo escocía.

¡Plas!

—¡Dos!

¡Plas!

—¡Tres! —Buf. Picaba mucho.

—No le está doliendo —soltó el cliente, incorporándose hacia delante, sobre sus rodillas—. Dale más fuerte.

—Leslie… —murmuró Nick, preocupado—. Aguanta, campeona. No bajes la cabeza.

Los tres amos miraron a Markus con asombro. Sí que le estaba doliendo, sus nalgas enrojecían con rapidez y su piel ardía.

Aun así, incluso sabiendo que le estaba haciendo daño y que era un castigo doloroso y excesivo, sus erecciones no disminuían.

—¿Señor? —repitió Markus para ganar tiempo.

—Que le des más fuerte, dómine —contestó el cliente, exasperado.

—Hijo de puta —le insultó Nick por el comunicador—. Queda el cuarenta por ciento. Solo un poco más.

Markus agarró la pala con fuerza para evitar no lanzarla contra el cristal. Ya no importaba si estaba Yuri ahí o no. Ahora solo quería ejecutar a aquel cliente medio sádico e inexperto. Pero no lo haría porque viendo el excelente trabajo que hacía Leslie para no bajar la mirada no podía echar su labor y su sacrificio a perder.

—Sujetadla bien. ¿Estás preparada, preciosa? —preguntó Markus acariciando el trasero de Leslie con disimulo e inclinándose sobre su oído. Necesitaba tranquilizarla. Se sentía asqueado con él mismo por hacerle eso.

Entonces le dio un beso tierno y protector en la mejilla y otro en la nariz, y Leslie perdió el oremus.

—Yo cuidaré de ti después —le aseguró el amo Markus con un suave susurro: el amo del calabozo.

Leslie asintió, deseosa de ese «después», y levantó la cabeza sin perder de vista al cliente. La cámara tenía que enfocar a los que había detrás.

¡Plas!

El dolor fue tan espantoso que se clavó las uñas en las palmas de las manos. Gimió intentando no chillar, mientras los demás amos le acariciaban la cabeza y la espoleaban diciéndole lo maravillosa y hermosa que era.

¡Plas!

Un sollozo salió de sus labios y sus ojos se llenaron de lágrimas. Por el amor de Dios, le iban a salir verdugones si le daba otra vez.

¡Plas! ¡Plas!

—El diez por ciento, Leslie. Y lo habrás conseguido —le recordó Nick con dulzura—. Ya casi lo tengo.

Leslie temblaba. Sus extremidades se sacudían y tenía ganas de hacer pipí. Los amos la sujetaron con más fuerza para que no se soltara.

Pero no la conocían. No se soltaría. Por sus narices que soportaría aquello por tal de identificar al tipo que buscaban.

—Cuando estés tan roja que nada te pueda rozar, tu querido amo te va a meter eso que tanto te gusta por el culito. No necesitarás preparación.

Ese tipo estaba loco y era un maldito fantasma.

Ella sonrió como si estuviera ante un ser irresponsable y negligente. Y aquello no le gustó al señor.

—No me mires —le ordenó el cliente.

¡Plas!

Leslie no bajó la cabeza. Parpadeó solo para que las lágrimas cayeran a través de la máscara. «Cómo me duele, Markus».

Él se detuvo bruscamente al ver que ella lloraba de dolor.

—Casi está, Les —la animó Nick—. No dejes de mirarle.

—Te he dicho que no me mires —repitió el enmascarado—. ¡Y tú no te detengas! ¡Dale más fuerte, joder!

¡Plas!

Leslie gritó de dolor y de rabia, y en medio del grito soltó un alarido lleno de lágrimas. Pero no bajó la cabeza.

—¡Que no me mires! —repitió el cliente, histérico. Su pelo repeinado y moreno se despeinó ligeramente al caérsele la capucha y varios mechones rozaron sus pómulos. Parecía un hombre atractivo. Loco y atractivo.

—¡Solo el dos por ciento! —gritó Nick—. Y ya casi está…

El cliente se levantó de la silla y se acercó al cristal como si quisiera atravesarlo.

Pero entonces, Markus tiró la pala al suelo y corrió al otro lado del cristal para medirse con el maldito cliente, como si fueran dos toros.

Ambos se miraban como si quisieran arrancarse las pieles y las cabelleras de un momento a otro.

—No la puedes tocar, capullo. Ella… es… mía. —Las palabras de Markus salían con fórceps a través de sus dientes apretados—. Y tú eres un mierda.

—Quiero que los otros tres se la follen —pidió el cliente, mirando hacia el techo, como si alguien omnisciente, por encima de ellos, pudiera escucharle—. Y quiero que tú te largues —dijo el tipo, como si fuera un crío repelente—. ¡Quiero a este fuera o no pienso pagar!

—¡Hijo de puta! —gritó Nick—. Es él… El tipo que ha detectado el programa facial es Yuri. Y se está largando ahora mismo… Voy a hablar con Cleo y Lion para que estén atentos a todas las salidas. Tienen que detenerle discretamente.

Markus achicó los ojos para ver en el interior de la cabina, pero no veía nada de lo que decía Nick. Ansioso, miró hacia atrás.

Nick decía que Yuri estaba ahí.

Leslie se levantó como pudo, ayudada por los tres amos que miraban con cara de pocos amigos a aquel cliente.

—Va…, vámonos —ordenó ella limpiándose las lágrimas y poniéndose la falda y el corsé—. Tenemos que darnos prisa.

—Yo pago. Yo hago lo que quiero con ella —recalcó el cliente—. Y tú de aquí no te vas, guapa. Me cuestas quinientos mil, ¿sabes?

—Se acabó la función de esta cabina —dijo el ser omnipresente, Sharon, con voz rabiosa.

Entonces, las luces de la sala se apagaron y todo quedó en silencio.

Markus entrelazó los dedos con Leslie y le puso la mano en la mejilla.

—¿Puedes andar, vedma? —preguntó, afligido.

—Sí. Claro que sí.

—Salgamos de aquí. —Él la arrastró y salieron corriendo de la sala.

—No es una puta. ¿Qué se ha creído? —dijo Sharon enfadada con el cliente a través del teléfono—. Le pido que abandone la sala. No queremos a gente de su calaña aquí.

—¿Rechaza mi dinero?

—¿Que si lo rechazo? —Sharon apretó el teléfono rojo con fuerza; temblaba de la indignación—. Fuera de aquí.

—Pensaba que les gustaba el sexo duro. Son unos farsantes.

—No tienes ni puta idea de lo que es el BDSM, capullo —dijo con desprecio—. Largo… ¿o hace falta que envíe a los miembros de seguridad?

El cliente se quedó en silencio y después pronunció unas palabras en ruso que Sharon no entendió. Sabía que la gente que pagaba tales cantidades eran extranjeros la gran mayoría, pero el ofrecer cuantiosas sumas de dinero no los convertía en Dios. No se podía hacer lo que a uno le diera la gana solo por tener el control.

—Su madre, por si acaso —dijo la Reina de las Arañas—. Quiero la sala vacía dentro de cinco minutos.

—Adiós, mala puta —contestó el hombre.

Sharon colgó el teléfono deseando clavarle uno de sus tacones entre ceja y ceja. Qué personaje más odioso, qué mente más retorcida y violenta… El mundo estaba lleno de personas así; individuos que, por estar en una posición más ventajosa que otros, intentaban salirse siempre con la suya y rebasaban los límites del bien y del mal.

Estaba harta de ellos.

Se apoyó en la pared del salón principal, al lado del teléfono que conectaba todas las cabinas. En el salón principal todo el mundo jugaba de un modo más popular y light. En lo alto de la sala, colgado del techo, un cartel luminoso parpadeaba en rojo, informando de la suma ingresada hasta entonces. Los quinientos mil acaban de caer en picado, y la recolecta era de ochenta mil dólares.

Se habían quedado sin el bote de oro que daba el magnate ruso, y ochenta mil no serían suficiente para la casa de acogida infantil.

Esperaba que la hermana de Cleo se encontrase bien y que, fuera lo que fuera lo que estaban buscando ahí, lo encontraran y se largasen. No quería que la relacionaran de nuevo con el mundo turbio de la violencia y del sadismo. No quería más polis alrededor ni más casos turbulentos.

Ella no practicaba eso, y no quería que pervertidos y enfermos mentales mancharan el mundo que controlaba. Un mundo que la había cuidado y aceptado cuando los muros de su anterior vida se derrumbaron para enterrarla. Cuando todo aquello que quería y amaba le dio la espalda.

Sharon salió y revivió toda la pesadilla como un fénix sin alma. Peleó por obtener las riendas de su nueva vida y se prometió que su dolor quedaría, para siempre, sepultado bajo sus cenizas.

Beep, beep, beep.

El teléfono de la cabina tres volvió a sonar. Hastiada se dio la vuelta y lo cogió sin ganas.

—¡¿Todavía siguen ahí?! ¡Les he dicho que se vayan!

La línea se quedó en silencio. Sharon acercó el oído y esperó a que el ruso hablara, pero, en vez de eso, otra voz acaramelada y con un deje ligeramente aristocrático dijo:

—Seiscientos mil por ponerme en manos de la Reina de las Arañas.

Nick seguía el rastro de Leslie y de Markus, y observaba todo lo que ellos veían a su paso. Las cámaras trabajaban a la perfección y habían detectado una coincidencia total con Yuri Vasíliev.

En la cabina número tres, en la misma cabina en la que un rico con aires de amo gilipollas había mandado azotar cruelmente a su amiga, Yuri Vasíliev miraba gustoso los palazos que Markus le propinaba en el trasero a la agente.

Y ella, con un par, como siempre había tenido, no había bajado la mirada, sabedora de que su postura podía agradar a quien fuera que se encontrara tras los cristales de la sala privada.

No le extrañaba nada que Leslie fuera tan respetada dentro del cuerpo; todos estaban convencidos de que, de un momento a otro, podría echar incluso al mismísimo Spurs de su cómoda silla de oficina. Había mujeres como ella destinadas al éxito. Y Nick se alegraba por ella.

El tesón de Sophia también la había llevado a conseguir un auténtico imperio, y nadie se lo podría echar en cara, ya que, viniendo de familia rica como venía, no había aceptado ni uno de los dólares que sus padres le ofrecían para levantar su propio negocio.

Sophia también era perseverante. Y también se merecía la gloria.

Nick se obligó a dejar de pensar en ella y tomó una imagen satélite de la calle Bourbon. Una vez localizado el sujeto, el programa lo detectaría de inmediato. Leslie y Markus salían del club y enfocaban directamente al coche de Lion y Cleo, que les hacían luces para que vieran que estaban ahí.

Leslie corrió hacia ellos, mientras los miembros de una banda de jazz que tocaba en la calle la piropeaban y aplaudían.

—Hemos esperado a que salieran por aquí —le informó Cleo, vestida de paisana y apretándose el pinganillo de la oreja—, pero no han aparecido.

Markus oteaba de punta a punta la calle Bourbon buscando sin saber a quién, porque el programa detectaba al sujeto, pero él no lo había visto y no sabría localizarlo.

—Markus, lleva una capucha de piel negra, con tiras en el cráneo, como si fuera un gallo. No va disfrazado de dómine. Vestía normal —explicó Nick.

—¿Viste normal? —preguntó Markus—. Esta calle está abarrotada. Llena de gente que viste normal.

—He encontrado un plano original del Temptations. Tiene dos salidas. Si no ha salido por la puerta principal, tal vez lo haya hecho por la trasera. La trasera da a la calle Dauphine.

Nick pudo escuchar como Markus renegaba.

Era normal que se sintieran frustrados. Él también se sentía así. Yuri se había ido de la cabina, pero eso no aseguraba que hubiese salido afuera. Tal vez todavía estuviera en el interior del Temptations.

—Chicos, volved adentro —ordenó Nick—. Puede que Yuri se haya metido en otra cabina.

—Sharon los ha echado del local. —El mohicano dio una vuelta sobre sí mismo, esperando hacer un barrido y encontrar a su objetivo—. No creo que la hayan burlado así como así.

—De todas maneras, ruso, entrad ahí y registrar las salas.

—Si lo hacemos, sabrán que los estamos buscando. Y si eso pasa, tal vez Yuri cambie los planes con el Mago —dijo Leslie, en el campo visual de Markus. Nick podía ver cómo hablaba, mientras se recolocaba la máscara. La joven tenía todavía gestos de dolor—. El objetivo de venir aquí es cazarlo por sorpresa, no armar jaleo. Aun así, volveremos a entrar disimuladamente y a registrar cada metro cuadrado del club.

A través del monitor, Nick vio cómo los dos agentes se miraban el uno al otro, decididos a repetir la hazaña.

—Daos prisa. Si ha salido por el otro lado, habremos perdido… ¿Qué coño…?

Nick se dio la vuelta bruscamente al escuchar las alarmas del jardín. Acababan de entrar en su casa. Eran personas que no estaban registradas en el sistema de seguridad.

—Hay alguien en la casa —informó Nick.

—¿Alguien? —Markus cogió el gag de Leslie y lo acercó a su rostro, descompuesto por el dolor—. ¿Cómo que alguien? ¿Nick? ¡¿Nick?!

Summers se llevó la mano a la pistola que escondía en el cinturón del pantalón y se levantó de la silla sin hacer mucho ruido.

La casa estaba a oscuras, solo iluminada levemente por el resplandor de los monitores. Con un poco de suerte creerían que no había nadie. Tal vez podría sorprenderlos.

Las luces del jardín iluminaban el exterior; afuera no se movía ni un alma.

Pero Rambo, que dormía en la habitación con Milenka, empezó a ladrar.

Corriendo, nervioso por la seguridad de la niña, Nick subió a la planta de arriba para proteger a la pequeña.

El perro olía las malas energías y los problemas mucho que mejor que un insensible sistema de seguridad.

***

Seiscientos mil dólares era algo que no podía rechazar. La casa de acogida bien lo merecía.

Acababa de decir que no a quinientos mil dólares menos porque venían de un loco pervertido que se pensaba que se podía pagar el sexo violento y salir indemne.

Pero el nuevo cliente de aquella sala decía que le pagaría seiscientos mil dólares por estar a solas con él y ponerse en sus manos.

Hacía tiempo que Sharon no se dejaba tocar por nadie. Hacía mucho tiempo que no daba las riendas, pues era la intocable. La Reina: ella dominaba a todos, nadie la dominaba a ella.

Pero allí, de pie, frente a la puerta de entrada de la cabina, pensó que por un buen motivo como la seguridad de los niños que se habían quedado sin hogar sí que dejaría que, por una vez, jugaran con ella.

Nadie lo vería. Nadie lo sabría. Solo ella y el misterioso cliente.

Lo haría por el dinero, porque había dejado de ganar quinientos mil de golpe, y ahora tenía la oportunidad de ingresar cien mil más.

Con ochenta mil recaudados no hacían mucho. Con casi setecientos mil, lograrían más de lo que podían haber imaginado. Y era su maldito proyecto. Y quería que saliese bien.

Tomó aire por la nariz y abrió la puerta de la sala. La luz tenue iluminaba sutilmente el trono en el que el individuo debería estar sentado de espaldas a Sharon.

Pero ahí no había nadie.

Una voz metálica, distorsionada y firme, habló tras ella:

—No te muevas.

Sharon se quedó muy quieta, bajo uno de los focos que delineaban cada una de sus espectaculares curvas. Resistió las ganas de darse la vuelta.

—¿No le puedo ver? —preguntó ella con curiosidad.

—El ingreso ya está hecho en la cuenta que han facilitado —dijo solemnemente—. Seiscientos mil me permite el privilegio de darle órdenes, ¿verdad, Reina?

Sharon entrecerró los ojos y sonrió.

—Déjeme antes comprobar que la cuenta ha subido —dijo cogiendo su teléfono y conectándose directamente al banco. Cuando vio que el dinero estaba ahí, ipso facto, se relajó, decidida a entregarse a ese hombre.

—¿Todo en orden?

—Perfecto.

—Te quiero hacer de todo. ¿Puedo?

—Lo que usted quiera, pero no sobrepase los límites. Esto es una excepción. El dinero hace que me salte algunos de mis principios.

—Me siento agradecido. No te haré daño —aseguró—. Solo quiero estar contigo, con la famosa Reina de las Arañas, la dama oscura del BDSM.

¿Dama oscura? Sharon fue a mirar por encima del hombro, pues esas palabras solo se las había dicho otra persona, y sintió pavor al pensar que podía ser él.

—Chis… —Unas manos fuertes y amables le cubrieron los ojos con una cinta de tela negra—. No te pongas nerviosa. Te voy a tapar los ojos —susurró sobre la comisura de sus labios—. Es mejor así, no quiero que me veas.

—¿Te conozco? —El aliento le olía a brandy y a algo más lascivo y pecaminoso.

Sharon no reconocía la voz. Usaba un modulador o algo extraño que hacía que su tono y su vibración no fueran naturales.

El hombre le acarició la nuca y las mejillas con los dedos. Después la cogió por la garganta suavemente, como si midiera su anchura; a continuación, pegó sus labios a su mejilla y olió su piel.

—La líder, la jefa, la inalcanzable y bella reina…

Sharon tragó saliva y sus ojos se empañaron de lágrimas tras la tela. Su pecho se encogió y el miedo la recorrió centímetro a centímetro, poniéndole el vello de punta.

El tacto de aquellas manos la pusieron en guardia. Solo una persona había conseguido eso. Una persona por la que ella no se dejaría tocar nunca más. ¿Sería casualidad?

Y, si era así, ¿fingiría no darse cuenta?

De todos modos, era imposible. Era imposible que él hiciera eso porque ya había dejado claro por activa y por pasiva que no la volvería a tocar ni con un palo. Además, era improbable que tuviera tanto dinero.

El hombre entrelazó los dedos con los de ella y la guio por la sala hasta llegar a la trona.

Sharon oyó que él se sentaba y percibió que tiraba de ella para colocarla entre sus piernas, de pie.

Sentía la garganta seca. Sus latidos se aceleraron cuando el misterioso enmascarado le bajó el pantalón con impaciencia, como si tuviera prisa por verla y por apreciar el cuerpo de la dómina más respetada y popular del mundillo. Su tacto reverente e incrédulo le daba a entender que no se creía que ella estuviera ahí y que valoraba con fascinación tenerla solo para él.

A Sharon le encantaba el sexo, y su modo de practicarlo era arte. Si ese hombre quería jugar con ella por seiscientos mil, lo haría con gusto y lo disfrutaría. Lo haría porque había motivos de peso para ello. Y porque nada la rebajaba ni la humillaba.

Ya nada lo hacía.

Sharon estaba de vuelta de todo y de todos, y se había jurado que nunca jamás volvería a ceder a nadie el poder de destruirla.

Pero entonces ese hombre hizo algo. Coló su lengua en su ombligo y le besó el vientre. Sharon, sorprendida, se estremeció y una bola de congoja se instaló en su pecho, angustiándola, agobiándola, asfixiándola.

¿Quién era? ¿Era él?

—Un momento…

—Chis —dijo él lamiéndole el hueso de la cadera—. Eres lo más precioso que he visto en toda mi vida. Lo más maligno, oscuro y precioso. Y me vuelves loco.

El cuerpo de Sharon se tensó.

—Quiero hacértelo. Hacértelo de verdad. Y quiero que estés de cara a mí mientras te poseo.

«Nadie puede poseerme», pensó ella, que, aun así, sonrió coqueta y dejó que él creyera lo que quisiera.

—De ahora en adelante, no quiero que hables. Cierra la boca —ordenó con severidad.

Se le puso la piel de gallina. Hacía tiempo que nadie le daba órdenes. Meses que no se excitaba con la gallardía y la severidad de un macho dominante como aquel. Sí, lo disfrutaría y, por una vez, fingiría ser una sumisa que en el fondo ya no era. Hubo un tiempo en que lo fue. Pero ese tiempo se desvaneció con la traición y el desengaño.

—Ven aquí —gruñó él, que le bajó el corsé hasta que expuso sus pechos.

Sharon sintió el aire frío y después la lengua caliente en sus pezones. Sus dientes la mordieron y la succionaban al mismo tiempo, mientras le amasaba las nalgas y la apretaba contra él.

Nada le gustaba más que le comieran las tetas así.

De ese modo famélico y agresivo, rayando el dolor, pero sin sobrepasarlo.

Dios… Se estaba poniendo cachonda.

Y él lo sabía, por eso le dio la vuelta e hizo que se sentara sobre él, de piernas abiertas, apoyando los talones en los brazos de la trona, exponiéndose de cabo a rabo.

El hombre hizo que juntara su espalda a su torso y llevó sus dedos curiosos y expertos a su vagina.

—Estás húmeda, Reina. ¿Quieres que te diga lo que te voy a hacer?

Sharon negó con la cabeza y gimió cuando el extraño desplazó la humedad de su entrepierna hasta el orificio fruncido de su ano.

No quería anticiparse a nada. Quería dejarse llevar unos minutos y que el desconocido la sorprendiera.

—Sé cuánto te gusta someter a los demás. Cómo estimulas sus traseros y cómo de profundo te introduces en ellas y en ellos. Todos te piden más. Eres cruel y dulce; sabes mantener el tempo y haces que tus sumisos y sumisas se vuelvan ansiosos por ti; los provocas y los pinchas para que deseen tu toque. Una mirada, una caricia, un mordisco o un azote… Provocas adicción en los demás. Pero no solo tú sabes hacerlo —aseguró él—. Yo también puedo volverte loca —le susurró al oído—. No me he olvidado de ti, ¿y tú?

Dejó de tocarla y la cogió por las muñecas. Sharon se aguantaba con los pies bien fijos en la trona. Su trasero reposaba sobre el pubis de su millonario amo, y su espalda descansaba sobre su pecho, tan duro.

Entonces, le ató las manos a la espalda y la redujo.

Ya no podría tocarlo. Ya no podría sujetarse.

Sharon se relamió los labios y las aletas de su nariz se abrieron con nerviosismo. ¿A quién tenía que recordar?

—Puedo hacerte enloquecer, puedo hacer que llores y grites por más. Siempre lo hice, ¿recuerdas? Te llevaré a ese espacio sumiso donde lo único que quieres es que no deje de follarte. Harás lo que yo quiera, como yo quiera. Y cuando creas que no puedes aguantar más, cuando sientas que ardes y que te duele, entonces te demostraré que el dolor puede ser todavía más placentero. No hay nada mejor que guiarte del dolor al placer.

El hombre untó su erección con el propio flujo de Sharon y guio su ancha cabeza hasta la entrada más íntima de la mujer.

Ella negó con la cabeza. Ese hombre no llevaba protección, y ella, si lo hacía, lo hacía siempre con sombrerito.

—Alto ahí, Sharon —la censuró él—. He pagado por ti, ¿verdad? Ahora tienes que aceptarme. No te preocupes, estoy limpio y sano, y ya te he dicho que no te haré daño.

«Pero yo no me estoy tomando la píldora desde hace meses y, además… No quiero follar contigo. Contigo no».

—¿No quieres por delante, Reina? —le preguntó, lamiéndole la garganta.

Ella negó con la cabeza, fríamente. A esas alturas, él ya sabría que lo había reconocido. Y no pensaba demostrar lo mucho que la contrariaba y la hería haberse puesto en manos del único hombre con el que no quería tener nada que ver.

—Es una lástima, dómina Sharon, porque…, contigo, el amo soy yo.

Él la penetró profundamente por la vagina, dilatándola y llegando hasta el límite de su interior, donde no podría avanzar más a no ser que le hiciera daño de verdad.

Ella gimió, se le saltaron las lágrimas y se estremeció de placer.

Porque por mucho que odiara el cuerpo que la sometía, por mucho que la hubiera decepcionado, Prince solo podía darle un gusto tormentoso y un endiablado placer.

El placer que heredan los auténticos príncipes de las tinieblas.