Capítulo 16
Darwini
Noreste de Luisiana
Fue después de una entretenida comida que compartieron todos juntos, y en la que Markus disfrutó como un niño, pues no estaba acostumbrado a esos ambientes tan distendidos, cuando todo su mundo y todas sus decisiones se tambalearon con la fuerza de un terremoto.
Estaba reposando la comida. Los demás descansaban o tomaban café, acomodados en las tumbonas del jardín. Algunos se bañaban en la piscina; otros dormían la siesta.
Pero él se había sentado en los escalones de madera que daban a la entrada del precioso hogar de los Romano.
Tenía la vista fija en los dos todoterrenos negros, pensando un poco en todo (en su vida, en el peligro que los acechaba, en las ganas de solucionar sus cuentas pendientes), cuando, de repente, Rambo, que venía de la parte trasera de la casa, fue hacia él y le lamió las CAT amarillentas.
Él bajó la cabeza y miró al perro. Se dio cuenta de que tenía una tirita de Hello Kitty en la oreja izquierda.
Extrañado se la acarició y cogió al cachorro en brazos.
—Eh, campeón… ¿Ya te has dejado embaucar? No lo hagas. Las mujeres tienen mucho poder —le decía mientras le rascaba la panza, que olía a leche de bebé.
Entonces, levantó la cara y se encontró con Milenka, que lo miraba con una sonrisita encantadora. Llevaba un vestido rosa con flores blancas y unas sandalias del mismo color que el vestido.
—Estaba buscando a Rambo… —dijo la niña dando un paso hacia ellos, para acariciar al perro.
Markus miró a su hija como si tuviera veinte cabezas y carraspeó nervioso e incómodo, porque no sabía cómo estar a solas con ella. Milenka tenía el poder de derrumbarlo y de convertirlo en un hombre inseguro, igual que Leslie.
—¿Qué le ha pasado en la oreja? —preguntó intrigado por el infantil apósito del cachorro.
—Se ha hecho daño —contestó ella, que colocó sus manitas sobre una de las piernas de él—. Como tú. ¿Tú tambén tienes daño?
Markus parpadeó sin saber qué decir, confuso y torpe como un elefante en una cacharrería.
—Eh… ¿Yo?
—Sí. Mira aquí —Milenka señaló un rasguño que tenía en el brazo—, y aquí —otro más pequeñito en la mano—, y aquí tambén —añadió, señalando debajo de la barbilla.
La pequeña repasó una a una todas las heridas de su padre, incluso aquellas de debajo de las vendas que ocultaba con la ropa.
Milenka ya sabía que Markus no era una momia; era solo un hombre herido que necesitaba que lo cuidaran. Y ella, que tenía vocación de enfermera y de salvadora, no iba a pasar por alto la posibilidad de colocar una nueva tirita a un nuevo paciente.
—Mira, tengo titiras.
—¿Eh?
—Titiras. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó unas tiritas rosas de la gata pija.
Markus las miró horrorizado, pero no iba a ser él quien dijera que no a ese bombón de ojos rojizos. La cría parecía tan ilusionada y feliz por estar cerca de él y poder ayudarle que al ruso se le encogió el pecho. La miró como si se tratara de un milagro. De su semilla diabólica, esa que él denostaba, había nacido una niña misericordiosa y altruista. ¿Cómo era posible?
Ella se sentó a su lado, en los escalones.
—Te pongo una aquí. —Milenka habló con voz cantarina y cogió la enorme y tatuada mano de Markus para colocarla sobre sus piernecitas, que medían lo mismo que los gemelos del mohicano.
Tomó su pulgar y ubicó una tirita en un pequeño corte horizontal que tenía en la primera falange, rodeándolo como una alianza.
Markus tragó saliva y se quedó en shock al ver lo suaves que eran las manos de Milenka. Y lo bien que olía, a niño pequeño. A inocencia.
A bondad interminable e incorruptible.
—Tienes dibujos en los dedos —observó la niña—. ¡Y un gato! —Se quedó atónita mirando su gato negro, impresionada por el descubrimiento. No había podido estar demasiado cerca de ese hombre con el pelo raro que tanto la intrigaba, porque era huidizo. Pero, ahora que lo tenía para ella, no quería perderse ni un detalle—. Es el noivo de Kitty.
—¿Quién? ¿Mi gato? No creo.
—¿Por qué no? —replicó ella arrugando la frente.
—Porque Kitty es… bonita y… blanca y limpia. Y tiene la nariz rosa. Este gato —se frotó el tatuaje con el índice de la otra mano— es…, este gato es un ratero y un ladrón.
—Los gatos persiguen a las ratitas malas —contestó la niña, moviendo sus larguísimas pestañas, dándole otro significado al término «ratero»— y son buenos. Y no es un ladrón —le regañó poniéndole una nueva tirita en la barbilla—. Es el noivo de Kitty y la protege de los malos, ¿a que sí? —Cogió su rostro entre las manos y puso su carita a un centímetro de la de Markus. Quería toda su atención.
Él se sintió inundado por la luz de los ojos de Milenka y sintió que se le removía todo por dentro, de esos que hacían que uno entrara en catarsis. Su espíritu se iluminó por la nítida y transparente mirada de la pequeña, y sus manos se levantaron automáticamente para cubrir las de su hija.
—Claro que sí.
No se atrevió a negarlo y a decirle que ese gato era de una calaña que ella no podía comprender. En vez de eso, creyó a su hija a pies juntillas. Tal vez el gato fuera el novio heroico de Kitty. ¿Por qué no? Si lo decía Milenka, él no era nadie para desbaratar sus teorías.
Milenka sonrió y se quedó mirando sus ojos.
Y, de repente, la conexión que sintió con ella cuando la cogió en brazos el día anterior surgió de nuevo con el arrojo y la fuerza de un tornado que pondría su vida y sus credos boca abajo. ¿Cómo iba a luchar contra eso? ¿Cómo podía hacerlo?
—¿Te llamas Markus?
—Sí —dijo él con voz ronca.
—¿Por qué estás triste, Markus?
—No estoy triste —mintió él.
Sí lo estaba. Lo que sentía, esa desazón en el corazón, era tristeza y pena por haberse perdido tanto de esa niña; porque tal vez debería obligarse a perderla de nuevo. Estaba descubriendo que no quería hacerlo, no quería dejarla atrás, y saberlo lo dejó hecho polvo. Todos aquellos vínculos que siempre había rechazado tener, cada uno de ellos, los estaba creando con Leslie y Milenka.
Estaba perdido. ¿Cómo les diría adiós?
—Sí estás triste. Me sé una canción para estar feliz —anunció Milenka, asintiendo con la cabeza, haciendo que su colita de caballo oscilara arriba y abajo, esperando secretamente a que él le preguntara cómo era esa canción.
Markus, hipnotizado y sumido en la belleza de su hija, preguntó:
—¿Qué canción?
—¿Te la canto? —ella abrió los ojos como platos.
—Sí, cántamela —lo dijo casi como una súplica, sujetando las manitas de Milenka contra su cara.
—¡Vale!
Mientras jugueteaba con sus manitas sobre sus piernas y moviendo la cinturita de un lado al otro, la niña empezó a cantar con una voz preciosa.
—Si estás triste y te falta la alegría, deja atrás la melancolía. Ven conmigo —apartó las manos de su cara y movió la derecha como si le animara a acompañarla— y te enseñaré, la canción de la felicidaaaad. Papapapapapompom… Mueve tus alas —movió los brazos como un pollo—, ¡muévelas! —lo animó—. Y tus antenas, ¡muévelas, Markus! —Rio. Se llevó las manos a la cabecita y las movió como si fueran antenas de mariposita—. Dame tus dos patitaaaaaas. —Cogió las manos de su padre y las sacudió como si bailaran juntos—. Ven conmigo y te enseñaré la canción de la felicidaaaaad —repitió con una claridad aplastante.
Markus parpadeó porque los ojos le escocían.
De repente, una canción lo había destrozado. Los cimientos que había construido a su alrededor…, la base inquebrantable sobre la que se sostenía se sacudía y caía como lo haría una débil torre de naipes.
Se veía reflejado en ella. En su mirada, en sus gestos… Tenía el mismo pelo lacio de Dina, pero, por lo demás, los rasgos eran los de él. Idénticos.
Markus se liberó de una de las manos de Milenka para frotarse las lágrimas de los ojos.
La niña sonrió con tristeza, como si pensara que había fracasado. Acercó la carita a la de su padre y preguntó:
—¿Canto mal?
—No, por favor —dijo Markus, conmovido—. Cantas muy bien, preciosa.
—Pero sigues triste… ¿Por qué?
Markus tragó saliva y se encogió de hombros.
—Porque… No lo sé.
Agarró a Milenka en brazos y se la subió sobre sus piernas.
—¿No lo sabes?
—No.
—Yo no sepo muchas cosas.
Markus sonrió y dejó que su hija le limpiara las lágrimas que descendían por sus mejillas.
—Yo tampoco.
—Pero Mamá Leslie me dice que cuando esté triste ella me abrazará fuerte fuerte y todo pasará.
Lo estaba hundiendo. Aquella renacuaja lo estaba hundiendo en la miseria.
—Yo te abrazo si queres. —Volvió a cogerle de la cara—. ¿Queres?
¿Quería? ¿Quería sentir de nuevo el abrazo caluroso y revitalizante de su hija? Sí, joder. Por supuesto que sí.
—Sí quero.
Milenka le rodeó con los brazos, como si fuera el remanso de paz que él buscaba, y le pasó las manos por el pelo.
Y Markus comprendió que sería un estúpido y un gallina, como decía la superagente, si dejaba pasar la oportunidad y no luchaba por el cariño y el amor de esa niña.
Ni padre ni hija sabían que una superagente con instinto maternal, con ansias de amar y ser amada, lloraba a lágrima viva, oculta en la esquina de la casa, escuchando cada palabra cariñosa que intercambiaban padre e hija, deseando, secretamente, formar parte de esa escena algún día.
Pero Markus no quería quedarse. Y, sin él, su sueño de formar una familia de tres no tenía sentido.
***
El atardecer llegó, y con él los preparativos para la cena de esa noche.
Durante la tarde, los cinco agentes estuvieron planeando cómo sería la caza y captura del Mago y de Yuri, sin olvidarse de preparar la vigilancia.
Por la mañana, se suponía que Magnus, el capitán de la policía de Nueva Orleans, llegaría al puerto y se encargaría de controlar los movimientos alrededor del contenedor de ron. Los seguiría y no perdería detalle de su trayecto. Lo que no podían hacer era intervenir la entrega, ya que Yuri debía pensar que todo se hacía correctamente y que sus negocios iban viento en popa. Por la noche, tenía una cita con el Mago en el parque de atracciones abandonado. Hasta entonces, los agentes debían andar con pies de plomo en todo lo relacionado con ellos.
Si Yuri se olía que algo no iba bien, directamente detendría la reunión con el contrabandista de armas y les fastidiaría el caso y la misión.
Amos y Mazmorras se cerraría de manera redonda si conseguían al Señor de las Armas y al último escollo de los mafiosos de la familia Lébedev y de la bratva del Drakon que quedaba por eliminar. Para ello tenían que hacer las cosas muy bien.
En el jardín, bajo el porche central de maderita blanca y orquídeas que se enrollaban entre sus aberturas, los Romano y los Connelly habían preparado una cena típica criolla: brochetas de ostras, remoulade de gambas, pimientos rellenos, ensalada de patata, pollo asado criollo, pompano en papillote…, todo ello acompañado con maque choux y arroz sucio.
Durante aquella copiosa comida, mientras bebían animados y escuchaban las curiosas anécdotas de Michael Romano y de su mujer, Anna, Markus tuvo la sensación de pertenecer a algo. Tal vez no eran su familia, pero allí, flanqueado por Nick, Lion y Cleo, y arropado constantemente por una atenta y preciosísima Leslie, que fingía que no le estaba vigilando, pudo experimentar una extraña complicidad con todos.
Darcy bromeaba con él y con su pelo, incluso Charles le seguía las bromas. Milenka estaba sentada sobre las piernas de Leslie. De vez en cuando le sonreía con cariño y compasión, y a Markus cada gesto le llegaba al alma.
Lion le contaba cómo funcionaba el cultivo de algodón, qué máquinas utilizaban para limpiarlo y cómo funcionaba el mantenimiento de los campos. Y descubrió, asombrado, que aquello le encantaba.
Le gustaba poder sacar algo hermoso y productivo de la tierra. Soñador, pensó que aquel sería un bonito remedio para echar raíces: apropiarse de una diminuta parcela de mundo y plantar semillas.
Nick le había instalado en el móvil un programa que lo conectaba directamente con todas las cámaras de vigilancia que rodeaban la casa de campo en la que se encontraban. Si alguien entraba, las alarmas se dispararían.
Y es que, aunque estaban cenando en familia y el ambiente era acogedor, Markus no se podía relajar, pues debía proteger a esa gente. Si los hombres de Yuri llegaban, y él no dudaba de que llegarían, al menos Charles, Darcy, Michael y Anna tendrían una posibilidad de salvarse, porque ellos los cubrirían. De lo contrario, no habría posibilidad alguna.
De repente, mientras bebían Hurricane, las voces tintadas de soul de los trabajadores de los campos resonaron y volaron a través de la casa, hasta llegar al jardín donde estaban reunidos.
—¿Quiénes cantan? —preguntó Markus.
—Son nuestros trabajadores. Tienen una casita aparte. Cuando acaba la jornada, se reúnen en sus patios y cantan el Cotton Fields.
—¿El Cotton Fields?
Anna, la madre de Lion, lo miró como si fuera un bicho raro y después sonrió amigablemente.
—Es la canción de los campos de algodón, cielo. ¿No te la sabes?
—No.
—Pues debes aprenderte la letra o nunca podrás ser sureño —lo animó—. When I was a little bitty baby…
Darcy se unió a su consuegra, y las dos, enlazadas por la cintura, empezaron a cantar:
—My mama would rock me in the cradle, in them old cottons field back home…
Después, Leslie, que llevaba a Milenka dormida en brazos, Cleo, Lion, Nick, Michael y Charles se unieron al coro de la popular canción.
—It was down in Luisiana, Just about a mile on Texarcana, in them old cotton fields back home.
Y cantaron la canción una y otra vez, en medio de coros y carcajadas. Leslie no paró hasta que Markus se quedó con la copla. Y, al final, después de tanto insistir, mientras las parejas bailaban y Nick se llevaba a Milenka a dormir, Leslie se acercó al ruso y le pidió un baile.
—Baila conmigo, mohicano. No me digas que no —lo invitó con una sonrisa de oreja a oreja, feliz de estar en su ambiente y de poder introducir a Markus en él.
—No sé si sé bailar…
—Yo te enseño. —Lo agarró de la mano y tiró de él hasta que ambos estuvieron pegados cuerpo a cuerpo—. Rodéame el cuerpo con tus brazos —susurró con una medio sonrisa diabólica—. Eso sí lo sabes hacer, ¿eh?
Markus se sentía tan perdido y torpe, y tan aceptado y acogido por aquella gente y, sobre todo por ella, que al rodear a Leslie con sus brazos un estremecimiento de emoción recorrió sus extremidades. Y no pudo evitar no abrazarla y no sostenerla. Tampoco pudo evitar olerle el pelo ni impregnarse de su perfume, ese veneno o poción mágica propio de una bruja negra o una bruja blanca. Todavía estaba por decidir.
—Canta, Markus —le pidió Leslie hundiendo su nariz en su pecho—. Canta conmigo y crea un recuerdo bonito.
—¿Un recuerdo bonito? —repitió él con voz ronca.
—Sí… Entre tanta fealdad, en tu vida llena de normas, hay momentos hermosos como este, Demon. Momentos que, incluso, un demonio solitario como tú, aprecia y valora. —Empezó a balancearse con la música y Markus la siguió—. Así que canta.
Markus tragó saliva y la abrazó con fuerza, como si esas palabras fueran exactamente lo que él necesitaba escuchar.
—Leslie…
—Canta —insistió ella, con los ojos llenos de lágrimas, porque no sabía cuánto más podría disponer de él así, tan relajado… ¿Si se iba, qué haría ella con su corazón destrozado?
—Oh, when them cotton bolls get rotten… you can’t pick very much cotton…
Markus cantó con una voz tan alta y clara, de matices incluso desgarrados como los de un rockero, que todos se quedaron pasmados al escucharle.
—Oye, Leslie… —dijo Lion—. ¿Tenemos a Bruce Springsteen entre nosotros y no nos hemos dado cuenta?
Ella no salía de su asombro, ni siquiera parpadeaba, mientras los demás vitoreaban a Markus.
—¿De dónde has sacado esa voz? —le preguntó, estupefacta.
Markus sonrió vergonzoso y se encogió de hombros.
—Me llamo Markus y sé cantar.
Leslie, esta vez sí parpadeó, y entonces, al entender el chascarrillo, arrancó a reír como una loca. Él se sintió tan pletórico de hacer reír a su superagente de aquel modo que la levantó en brazos y empezó a dar vueltas, como si estuvieran en una burbuja feliz, por muy breve que fuera.
Y entonces, en medio de la alegría, la risa y las canciones, la fealdad llegó en forma de alarma.
Los agentes miraron sus teléfonos y se dieron cuenta de que el sistema de alarmas que habían colocado en el perímetro se había activado.
Y no solo eso, vieron que dos objetos avanzaban a gran velocidad.
—Mamá, papá. —Leslie se apartó de Markus y miró a su padre—. Adentro, ¡ahora!
***
Los pillaron desprevenidos.
No se imaginaban que los hombres de Yuri entrarían en el recinto con dos todoterrenos, armados hasta los dientes, ni que destrozarían las vallas que delimitaban la casa, disparando a diestro y siniestro, como si quisieran hacer una auténtica carnicería. Dos de ellos, de pie, portaban botellas con cócteles molotov; al llegar a la parte trasera del jardín, las lanzaron, rodeando toda la propiedad.
Inmediatamente, parte del jardín y de la villa se incendió.
El tiroteo fue infernal. Entre llamas y gritos, los Connelly y los Romano intentaron cubrirse dentro de la casa, pero era inviable, pues el fuego empezaba a hacer estragos.
—¡Milenka! —gritó Markus cubriéndose de los disparos y mirando hacia la entrada.
—¡Está conmigo! —exclamó Nick desde el interior de la casa.
—¡Mamá Leslie! —gritó la pequeña entre lloros.
—¡Salid de ahí y cubríos! —ordenó Markus—. ¡La casa va a arder!
El primer todoterreno no dejaba de dar vueltas y disparar.
Cleo y Leslie habían entrado para proteger a los mayores. Markus estaba solo en el jardín. Había volcado la mesa al intentar huir de allí, y se ocultó tras ella. Observó sus ojos en las ruedas delanteras del primer todoterreno y del depósito. Solo disponía de sus armas sujetas al arnés, las que llevaba pegadas a la espalda. Pero no tenía las armas grandes, que estaban en el maletero del coche de Leslie. Apuntó al depósito del primer todoterreno. Y disparó.
Falló.
Volvió a armar la semiautomática HSK, apuntó bien y dio a la rueda delantera. El coche empezó a hacer trombos y se estampó contra uno de los árboles que rodeaban el espacioso jardín trasero.
Había conseguido dar a uno de los coches, pero los matones seguían en pie, excepto uno, que había quedado inconsciente al darse contra la guantera con la cabeza.
Leslie salió de la casa para ayudarle. Corrió a su lado. Apuntó al depósito del coche siniestrado. Le dio de lleno. El coche todoterreno explotó con dos de sus conductores dentro.
El tercero saltó del auto como pudo y corrió a protegerse de los disparos de Markus, pero el ruso le reventó la rodilla de un balazo. El tipo cayó al suelo con fuerza.
El otro todoterreno empezó a lanzar cócteles llenos de gasolina y aceite contra la casa. El humo y las explosiones no les dejaban ver, y el miedo y los gritos, algunos de dolor y otros de terror de los Connelly y los Romano, ponían la piel de gallina.
Pero tanto Leslie como Markus debían centrarse en sus objetivos.
El todoterreno se había detenido a veinte metros de donde ellos estaban, y los matones se estaban preparando para bajar con las metralletas y las pistolas cargadas.
Llevaban los rostros encapuchados, para que nadie pudiera grabarlos ni identificarlos. Las matrículas de los jeeps estaban teñidas con pintura. Venían a matar, a cumplir con las órdenes de Yuri.
Ni Markus ni Leslie se habían equivocado. Cuando pensaron que después de la visita de los tres agentes enviados por la fiscal Rocks no tardarían en recibir la de los hombres de Yuri, no iban desencaminados. Prueba de ello era que estaban ahí intentando matarlos. Además, estaban intentado atacar su talón de Aquiles, yendo a por los inocentes: sus padres.
—¡Ruso! —Lion apareció tras él, con las bolsas de las armas. Se había jugado el pellejo para cogerlas—. Elige las que mejor te vayan.
Markus no se lo pensó dos veces, abrió la bolsa y extrajo una Z70: era una ametralladora semiautomática muy ligera de color negro con culata abatible.
Se la apoyó en el hombro, lleno de rabia y cabreado como nunca porque esa gente con las manos manchadas de sangre había puesto un pie en el hogar de sus amigos.
Sabía que podría suceder, pero no lo iba a perdonar. Esa hermosa casa prendía en fuego por su culpa.
Porque él estaba ahí.
Reclamaba venganza. Y no por él, sino por sus amigos.
—Cubridme —ordenó Markus.
—Por supuesto —le dijo Leslie, con el rostro marcado por los cristales de la botella molotov.
Lion corrió medio acuclillado para ocultarse detrás de las columnas de la pérgola de madera. Y mientras se cubría, disparaba.
Los matones les disparaban a ellos sin tregua, era peligroso asomar la cabeza.
Markus cogió aire dos veces, miró a Leslie y, hasta que ella no asintió, Markus no se levantó.
Se dio media vuelta, confiando plenamente en que sus compañeros le cubrirían. Y no se equivocó.
La Z70 empezó a soltar ráfagas de balas. Alcanzó uno a uno a los tipos que pretendían acabar con la vida de aquel grupo de amigos, de aquella familia que él nunca había tenido.
Las vainas volaban alrededor del fornido cuerpo de Markus, cuyo rostro era ya la máscara letal de un asesino, de un vengador.
Las víctimas se desplomaron una detrás de otra, presas de un temblor producto del impacto de los pequeños proyectiles. Aunque intentaron abatir a Markus, que era el único de los agentes a la vista, ninguno de ellos le dio. Lion y Leslie le cubrieron, tal y como le habían dicho, disparando a aquellos que le apuntaban. Cuando vieron que el temerario de Markus seguía en pie y que había acabado con los cuatro asesinos, los dos amigos salieron de sus improvisados fuertes.
Se levantaron a cámara lenta y miraron alrededor.
Los trabajadores de los campos, la mayoría de raza negra, los más expertos en la materia, corrían para apagar el fuego y salvar los campos de algodón que empezaban a prender a la velocidad del leve viento que soplaba.
Markus miró hacia atrás en el mismo momento en que Nick sacaba a Milenka en brazos, cubierta con una manta húmeda.
Michael y Anna, los padres de Lion, salían uno sujeto al otro. Michael tenía un balazo en la pierna, y no dejaba de sangrar.
—¡Papá! —gritó Lion yendo a socorrerlos.
—Llama a las ambulancias, hijo —dijo su padre, mirándolo sin verlo—. Cleo sigue ahí.
—¡Le ha alcanzado una bala! —exclamó Nick, alarmado.
Lion y Leslie palidecieron. El Rey León corrió al interior de la casa, para buscar a su mujer, la persona que más le importaba de su vida.
Cuando la vio, medio cubriendo los cuerpos de sus padres, se dio cuenta de que no solo a ella le había alcanzado una bala.
Leslie ayudó a Lion a cargar con su hermana, asustada y llorosa al verla tan malherida. La bala le había salido por el otro costado y sangraba profusamente, pero seguía consciente.
—Tranquila, leona —le dijo Lion, que la cogió en brazos—. Te pondrás bien.
Cleo lo miró con los ojos llenos de amor y pesar, y negó con la cabeza.
—Saca a mis padres de ahí.
Darcy y Charles seguían dentro. Leslie se había quedado en el interior, intentando levantarlos, pero Charles tenía un tajo en la cabeza, y estaba inconsciente, sobre Darcy, que seguía con los ojos cerrados. La superagente se sintió impotente, no sabía cómo sacarlos de ahí. Una de las segundas explosiones del interior de la casa había provocado que un cristal atravesara el costado de Darcy, que estaba pálida.
—¡Markus! —gritó con todas sus ganas. No soportaba ver a su madre, que tenía tantísima vida, medio muerta.
Al escuchar la súplica en la voz desgarrada de Leslie, el mohicano no tardó ni dos segundos en reaccionar del horror que había sumido a la casa de campo. Esa gente que hacía unos minutos cantaba con cariño y alegría acababan de verse atacados sin compasión, y puede que alguno de ellos no viviera para contarlo.
—¡No entréis! —alertó Markus a los trabajadores que intentaban ayudar—. ¡Apartaos!
Lion cuidaba de Cleo. Nick de Milenka. Y Michael y Anna, malheridos, miraban con ojos llorosos el panorama.
Markus cuidaría de los padres de Leslie y de ella misma. Entró en la casa como un vendaval, cubriéndose de las llamas que lo lamían y lo atacaban. Encontró a Leslie arrodillada, rodeada de llamas, frente a sus padres. Charles había cubierto el cuerpo de Darcy y se había golpeado en la cabeza con la esquina de la mesa de centro de madera que una vez había presidido el salón y que ahora se consumía por el fuego.
Leslie se limpió las lágrimas con el antebrazo y negó con la cabeza.
—¡No…! ¡No les puedo mover…! —explicó entre hipidos.
Markus estudió la situación.
—Leslie, sal de aquí.
Ella lo miró, atónita.
—No, yo te ayudo.
—¡He dicho que salgas de aquí! Cuatro no podemos esquivar las llamas. Espérame fuera. Yo sacaré a tus padres.
Ella se horrorizó. Las llamas alcanzaban el techo y lamían el suelo. ¿Cómo iban a salir de ahí?
—¡Leslie, sal! —gritó con la vena del cuello hinchada.
Leslie obedeció y salió de esa casa infernal, esperando que Markus cumpliera con lo que había dicho. La casa se caía a cachitos, poco a poco…
Markus corrió al baño, cuya puerta empezaba a arder, y cogió dos toallas grandes las empapó de agua. Él mismo se remojó.
Después tapó a Darcy y a Charles con las toallas empapadas en agua, para evitar quemarse con las llamas.
Con la fuerza que le daba el saber que aquello había sido una maldita injusticia, cargó al padre de Leslie sobre un hombro, y a la madre sobre el otro, como si fueran sendos sacos de patatas.
Gritó para afianzar bien las piernas y lograr levantarlos y caminar con ellos.
Esquivó unas llamas, un mueble ardiendo, tres lenguas de fuego más…
Lo haría por Leslie. Por ella y también por esa pareja entrañable que lo había acogido.
Esperaba salir de allí con vida, aunque en su fuero interno pensó que era como si el demonio se estuviera llevando unas almas inocentes al Infierno. Almas que no tenían ninguna culpa de sus pecados.
***
En el mismo preciso momento en el que Markus emergió como un guerrero entre las llamas con sus padres a cuestas, Leslie supo que jamás podría amar a otro hombre tanto como a él.
Supo que el Demonio tenía de demonio solo el nombre; que, en realidad, no era malo ni vil. Era tan bueno que arriesgaba su alma para salvar la de dos personas que no conocía de nada.
Supo que Markus merecía ser amado, y ella se había ganado su oportunidad con él, pero no sabía cómo, no sabía qué hacer para que él creyera en ellos. Y se moría de la pena y la desesperación.
Y supo que estaría eternamente agradecida porque había salvado la vida de sus padres y por darles una oportunidad de vivir a todos.
Las ambulancias estaban al caer. El sonido de sus sirenas se dejaba escuchar en la lejanía.
Markus dejó a los padres de Leslie en el suelo, y los mantuvo fríos con las toallas húmedas.
—¡¿Cómo está mamá?! —preguntó Leslie corriendo hacia ellos, dejándose caer de rodillas tal y como llegaba.
Cleo estaba herida; Darcy en shock y con un cristal en el costado; Michael tenía un balazo en la pierna; Charles estaba conmocionado por un golpe en la cabeza; Milenka no dejaba de llorar y de llamar a Leslie; y Nick la consolaba entre tanta locura. Anna era la única que no tenía heridas graves, aparte de algunos rasguños, a diferencia de Darcy. Su herida era aún más preocupante que la de Cleo, que seguía en brazos de Lion, mientras él le presionaba las heridas.
Markus la miró, agotado, empapado de arriba abajo por el agua que se había echado en el baño, cuando este estaba a punto de incendiarse.
—Tiene una astilla de cristal entre las costillas —dijo mientras descubría la herida—. Es bastante superficial, no creo que haya alcanzado ningún órgano.
Leslie respiró más tranquila y se echó a llorar. Necesitaba el calor de los brazos de Markus, y también calmar a Milenka, que lloraba estirando los brazos hacia ella.
—¡Mamá Leslie!
Ella se levantó y cogió a la niña, abrazándola y susurrándole palabras que la calmaran. Milenka hacía pucheros y tenía el rostro manchado de hollín y lágrimas.
Markus las miraba con anhelo y, aunque quería estar entre ese abrazo, sabía que debían actuar con la máxima celeridad.
—¡Romano!
Lion alzó la cabeza. Sus ojos azules llenos de lágrimas por Cleo le dijeron todo lo que ya sabía: que ese hombre sin esa mujer no sería todo lo válido y completo que era con ella.
—Dime —dijo serio, rayando la desesperación.
—¿Magnus se encarga de restringir esta zona?
—Sí.
—¿Es él quien debe pasar parte a los medios?
—Sí.
—Entonces deja que hable yo con él y le explique lo que debe decir.