OTRA TAMBIÉN PUERTA DEL CIELO
Pero qué importa la resaca si abajo hay algo calentito que deben ser las empanadas, y entre abajo y arriba hay otra cosa todavía más calentita, un corazón que repite qué jodidos, qué jodidos, qué grandes jodidos, qué irreemplazables jodidos, puta que los parió.
Julio Cortázar
París. No sé. Pienso que por estas mismas calles, tal vez mirando también las mismas ventanas y sintiendo el mismo calorcito del humo en el estómago... No sé. Hablo del Ogro, claro. Y al decir hablo estoy pensando en mi cuarto de trabajo. Afuera es invierno todavía. Tengo una luz agradable, sobre la mesa el paquete de cigarrillos abierto e insinuante y, sin embargo, camino por estas calles que, estoy seguro, el Ogro recorrió con las manos en los bolsillos, jugando a que el viento haga volar las solapas de la gabardina y nos confiera un aspecto de pájaros extraviados.
Descubro también muchas cosas. No sé. Será tal vez porque en los casilleros del mundo aparezco todavía encerrado en la categoría de los hombres jóvenes. Esto de caminar con el cigarrillo en la boca, dando chupadas cortitas, olvidándome de su presencia, lo aprendí de Heinrich Boll, el viejo bueno de Colonia, y me gusta de la misma manera que me gusta caminar por París a esta hora de la tarde.
Y por sobre todo me gusta sentir que no me olvido del Ogro.
Camino y hablo. Camino por París y hablo con mis amigos de Madrid, sentado en mi cuarto hamburgueño. Tiene razón Onetti: hay que renunciar a los territorios fisicos y habitar el territorio de la imaginación.
En estas páginas es 12 de febrero y, como permanecerán olvidadas en mi libreta, en ellas será siempre 12 de febrero.
Invierno en Europa. Si yo digo ahora el nombre del Ogro, usted va a pensar que se trata de un truco barato para atraer su atención. Por otra parte, si usted ya leyó que "es 12 de febrero", es posible (y yo lo deseo fervientemente) que usted haya entendido esta primera clave. Si es así, usted recordará y hará ese gesto de abrir involuntariamente los ojos de manera que las cejas se alcen y vuelvan a caer con una maestría digna de Marcel Marceau. Si después de todo esto usted sigue leyendo, sentiré que acaba de propinarme dos amistosas palmaditas en la espalda y podré entonces seguir hablando y escribiendo.
¿Se da cuenta de con qué libertad podemos entendernos? Si tiene ganas de tomar un coñac, encender un cigarrillo negro y acomodarse como un gato en su lugar preferido, adelante. Usted y yo estamos cumpliendo la función mágica de la literatura.
No podría hablar del Ogro si no estuviera seguro de que usted existe y es mi cómplice.
París. ¿Cómo decirlo? Temporadas breves, claro. A lo más un par de semanas, y desde que los franchutes se pusieron duros con las visas, nada más que unas horas mientras espero la combinación ferroviaria que habrá de llevarme a Madrid o de regreso a las orillas del Elba. Por lo general viajo con poco equipaje, así puedo caminar desde la Gare du Nord hasta la Gare d'Austerlitz evitando la línea cinco del metro que en las horas de gran público tiene un olor que para qué le cuento.
París. No sé. Me gusta porque vivo la presencia de otros. Habito con y en el recuerdo de otros a los que quise, a los que quiero. Todavía no he llegado a conocerlo en la intensidad de la lengua y de la sangre, aunque una vez dejé un trocito de cuerpo en una vieja casa del Boulevard des Batignoles y terminé agarrado a patadas con un yanqui ex campeón de pesos medianos. No sé. ¿Cómo decirlo? En ese tiempo no era yo, el de ahora. Era la sombra de Hemingway recorriendo las calles en busca de puerros y de las virutas del lápiz del maestro. París. Ahora se me ocurre que tengo serios problemas con los cagaderos parisinos. Cuando era muy joven me fracturé una pierna jugando al toma y daca con unos policías, y desde entonces soy absolutamente inepto para el tipo de gimnasia que exige la cultura sanitaria francesa. Pero no más divagaciones. Usted quiere que le hable en lenguaje de escritor de cuentos y ya hemos empezado diciendo que "es 12 de febrero".
Tenía que esperar ocho horas para combinar con el tren español, y como siempre decidí caminar para soñar el tiempo. Un día horrendo. Frío y lluvia. Esa lluvia sin viento, decididamente vertical, que en pocos minutos empapa hasta los huesos y que, protegido por mi gabardina, me hacía sentir privilegiado. Dígame si no es como para darle el premio Nobel al inventor de la telita engomada que nos aísla entre el forro y la tela.
En un momento de distracción metí los pies en un charco y, al descubrir que los calcetines de lana chupaban agua, tomé la determinación de meterme en un cafetín pobremente iluminado. Colgué la gabardina junto al calefactor y ordené un coñac doble. No estaba mal el sitio. Unos pocos parroquianos que leían el periódico de la tarde, y de una radio escapaban a poco volumen las notas de un concierto para flauta. Mozart, el coñac que bajaba lento por mi garganta, y sentir que los calcetines se iban secando. Entonces los oí hablar a mis espaldas.
Eran ellos. Sin duda alguna, eran ellos. No podía verlos y daba lo mismo, ya que nunca los había visto antes. Es más, creo que sólo el Ogro conoció al detalle sus rasgos fisonómicos. Pero eran ellos, ¿cómo le explico? Es la casualidad en el fondo. Borges dice que sabemos muy poco acerca de las leyes que rigen la casualidad, y es cierto. Eran ellos.
No quise darme la vuelta para verles las caras. Tampoco me dejé vencer por la tentación de hablarles. No sé. Lo adivinaba inútil. Sin ser creyente, sé de ese territorio que denominan limbo, sólo que nunca pensé que tuviera la apariencia de un café mal iluminado en la subida a Montparnasse. Eran ellos y hablaban argentino.
—Que lo parió —decía el que, por la voz, adiviné más viejo—. Nos encontramos en la bancarrota más espantosa y usted se gasta los últimos recursos comprando el diario.
—Hay que estar informado —replicó el que parecía más joven—. La prensa es el puente que nos une al mundo civilizado. Es la mano que modela la masa de nuestra futura opinión. El cuarto poder. Además lo compré porque sale el programa hípico. Fortunato corre en la séptima.
—¿Y de qué diablos nos sirve saber que Fortunato corre en la séptima si no tenemos ni un mango para tirarle a las patas? En una de esas gana el pingo y entonces el sufrimiento es doble. Que lo parió.
—Cómo se ve que usted desconoce el poder de la prensa, colega. Si estamos bien informados podemos acercarnos al hipódromo, ahí buscamos a uno con cara de indeciso y usted sabe, "Buenas tardes. Disculpe si lo molestamos, sucede que nos encontramos con un pequeño inconveniente financiero que nos impide apostarle al caballo que ganará en la séptima. Somos primos de la mujer del caballo, quiero decir de la mujer del jinete, y hemos pensado que, a cambio de un pequeño porcentaje de las ganancias, podríamos compartir con usted el secreto...". ¿Capta? ¿Entiende ahora por qué me gusta estar siempre bien informado?
—¡Dios mío! ¡Qué optimismo! ¿Podría decirme con qué diablos vamos a pagar la entrada al hipódromo? Y otra pregunta sin importancia, ¿pretende que nos vayamos caminando en medio de este diluvio?
—Y bueno. En Saint—Denis hay una pasarela que funciona dándole una patada, me lo dijo un haitiano esta mañana. —¡Dios mío! —¿Desde cuándo tan místico, che?
—Cómo me dan pena los abandonados. ¿Conoce el poema? Desde que se nos fue el maestro, cómo nos hemos quedado en la cuerera.
—Cierto. Antes nunca nos faltaba nada. Y siempre tenía una botella de grappa a mano. ¿Cuánto tiempo hace que no nos echamos una grappa entre el pecho y la espalda? ¿Usted cree que se habrá ido al cielo?
—No diga pavadas. Mi misticismo no da para tanto. La teología de la desesperación tiene sus límites.
El mozo los interrumpió. Con una cara de bestia aprendida sin duda en la Legión Extranjera, se plantó frente a ellos decidido a no mover un pelo hasta que no hubiesen pedido algo. —Un café —dijo el más viejo.
—De momento yo tomo solamente un vaso de agua. Almorcé algo sumamente pesado, ¿sabe?
El mozo se alejó refunfuñando. Yo quise darme la vuelta e invitarlos a un par de tragos, a comer, a lo que fuera, pero una sensación más fuerte que el pudor me clavó a la silla, y me alegré por ello. Después de todo, conozco las dificultades económicas que siempre los han caracterizado, el Ogro habló mucho sobre el tema, y, además, los tipos como ellos siempre se las arreglan. —Podíamos haber ordenado dos cafés y dos croissants.
—Y un pato a la naranja, ¿no? Me temo que debo hacerle un rápido inventario de los bienes. Yo tengo tres francos cincuenta, un boleto del metro, que dudo sea aceptado por la máquina porque está mojado, y siete cigarrillos. Usted, colega, tiene su maldito periódico, los fósforos y la llave del cuarto.
—Tiempos de crisis. ¿Se fijó en la cara de asno del mozo? ¿Qué quería el hijo de puta? ¿Que ordenara un faisán asado? —¿Cuánto nos darán por los libros?
—¿Vender los libros? Es lo único que tenemos de recuerdo.
—¿Prejuicios? Usted se afanó dos coronas el día del entierro.
—¡Epa! Cuidado con las acusaciones injustas. Cierto que me afané las coronas. Pero lo hice pensando que a él le hubiera gustado. Qué flor de cuento se hubiera mandado. No se olvide que usted me ayudó a vender los claveles por la noche.
—Cierto. Presento mis disculpas. Los dos estamos lo que se dice involucrados.
—Escuche. Fortunato llegó cuarto la semana pasada y tercero la anterior. El pronóstico dice que, corriendo sobre terreno húmedo, tiene la mejor de las chances. Fortunato, hijo de Walkiria y de LordJim. Con esos antecedentes el pingo va seguro. Qué desgracia.
—Sí. Qué desgracia. Mejor que nos vayamos al taller de Gilles para pasar la pena. En una de esas lo agarramos cocinando espaguetis y por culpa de la lluvia nos vemos obligados a quedarnos...
El que parecía más joven se paró declarando que se iba a meditar un rato a los servicios. Pude verle la espalda, estatura mediana, envuelto en un abrigo a cuadros, unas tres tallas más grande que la suya. Sentí cómo el otro se movía hasta una mesa cercana y pedía fuego. Era el momento preciso. En mi mano tenía un billete de cien francos que yo había doblado convenientemente en cuatro mientras ellos filosofaban. Rápidamente me di la vuelta, estiré el brazo y metí el billete entre las páginas del periódico. Volví a mi posición.
El más joven regresó del baño abotonándose el abrigo. No quería verles las caras, todavía no, de tal manera que simulé atarme uno de mis zapatos cuando el hombre pasó por mi lado.
—¿Y? ¿Lo ha pensado? ¿Le seduce la posibilidad de espaguetis en lo de Gilles?
—Y qué otra nos queda. Fortunato. Fortunato. ¿Por qué tenía que ser en esta época de vacas flacas? Mire, déjeme repetirle la biografía del burro...
—Ande. ¿Qué pasa? Se ha puesto más pálido que un pedo. —Che..., ¿usted cree en los milagros?...
—Déjese de pavadas. Ya le dije que mi misticismo... El silencio de los dos hombres me indicó que habían descubierto el billete. —¿Se lo encontró en el baño? —No hable tan alto. No. Aquí. Ahora mismo. —Debe ser del viejo del quiosco.
—Imposible. Me leí todo el diario, página por página. Lo hubiera visto. —¡Es un milagro!
—Yo le dije que teníamos que ponerle velitas al difunto.
—¡Un velón de catedral le vamos a poner! ¡Un velón de catedral adornado con velitas de cumpleaños le vamos a poner! Pidamos algo, me tiemblan los dientes de ganas de morder.
—Aquí no. Este lugar es de muy baja categoría. Déjeme hacer cuentas. En el bistró de Paul, un bife con papas fritas cuesta veinticuatro. Una botella de vino ordinario, veinte. Con los impuestos y todo suma ochenta. Nos quedan veinte libres para largarnos al hipódromo y de paso nos aperamos de cigarrillos. —¿Y qué esperamos entonces?
Salieron apresurados. El más viejo tiró unas monedas sobre la mesa y chapurreó en francés diciéndole al mozo que se guardara el cambio para las vacaciones. En ese momento, hasta mi cabeza llegaba cierta frase de Umberto Eco que hablaba del derecho a inmiscuirse, y decidí que también eran míos, que tenían derecho a saber que, pese a no habernos visto nunca, éramos, sin embargo, viejos conocidos. Tenía tiempo y, de no ser así, qué importaba. Era la mejor oportunidad para conocer el hipódromo de París acompañado por expertos y darnos luego una tremenda farra a la salud del Ogro.
Pagué la cuenta, me puse la gabardina y salí a la calle. Seguía lloviendo y alcancé a verlos en el momento en que doblaban la esquina.
—¡Polanco! ¡Calac! —me oí gritando en el momento en que corría para darles alcance.
Al llegar a la esquina no encontré nada más que la calle vacía, extrañamente iluminada por los adoquines húmedos. Ni rastro de los dos hombres, tragados quizá por quién sabe qué otra secreta también puerta del cielo.