ALGUIEN ESPERA GARDENIAS ALLÁ ARRIBA
ESTOY frente a tu puerta, impecablemente vestido y con un ramo de gardenias en la mano.
Tengo la intención de llamar, esperar unos segundos y ver aparecer tu cabeza en el marco de entrada con una expresión de cínica sorpresa, pues ambos sabemos que me estás esperando. Tengo la intención de entrar, buenas tardes, cómo estás, dar el primer paso, la alfombra blanca, el sillón, un café, cigarrillos turcos en la mesa, alabanza por el buen gusto en la elección de los ceniceros y las abominables reproducciones de Picasso.
Hay como una actitud marcial en el acto de buscar con el dedo índice el pezón negro del timbre, entrar en contacto con la superficie de baquelita, oprimir con cierta sensualidad y comprobar que no se oye sonido alguno.
Un poco más veloz, el dedo repite la operación, oprime esta vez con mayor fuerza el timbre, permanece unos segundos oprimiéndolo, pero no se oye nada. Deducción inmediata: paranoia de los alambres.
Entonces retrocedo veinte centímetros, arreglo el nudo de mi corbata, compruebo la simetría del ramo de gardenias que ya empiezan a dar señas de inestabilidad en su envoltura y doblo los dedos de mi mano derecha en un movimiento que comienza en las primeras falanges, hasta que la mano adopta la actitud de un caracol voluntarioso.
Tomo impulso, esto es, mi mano retrocede hasta quedar paralizada como por una pared de aire que impide un mayor desplazamiento y se apresta a caer contra la superficie blanca de la puerta.
Cuando la mano está a escasos milímetros, se detiene y yo pienso entonces en todas las posibilidades.
Pudiera ser que el ruido imprevisto, toc toc, te ocasionara un repentino pavor. La terrible sensación de pensar en un huésped inesperado, el presentir la llegada de un recuerdo enterrado hace ya mucho tiempo y la posibilidad de que sueltes el florero de cristal que seguramente tienes en las manos a la espera de la llegada de las gardenias prometidas.
Pudiera ser también que mi mano adquiera una fuerza infinita y al segundo toc perfore la puerta con el consiguiente ruido de astillas que caen sobre el linóleo, o simplemente que por causa de imperfecciones de la empresa constructora la puerta se desplome entre las recriminaciones de tus vecinos, que saldrían al pasillo con sus pulcros pijamas y entre maldiciones me recordarían que ésta es una hora de decente descanso.
En medio de estas cavilaciones mi mano tiembla, se convulsiona de incertidumbre, me parece presentir en mi muñeca algo así como una mueca de espanto que en el fondo es miedo y pena de mí mismo, porque esto me ocurre cada vez que intento llamar a tu puerta.
Así, las gardenias se avejentan en pocos segundos en su envoltura transparente y, cuando cruzo el umbral del edificio, esa boca que me escupe a la soledad húmeda de la calle, y empiezo mi camino con la cabeza metida entre los hombros sintiendo una vez más la vergüenza de la derrota, puedo escuchar nítidamente, allá arriba, tu llanto de gardenias ausentes.