CITA DE AMOR EN UN PAÍS EN GUERRA
Soy un hombre decente. Tengo miedo.
José Martí
Estaba contento. Tenía una cita para esa noche. Alguien a quien tocar, ver, hablar. Olvidar la muerte pan de cada día.
La mujer me gustaba. Me gustó desde la primera vez que la vi en un café de Panamá City. En aquella ocasión acompañaba al hombre macizo que nos había dado las instrucciones necesarias y las contraseñas para seguir a Costa Rica y, de allí, continuar hasta la frontera norte, donde nos uniríamos al grueso de la brigada.
La mujer no habló durante la conversación. Incluso a la despedida mantuvo su silencio. Un fuerte apretón de manos, nada más.
Pablo estaba conmigo ese día y, una vez que los contactos se marcharon, bebimos varias rondas de cubalibre. —Te gustó —me dijo.
—Desde luego. Es normal, ¿no? Siempre hay mujeres que nos gustan. —Ojo, hermano. Más vale que la olvides. —No he confesado estar enamorado. —Mejor así. No pienses más en ella.
Pablo murió a los pocos días de cruzar la frontera y me alegré de no estar con él cuando ocurrió aquello. Fue horrible, como todas las muertes. Me enteré por un parte de guerra y más tarde por boca de un compañero que me contó los detalles. La columna de Pablo había logrado avanzar varios kilómetros desde Peñas Blancas en dirección a Rivas. Anochecía cuando descubrieron una choza abandonada y, luego de hacer una inspección, decidieron pernoctar en ella. El único superviviente, el que me contó la historia, logró salvarse nada más que por un golpe de suerte. El comandante de la columna le ordenó quedarse de guardia fuera de la choza. Todo pasó muy rápido. En el interior encontraron un poco de leña, y entre los palos la guardia había dejado una trampa caza—bobos. Alguien de la columna quiso hacer una fogata y, al levantar un leño, la explosión los mató a todos.
No pensaba en Pablo mientras me dirigía al lugar asignado. Pensaba en la mujer.
Hacía ya muchos meses que no abrazaba un cuerpo tibio, un cuerpo suave, alguien que me hiciera preguntas, alguien que respondiera a las mías. Era demasiado tiempo sin prodigar ni recibir un poco de ternura. El tiempo justo para convertirse en una bestia en medio de la guerra.
Estábamos en Rivas, y era la tercera vez que tomábamos la ciudad en menos de dos meses. Al parecer la guardia estaba ahora bastante debilitada y permaneceríamos allí un breve período antes de seguir hacia Belén, donde nos dividiríamos para atacar Jinotepe y Granada en forma simultánea.
Ella me habló cuando estábamos en la fila recibiendo parque. —Tú y yo nos conocemos. ¿Te acuerdas?
—Seguro que me acuerdo. Puedo decirte cuántas patas tenía la mesa del café en Panamá City. Se rió.
—A veces la memoria no es buena compañera. Hay que saber olvidar rápidamente.
Una vez que recibimos los pertrechos nos fuimos a sentar a un lugar sombreado de la plaza.
—Esta debe de ser una ciudad muy bella cuando no hay guerra. Una ciudad para disfrutar la puesta del sol sintiendo en la espalda la brisa del lago. —Es una ciudad bella. Yo soy de aquí. —¿Tienes familia aquí? —Prefiero no hablar de eso.
—Está bien. Si así lo prefieres... Una última pregunta. ¿Dónde está el compañero de nuestro encuentro en Panamá? —Muerto —respondió.
El hombre había recibido instrucciones de avanzar hacia el este, su columna debía cerrar la tenaza que se abatía sobre Bluefields. Las fuerzas de Pastora atacaban desde San Juan del Norte, y el hombre conocía muy bien la zona luego de siete años de lucha en esos montes. Tras algunas escaramuzas ocuparon Juigalpa, y de allí siguieron hasta Rama, donde la guardia les tendió una trampa obligándolos a replegarse en una zona pantanosa. Después de varios ataques de la aviación somocista, a él lo capturaron junto a otros pocos supervivientes. A todos los desollaron vivos antes de rematarlos. —Lo siento —fue lo único que pude decir. —Yo también. Aunque ya no éramos compañeros —me dijo con palabras muy pausadas. —¿Estás sola?
Sin palabras me dio a entender que sí y, al acariciarle el rostro, cerró los ojos.
El sol pegaba con fuerza cuando llegué a mi lugar, y era mejor así. De otro modo los insoportables mosquitos me hubieran enloquecido. Era un cuarto construido con planchas metálicas, anteriormente usado por la guardia para mantener a los prisioneros incomunicados. Nosotros le dábamos el mismo fin y dentro debía de hacer un calor sofocante.
Tenía que vigilar al prisionero que juzgáramos durante la mañana. Todo lo que sabía de él es que era un "oreja", un informante de la guardia y que por su culpa habían caído muchos de los nuestros, y mucha gente sin más razón que la de vivir en Rivas. Apoyé el fusil contra la pared de calaminas y me senté en el suelo de grava. Tenía sed y, cuidando de que nadie me sorprendiera, saqué de un bolsillo de mi camisa la botella de ron.
El alcohol estaba prohibido entre los combatientes, bueno, formalmente prohibido, pero siempre había manera de procurarse algo de beber. Era bueno el ron nica. Fuerte y algo dulzón, con un sabor a caña que permanecía largamente en el paladar. Me gustaba el ron, pero no me gustaba estar allí. Quedaba poco en la botella. Era una de esas botellas tableadas que la gente de las ciudades tranquilas usa cuando va al hipódromo o cuando viaja. No. No me gustaba estar allí, vigilando al prisionero y divagando acerca de la botella.
Sentado, pensé en que donde quería estar era en el Manolo, ese café al comienzo de la avenida Amazonas, en Quito.
Se estaba bien allá. Uno podía ocupar una mesa bajo un quitasol con propaganda de cigarrillos Camel, un whisky con hielo y permanecer largas horas leyendo el diario, o simplemente mirando pasar a la gente. A veces se acercaba un conocido y desde la vereda preguntaba: "¿Qué hay? ¿Qué haces esta tarde?". "No lo sé. No tengo planes."
"Formidable. Nos juntamos entonces. en lo de Charpentier, o más tarde en el Oso Polar." "Conforme. Así lo haremos." Se comía bien en lo de Charpentier, y el Oso Polar era un oscuro tugurio frecuentado por cantantes y toreros en desgracia. Era un buen lugar antes de cerrar la noche con un canelazo. Encendí un cigarrillo y el hombre me habló. —¿Me puedes dar uno, hermano?
Maldije el olfato del tipo. Me quedaban muy pocos y quién sabe si encontraría algo de fumar cuando se acabaran. Pero no se puede negar un cigarrillo. Yo también conocía el encierro y sé las ganas de fumar que da. Además, eran sus últimas horas. —Toma.
Le pasé uno encendido por la ranura inferior de la puerta. —Gracias, hermano. —No me digas hermano.
—Todos somos hermanos. Caín y Abel también eran hermanos. —Cállate. El prisionero no volvió a hablar, y era mejor así.
Pensaba en la mujer. Habíamos comido juntos al mediodía. Me llevó hasta una casa en la que se entraba por el hueco de un cañonazo. Dentro se encontraban dos viejas desdentadas que sonreían con picardía mientras me miraban.
—No es de por aquí el compa —comentó una de ellas.
—No. De un poco más al sur —le respondí. Prepararon tortillas y en un pocito de barro colocaron los frejoles cocidos. Nos dejaron solos.
—Lástima que no haya nada para tomar, excepto agua. —Yo tengo sed —respondí sacando mi resto de ron. —¿Puedes tomar ron con la comida?
—No. Pero agua tampoco. Me llena las tripas de parásitos. —Espera. Creo que todavía hay un poco de café.
Mientras se inclinaba sobre la hornilla la abracé por la cintura.
Sentí su espalda contra mi pecho y la besé en la nuca. —Cuidado. Pueden volver las viejas.
—¿Y qué importa? Se supone que hacemos esta revolución para ser libres. Toda esta puerca guerra es para eso, ¿no? —No lo entiendes.
—¿Qué coño es lo que tengo que entender? Me besó, y me hizo prometer que regresaría a la noche.
El sol seguía pegando con fuerza. A ratos pensaba en el prisionero que se cocinaba allí dentro y de inmediato desviaba mis pensamientos. No era asunto mío y no me gustaba estar allí. Maldecía esa guerra en la que estaba voluntariamente envuelto, esa condenada guerra que se prolongaba más y más de lo pensado. Terminé hablándole. —¿Quieres fumar? —Si tú me convidas a uno, hermano. —Te he dicho que no me digas hermano. Encendí dos y le pasé uno por debajo de la puerta. —Gracias, hermano. Me dio risa.
—Está bien, hermano. Toma.
—Metí la botella por el espacio de luz que había entre la puerta y el suelo—. Bebe un trago, pero no todo. —Gracias, hermano. Pero no bebo. —¿Y se puede saber por qué no, hermano? —Porque soy evangélico, hermano. —¡A la mierda contigo!
La camisa se me pegaba al cuerpo y las botas me torturaban como siempre. Trataba de pensar en otras cosas, en otros lugares para no sentir el castigo del sol. Pensaba, por ejemplo, en lo bueno que sería tomar un bote y remar lago adentro hacia las islas Solentiname, pero eso era algo absurdo. La guardia patrullaba el lago día y noche, y desde las lanchas solían tener una puntería endemoniadamente buena. Trasladé mis pensamientos a Costa Rica, al rinconcito europeo que Esteban me mostrara una tarde a pocos kilómetros de Moravia. El rinconcito era una media hectárea de bosque cruzado por un arroyo repleto de truchas. Siempre que podíamos nos íbamos de pesca y, a la sombra de frondosos árboles, nos hartábamos de truchas fritas y vino chileno. —Hermano... —¿Qué quieres? —¿Cuándo van a fusilarme? —No lo sé. ¿No te lo han dicho?
—No me han dicho nada, hermano. Pero no importa. Yo sé que Svan a fusilarme muy pronto, y lo merezco.
—Coño. Si quieres un confesor puedo hacer que te llamen a un cura.
S —No, hermano, gracias. Ya te dije que soy evangélico.
El tipo debía de estar medio loco. Tal vez se le había cocinado el cerebro. No lo había visto nunca, pero el timbre de su voz delataba a un hombre joven. —¿Sabes por qué me tienen aquí, hermano? —Porque eres un oreja. —Es cierto. Pero todo lo hice por amor.
—¿Por amor? ¿Por amor delataste y mandaste a la muerte a docenas de personas? Es bastante extraño tu concepto del amor.
—A veces el amor se confunde con el odio y no hay nadie que pueda enseñarnos la diferencia. No me odies, hermano.
—Yo no te odio. Y por todos los diablos no vuelvas a llamarme hermano.
La conversación con el prisionero me puso de mal humor y, para colmo, la botella se había vaciado. El atardecer llegó trayendo un poco de brisa desde el lago y, a mí, el reemplazo. —¿Novedades? —Ninguna.
—Si te das prisa, alcanzas a comer un poco de puerco. Y vaya si me apresuré. Hacía semanas que no probaba un bocado de carne. Comía cuando un hombre con distintivo de comandante se sentó a mi lado. —¿Está bueno?
—Pasable. Seguro que en el Intercontinental se come mejor.
—Seguro. A ver si lo comprobamos cuando lleguemos a Managua. —A ver. —¿Estabas de guardia con el prisionero? —Sí. Toda la tarde. —¿Habló algo? —Ni media palabra. —Es un hijo de puta, te lo aseguro, hermano. —Seguro, hermano.
Terminada la cena, procuré conseguir algunos cigarrillos y tuve suerte. El quiosco de la plaza estaba abierto e iluminado como si la guerra transcurriera en algún lugar muy distante, y me vendieron no sólo cigarrillos, sino también una botella de ron y un tarro de jugo de mango. Pertrechado, mi humor mejoró y bebí una cerveza helada charlando con dos mujeres combatientes. Extrañamente, la guerra desapareció en medio de la noche estrellada y las mujeres hablaron del futuro con una desenvoltura que primero me sorprendió y que terminó por disgustarme. Eran odiosamente optimistas, y yo siempre me he cuidado de la gente así. De Pablo aprendí que a la larga traen mala suerte.
La oscuridad me decidió a encaminarme a la casa de las viejas. Una de ellas me recibió con una pícara risita. —Ha vuelto el compita del sur. —Sí. He vuelto. —Pase, pase, que lo están esperando.
La vieja se esfumó sin abandonar su risita. Dentro, la mujer colgaba un mosquitero sobre la hamaca. —¿Cómo estuvo la tarde? —preguntó.
En un mueble encontré dos vasos y preparé un trago de ron con jugo de mango. —Mal. Estuve de guardia junto al prisionero. —Ah.
—¿Lo conoces? Me han dicho que es de aquí también. —Prefiero no hablar de eso.
—Tienes razón. No hablemos de él. Toma. Se puede decir que es un cóctel ecuatoriano. ¿Te gustan los cócteles? Si llegamos vivos a Managua, te invitaré a un martini seco y te dejaré comer mi aceituna, te lo prometo.
Al pasarle el vaso la tomé por la cintura y, al intentar besarla, descubrí que lloraba. —¿Me quieres decir qué demonios pasa? —Nada. No pasa nada.
—¿Nada? Mira. Aclaremos las cosas. Yo quiero estar contigo, ¿lo entiendes? Me gustas y quiero estar contigo esta noche. Ni tú ni yo sabemos lo que nos pasará mañana, ¿lo entiendes? La única persona que conoce su futuro en esta maldita ciudad es el prisionero, sabe que lo matarán antes de que salga el sol. Estoy harto de esta maldita guerra y no tengo otro deseo que el de estar contigo, pero bien, y si es posible con una pizca de alegría. ¿Puedes entenderlo? Ahora, si quieres que me largue, pues dilo y aquí no ha pasado nada.
Sentí ganas de marcharme, pero la mujer me contuvo.
—Está bien. Siéntate aquí, a mi lado. Tú también me gustas. Me gustas desde el día de nuestro primer encuentro, a pesar de no habernos dicho nada. También estoy cansada y no me importa lo que me pueda pasar mañana. También quiero estar contigo esta noche, pero antes tengo que hablar, tengo que hablar con alguien, perdóname que te utilice, pero es como un vómito, lo que voy a decirte será como un vómito, pero a veces es necesario vomitar lo que nos pudre por dentro. Escúchame sin interrumpirme. Te repito que es un vómito. Ese hombre, el prisionero, es mi esposo. Es todavía mi esposo. No lo amo, no lo amé nunca. Es un pobre diablo que ni siquiera tiene la inteligencia necesaria para ser un hombre malo. Hace cuatro años lo abandoné. Me incorporé a la lucha y me fui con el compañero que conociste en Panamá. Cuando lo hice, el prisionero, mi marido, se volvió loco y empezó a delatar a todo aquel que se le antojó colaborador del Frente. Hoy le vi por primera vez luego de cuatro años, y ¿sabes lo que me dijo? Que todo lo había hecho por amor, por su amor por mí. ¿Te das cuenta? ¿Entiendes lo que siento?
—A mí me dijo lo mismo —alcancé a decir cuando sonaron los disparos y la mujer me miró con enrojecidos ojos de viuda.