EL BIBLIOTECARIO

YO soy Itzahuaxatin, el velador de los recuerdos y de las preguntas, de las razones y las dudas.

He trabajado sin pausas, sin hacer caso al llamado del cansancio, al rumor de los huesos, al canto de los pájaros dispuestos por mi señor Tecayehuatzin en jaulas de oro y fina pedrería para ordenar el comienzo y el fin de las jornadas.

He olvidado la luz y las sombras. He transgredido el mandato de los dioses del sueño, los dioses menores, trasladando los recuerdos, las preguntas y las respuestas que, una vez oídas, se multiplican en el corazón de los hombres y en la labor de quienes las estampan con diferenciados colores sobre pieles y láminas de yute.He viajado sin cesar. He destrozado mis ropajes, y así voy, apenas cubierto por la piel del leopardo que autoriza mi rango de conservador de la memoria del reino de Huexotingo, en el claro valle de Tlaxcala. En vano espero la voz que me detenga. Debe de ser cierto que los dioses nos han abandonado. Moctezuma fue el primero y por eso lo apedrearon como a una mujer canalla.

Recién, tras uno de mis viajes, abrí las jaulas para que los pájaros conocieran la dicha del vuelo, mas todos estaban muertos, asfixiados por la humareda que sube desde Huexotingo. La ciudad arde entre lamentos que he preferido ignorar para que la compasión no distraiga mi tarea.

En cada uno de mis viajes traslado todo cuanto me permiten estas mezquinas fuerzas de anciano, y me avergüenza reconocer que no es demasiado. Tengo los brazos delgados. Otras fueron mis guerras, y cuánto deseo tener los músculos de un guerrero azteca, el vigor que tantas veces presencié cuando atacaban la ciudad buscando víctimas para sus sacrificios.

Luego de los asaltos, mi señor Tecayehuatzin lloraba sin consuelo durante varios días, y ni siquiera las concubinas más solícitas conseguían aplacar su llanto. Entonces me llamaba. A mí, a Itzahuaxatin, para que buscara en los pliegos el bálsamo de los poetas. A veces le leía: "¿Son acaso verdaderos los hombres? ¿No son una invención de nuestro canto?". Y a veces las palabras lograban serenarlo, su respiración tornábase acompasada y el llanto cedía justo lugar a la ira. "Una verdad", me ordenaba.

Y yo buscaba entre los pliegos de verdades, entre los miles de pliegos dictados por los poetas reunidos bajo el amparo de mi señor Tecayehuatzin para decir verdades inmortales que consolaran al corazón más atribulado, a los espíritus cubiertos de llagas que se acercaban a Huexotingo, la ciudad de la música y la poesía. Y leía: "Sabemos que sólo es verdadero el corazón de nuestros amigos. Sabemos que sólo es verdadero el mandato de los sueños".

Mi señor asentía sin palabras y, sin abrir los ojos, con la noble cabeza inclinada sobre el pecho, extendía un brazo señalando el lugar donde se alzaría el nuevo edificio para borrar el horror de la tragedia.

Ahora hago una pausa. Apoyo la espalda en un muro de alabastro y siento llegar hasta mis sentidos el repugnante olor de la carne chamuscada y del coral quemado.

En este mismo sitio en que descanso tuvo mi señor el sueño que me mueve. Fue en una tarde de cálida brisa, subiendo desde el valle. Luego de escuchar a los poetas hablar de las fatalidades, tuvo mi señor un sueño inquieto, tal vez motivado por las palabras de Axahuantazol, el poeta ciego: "La mayor fatalidad es que se acaben las palabras y el árbol se quede huérfano de sonidos, sin que nadie pueda anunciar el sabor de sus frutos, los colores de sus hojas, el frescor de su sombra". Así habló el ciego, y los demás poetas se retiraron a una meditación dolorosa. Mi señor cayó en un sueño profundo. Al poco tiempo despertó angustiado y los convocó de nuevo :

"Me ha hablado un quetzal de cuerpo vacío. Lo sostenía Tlazaltéol, la diosa del amor, la que se come nuestros excrementos para que podamos amar. La diosa tenía la boca llena de vísceras del ave. No podía hablar, de tal manera que ordenó al quetzal hacerlo. Este levantó el vuelo, se me abalanzó en picado y con su pico me sacó el corazón. Enseguida me obligó a seguirlo hasta un profundo agujero. Allí lo dejó caer y él mismo cayó muerto".

Los poetas discutieron, y al fin dejaron que Axahuantazol interpretara el sueño.

"Tlazaltéol vació el cuerpo del quetzal para que te amara, pero el ave se apropió de tu corazón sin dulzura. Los dioses nos traicionan, mas el ave te ha guiado hasta un lugar donde tu corazón reposa a salvo de las alimañas y custodiado por el pájaro más noble. "¿Y qué es tu corazón, Tecayehuatzin, señor de Huexotingo?"

A las palabras del poeta ciego sobrevino una febril actividad. En un lugar secreto del palacio de los recuerdos y de las preguntas, de las razones y las dudas, de las verdades y las fatalidades, los esclavos iniciaron la excavación de una galería que conduce al pie de la montaña. Allí se dispuso la gran sala para ordenar los pliegos, las pieles coloreadas, las láminas de yute.

Cuando la estancia estuvo terminada, los puñales de obsidiana abrieron los pechos de los esclavos constructores y vaciaron los ojos de los arquitectos. Su sangre formó la argamasa de las trampas que habrán de clausurarla.

Debo continuar. Los músculos aflojan, los huesos se quejan, las piernas no obedecen, insisten en subir peldaños cuando ya he llegado al llano. Pero debo continuar.

Traslado el corazón de mi señor Tecayehuatzin hasta las profundidades que el quetzal le indicara. He cargado infinitas verdades, preguntas, razones. He trasladado los motivos de la serpiente que se traga el mar, la detallada descripción de un lavado ocular, la génesis circular de los dioses, las preguntas que generan el insomnio, las verdades que conducen al delirio, la descripción del pájaro de la felicidad cuyo vuelo sólo puede contemplarse una vez, las medidas de la oscuridad, la mecánica que permite al horizonte colocarse a espaldas de los hombres cuando giran la cabeza, ¡y aún me falta tanto! Pero debo seguir, debo continuar, hasta que las lozas desocupadas de los anaqueles me indiquen que emprendo el último viaje.

Mi señor Tecayehuatzin ha muerto. Han muerto los poetas y los músicos, los sabios y los arquitectos, las mujeres y los eunucos. Han muerto los niños y los pájaros.

Tras el sueño de mi señor, supimos que los extranjeros descubrieron la entrada al valle de Tlaxcala. Los mismos que causaron la humillación de Moctezuma. "Un solo dios tienen", dijeron los emisarios aterrados. ¿Qué podíamos hacer para enfrentarnos a quienes viven en la barbarie de adorar a un solo dios? ¿Y a cuántos dioses ultimó aquel dios para ser el único regente? Comprendimos el pavor de nuestros dioses, que nos abandonaron en la huida, y los brazos actuaron certeros reuniendo madera, telas, todo lo inflamable, y, certeras, actuaron las antorchas multiplicando el fuego en los edificios, y también fueron certeras las pócimas de despedida preparadas por los sabios.

Ardió Huexotingo. Los palacios se han derribado entre lamentos de piedra y los corales son ahora ceniza de mar. Todos han muerto. Menos yo. Todos han muerto. Ninguno de nosotros se humillará frente a seres inferiores.

Debo seguir, debo continuar trasladando los pocos pliegos que permanecen en los atriles, porque yo soy Itzahuaxatin, el conservador de la memoria y del tiempo, el que, cuando decida que el trabajo ha terminado, habrá de pararse a la entrada de la galería que lleva al corazón de Tecayehuatzin, señor de Huexotingo y de Tlaxcala, y, en ese lugar, me clavaré un puntiagudo estilete dorado en el centro del pecho y lo dejaré allí sin moverlo, como un codiciado apéndice de mi cuerpo. Extraña joya que contemplaré mientras aprisiono mis manos en las argollas que sobresalen de los pilares.

Cuando vengan los extranjeros a saquear este lugar sin edades e intenten mover mi cuerpo, aunque sea por el mínimo espacio de un cabello, conocerán el arte de nuestros arquitectos, los que calcularon el peso de mi cuerpo muerto, y todo se derrumbará como si jamás hubiese existido, y mis huesos cansados serán los cimientos de la eternidad de mi señor, de mi pueblo, y de todas las palabras que se han dicho y de las que jamás se repetirán.