FORMAS DE VER EL MAR
EL auto tomó la curva a más de noventa, las ruedas dejaron escapar un quejido de gomas y la mujer se aferró al asiento sin perder la expresión de hastío. —¿Qué diablos te pasa ahora? —Necesito mear. —¿No puedes hacerlo en la próxima gasolinera? —Me gusta mear al aire libre.
Tras abandonar la carretera nacional, el auto prosiguió la marcha por un sendero estrecho y al poco rato desapareció bajo la arboleda. —Aquí está bien —dijo el hombre.
Detuvo el vehículo, apagó el motor, abrió la puerta y echó a caminar entre los árboles.
La mujer lo miró avanzar, detenerse, llevar las manos a la bragueta, abrir las piernas y por entre ellas vio caer el chorro de orina.
Era el primer acto consecuente realizado por el hombre en mucho tiempo. Manifestó deseos de orinar y lo hizo. Eso ya era algo.
Llevaban dos días de viaje. En el asiento trasero del auto descansaban varios objetos: un mapa de España, un caballete, tres lienzos vírgenes, varios blocs, una caja de lápices y otra de óleos y pinceles. Había también una botella de coñac comprada en un alto del camino.
El vehículo era incómodo, excesivamente funcional, impersonal como todos los autos de alquiler, pero al hombre no le importaba. En realidad, nada parecía importarle.
Tres semanas atrás había caído la primera nieve en Estocolmo, y la mujer lo había encontrado en su atelier, a gatas, limpiando entre maldiciones la estufa de carbón. Por todas partes se apilaban vasos y tazas sucias, botellas vacías y lienzos sin enmarcar. El aire viciado impulsaba a abrir de par en par las ventanas. —No has trabajado —saludó la mujer.
—¿Y para qué? No me gusta lo que tengo. A decir verdad, no tengo nada. Si muestro esta basura, la exposición será un fracaso.
—El director de la galería no opina igual. Le gustan tus cuadros, por eso programó la muestra y faltan menos de dos meses. —Necesito ver el mar. El mar. Mierda de estufa. —Pues asómate a la ventana. Ahí lo tienes.
—Hablo del mar. Del mar verdadero. El Báltico es un pozo de podredumbre. Todo está muerto. Esto no es el mar —dijo el hombre incorporándose.
Ella le quitó de las manos la pala y el cepillo. Se arrodilló y en breves segundos tuvo limpia la estufa, con los primeros carbones del invierno ardiendo. Enseguida se paró y abrió las ventanas indicando que el aire ayudaría al tiraje.
Afuera nevaba con suavidad, caían copos grandes como plumas de cisne, y la mujer se dijo que debería irse, de una vez, definitivamente, marcharse y dejarlo para siempre. Sabía que ya no lo amaba y que sólo un dejo de afecto la obligaba a permanecer junto a él, punzándola para que cumpliera. Luego de la exposición, sería diferente. Pensaba desaparecer sin explicaciones ni despedidas. Programaba desde hacía bastante tiempo una deseada soledad en Oslo, frente a una chimenea, bien arropada, bebiendo vino rosado entre página y página de todos los libros que planeaba leer. Al otro lado de la ventana, el Báltico parecía un pañuelo ondulante, y recién sintió que el insulto a aquel mar le había sido dirigido a ella.
El hombre se acercó. Le acarició la cabeza y comenzó a besarle el cuello. La mujer se volvió y, al tenerlo de frente, recibió su aliento fétido, mezcla de alcohol y tabaco. —Deja. No tengo ganas —musitó.
El hombre le puso las manos sobre los hombros y las bajó recorriéndole el cuerpo. Al llegar a las rodillas las metió bajo el vestido y las subió acariciándole los muslos.
—Dije que no tengo ganas —repitió ella ofuscada, pero el hombre la dobló hacia atrás abrazándose a su cintura. Cayó sobre ella, y, en el suelo, con movimientos bestiales, le quitó las botas, el leotardo y las bragas.
—¡Suéltame! —gritó la mujer, y el hombre se hizo a un lado. En sus manos tenía las bragas blancas, las observó detenidamente y se las puso sobre la cara como una máscara.
—Quiero ver el mar. El mar —dijo, y se alejó a contemplar su máscara en un espejo.
Aterrizaron en Madrid y en el aeropuerto alquilaron el auto. Durante los días previos al viaje el hombre había decidido que irían a Cádiz dando un rodeo, bordeando Portugal, y ella pensó que tal vez le haría bien, que la presencia de un mar al gusto de él le devolvería las ganas de trabajar.
En Salamanca, luego de cenar, ella le hizo algunas preguntas acerca de Cádiz, mas lo único que consiguió saber fue que Rafael Alberti era de allí. Luego, el hombre cayó en un abismo de silencio buscando afanosamente algo en el fondo de su copa. —¿Y ahora qué te pasa? —Nada. Mañana seguimos al norte. —Cádiz está al sur. —No pienso ir a Cádiz. —¿Y el mar? ¿No querías ver el mar?
—Quiero ver un mar mar. Además hay ciertas cosas que no me gustan.
—¿Cuáles?, dímelo por favor. Basta de jugar conmigo.
—No me gusta la comida andaluza —señaló el hombre y ordenó otra botella de vino.
Dos horas más tarde ella lo esperaba en la cama, y, en contra de sus predicciones, el hombre apareció locuaz.
—Mañana veré el mar. Es muy importante para mí ver el mar. Quiero sus luces, sus destellos, ¿entiendes? Quiero mostrar cosas nuevas, no la misma basura que pintan todos. —Tus cuadros son buenos.
—Eso opinan los imbéciles de Escandinavia y Alemania. No tienen ojos. Miran con los bolsillos. Todo cuanto he pintado no es más que basura, objetos para decorar interiores de idiotas adinerados.
—Pero de eso vives y no lo haces mal. ¿Por qué me atormentas? Hice todo cuanto pude para que tuvieras tu exposición, porque tú lo quisiste. Soñabas con esa galería, la mejor de Estocolmo, y ahora que la tienes parece que me culpes.
—No seas estúpida. Quiero mostrar cosas nuevas, eso es todo. Te sienta bien la ira, ¿sabes? Un día te haré un retrato. —¿Por qué no ahora mismo?
—¿Ahora? No. Voy a retratarte cuando seas vieja, con arrugas, con vida en la cara, con surcos móviles, como el mar. Y con el pelo canoso. Tal como eres ahora no me entregas nada, apenas una belleza perfecta.
—Gracias, es el piropo más dulce que he escuchado. Al día siguiente abandonaron temprano Salamanca. El hombre insistió en conducir evitando las carreteras nacionales, tomando en cambio estrechos senderos serpenteantes, desesperándose al comprobar que desembocaban en vías mayores y acelerando entonces como para huir de algún peligro.
"Macho de mierda. Mierda de macho. Te veré triunfar porque vas a triunfar. Es tu condena. Luego no sabrás nada más de mí y podrás quedarte a solas con tu instinto, lo único que tienes." El hombre se acercó abrochándose la bragueta. —¿Seguimos? —consultó la mujer.
—No. Me gusta todo esto. Mira los helechos. Mira qué verdor tan delicado. Mira cómo armoniza con el musgo, con las hojas podridas. Dame el bloc y los colores, aquí hay algo de lo que siempre he buscado.
Le entregó los materiales y, recostada en el auto, lo miró alejarse unos metros, acuclillarse con el bloc sobre las piernas, hurgando en la caja de lápices.
"Vaya, parece que se le pasó la regla. El animal artista en su elemento."
Los pensamientos de la mujer no dispusieron del tiempo necesario para alcanzar un sendero optimista, porque un par de metros más allá el hombre despedazaba el bloc y de una patada arrojaba la caja de colores a la maleza.
—Mierda. Vine a ver el mar y me distraigo como un cretino olvidando que vine a ver el mar.
Quedaba poco tiempo de luz diurna y una brisa fría se colaba por entre el follaje. Todos los tonos del verde se amalgamaban en un gris uniforme, y de alguna parte llegaba el amable aroma a leños encendidos.
—¿Seguimos entonces? —preguntó la mujer. El hombre se echó un trago de coñac y puso el auto en marcha. —¿Sabes adónde vamos? —Al mar. —¿Sabes por lo menos dónde estamos? —En Asturias.
Prosiguieron el viaje en silencio. Cuando la oscuridad se hizo total y ya no podía verse el camino, recién entonces el hombre encendió las luces.
En una curva, el haz de los focos iluminó una edificación de madera sobre pilares. La luz agresora bañó cientos de mazorcas cuyos granos brillaron como pepas de oro recién pulidas.
El hombre pisó el freno y la mujer se agarró a la guantera. —¿Y ahora qué? ¿Quieres matarme?
—Mira eso. Es imposible obtener tal luz, ¿sabes? Es imposible. Es antinatural, violatoria, hermosa. —Inténtalo. —Intentar, iqué? —Pinta eso. Una bodega en la noche. —No es una bodega. Es un hórreo. —¿Cómo lo sabes?
—Viene del latín. Allá conocí a muchos asturianos llegados luego de la guerra civil.
La mujer quiso decir: "Pinta eso, un hórreo en la noche", pero el hombre había pronunciado el "allá" con el mismo tono desgarrado que presagiaba las peores crisis, y por lo tanto prefirió no decir nada. Maldito "allá" de las comparaciones desproporcionadas. Maldito "allá" de las borracheras y de los tangos. Maldito "allá", territorio del instinto.
Siguieron por el estrecho sendero, deteniendo a veces la marcha para dejar el paso libre a una ardilla asustada o a un ratón de ojos saltones, hiriendo con los haces de luz la intimidad de los bosques, de las casas de muros gruesos, de más hórreos, hermanados en la burbuja que rodeaba al gran silencio nocturno.
Al entrar en Villaviciosa encontraron las calles vacías. El frío encerraba a las gentes en sus casas o en los bares tibios de voces. No les fue dificil encontrar un hotel, y, ya instalados, el hombre decidió que debían beber un aperitivo y estirar las piernas.
Caminaron. La soledad de las calles, apenas interrumpida por el paso apresurado de alguna mujer o por la carrera de un niño, confería a los pasos de la pareja un eco uniforme, porque la soledad termina hermanándolo todo de la misma manera, como las setas se hermanan silenciosamente con los hongos venenosos.
La mujer iba delante. Con las manos en los bolsillos del anorak, buscaba indicaciones que hablaran de la cercanía del mar, pero sólo encontraba datos históricos.
Y, en las fachadas de antiguas casas de belleza irreal, rectángulos de piedra contaban la pétrea edad de los cimientos. Frente a la plaza el hombre la alcanzó. —Entremos a tomar una sidra. —¿Con este frío? —Te gustará. Entremos.
Al abrir las puertas batientes, a la mujer le pareció que entraban a un sitio anegado. Tres hombres calzados con botas de goma chapoteaban entre los parroquianos.
El hombre ordenó una botella y se acomodó ante la barra. Entonces la mujer vio al escanciador en su ritual. Con una mano dispuso un vaso ladeado casi a la altura de la mitad del muslo, y con la otra alzó la botella por encima de la cabeza. El líquido salió como un chorro de miel, describió un arco perfecto y chocó contra el borde del vaso. El ritual sólo duró unos segundos y la mujer comprendió la razón de las botas de goma.
El hombre bebió complacido, con los ojos cerrados, y, cuando en el vaso no quedó más que un resto, lo arrojó al suelo mojado con un gesto de lejanía. La mujer supo que una vez más él no estaba allí, que lo que quedaba era apenas un residuo corporal, un espacio ocupado, y salió del bar sin decir nada.
Al llegar a la calle se alegró de no desear que el hombre la detuviera. Caminó. Cenó en un restaurante cercano y enseguida se dirigió al hotel.
"Basta. Ni siquiera me odia. No siente nada. Pobre hombre. No está aquí, ni en Estocolmo, ni en su allá. ¿Por qué no habré entendido que la idea de ver el mar, que la obsesión por ver el mar, no es más que una justificación para buscar las sombras que lo acosan? Y las busca con desesperación, porque ya no recuerda ni las formas. Pobre hombre. Pobre amor. Pobre artista. Pobre amor. Y ya no lo amo. Esa seguridad me salva. No puedo amarle. Nadie puede amar a un enfermo sin mentirse. Nadie puede ignorar la palabra compasión indefinidamente. Y cuando por fin se impone, una se avergüenza de haber envilecido el verdadero amor. Pobre hombre. Renuncio y no te dejo nada, ni siquiera la soledad que tan afanosamente buscas. Búsqueda inútil, pues harapos de recuerdos te nublan la vista y no te dejan alcanzarla. Pobre hombre. Pobre amor. Te dejo y no te darás cuenta de ello. Seré una ausencia más y, como estás tan lleno de ausencias, no percibirás la mía. Y lo más triste es sentir que te entiendo. Yo soy para ti la ausencia de las mujeres que amaste o de las que quisiste amar. Yo soy para ti el objeto de una pasión desesperada. Pobre hombre. Pobre amor. ¿Sabes qué buscas en el mar? La mínima certeza de que existe un otro lado donde tus derrotas te siguen esperando. Tus derrotas, lo único que quieres. Lo único que tienes. Pobre hombre. Pobre amor. Te dejo. Mañana regreso a Estocolmo, arreglaré tus cuentas, regaré tus plantas y dejaré la llave en el buzón. Luego viajaré a Oslo para emborracharme durante muchos días con la satisfacción del llanto liberado y del derecho a la esperanza. Pobre hombre. Pobre amor. Te dejo y, sin embargo, quiero ayudarte todavía."
La mujer se descubrió mirando sin ver la pantalla del televisor encendido. Era casi medianoche y, maldiciendo su vocación de samaritana, salió en busca del hombre.
Abrió las puertas del bar y lo encontró todavía acodado a la barra, una larga fila de botellas vacías frente a él. Se acercó y lo abrazó por los hombros. —¿Te gusta? —dijo el hombre.
Le indicó una hoja de papel pegada al espejo. En ella reconoció su trazo. Era un dibujo mostrando al escanciador en su ritual, pero el chorro de sidra no caía en el vaso, sino al suelo. —No está mal. Muy simbólico.
—A la mierda con los símbolos. ¿Ves? Por eso quiero ver el mar. Estoy hastiado de las interpretaciones. ¿Sabes por qué la sidra cae al suelo? Porque me tembló la mano. Porque dibujé con uno de esos bolígrafos asquerosos. No hay otra razón, no hay símbolos, nada de nada. —Como quieras. ¿Te apetece comer algo? —Sentémonos. Otra botella, por favor.
Tomaron asiento frente a una de las mesas y el hombre empezó a dibujar con un dedo sobre la superficie mojada. Tenía los ojos extraviados y su voz sonaba traposa. —Vamos. Ya bebiste bastante.
—Nunca beberé bastante. Demasiado tal vez, pero jamás bastante. —Disculpa. Corregiré mi español. ¿Vamos? —Pedí otra botella. Lárgate si quieres.
—Está bien. Bebe cuanto quieras. He venido a decirte que me voy. Pensé en hacerlo mañana, pero es mejor que lo haga hoy mismo. ¿Me escuchas? Me voy. Regreso a Madrid y de allí a Estocolmo. Desde luego me llevo él auto; perdóname, pero lo alquilé yo y, como sabes, soy responsable. Es mi problema. No necesitas decirlo. ¿Estás conforme? ¿Es lo que deseabas? En el hotel te dejaré todas las pesetas que cambié, ya no las necesito. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te digo?
El hombre permanecía con la cabeza inclinada sobre la mesa, siguiendo los desplazamientos de su dedo sobre la superficie. De pronto cerró el puño y borró todo lo trazado.
La mujer estiró un brazo y, tomándolo por la barbilla, lo obligó a mirarla.
—Me voy. Nunca más volverás a verme. Se acabó, ¿lo entiendes?
El hombre le apartó la mano, quiso decir algo, pero en ese momento se acercó el escanciador.
Entonces el hombre se paró, con movimientos torpes arrastró su silla hasta dejarla junto a la de ella y le ordenó al escanciador que sirviera.
La botella se alzó, se ladeó al alcanzar la altura adecuada y el chorro de sidra describió el arco dorado buscando la boca sedienta del vaso. —¿Lo ves? —preguntó el hombre. —¿Qué quieres que vea? Por Dios, ¿qué quieres que vea?
—Otro, por favor.
El escanciador recibió el vaso y se aprestó a cumplir nuevamente con su ritual.
El hombre puso un brazo sobre los hombros de la mujer y, en el instante en que el chorro volaba, le indicó un punto invisible bajo el arco de sidra.
—¿Lo ves? Ahí, como en los cuentos. Cruzando el arco de entrada del templo de los sueños, ahí, ahí está el mar.