RESEÑA DE UN LUGAR DESCONOCIDO
EL origen de las informaciones que hablan de la ciudad es incierto. Por otra parte, la desidia de los historiadores, arqueólogos, antropólogos, etnólogos y otros científicos, que insisten en acusar de charlatanería a quienes refirieron la historia, contribuye a mantener la incertidumbre.
Lo anterior no debe sorprendernos. Sabemos que el conocimiento es parcial y se basa en arbitrariedades. En efecto. El botánico que se apresta a descubrir la sexualidad del ficus inicia su trabajo buscando la confirmación de la meta hermafrodita que ya ha diseñado. Si luego de veinte años, la verdad, que siempre es casual, insiste en demostrarle el pecaminoso juego de la cópula que tiene lugar en cada tiesto, el botánico no vacilará en proclamar la degeneración absoluta del ficus y sugerirá la prohibición de su cultivo en el mundo entero.
Regresemos a las informaciones que hablan de la ciudad. Tal vez la única referencia históricamente rigurosa sea la de Juan Ginés de Sepúlveda, "el Humanista", contemporáneo de fray Bartolomé de las Casas, el que en 1573, sintiendo la llegada de la muerte, reunió en torno a él a los pocos parientes y allegados que no se sumaban al público escarnio que motivaban sus ideas. Estos acudieron junto a su lecho de moribundo atraídos más por el rumor de un posible testamento que por otras consideraciones de orden piadoso.
El Humanista, desde su lecho de anciano lúcido pero consumido por las fiebres de pecho, repartió con ecuanimidad los escasos bienes que poseía. Mobiliario, vajilla, imaginería religiosa, vestimentas, barricas de vino, algún cochinillo pasaron a ser propiedad de los presentes hasta que el anciano no tuvo más patrimonio que un pequeño cofre, modesta joya de talabartería salmantina, que insistía en mantener sobre el vientre, aferrándose a él como para protegerlo de las miradas codiciosas.
Al abrirlo, los herederos se sintieron defraudados. Ni una sola joya, ni un solo doblón, ni una sola pieza de metal precioso, ni una sola fila de perlas había en su interior. Apenas un fajo de hojas amarillentas, resquebrajadas por los muchos manoseos y las muchas lecturas y escritas en caracteres muy gruesos. Eran once hojas de las cincuenta y dos que componían la Carta rarisima, misiva enviada por el Gran Almirante de la Mar Océano a sus majestades de España el 7 de julio de 1503.
Como es de público conocimiento, la Carta rarísima fue llamada así a causa de dos detalles en ella consignados. El primero es la confesión de un terrible sueño poblado de visiones apocalípticas, que acometiera al Gran Almirante en los peores momentos de su cuarto viaje a las Indias y de toda su existencia. El segundo, una frase: "El mundo es pequeño", difícilmente comprensible en un marino que vivió desafiando la adversidad y renegando del horizonte como fin de la empresa humana.
Tal afirmación, "el mundo es pequeño", llenó de consternación a la curia, a la corte española, a los banqueros ingleses, a los lectores y escribas de entonces y decidieron omitir los fundamentos de la opinión del Gran Almirante. La omisión fue cometida extraviando veintiséis hojas de la Carta rarísima. Según los historiadores, o se extraviaron misteriosamente durante la travesía, o fueron lanzadas por la borda por un pariente del marinero Rodrigo de Triana. Sea como sea, el asunto es que once de aquellos documentos fueron a dar a las manos del Humanista por medios que desconocemos.
Lo que sí sabemos es que en esas once hojas el Gran Almirante describe, con un lenguaje cercano a la herejía, la existencia de un lugar, del que supo sólo de oídas, y al que llamó sucesivamente Mococomor, Mojojomol y Mocojotón. Más tarde, Juan de Cáceres, expedicionario al servicio de Cortés, nos hablará con todas sus letras de Moxoxomoc en su Tenebrosus Egressus, prolongada y letárgica crónica escrita pocos meses antes de que los aztecas le abrieran el pecho en el altar de los sacrificios.
La descripción de Moxoxomoc consignada en esas once hojas manuscritas se la debemos a la buena memoria de Ruy Per de Sepúlveda, el que contaba trece años cuando su tío abuelo, Juan Ginés, el Humanista, las leyó ante la audiencia de codiciosos defraudados. Ruy Per de Sepúlveda guardó la narración en su memoria, pero tal vez muchos detalles valiosos se perdieron en el lento desgranar del tiempo, o fueron arbitrariamente deformados. Esto último no debe inquietarnos ni llevarnos a condenar al memorizador. Sabemos que la narración oral es la madre de la literatura, porque crea y recrea constantemente las situaciones conforme al ánimo y conveniencia del narrador. Además, debemos señalar que entre los descendientes de Ruy Per de Sepúlveda no se contó ningún hombre de letras o interesado en la historia hasta tres siglos más tarde. Los descendientes de Ruy Per de Sepúlveda practicaron la narración de aquellas once hojas como pasatiempo durante la noche de eclipse lunar, como bufonada para ganar un vaso de mosto en las fondas, o como argumento de titiriteros. Pero con todo, y pese a todo, consiguió llegar a nuestros tiempos.
Según los Sepúlveda, el Gran Almirante situaba la ciudad de Moxoxornoc en algún punto hoy fronterizo entre México y Honduras. La ciudad, si es que cabe darle tal nombre, estaba compuesta por dos enormes edificios rectangulares, muy altos, de piedra finamente trabajada y decorada con relieves que representaban a figuras humanas en las más diversas actitudes —por lo que no es extraño que el ilustre marino hablase de monstruos—, y ambas construcciones se levantaban sobre un árido suelo de grava.
Es dificil no caer en los detalles inocuos con que los Sepúlveda fueron adornando la narración. De pronto, si nos remitimos a la Reseña de tesorosfáciles de encontrar, de Alonso de Sepúlveda, acuñador de moneda en el Virreinato de La Plata, Moxoxomoc no sería otra que la fabulosa Ciudad Perdida de los Césares, pero todo esto no es más que elucubración irresponsable.
Al señalar que la ciudad estaba conformada por dos grandes edificios no debemos pensar ni en forti ficaciones militares ni en viviendas colectivas. Los dos edi ficios se alzaban con precisión frente a frente, siguiendo la línea del desplazamiento solar. Unas cien yardas los separaban entre sí, y ambos tenían las puertas de entrada orientadas hacia poniente y las de salida, hacia oriente. Cada edificio tenía sólo dos puertas, una de enttrada y otra de salida y los interiores habían sido diseñados en forma de laberinto. Estrechos y rectos pasadizos conducían, quebrándose una y otra vez, a la puerta de salida. Los muros de los pasadizos ofrecían, por el lado izquierdo, estanterías elevadas hasta la techumbre, repletas de códices redactados en la escritura maya, y pequeños bancos de piedra.
La arquitectura de estos edi ficios no debe extrañarnos. Se supone que la voz Moxoxornoc corresponde al dialecto uaxactum, y los uaxactumes dominaban las "matemáticas proporcionales" cinco siglos antes de nuestra era. Hay también quienes sostienen que Moxoxomoc corresponde al dialecto zotzil —Yuri Knorozov entre ellos—, pero esto no desautoriza lo antes señalado.
Si nos atenemos a lo descrito por el Gran Almirante, ambos edificios conformaban una extraña biblioteca. Al primero ingresaban, al cumplir cinco años, los descendientes de la casta de los sabios, y no lo abandonaban hasta que llegaran a la salida del l aberinto, treinta años más tarde. Día tras día, año tras año, aprendían. Primero leían los códices, más tarde los interpretaban, los discutían, volvían a interpretarlos y a discutirlos, hasta dominar cada secreto de las artes, de las ciencias, de la creación y de los orígenes. Finalmente, poseían tal sabiduría que conseguían guiar el rumbo de los sueños, la única empresa que los hombres jamás se han atrevido a asumir.
Al salir del edificio, pálidos como la piedra, casi transparentes, dubitativos ante la elección de caminar o levitar, eran festejados durante siete días en la explanada que separaba los edificios. Se les saludaba como "a los que no precisan hablar, pues poseen todas las preguntas y conocen todas las respuestas". Eran el objeto de los festejos; en su honor se sacrificaban doncellas y esclavos, pero ellos permanecían ausentes. Su única participación consistía en copular con las vírgenes elegidas para preservar la casta de los sabios.
Al octavo día ingresaban en el segundo edificio, al nuevo enclaustramiento que duraría otros treinta años, durante los cuales recorrerían el laberinto, esta vez plasmando sus ideas y reflexiones, sus nuevas preguntas y nuevas respuestas, en láminas vegetales, con tal disciplina, con tal rigurosidad que, al cerrarse el ciclo de sesenta años, la biblioteca del primer edificio veía duplicada su riqueza.
Los iluminados pagaban la luz con nuevas luces. Afuera mataban y morían. Multitudes dejaban las tripas en los altares de sacrificios. Los dioses vendían cada vez más caros sus favores y, a los sesenta y cinco años, los iluminados, adornados con el rango de los sabios, es decir, absolutamente desnudos, abandonaban la puerta final del segundo edificio para echar a andar con la inútil soledad de la sabiduría.
¿Qué ocurrió con esta fabulosa ciudad-universidad biblioteca? Lo ignoramos, y tal vez no lo sepamos nunca. Tal vez no sea más que fruto de la fabulación de los Sepúlveda, malamente atribuida a la pluma del Gran Almirante. También ignoramos el destino de las once hojas vistas por última vez en las temblorosas manos del Humanista. Lo que sí sabemos con certeza es que Ruy Per de Sepúlveda transmitió la crónica a sus descendientes y éstos, a su vez, en fondas, tugurios y altos en el camino.
Ruy Per de Sepúlveda fue el hazmerreír de Sevilla hasta el momento de su muerte, en 1680, pero hoy, al escribir con la visión de Moxoxomoc, por algún extraño designio, todavía fresca en mi memoria, no puedo evitar estremecerme al pensar en el Gran Almirante redactando afiebrado los escritos de su desdicha, al pensar en Juan Ginés de Sepúlveda conservándolos sin tener del todo claro por qué y para quién. Tal vez el Humanista intuyera que los sabios de aquella ciudad incierta anticipaban la inutilidad del saber que hoy nos acosa. Me emociona pensar en el primer informante, ignorado para siempre bajo el peso de los siglos.
¿Penetró algún expedicionario de Cortés en los laberintos? ¿Fue uno o fueron muchos? Y luego, ¿qué? ¿Regresaron al viejo mundo para formar sociedades secretas? Y, si lo hicieron, ¿consiguieron sobrevivir más tarde a la Inquisición?
¿De dónde viene el rechazo al poder de los que saben, a quienes no conocemos, pero de quienes recogemos con horror el fruto de sus conocimientos?
Tal vez todas las dudas que plantea este relato ya estén resueltas y vueltas a formular miles de veces en los blancos laberintos de Moxoxomoc.