UNA CASA EN SANTIAGO
Apreté muy fuerte los ojos para retenerla,
para guardarla dentro de mí,
y después los abrí bien grandes
para presentarme de nuevo ante el mundo.
Osvaldo Soriano, La bora sin sombra
Todo ocurrió muy rápido porque así son las prisas del cielo. Algo se rompió en el aire, las nubes desahogaron su violencia, y a los pocos segundos estaba empapado en el centro de la avenida. De tal manera que troté buscando un lugar donde guarecerme, pensé en llegar hasta la librería El Cóndor, la única librería latinoamericana de Zurich, seguro de que allí sería recibido por la calidez de María Moretti, que se precipitaría a quitarme la gabardina y a ofrecerme un tazón de café mientras me secaba la cabeza con una toalla, pero el temporal arreció y no tuve más remedio que adoptar la actitud de pollos desesperados que caracteriza a todos los peatones sorprendidos por una tormenta.
Entonces, por entre la cortina de agua vi el letrero pegado a una puerta de vidrio:
EXPOSICION FOTOGRAFICA DE C.G. HUDSON
FACHADAS DE CASAS
Entré obligado nada más que por el aguacero y, mientras empujaba la estrecha puerta, pensé en la cantidad de veces que había pasado por esa calle sin percatarme de la existencia de aquella galería, pero eso no me inquietó mayormente; a menudo se abren y cierran galerías de arte en Zurich, como en todo el mundo.
Las fotos estaban colgadas en un salón blanco, la iluminación era óptima, y yo era el único visitante.
Sobre una mesa, los catálogos impresos con sobriedad detallaban la breve vida del fotógrafo:
C.G. Hudson. Londres, 1947—1985.
Exposiciones individuales en Dublín, Nueva York, París, Toronto, Barcelona, Hamburgo, Buenos Aires...
A primera vista las fotos me parecieron buenas, aunque esta apreciación no signifique nada. Sabemos que el placer o el bienestar que proporciona una obra de arte proviene de estados de ánimo que convergen por casualidad.
La primera foto mostraba el pórtico de una casa veneciana en el Campo della Maddalena. Los colores eran vivos, invitaban a palpar la textura de la piedra y la aspereza de la madera. Luego venía la entrada de un caserón patricio de la María Hilfe Strasse, en Viena. Le seguían una verja enmohecida semiocultando la fachada de una villa romana, la silueta irreal y blanca de una casa en Creta (Aggios Nikolaos), y la piedra altiva y amorosa de una masía catalana (Palau de Santa Eulàlia). De pronto, entre la masía y un edificio estrecho de la calle de los relojeros en Basilea, la maltrecha puerta verde con la mano de bronce empuñando una esfera.
Me acerqué sintiendo que la tristeza modelaba una máscara odiosa en mi rostro. Los pasos me llevaban, no a la fotografía de un lugar o de un objeto conocidos, sino hasta una puerta cuyos interiores secretos me esperaban envueltos en la inclemencia de los años pasados, en la burla del tiempo.
Era la casa. Reconocí el número veinte escrito en un óvalo de latón azul. Al pie de las fotos estaba la leyenda que disipó toda posible duda: "Casa de Santiago. Calle Ricantén".
Un frío desconocido hizo que me temblaran las piernas, y un sudor más gélido aún me recorrió el espinazo. Quise sentarme y, al no encontrar donde hacerlo, opté por quitarme la gabardina mojada y la dejé en el suelo, junto a la mesa de los catálogos.
C. G. Hudson. Londres, 1947—1985...
Hacía muy pocos años que el fotógrafo había muerto y yo sentía la imperiosa necesidad de hablar con alguien, con un empleado, con el director de la galería, con cualquier persona que me diera información acerca de él, y sobre todo que me ayudara a averiguar cuándo tomó esa fotografía.
Vi una puerta que supuse conducía a la oficina del encargado, llamé y, al no obtener respuesta, giré la manilla y empujé con suavidad. Al otro lado, en un cuarto repleto de carteles y útiles de aseo, una mujer escondió avergonzada su termo de café.
—Disculpe, no quise alarmarla. ¿Puede decirme a qué hora viene el responsable de la exposición? Soy periodista y quisiera hacerle unas preguntas...
Me respondió que el dueño de la galería solía ir por las tardes, una media hora antes del cierre, que ella se encargaba de la limpieza y que sólo esperaba a que amainara el aguacero.
Dejé a la mujer y regresé hasta la foto. Como no había nadie más en la sala me atreví a encender un cigarrillo. El tabaco consiguió tranquilizarme. Ya no temblaba, pero la inminencia del cierre de un círculo que creía felizmente olvidado hizo que me sintiera desdichado.
Era la casa. Y, entre ella y yo, el tiempo y algo más. El color amarillo desteñido del muro, el verde agresivo y cuartelero de la puerta, y la rígida mano de bronce empuñando una esfera eran manchas vergonzosas en la estética de los otros pórticos fotografiados, pero aquella fealdad intencionada me trasladó hasta un aroma de baldosas lavadas que ya casi no habitaba mi memoria, porque la alquimia de la felicidad depende de la justa mezcla de los olvidos.
Fue una tarde de verano cuando crucé el umbral de aquella casa. Esa es la única certidumbre que me queda. Lo recuerdo. Me acompañaban Tino y Beto. Eramos el trío inseparable, los devoradores de lomitos y del alba, los bebedores primerizos del amor y del vino tinto seco y áspero de las peores tabernas, los señores ingenuos del baile y de la noche.
Cada fin de semana se nos planteaba una cuestión de honor: ser invitados a un baile, a una fiesta, a un brillo y, de ser posible, contar también con un trío de amigas nuevas para agotar con ellas largas horas de música y palabras musitadas al oído.
Los mejores programas los proponía casi siempre Beto. Su empleo como lector de medidores en la compañía de electricidad le permitía conocer a mucha gente, y así nos procuraba invitaciones a bautizos, cumpleaños, bodas de plata y otras celebraciones familiares.
Beto... y, dígame, ¿le importa si vengo con un par de amigos? Son dos muchachos muy serios, de buena familia y somos como hermanos, ¿sabe?, como los Tres Mosqueteros, uno para todos y todos para pasarlo bien. Son muy buenos muchachos.
Fue un sábado de verano. Santiago olía a acacios, a jardines recién regados, a baldosas manguereadas convocando al frescor de los crepúsculos de aquella "ciudad rodeada de símbolos de invierno", y nosotros olíamos a glostora, a los chorritos de lavanda inglesa que perfumaban nuestros pañuelos, porque, como señalaba Tino, las mujeres siempre andan pidiendo pañuelos.
Tino... pero ojo, compadres. Atentos, siempre. Gentiles, también, pero sin enamorarse. Los giles no más se dejan agarrar y, si no me creen, miren al Mañungo. Antes nos acompañaba a todas las paradas, hasta que se dejó agarrar, el muy pelotas, y ahora anda como gato mirando pa' la carnicería...
No. No nos enamorábamos. Esa era una curva peligrosa que evitábamos con toda nuestra voluntad, porque si uno llegaba a hacerlo, entonces se rompía la unidad del grupo. Y mujeres las hay muchas, en cambio amigos... Un sábado, un verano, Beto y Tino. —Betofen, ¿dónde es la cosa? —En la calle Ricantén, y promete. —¿Minitas? —Vi a dos que están de mascarlas. —¿Me haces el nudo de la corbata, Betofen?
—Clarín de guerra. Pero Tino, ¡apestas a bencina blanca! ¿Todavía te limpian los pantalones con bencina blanca? Claro, como son de casimir. Todo eso es antediluviano, viejo. Tienes que usar ropa de diolén. El diolén se lava y siempre está impecable, como recién planchado. —Sí, Betofen. Diolén. ¿Marchamos?
En el camino nos aperamos de cigarrillos, Libertys para nosotros y Frescos para las chicas, que por esos tiempos los preferían mentolados. Compramos además la consabida botella de pisco para los dueños de la casa, tarjeta de honorabilidad que nos evitaba ser incluidos en la lista de los bolseros.
Ricantén, número veinte. La puerta era verde cuartel. La enmarcaba un descascarado muro amarillo y, en la parte superior, tenía una mano de bronce empuñando una esfera. Beto hizo las presentaciones de rigor, nos dejamos regalonear con unos vasitos de ponche alabando la mano de la dueña de la casa, examinamos al personal y, a los pocos minutos, ya éramos los capos del baile. Luis Dimas, Palito Ortega, The Ramblers, Leo Dan. Y aplaudíamos a los viejos cuando arremetían con un pasodoble o con un tango.
Al filo de la medianoche el reparto de parejas ya estaba decidido: Beto con Amalia, a la que no soltó en ningún momento, y Tino con Sarita, una chica con lentes que le traducía en voz baja los textos de las canciones en inglés. Yo los envidiaba, aburrido de bailar con calcetineras audaces o con la dueña de la casa, y ya me resignaba a ser el perdedor de la jornada.
Según los reglamentos del grupo, el perdedor estaba condenado a invitar a una ronda de lomitos y cerveza en la Fuente Alemana. Hacía las cuentas del dinero que llevaba conmigo cuando de pronto apareció Isabel, disculpándose por llegar tarde.
Nada más verla me quedé sin aliento. Jamás —y no sé si tengo algún motivo para congratularme por ello— he vuelto a ver unos ojos como los suyos. Más que mirar, parecían atraer, succionar la luz de todo cuanto recorrían, alimentando sus pupilas de un resplandor húmedo y misterioso. —¿Bailamos? —invité. —Todavía no. ¿Nos sentamos un ratito?
En el sofá no me quitaba los ojos de encima. Parecía estudiar y medir mis reacciones antes de aceptar un acercamiento mayor. Yo me sentía como un idiota. Incluso el clásico "¿estudias o trabajas?" no me salía de la boca, y finalmente, en el colmo de la originalidad, le pregunté si acaso sabía bailar.
El brillo de sus ojos aumentó. Sin decir una palabra se incorporó, fue hasta la electrola, interrumpió a Buddy Richard y su balada de la tristeza, colocó un nuevo disco con ritmos centroamericanos y, ante la sorpresa de todos, acomodó sobre su cabeza una jarra de ponche y empezó a bailar con un prodigioso cimbrear de caderas y de hombros sin derramar una gota.
Tras dejar el jarrón y agradecer los aplausos, regresó a mi lado. —¿Y? ¿Te parece que sé bailar?
LSas horas siguientes pasaron sin sentirlas. Bailábamos y yo descubría una dimensión desconocida en el lenguaje de los cuerpos. Sentía que verdaderamente se dejaba conducir, que en ella no era una pura formalidad, sino que deseaba que la llevara por caminos de súbitos acercamientos y temporales lejanías. Se dejaba atraer sin resistencia hasta pegarse a mi cuerpo. En una vuelta del baile me abrió el saco para unir sus senos pequeños y duros a mi camisa. Entonces la apreté más y, en las vueltas prolongadas por el balanceo de sus caderas felinas, empujé una pierna entre las suyas hasta sentir el contacto volcánico de su entrepierna. Ella se dejaba hacer, llevar, atraer, con una complacencia que realzaba con sutiles quejidos y con los dedos clavados en mi espalda.
Cuando en un acercamiento percibió la erección que me abultaba el pantalón y soldó su vientre a mi cuerpo, sentí subir como una araña hasta mi cabeza el pensamiento: "Te tengo lista, minita, minita calentona, te tengo lista", pero algo superior hizo que me avergonzara. Entonces sacudí la cabeza, la araña—pensamiento cayó y, en una vuelta del baile, la aplasté bajo un zapato.
Las horas pasaban porfiadas y yo sólo deseaba seguir abrazado a Isabel, sin hablar, girando un blues mientras Ray Charles preguntaba quién había al otro lado del muro de su ceguera, pero nadie le respondía porque la unión de nuestros cuerpos y de nuestros alientos nos hacía olvidar todas las palabras, todos los idiomas. Bailábamos con los ojos cerrados cuando los invitados mayores comenzaron a abandonar discretamente la fiesta, y no tardaron los dueños de la casa en atreverse a interrumpir el Summertime de Janis Joplin para señalarnos que ya era muy tarde, que estaban cansados, que muchas gracias por la asistencia y, con esa diplomacia brutal de los santiaguinos, declaraban que calabaza calabaza, cada uno para su casa. No fue fácil despegarnos. —¿Nos vemos mañana? —me oí implorar. —No puedo. El próximo sábado. —¿Qué tienes que hacer? Pasado mañana entonces. —No hagas preguntas. No me gustan. El sábado. —Está bien. ¿Vamos al cine? —Encantada. Ven a buscarme a las siete.
Salimos a la calle para completar el ritual de despedida.
Alejados unos metros, Tino y Sarita, Beto y Amalia se dejaban envolver por la brisa nocturna. Al ver que se besaban, pegados como lapas, estimé conveniente alejarnos unos pasos. Quise besarla, pero me detuvo.
—No. Nosotros somos diferentes. Volvamos a la casa y te daré algo mejor que un beso.
Entramos nuevamente. La sala estaba casi a oscuras. Olía a tabaco, a pisco, a restos de ponche, a música gastada. Isabel cerró la puerta.
—Date vuelta y no gires hasta que te lo ordene. De cara a la oscuridad, súbitamente me asaltó por primera vez la certeza del miedo. Un miedo inexplicable. Un miedo cuyo territorio empezaba en la punta de los zapatos y se prolongaba hasta los bordes de un abismo que mi temprana lógica pugnaba por negar. —Ahora, date vuelta.
Al hacerlo sentí que un millón de hormigas subían por mi piel. Isabel estaba tendida sobre el sofá y las hormigas eran pesadas y gordas. Se había recogido el vestido sobre los hombros cubriéndose la cara, y las hormigas se apoderaban de mi cuello. Estaba desnuda, y las malditas hormigas me asfixiaban.
En la semipenumbra distinguí el brillo de su piel, sus senos pequeños violentamente erguidos, coronados por dos botones oscuros. Entre las piernas me ofrecía un triángulo de tenue musgo, sobre el que caía, como un rocío, el haz de luz que se deslizaba desde la calle. Yo contenía la respiración para que las hormigas me dejaran en paz. —Ven —susurró ondulando las caderas.
De rodillas, dejé que la firme determinación de sus manos asiendo mi cabeza venciera el deseo de precipitarme. Me dejé conducir como en un viaje aéreo. Isabel me sostenía la cabeza permitiendo que apenas tocara su piel con mis labios, y así me llevó desde sus hombros a los senos, y de su vientre a los definitivos hemisferios de sus caderas. Yo era un dichoso argonauta a la espera de la orden de bajar en el lugar preciso.
Sus manos maniobraron con certeza. Ni una brisa se interpuso en mi descenso encima del valle de vegetaciones onduladas que culminaba en el sendero de sus piernas abiertas para que mis labios buscaran el armónico acomodo antes de probar los desconocidos sabores de su boca vertical y secreta. Y quise entrar en ella. El deseo tapó cada uno de mis poros y determinó el rítmo del corazón y los pulmones para que nada estorbara la lengua exploradora que se abría paso hacia un mar de placer en el que quería sumergirme, para nadar luego hacia arriba, porque intuía que la dicha se encontraba al otro lado de esa cavidad humedecida por sus movimientos y mis caricias. Quería entrar en ella, entrar a como diera lugar. Tal vez en aquel momento empecé a saber que el amor es una ingenua tentativa por nacer de nuevo. —¿Te gusto? —preguntó de pronto.
—Te amo —respondí apropiándome por primera vez del verbo. —Entonces ven el sábado y me amarás más todavía —aseguró levantándose con un enérgico salto.
El vestido cayó sobre su cuerpo con un movimiento de cascada que arrasó las últimas hormigas.
Salí de la casa flotando en un aire liviano. Mis pensamientos eran una mezcla de sabores, luces, colores, aromas, melodías. Charles Aznavour repetía Isabel Isabel Isabel porque yo se lo ordenaba, y la certeza de saber que el Mar Muerto es tan salado que los cuerpos no consiguen hundirse contribuía a mi felicidad. Sentía frío, calor, miedo, alegría, todo junto y al mismo tiempo.
Tino y Beto me esperaban en la esquina y también se les notaba felices. No cesaban de brincar y darse palmaditas en la espalda. —¿Cómo nos caerían unas pílsener? —propuso Beto. —¿Qué le hace el agua al pescado? —respondió Tino. —Conforme. Yo invito —agregué.
Entre los dos me tomaron de los brazos y me hicieron correr en el medio.
—¿Y? Suelta. ¿Qué tal se despide la Chabelita? —preguntaron a dos voces.
—No sean huevones —respondí zafándome. Seguimos caminando en silencio. Yo, ofendido con ellos y ellos, conmigo. Por fortuna encontramos pronto un bar abierto y la ronda de cervezas se encargó de borrar toda aspereza.
Santiago. ¿Cuántos años han pasado? Santiago. Ciudad, "¿estás ahí todavía, entre los cerros y el mar, rodeada de símbolos de invierno"?
Pasarlo bien, hacer conquistas no era en sí tan importante como el poder comentarlo con los amigos. Tino y Beto hablaban de sus recientes levantes.
—¿Se fijaron? De entrada, mirada a los ojos, y a la lona. —Debe de ser cosa del diolén, Betofen.
—En serio. Yo tengo mi estilo. Marlon Brando es una alpargata comparado conmigo.
—BSueno, si es por hablar de estilo, el mío tampoco es de tercera. En el primer baile me di cuenta de que a Sarita se le derretían los helados por este pecho.
Yo los escuchaba en silencio. No podía ni quería hablarles de Isabel. Por primera vez descubría el valor del silencio. La palabra intimidad me golpeaba la boca y aceptaba de buena gana el castigo.
Ellos hacían planes para el día siguiente. Habían acordado juntarse con las chicas para lo de siempre: cine, hot dogs en el Bahamondes, copetín en el Chez Henry, y luego el paseíto bajo las sombras cómplices del cerro Santa Lucía, "tan culpable por las noches, tan inocente de día".
El domingo fue insoportable. Estuve todo el día en calzoncillos y encerrado en un mutismo que asombró a mis viejos. Por la tarde vi pasar a mis amigos camino de sus citas, me comió la envidia y terminé encerrándome a leer una novela de Marcial Lafuente Estefanía, Yo que tú no lo haría, forastero, a sabiendas de que sus vaqueros no conseguirían alejarme de Isabel.
Domingo, lunes, martes. La semana transcurrió en medio de una lentitud desesperante. Las horas de clase se prolongaban hasta extremos insoportables y las tardes de fumar parados en la esquina perdieron su encanto. S La esquina. Nuestra esquina. Las gradas de la carnicería, nuestro pequeño gran anfiteatro de adoquines gastados, en el que, insensibles, presenciamos tantas veces el espectáculo de los sueños rotos por la vida diaria, o revisamos nuestro repertorio de recuerdos frescos para un público de perros amistosos, o de niños porfiados que querían ser como nosotros. La esquina iluminada por un farol del alumbrado público que proyectaba nuestras sombras de reptiles fugaces hasta hacerlas caer por el mismo desagüe que se llevaba las colillas hacia un mundo oscuro, subterráneo, y no por ello menos nuestro. La esquina. Ese lugar marcado una y mil veces por nuestra presencia de machos tempranos. La esquina. Sala de mandos, mesa de operaciones, ruleta, confesionario de aquella trinidad de pájaros que no alcanzaban a prever la catástrofe que aguarda al final de los primeros vuelos, no sirvió para paliar la creciente ansiedad de piel y encuentro, hasta que por fin llegó la mañana del tan esperado sábado. Lo primero que hice fue visitar al peluquero.
CACERES ESTILISTA DE CABALLEROS.
CORTE Y AFEITADA
—Americana redonda y bien marcadas las chuletas, por favor.
"Al estilista Cáceres. Diploma de Honor. Primer Concurso Internacional de Peluqueros. Mendoza, Argentina."
—¿Y el jopo? ¿Cómo quiere el jopo? ¿A lo Elvis?
"Al estilista Cáceres, con cariño. Nino Lardy, la voz chilena del tango."
—No uso jopo. Me peino con gomina, a lo bife, ¿entiende?
CACERES MASAJE CAPILAR GARANTIZADO
NO HAY PELADO QUE SE ME RESISTA
Lustré los zapatos hasta conseguir que el cuero trinara como un canario. Me vestí prolijamente. Tomé prestada la mejor corbata de mi viejo, que me observaba desde el retiro espiritual de su análisis hípico, y envuelto en un aroma de lavanda inglesa me lancé al encuentro de Isabel.
Iba nervioso. En la micro noté que algunas mujeres se daban la vuelta a mi paso y murmuraban socarronas. "Seguro que se me pasó la mano con la lavanda, pero con el aire se quita. Y si a alguno se le ocurre decirme maricón con olor a puta, le rompo el hocico. Seguro."
En el mismo negocio en que lo hiciéramos el sábado anterior compré cigarrillos y, poco antes de llegar a la calle Ricantén, aproveché los espejos de una vitrina para revisar el nudo de la corbata y la peinada. Estaba impecable, y así me largué a caminar en busca del número veinte.
Catorce, dieciséis, dieciocho, veinte... ¿Veinte?
Bajo el número veinte encontré una casa gris con los muros agrietados por el último terremoto. Una casa con mampara tipo inglés y ventanas protegidas por barrotes de hierro.
Pensé que me había equivocado de calle. Era posible, no estaba en mi barrio, y retrocedí hasta la esquina para leer el letrero de latón. Calle Ricantén. ¿Qué diablos pasaba?
Luego se me ocurrió que tal vez, en mi ansiedad, me había confundido de número: era el ciento veinte, es decir una cuadra más arriba, y caminé rápido sin preocuparme por el sudor que amenazaba con arruinar la peinada y el cuello de la camisa.
Bajo el número ciento veinte tampoco estaba la casa amarilla, la puerta verde cuartel y la mano de bronce empuñando una esfera. Tampoco la encontré bajo el doscientos veinte, y más adelante terminaba la calle.
No entendía nada. Quería maldecir, putear, llorar, patear el semáforo, gritar que algo o alguien me estaba estafando, y así, solté el nudo de la corbata, me desabroché el cuello de la camisa y me planté frente a la casa bajo el número veinte.
Llamé, y una veterana de evidente mal humor abrió la puerta, dejando el espacio apenas necesario para asomar la cabeza.
—Disculpe, ¿vive aquí una señorita de nombre Isabel? La veterana negó con sequedad y cerró la puerta. Llegué a abofetearme la cara en un intento por recuperar la realidad perdida. La realidad era la casa que no estaba, los vecinos sacando sillitas de mimbre y mesas ratonas para disputar partidas de brisca bajo los acacios. La realidad era la ausencia de los muros amarillos, de la puerta verde cuartel y de la mano de bronce empuñando una esfera, todos esos detalles que en algún lugar del mundo esperaban inútilmente mi llamada.
No puedo precisar cuántas veces recorrí la calle atisbando por las ventanas, tratando de reconocer la sala de la fiesta, las lámparas, el sofá sobre el que Isabel tendiera la negligente promesa de mi felicidad, fumando sin pausas, hasta que un nudo en la garganta y el paquete vacío crepitando en una mano me indicaron que lo más sensato era aceptar la derrota y regresar a casa.
Así lo hice, y para no evidenciar el fracaso ante mis viejos entré en el primer cine que se me cruzó en el camino.
Volví a casa muy tarde. Entré sin encender las luces y me encerré en mi cuarto. No podía dormir. Necesitaba repasarlo todo una y otra vez, a ver si encontraba una respuesta. A eso de las dos de la mañana escuché las notas de nuestro silbido clave. Eran Tino y Beto que regresaban de una fiesta con nuevas conquistas para el día siguiente. Me convocaban para compartir sus triunfos y para que yo les contara el mío, aunque la cita con Isabel la habían considerado una pequeña traición a los intereses del grupo.
Dejé que la llamada se repitiera dos veces antes de salir.
—¿Cansado el hombrón? ¿Te sacó el jugo la Chabelita? —preguntó Beto.
—Vamos a la esquina. No quiero despertar a los viejos.
—Esa cara de lunes... No me digas que te dejó plantado —consultó Tino. —Imposible. La cita era en la casa —agregó Beto.
—Les cuento si prometen no subirme al columpio. En serio. No tengo ganas de ser material de hueveo.
En la esquina, nos sentamos en las gradas de la carnicería. Beto ofreció una ronda de cigarrillos. —Bueno. Desembucha. ¿Qué pasó? —preguntó Tino. —Nada. No pasó nada. Nada.
—¿Cómo que nada? —insistieron a dos voces. Por primera vez sentí que no los quería, que no los necesitaba y que mi derrota era personal, íntima. La gran derrota del delantero que pierde el penalti decisivo en el minuto noventa.
—Nada. O sea..., putas..., nada. No encontré la casa. Me perdí. Equivoqué la dirección. Qué sé yo.
Los tres permanecimos en silencio. No se oía más que el chupar de los cigarrillos y me maldecía por haberles dicho la verdad. —Oye, si era muy fácil. Ricantén, número veinte —apuntó Beto. —"Estás seguro? ¿Era ésa la calle? —Pero claro, viejo. La semana pasada llegamos juntos. Juntos buscamos la casa y juntos la encontramos. Mira, reconstruyamos el escenario del crimen: nos bajamos de la micro en Portugal y Diez de Julio. En la esquina compramos puchos y "la consabida", luego caminamos un par de cuadras y ya estábamos. Además, la calle Ricantén es muy corta —terminó de precisar Beto.
—Hice lo mismo y no encontré la casa. Bajo el número veinte había otra.
—Un momento. Los que alguna vez padecimos meningitis y no nos recuperamos del todo pedimos una pausa informativa. ¿Te acuerdas de cómo era la casa? —preguntó Tino. —Cuál casa, ¿la de ahora? —No, pelotas. La casa de la fiesta.
—Amarillo caca, con una puerta verde y una aldaba de bronce. —¿Y qué diablos encontraste hoy? —Una casa gris ratón, con mampara.
Beto ofreció otra ronda de cigarrillos, mientras Tino, aguantando la risa, empezó a tararear las pelotas las pelotas, las pelotas de carey, a sesenta las de burro y a setenta las de buey.
Hice amago de levantarme, pero Beto me sujetó de un brazo y ordenó a Tino que callara.
—Sin enojarse, viejo. ¿Le hiciste a los copetines antes de salir? —¡No preguntes huevadas!
Se produjo otro largo silencio apenas interrumpido por las chupadas o por el paso de algún auto en la avenida cercana. Tino juntaba cenizas en la punta de un zapato.
—Bueno. A veces pasa que uno se confunde, se equivoca, va para otro lado en vez de...
—¡Pero yo no me equivoqué! Estuve en la calle Ricantén. Leí cincuenta veces la lata con el nombre. La recorrí entera por las dos veredas y en ninguna parte encontré la casa.
—Tómalo con calma. Te equivocaste. Te metiste en otra calle, posiblemente de nombre parecido. A mí también me ha pasado en barrios que no conozco. No tomes más caldo de cabeza —aconsejó Beto.
—No me equivoqué. Se lo repito. ¿O creen que se me corrió una teja?
—Una casa no desaparece de una semana a la otra. Y si la hubiesen demolido, por lo menos estaría el solar. Descartemos también los terremotos, pues, que yo sepa, en la última semana no hemos tenido ninguno —ironizó Tino. —Váyanse a la mierda.
—Te estás poniendo dificil, chiporrito. Será mejor que lo dejemos aquí y lo consultemos con la almohada —cortó Beto.
Me dejaron solo, sentado en las gradas de la carnicería. Allí permanecí con la cabeza agarrada a dos manos hasta que la presencia de unos gatos oliéndome los pantalones indicó la proximidad del alba. Les tiré un par de patadas que no dieron en el blanco, los gatos me miraron con desprecio y decidí que lo mejor era regresar a casa.
Dormí hasta pasado el mediodía, hasta que me despertaron los silbidos de Tino, pero me negué a salir declarándome enfermo. Almorcé en cama la odiosa y clásica sopa de pollo que mi madre preparaba como complemento insustituible al hecho de estar enfermo, y durante la tarde conseguí alejar la espiral de pensamientos atormentados gracias a la ayuda cuadriculada del puzzle dominical de El Mercurio.
El lunes me declaré sano, asistí a clase y en los días siguientes hice algunos intentos por llegar hasta la casa extraviada, pero siempre me detuve antes de llegar a la calle Ricantén. Tenía miedo. Un miedo confuso de comprobar que la casa existía y que el sábado me había perdido quién sabe en qué misteriosos vericuetos de la ciudad. Pero sentía mucho más miedo de alcanzar la certidumbre de la inexistencia de aquella casa y de que todo lo anterior, el baile, Isabel, el sabor de su cuerpo, las hormigas, el deseo, formaran parte de una maquinación incomprensible. Un sueño aumentó mi miedo.
Creo que fue la noche del miércoles cuando soñé que llegaba a casa para el almuerzo y veía a mi madre disponer sólo tres cubiertos en la mesa. "¿Papá no viene a almorzar?" "¿Quién?"
"Papá. Te pregunto si no viene a almorzar." "Estás equivocado. Siempre hemos sido tres en esta casa. Tu hermano, tú y yo."
"No es cierto. Papá estaba con nosotros anoche para la cena. Ese es su sitio, junto a la radio."
"Deliras. Siempre hemos sido tres en esta casa." Temblaba ante la idea de que la casa extraviada fuera el inicio de una serie de desapariciones, y al ver a Lalo, el majareta, el loco del barrio, el mocetón fornido, de edad imprecisa, caminando con la boca abierta y la mirada perdida, sin hacer caso ni de las moscas que se disputaban sus babas, ni de los insultos y las piedras que le lanzaban los niños, me preguntaba si acaso su locura no habría empezado también con un paraíso perdido que el pobre idiota seguía y seguía buscando.
Recién el viernes volví a ver a mis amigos o, mejor dicho, ellos vinieron a verme.
—Somos portadores de buenas nuevas. Betofen se ha topado con cierto pajarito. ¿Captas? —dijo Tino a manera de saludo. —¿Isabel?
—¡Correcta la respuesta del concursante! ¡Se gana una camotera! —exclamaron y me molieron la espalda a manotazos. —Bueno. Castigo aceptado. Suelten.
—Epa. ¿Así no más? ¿Sin anestesia? ¿Te das cuenta , Tino? Se cree Speedy González. Te soltamos las novedades bajo tres condiciones. Primera: ¿no hay nada potable en esta casa?
Como siempre, la licorera de mi viejo pagó el pato. Salí. del cuarto y regresé con una botella de pisco y vasos.
—Lamento decirles que se acabaron los limones y habrá que beber a sangre fría. ¿Cómo sigue el chantaje? —Exportación. ¡Cómo sufre tu viejo, cómo se castiga! —Tino alababa el pisco chasqueando la lengua.
—Segunda, como dicen los chalchaleros. Tienes que reconocer con hidalguía que eres más huevón que el tipo al que se le arrancaron las tortugas, porque en caso contrario tendríamos que aceptar que las casas se esfuman, se pierden, se las llevan los hombrecitos verdes, en fin, así no más, plop, y se desvanecen.
Reían de tal manera que terminaron por contagiarme.
—De acuerdo. Me equivoqué. Soy huevón y medio. A lo mejor necesito lentes o una brújula.
—¿Una brújula? ¿Una viejújula sentadújula en una escobújula? —chilló Beto.
—Yo creo que le contagié los resultados de la meningitis —indicó Tino.
Sudábamos de tanto reír, yo sentía que los quería, que los necesitaba. Eran mis amigos. Mis hermanos. —Desembuchen de una vez, huevones pesados.
—Sin ofensas. Estamos entre caballeros. La tercera condición es que no hagas más citas los sábados, a no ser que te propongas violar los reglamentos del club de Tobi. —Prometido. Los sábados son del club.
—¡Cómo se sufre por estos pagos! ¡De mascarlo, el pisquito! Anda, Betofen, cuéntale cómo, dónde y cuándo la viste. ¿No le ves la cara de martirio?
—Con calma. No quiero ser responsable de un infarto. Para las orejas: me topé con ella a boca de jarro en el portal Fernández Concha, en el preciso momento en que me dirigía al Ravera con la intención de degustar una pizza, ustedes saben, ese aporte culinario de los bachichas, compuesto de masa, queso y tomate. —Y orégano —señaló Tino. —No me digas. ¿También llevan orégano? —Seguro. Para el aroma. —Mira como siempre se aprende algo nuevo. —Métete la pizza en el culo.
—Paciencia. Con paciencia y salivita un elefante se tiró a una hormiguita. ¿Sigo? No me dejó tiempo ni de saludarla y ya estaba preguntando por ti, y, escucha, pelotas; ella no sabe que faltaste a la cita, bueno, por lo que sabemos. No pudo esperarte en casa porque la obligaron a visitar a un pariente enfermo. Habría que matar a esos parientes hincha bolas. Me preguntó si acaso estabas enojado y naturalmente le contesté que sí, que odias a la gente incumplidora, a los que dejan plantado al prójimo en una esquina con un ramo de flores y cara de pescado. Qué te digo, viejo. Se derritió en disculpas. Incluso dejó caer un par de lagrimones y me pidió que te dijera que te esperaba este sábado a la misma hora, ¿y sabes qué le respondí? "Lo siento, Chabelita, pero me parece que tiene un compromiso ineludible para el sábado." Se puso pálida la minita, pero insistió proponiendo el domingo. Entonces yo saqué pecho y le hablé con voz de catedrático: "Chabelita, el domingo es un día que consagramos al deporte. Se habrá dado cuenta de que somos muy sanos, ¿no?, muy deportistas, pero se lo diré de todas maneras, quién sabe si puede hacerse un tiempito para ir a verla". ¡Suertudo de mierda! ¿Qué le hiciste a la minita? Y ahora afirmate los pantalones que viene la parte más dramática: me escuchó atenta, me tomó las manos y con los ojos bañados en lágrimas me rogó, ¡me rogó, viejo!, con tanta pena que me sentí medio avergonzado por las miradas que me lanzaban los paseantes. En una de esas pensaban que le estaba haciendo algo malo a la minita. Me rogó: "Dígale que lo espero el domingo a la hora que pueda, a las cinco, a las siete, más tarde. No me moveré de casa. Dígale por favor que vaya". ¿Eh? ¿Cómo me porté? Le arrebaté la botella a Tino y llené los vasos.
—¡Putas que eres buen chato, Betofen! ¡Te las mandaste! ¡Salud, compadres!
—Pero esta vez apunta bien la dirección. Ricantén, número veinte, ¡saco de huevas! —dijeron a coro y se marcharon.
Cuando somos jóvenes confiamos en las cadenas lógicas, y en ese momento sentí que la mía reunía de nuevo todos los eslabones. Pasé el resto del tiempo contando las horas que me separaban de Isabel. Una y otra vez repasé mentalmente el camino que me llevaría a ella, hasta la comprobación de que no era un imbécil. Llegaría. Esta vez llegaría.
"Veamos. Tomo la micro en la esquina de Vivaceta con Rivera, en el paradero de las que van para el centro. Primer detalle importante. Conmigo arriba, la micro avanza hasta llegar a la calle Pinto, dobla a la izquierda y sigue un tramo recto de cuatro cuadras pasando frente a farmacias, fuentes de soda, botillerías, fábricas de helados y la jabonería de don Pepe, el español que siempre se enoja cuando alguien entra a su boliche. Don Pepe, medio litro de cloro. Joder, no son horas de venir por medio litro de cloro. Don Pepe, una barra de jabón Copito. Joder, si es que no me dejan escuchar en paz la puñetera zarzuela de los jueves. Don Pepe. Otro detalle importante. Pasada la jabonería llegaré a la avenida Independencia y puedo bajar allí si quiero, pero es mejor seguir arriba unas cuadras más y hacerlo frente a la iglesia de los carmelitos. Bajo. Detalle importante. Camino hacia la cordillera cruzando la Pérgola de las Flores, camino rápido conteniendo la respiración para no contagiar mi amor con aromas de muerte. Al llegar a la avenida Recoleta, me detengo frente al cuartel de los bomberos. Espero y subo a una micro del recorrido Portugal—El Salto que vaya para el sur. Detalle importante. Conmigo arriba, la micro cruzará el centro de la ciudad por la calle Mac Iver. Al llegar a la Alameda, frente a la Biblioteca Nacional, doblará a la izquierda y podré ver los jardines del cerro Santa Lucía y la piedra carta de don Pedro de Valdivia. Todo eso quedará atrás cuando la micro vire hacia el sur por la calle Portugal. A la altura del setecientos toco el timbre, ese curioso mecanismo compuesto por una campanilla de bicicleta y una piola que se extiende de punta a cabo del vehículo. Bajo en la esquina de Diez de Julio. Detalle importante. Retrocedo una cuadra hacia el norte y luego camino dos hacia el poniente. Ahora sí que llegaré. Bajo el número veinte de la calle Ricantén encontraré la casa amarilla, la puerta verde y la mano de bronce empuñando una esfera. Llamaré tres veces y será Isabel la que abrirá. Isabel. Más tarde le contaré lo sucedido. Más tarde. Al salir del cine Gran Palace. Laurence de Arabia creo que pasan. El Gran Palace, ese cine tan bonito y fresco, con los muros adornados con esputniks que parecen flotar en el cosmos durante el juego de luces previo a la función. O tal vez no se lo cuente nunca. Sería estúpido. No me creería. O tal vez sí se lo cuente cuando estemos casados. ¿Casados? Calma, muchacho. ¿Me casaré con Isabel? Calma, muchacho. Calma. Claro que primero tengo que terminar los estudios. ¿Cómo lo tomarán Tino y Beto? Me caso, compadres, me llegó la hora en la que mueren los valientes y queremos que ustedes sean los padrinos. Isabel. Qué flor de fiesta haremos. Calma, muchacho. ¿Casarse? A lo mejor es cierto lo que afirma Tino y nada más que los giles se dejan agarrar. iSeré un gil? ¡Y qué me importa! "
El domingo me sorprendió despierto mucho antes de la llegada del alba y, a la hora del desayuno, no paraba de hablar, ante la sorpresa de mis viejos. —Tranquilo. Te puedes volar un dedo con el cuchillo —aconsejó mi viejo mientras abríamos las almejas dominicales.
Las devoraba una tras otra sin dejar de comentar lo ricas y frescas que estaban. Las almejas se retorcían al recibir las gotas de limón.
—Es de dolor —indicó mi madre, enemiga de los mariscos crudos.
—Qué va. Si les gusta. Mira cómo bailan —porfiaba yo.
Los viejos se miraban, hacían comentarios acerca de las fiebres de los dieciocho años, y mi hermano menor lamentaba tener un cretino en la familia.
A eso de las cinco de la tarde desperté de la siesta. El calor había amainado un poco, los viejos y mi hermano devoraban una sandía bajo el parrón, en tanto yo disponía sobre la cama los atuendos de caballero galán, es decir el uniforme de chileno.
Los pantalones gris marengo impecablemente planchados, la camisa blanca con las ballenitas metidas en las puntas del cuello, el saco azul marino, y la corbata Oxford, reciente regalo de mi tío Aurelio y que, según sus palabras, hacía que me viera más elegante que un caballo de carreras. Todo se completaba con los zapatos relucientes y los tres pañuelos de rigor: el blanco, perfumado, en el bolsillo superior del saco, doblado de manera que mostrara tres puntas compadritas y que siempre estaba a disposición de las damas, el del bolsillo izquierdo del pantalón, que era personal, para los mocos, y finalmente el del bolsillo trasero, que servía de repuesto, para sacudir el polvo de los asientos, o para repasar el brillo de los zapatos.
—Las citas domingueras son graves —dijo mi viejo metiéndome un billete al bolsillo.
—No llegues tarde. Mañana tienes clase —apuntó mi madre, siempre realista.
El recorrido se cumplió tal como lo imaginara, cuadra tras cuadra, detalle tras detalle, hasta que bajé de la micro en Portugal con Diez de Julio. Entonces vi al extranjero.
Era un tipo de larga cabellera rubia y tez muy pálida, que, con sus jeans desteñidos y su campera, se me antojó terriblemente mal vestido. De un hombro le colgaba un bolso de fotógrafo.
En la esquina, esperando a que el semáforo autorizara el paso, me situé detrás de él y lo vi secarse el sudor con un arrugado pañuelo. Cruzamos la calle y lo vi entrar al mismo boliche en el que pensaba comprar cigarrillos, de tal manera que lo seguí. En un español cortado por las dudas pidió cigarrillos sin filtro. —¿De qué marca? —consultó el dependiente. —No lo sé. De los más fuertes —indicó. —¿Rubios o negros? —insistió el dependiente.
—Dele Libertys, son los mejores —me entrometí. El extranjero me lo agradeció con un gesto, recibió los cigarrillos y se llevó las manos a los bolsillos. Pasados unos segundos se disculpó por no encontrar el dinero, y entonces puso el bolso encima del mostrador. Lo abrió. En el interior había dos cámaras, tomó una pequeña carpeta que contenía papeles y fotos, y buscó hasta encontrar unos billetes. Pagó y, cuando metía la carpeta nuevamente al bolso, una fotografía cayó al suelo. Me incliné a recogerla.
Era Isabel, o parte de ella. Reconocí el vestido, sus piernas, sus brazos y el sofá en el que estaba sentada: era el mismo en el que tendiera para mí la más dulce de las promesas. Era Isabel, aunque su rostro no se veía, velado por una mancha de luz. Le devolví la foto y salimos juntos del boliche.
En la calle, vi que sus manos temblaban y que era incapaz de encender un cigarrillo. Le di lumbre y acepté uno de sus puchos. Empezamos a caminar casi hombro con hombro. —Tú..., ¿cómo se dice?..., ¿conoces por aquí? —Poco. Muy poco. ¿Qué calle buscas? —¿Qué calle? Eh..., Ricantén..., así se llama. —Ricantén. Yo también voy para allá. —Qué bueno. Entonces vamos juntos. —Vas a ver a la chica de la foto, ¿verdad? —Tú..., tú..., ¿la conoces?
¿La conocía? Llevaba su olor, su sabor más secreto metido en mí, las formas de su cuerpo, su voz, su invitación a ser dichoso, pero ¿la conocía? —Se llama Isabel.
—Mira..., tenemos que hablar... Tú y yo tenemos que hablar, ¿comprendes? —dijo secándose el sudor de la frente.
—Vas a decirme que buscas una casa amarilla con una puerta verde. —¡Sí! ¿Conoces la casa? ¡Di que conoces la casa!
—Con una mano de bronce empuñando una esfera. Entonces el extranjero se llevó las manos a la cara. Luego las bajó y había algo que imploraba en su mirada. —Mira..., vamos juntos..., es ridículo pero... —Tienes miedo de no encontrar la casa.
El extranjero intentó tomarme por las solapas del saco, pero fui más rápido y huí. Huí. Corrí a todo lo que me daban las piernas. Y al fin, extenuado, me senté en el banquillo de un lustrabotas. Tenía los zapatos limpios, pero dejé que el hombre los embetunara rogando que su trabajo durase horas.
Algo se rompía. Delicadamente, algo se rompía. Una mano invisible trabajaba en mi rostro modelando la máscara definitiva que habría de encontrar en todos los espejos.
El lustrabotas golpeó las suelas indicando que había terminado. Pagué y despreocupadamente eché a andar hacia la calle Ricantén.
La casa gris, la mampara tipo inglés, el timbre y su gastado pezón de baquelita no me sorprendieron. Pasé una sola vez frente a la puerta y luego caminé sin rumbo hasta encontrar un cine.
Motín a bordo. Mientras Marlon Brando se ganaba el amor de Tarita, yo ocupaba una butaca de la fila delantera para asegurarme la soledad, y allí lloré el primer llanto de hombre, presintiendo que se me abría un camino plagado de dudas, fracasos, dichas efimeras, los materiales de la catástrofe que, sin embargo, hacen posible la odiosa fragilidad del ser. Lloré con suavidad, casi con método, con un llanto que me mostraba en visión retrospectiva un sendero de dieciocho años recorrido de sorpresa en sorpresa y al que jamás regresaría. Lloré con un llanto que mezclaba el primer dolor de lo que no pudo ser con la porfiada dicha de lo hermoso que hubiera sido, en la superficie blanca y perfumada del pañuelo.
No volví a ver a mis amigos. El silbido clave, la llamada de Tino y Beto, se repitió durante varias noches, pero me negué a salir. Por las mañanas abandonaba la casa muy temprano y regresaba lo más tarde posible. El silbido se tornó cada vez más tenue, débil, desganado, hasta que desapareció reemplazado por el aire del otoño, las nieblas del invierno, por los ruidos de los autos, por las voces de los niños que crecían y se adueñaban de la calle y de la esquina.
En ciertas ocasiones los vi salir juntos de algún bar, pero los esquivé, alejándome.
Con la sucesión vertiginosa de los calendarios llegaron nuevos amigos, nuevas formas de alegrar las noches y agotar el tedio. A veces, al pasar por la esquina —nuestra esquina—, las gradas de la carnicería me dolían como un muerto reciente. Pero lo olvidaba rápido. Muy rápido. Los caballos desengañados no miran a los costados del camino. Sí.
Esa era la casa. Mirando la fotografía pensaba en el patético laconismo de la biografía de C.G. Hudson.
¿Tomó Hudson la fotografía la primera vez que vio la casa? ¿O lo hizo luego de nuestro efimero encuentro? Tino y Beto, ¿se encontraron nuevamente, alguna vez, con las chicas de la fiesta? ¿Y los dueños de la casa? ¿E Isabel? ¿Fue todo un juego de dioses aburridos? ¿Hizo Hudson la foto antes de entrar por segunda vez en esa casa sintiendo que debía dejar un testimonio? ¿Fue Isabel la más bella negación de los sueños?
La mujer de la limpieza me rescató del pozo autista al decirme que el encargado de la galería no vivía lejos y que, si era importante para mí, ella podía llevarme.
Le agradecí indicando que no era necesario, que me bastaba con la información del catálogo.
La gabardina seguía empapada. Me la puse sobre los hombros y salí a la calle. Ya no llovía. El cielo de Zurich se mostraba diáfano y transparente. Tenía la misma nitidez de la fotografía de Hudson, que al cabo de tantos años me entregó una disculpa, no sé, ni quiero saberlo, si de la felicidad o de la desgracia, por haberme mandado una invitación tal vez demasiado apresurada, o tal vez a un destinatario equivocado.