ACERCA DE ALGO QUE PERDÍ EN UN TREN
La infancia es la capital del escritor.
Graham Greene
Aquel lugar me parecía el fin del mundo y de alguna manera Slo era, por lo menos para el tren. Al final de las vías interrumpidas sin aviso se levantaba una barrera de traviesas embadurnadas de grasa, ocupadas por gaviotas viejas, de mirada impasible, que no se dejaban importunar por el ajetreo de los viajeros y alimentaban su gris ancianidad con los restos de comida del vagón comedor y, tal vez —así me gustaba creerlo—, pensando.
Nunca estuve seguro de si las gaviotas en realidad pensaban, pero yo sí lo hacía, en vuelos breves y desordenados.
Me gustaba, por ejemplo, pensar en un maquinista dormido, yS me bastaba con cerrar los ojos para ver al convoy pasando de largo, llevándose la barrera de traviesas entre lamentos de maderas viejas y pernos quebrados, entre la alarma de las gaviotas, precipitándose al mar, donde se hundía, cual animal flojo y distraído, para continuar el viaje por oscuros paisajes submarinos.
Por ese tiempo sabía muy poco del mundo y mi riqueza de conocimientos era fragmentaria: sabía que, más allá de la barrera, se abría el Canal de Chacao y que, aún más allá, empezaba Chiloé, el archipiélago, los cientos, miles de islas, de pasos estrechos y bordeados por afilados colmillos de arrecifes, y más y más islas, peñascos e islotes, prolongándose en salpicaduras verdes sobre el mar hasta los confines del planeta.
Sabía también que por el este se extendía el continente, cortado por cordilleras bajas, por ventisqueros, por fiordos que abrían cicatrices de agua y por cuyas corrientes, en los duros inviernos patagónicos, navegaban barcos fantasmas: galeones del tiempo colonial o transatlánticos altos como catedrales, tripulados por seres que ignoraban sus destinos de vagabundos arrebatados por el abrazo polar.
Sabía también que en el continente casi no existían caminos, Sy los pocos, transitables sólo durante el corto verano, estaban la mayor parte del año interrumpidos por violentos y sorpresivos pasos de agua o por cascadas congeladas en su caída.
Pero todo eso lo sabía de oídas, y soñaba con aquel mundo abriéndose más allá del fin del mundo señalado por la sucia barrera de traviesas que cortaba las vías.
Mi padre me prometía que, alguna vez, con buen tiempo, alquilaríamos una nave y ordenaríamos al patrón chilote que nos llevase a la vela por entre los canales donde reinaban los delfines y se apareaban las juguetonas ballenas calderón. Tan sólo el escuchar los nombres de los lugares que visitaríamos me bastaba para verlos: Golfo de Corcovado, Bahía Desolación, Golfo de Penas, Ultima Esperanza, Paso de Drake. Territorios habitados nada más que por la danza fantasmagórica de las auroras boreales.
Pero tenía que esperar por ese ansiado viaje. Recién había cumplido los catorce años y para mi padre yo era todavía un niño. "¿Cuándo iremos?", le pregunté una vez.
Me respondió que en un par de años y siguió alimentando mis deseos con detalles fabulosos de aquel mundo creado sólo para los aventureros.
En todo eso pensaba sentado sobre la maleta. Miraba la barrera, las gaviotas, las gentes, y a mi padre alejándose hacia el quiosco de la estación para comprar cigarrillos y acaso un par de historietas para mí. Lo vi detenerse e iniciar una charla con unos ferroviarios. Casi todos lo conocían y apreciaban. Llevaba muchos años viajando entre Santiago y Puerto Montt, y ésta era la quinta ocasión en que lo acompañaba.
Los mil ochenta kilómetros desde Santiago a Puerto Montt los hacíamos sin interrupciones. Al llegar alquilábamos un cuarto en una pensión de emigrantes yugoslavos y, al otro día, cruzábamos el Canal de Chacao en el ferry. En Ancud nos esperaba un lanchón canalero y en él viajábamos hasta las islas de los viveros. Allí mi padre negociaba con los vascos cultivadores de mariscos, entre chascarros y maldiciones al gobierno.
Me gustaba ver a los vascos mostrando sus riquezas; los hombres izaban del mar unas trenzas hechas con cuerdas y algas. A ellas se aferraban los mariscos en barbecho, los locos, las cholgas, los descomunales choros zapato, mejillones de sabrosa carne anaranjada y tan grandes como calzado de adulto. Cerraban los tratos echándose unos tragos de chacolí más valiosos que cualquier firma, y así quedaba asegurada la provisión de mariscos de primera clase para el restaurante que mi padre tenía en Santiago.
Durante el viaje de regreso nos deteníamos en varias ciudades, cada una de ellas con sus secretos culinarios. En Chillán, los vinateros, descendientes de gallegos, nos esperaban con sus barricas de aguardiente de orujo, longanizas y chorizos caseros. En Concepción, los productores del áspero vino pipeño. En Linares o San Javier, los buenos mostos de los viñedos arzobispales, o la chispeante chicha, anticipo de los futuros vinos. En Talca, las pavitas jóvenes de las apreciadas cazuelas y las codornices de crianza. Yo lo miraba hacer. Más que padre e hijo, éramos amigos. Me gustaba verlo cuando cerraba los ojos catando, como para llevar el secreto ofrecido por el vino hasta un íntimo y remoto rincón del paladar. Luego escupía con un gesto pensativo, un movimiento de cabeza bastaba para demostrar su conformidad, y el trato se cerraba con un apretón de manos. "¿Ves? Al buen vino se lo traga la tierra sin dejar aureola. Te tocará catarlos algún día. Bueno, si quieres seguir con el negocio."
La risa franca y abierta de mi padre me arrancó de mis pensamientos. Un desconocido lo saludaba efusivamente. Me hizo una seña y me acerqué a ellos.
—Me voy un rato al bar a conversar un vinito con este caballero. Toma —dijo pasándome dos historietas.
Regresé hasta la maleta y medio desganado comencé a hojear las revistas. No estaba mal la elección: una aventura del capitán Brick Bradford y otra de los Halcones Negros. Pero me gustaba leer en el tren en marcha y comiendo avellanas tostadas.
El tren entró lentamente en el andén. Entró marcha atrás y el carro de cola casi rozó la barrera. Un obrero encaramado a la escalinata del último carro alzó una mano enguantada y el convoy se detuvo. Entonces abrieron las puertas y los primeros pasajeros empezaron a subir.
Nosotros teníamos asientos reservados y faltaba media hora para la partida, de tal manera que seguí hojeando las historietas: el capitán Brick Bradford viajando en el trompo del tiempo; junto a él su novia, Dalia, y el incomparable doctor Zarkov, el científico capaz de solucionar todos los problemas.
No percibí la presencia de los dos individuos hasta que los tuve casi encima. El que parecía de más edad trepó primero a la escalerilla y, a medida que subía los peldaños, pude ver cómo estiraba el brazo izquierdo, como si quisiera quedarse así. El brazo, en efecto, se paralizó tras un tirón seco. Entre los dos hombres había una cadena, y el otro, el más joven, permanecía plantado en el andén, estirando también el brazo derecho.
—Vamos. No empieces a complicarme la vida. Sube de una vez —ordenó el que estaba arriba.
—Tengo que ir al baño. Un minuto —respondió el de abajo.
—Arriba. Puedes mear en el carro —insistió el primero. —Está prohibido usar el retrete con el tren detenido —alegó el otro.
El de arriba cortó la discusión dando a la cadena un fuerte tirón que hizo trastabillar al de abajo. El hombre se movió con agilidad para conservar el equilibrio y, antes de subir, se fijó en mí. Me saludó con una sonrisa, encogiéndose de hombros.
Sin lugar a dudas se trataba de un policía y un preso. Policías había visto muchos, pero ésa era la primera vez que veía a un preso.
Esperando a mi padre, no pude dejar de pensar en el hombre. Se me antojó bueno. No sé por qué. Bueno e injustamente capturado. Tal vez se tratara de un contrabandista. Había oído muchas veces en boca de los isleños una palabra que me sonaba mágica: estraperlo. La empleaban para referirse a misteriosos bultos soltados a la deriva desde embarcaciones sin luces ni pabellón, bultos que más tarde eran recogidos por botes que se hacían a la mar bajo el amparo de la niebla y de la noche.
"Tres tipos. ¡Los hubieras visto! Dos, remando sin descanso, cortando las olas de lado, mientras el tercero le daba duro a la bomba de achique, pues la mar se les metía dentro a cada tumbo. Las olas les impedían llegar hasta el bulto y estaban muy cerca del anillo de arrecifes. Los hubieras visto. Nosotros les gritábamos: "¡No sean locos! ¡Esperen a que pase la pleamar! ¡Se van a matar contra los peñascos!". No escuchaban y seguían remando. De pronto, el de la bomba de achique se lanza al agua y empieza a nadar como un delfín. Aire, dos, tres, cuatro brazadas; aire, dos, tres cuatro brazadas; aire. Hasta que logra llegar hasta el bulto y lo jala de regreso al bote. ¡Los hubieras visto! ¡Qué tipos!, con los huevos bien puestos. Después bogaron mar adentro hasta que se los tragó la oscuridad."
Siempre hablaban de los contrabandistas con respeto. Con un respeto que me parecía salpicado de admiración y de envidia.
Tal vez fuera aquél un contrabandista que no alcanzó a salvarse en la oscuridad del mar. O tal vez fuera un bandido. Por ese tiempo todavía se hablaba de bandidos nobles en el sur de Chile.
A veces, sorprendidos por violentos aguaceros que nos obligaban a buscar la hospitalidad de los isleños, había oído historias de fascinantes jinetes que vestían largos ponchos de castilla y cabalgaban por los faldeos de las bajas cordilleras, cargaban el "choco", el Winchester de cañón recortado, en la caña de una bota, y pasaban ganado robado en la Argentina por sendas secretas que sólo ellos conocían. Daban propinas más que generosas a quienes les ofrecían albergue o información acerca de los carabineros de frontera. Cuando un recién bautizado recibía de regalo una vaquilla de raza entregada por manos anónimas, todos sabían que el padrino era un bandido. Y todos hablaban de ellos con veneración, esperándoles como a la buena fortuna.
Tal vez el hombre encadenado fuera uno de aquellos jinetes.
No advertí la llegada de mi padre hasta sentir su mano revolviéndome el pelo. —¿Cazando turururus? —Estaba pensando.
—Eso cansa. Conozco a tipos con varices en el coco. Ven. Subamos, que ya falta poco.
Subimos, buscamos nuestros asientos y me estremecí al comprobar que estaban justo frente a los dos hombres. Mi padre, al parecer, se había echado unos vinos de más con su contertulio, pues apenas se sentó cruzó las piernas y dejó caer el ala del sombrero encima de los ojos.
El preso volvió a sonreírme. Al ver que yo abría la boca para saludarlo, me indicó con un gesto a mi padre, que respiraba plácidamente, y se llevó la mano libre a los labios sugiriendo silencio. El otro leía un periódico. Lo sostenía doblado en la mano derecha mientras la izquierda reposaba en el asiento. La cadena que los unía brillaba como la piel de un reptil.
En cuanto el tren se puso en marcha, mi padre decidió que no quería dormir. Se quitó el sombrero, lo dejó en la parrilla, y entonces, al buscar los cigarrillos, vio a los hombres y entendió la situación. Me tranquilizó con un guiño.
—¿Fuman también los caballeros? —preguntó estirando la mano con el paquete de cigarrillos.
El que leía contestó con un lacónico "no, gracias" sin quitar la vista del periódico. El preso estiró la mano izquierda, sacó uno, lo golpeó contra el asiento, se lo llevó a los labios y, alzando la mano derecha encadenada, dio a entender que no podía encenderlo. Mi padre raspó una cerilla y, ahuecando las manos, protegió la llama en tanto se inclinaba para darle lumbre. El preso aspiró complacido. Soltó dos gruesos chorros de humo por la nariz y habló:
—Muchas gracias, don. No sabe la falta que me hacía. Habló con una lentitud que yo nunca antes escuchara, como arrastrando las palabras en un largo viaje a través de todo su organismo antes de llevarlas a la boca. —De nada. Los pitillos y el vino son para compartirse —respondió mi padre. . Fumaron en silencio mientras el otro continuaba concentrado en la lectura del periódico. Abrí una de las historietas; la de los Halcones Negros, y vanamente intenté seguir el argumento. No podía.
La presencia del hombre, al que imaginaba remando en una pequeña balandra en medio de la oscuridad, sin sentir miedo ni de la mar embravecida ni de los murmullos de las brujas marinas que vigilan el rumbo del Caleuche, cuidando de que ningún navegante compasivo libere a los tripulantes del velero fantasma de la maldición que los condena a vagar eternamente por los canales, sin alcanzar jamás la ansiada libertad de la mar abierta, o bien cabalgando entre cordilleras escarpadas, con los cascos del caballo envueltos en estopa para no dejar huellas, era mucho más interesante y seductora que todo cuanto podían ofrecerme los aviadores vestidos con uniformes nazis. Además, un algo inexplicable me decía que el hombre se burlaba del policía. Lo despreciaba, jugaba con él mientras esperaba el momento propicio para darse a la fuga. Tuve la certeza de que el hombre tenía compañeros, sí, seguro que los tenía. Fieles compañeros que, al saber de su detención, porque alguien lo había traicionado, bajaron de las montañas disfrazados de campesinos y tal vez en esos mismos momentos planeaban el asalto al tren para liberarlo. Luego ajustarían cuentas con el delator...
Me sorprendí de pronto mirándolo sin querer, y él me prodigó una nueva sonrisa amistosa al tiempo que me sobresaltaba con su voz lenta y bien templada. —¿Cuántos años tiene, paisano?
—Ca..., catorce —me oí responder en un tono descalificadoramente agudo.
—Mire, representa más. Apuesto a que sabe montar bien a caballo.
Antes de contestar miré a mi padre y por su gesto entendí que podía hacerlo. Sentí ganas de hablarle, de decirle que sí sabía montar, que incluso lo hacía a pelo, en el Floridor, claro, un pingo viejo y bueno que me regalaron al cumplir diez años y que cuidaban los parientes en Temuco, pero no alcancé a decir nada pues el otro me interrumpió antes de que abriera la boca.
—Mire, señor. Para evitar complicaciones debo decirle que este individuo es un preso y viaja bajo mi responsabilidad. Está incomunicado y por lo tanto no debe, ni puede, hablar con nadie hasta que el juez diga otra cosa. ¿Nos entendemos?
Mi padre se limitó a encogerse de hombros y el preso me entregó su abierta sonrisa, que entendí doblemente intencionada: amistosa para mí y llena de desprecio hacia el otro.
El viaje continuó en silencio. El expreso Puerto Montt—Santiago no se detenía en los pueblos chicos. Los cruzaba saludando a las vendedoras vestidas de blanco con el vozarrón grave de su pitada.
Habíamos avanzado unos cien kilómetros cuando el preso habló con el policía. —Tengo que ir al retrete. —Yo voy primero.
El policía sacó una llave del chaleco, abrió la cerradura de las esposas y liberó su mano; obligó al preso a levantarse y lo encadenó a la parrilla. Enseguida se alejó por el pasillo balanceándose con el vaivén del tren en marcha. El preso intentó sentarse manteniendo la mano alzada, pero la cadena era corta y no consiguió hacerlo. Lo vi crispar la mano libre, humillado, y creo que mi padre también lo vio, porque se puso de pie y le metió en el bolsillo del saco un paquete de cigarrillos. —Gracias, don. Estos gestos no se olvidan.
—Yo no he visto nada. A mí, que me registren —dijo mi padre tomando el sombrero y echándoselo sobre los ojos.
Al poco rato regresó el policía. Tirando de la cadena acompañó al preso hasta la puerta del retrete. Toqué el brazo de mi padre.—Tranquilo. —Ese hombre, ¿crees que...? —Tranquilo. La vida tiene muchas vueltas. —Pero... el otro...
—Tranquilo. Cada uno sabe dónde le aprieta el zapato.
Las primeras sombras de la tarde envolvieron al convoy y dentro se encendieron las luces. Un empleado pasó caminando con movimientos de pelícano mientras anotaba las reservaciones para el coche comedor. No tomamos turno. En breves horas llegaríamos a Chillán, y allí nos recibirían, como de costumbre, con una más que opípara cena. El policía, en cambio, indicó que deseaban cenar de inmediato.
Nos quedamos frente a los asientos vacíos. Mi padre dormitaba y yo luchaba con la modorra que siempre provoca el balanceo del tren. Tenía que estar despierto cuando los compañeros del preso detuvieran el convoy en algún recodo del camino. ¿Cómo lo harían? ¿Robarían a los pasajeros? A nosotros, no. El preso les diría que éramos personas de confiar, les mostraría los cigarrillos que mi padre le diera. No. No robarían a ningún pasajero. "Los bandidos son los últimos caballeros de nación que quedan en la cordillera", le oí decir a un isleño. ¿Cómo serían sus compañeros? ¿Como él, que me trató de usted, con respeto, como a un adulto, y de paisano además? Le bastó con mirarme una vez para saber que yo era un buen jinete, aunque montara nada más que al Floridor, ese matungo remolón y noble que jamás corcovea y al que cabalgaba a pelo, tal como me enseñaron los parientes de Temuco, a la chilena, sin inclinar el cuerpo sobre el pescuezo del caballo como hacen los maricas ingleses, sino recto de la cintura para arriba, ofreciéndole el pecho al viento. El preso se dio cuenta de todo eso nada más que con mirarme. Sí. El era uno de aquellos jinetes que cruzan la cordillera de los Andes por pasos secretos, vistiendo largos ponchos de castilla y siempre con el Winchester recortado metido en la caña de una bota. Seguro que sus compañeros eran también hombres valientes, mucho más valientes que el capitán Brick Bradford y que los Halcones Negros, que Sandokán, "el Tigre de Malasia", y que el Coyote, mis parámetros del valor en esos tiempos. Ellos tenían que ser tan valientes como los legendarios hermanos Neira, los compañeros del guerrillero Manuel Rodríguez. Los hermanos Neira, cinco no más, pero que aterrorizaron a las tropas españolas del capitán San Bruno. ¿En qué curva esperarían? ¿Colocarían un grueso tronco atravesando las vías? Seguramente traerían con ellos el caballo del preso, un pingo azabache y nervioso que no se dejaría montar por ningún otro. ¿Y si me llevaba con él? ¿Y si me preguntaba si quería irme con él a la cordillera, allá donde anidan los cóndores? ¿Cómo lo tomarían mi padre, mi madre, mis hermanos? —Paisano, tenga, se le cayó la revista.
Avergonzado, recibí la historieta y me hice el dormido, pero no dejé de mirarlo por el rabillo del ojo. Pasaban el tiempo y los kilómetros. Sus compañeros no se decidían por el lugar más indicado para el asalto, pero él permanecía tranquilo. Confiaba en sus hombres. Tal vez sabía que ellos esperaban a que avanzara la noche.
La mayoría de los pasajeros dormía. El policía, luego de dar un ostentoso tirón a la cadena, estiró las piernas y se tapó la cara con el periódico. Entonces el preso y yo pudimos mirarnos con entera libertad.
En ningún momento abandonaba su sonrisa amistosa, y en su gesto había algo que me dolía. Deseaba decirle que estaba de su parte y que, cuando sus compañeros lo liberasen, por favor me llevara con él a su mundo de soledad, nieve y ventisqueros, para galopar en caballos no tan dóciles como el Floridor, para montar sobre una silla de hombre, para vestir chiripas de cuero y aprender el dulce idioma de las maldiciones. Quería decirle con cuánto amor odiaba el porvenir que me esperaba. Yo era el hijo mayor y con toda seguridad mi padre pondría el restaurante a mi nombre cuando se sintiera viejo, tal como hiciera su padre con él. Quería pedirle que me salvara de ese porvenir ineludible y que veía cada vez más cercano cuando mi padre o algún pariente me preguntaba si no quería ingresar en la escuela de hosteleros. Tenía que llevarme con él para que esa libertad celebrada por todos cada septiembre tuviera para mí un verdadero sentido. Sí. Tenía que llevarme con él. Yo era un buen jinete y siempre le sería leal allá en su mundo de las lejanas cordilleras.
El preso también me observaba, intensamente, tanto que me obligó a bajar la vista para no lagrimear, y al hacerlo vi la empuñadura plateada de un cuchillo de mesa asomada bajo la basta del pantalón. Debí de abrir tamaños ojos que el preso entendió que lo había descubierto, y entonces su mirada cambió, sus pupilas adquirieron otro brillo, frío como la empuñadura del cuchillo, y sigilosamente llevó la mano libre hasta el tobillo, envolvió el arma en la palma de la mano y lentamente la fue subiendo hasta hacerla desaparecer en un bolsillo del saco. Sin dejar de mirarme estiró los labios. Le respondí con un movimiento de cabeza y volvió a sonreír. Entendía que estaba de su parte. Ahora los dos compartíamos un secreto y, aunque sus compañeros no llegaran, conseguiríamos burlar al policía y fugarnos a la cordillera. Sudaba de felicidad y llegué a temer que los latidos de mi corazón me delataran.
—Próxima estación, Chillán. Cinco minutos de detención —anunció la voz del revisor, y yo sentí que le daban un zarpazo a mis sueños.
No. No podía ser. Cuando el preso y yo estábamos a punto de conseguir la libertad. Y ahora, ¿qué haría sin mi ayuda? El esperaba a que el policía estuviera profundamente dormido para ponerle el cuchillo en el cuello mientras yo buscaba la llave y lo liberaba de la cadena. No. No podía ser.
—Chillán. Despierta, que aquí nos bajamos. No era yo el muchacho que con pasos torpes caminaba por el pasillo hasta alcanzar la puerta. No era yo el que somnoliento bajaba los peldaños de la escalerilla. Era un extraño vestido con mi cuerpo. Yo permanecía frente al preso, avergonzado ante la imposibilidad de defender mis sueños.
En el andén esperaba el bullicioso grupo de amigos de mi padre. Lo abrazaron. Me abrazaron comentando cuánto había crecido desde la última visita, me preguntaban por la escuela, por mi madre, por mis hermanos, si acaso ya tenía novia, si más tarde les recitaría un poema. Pero yo no los escuchaba, no los veía, no estaba con ellos. Todo mi ser y mi emoción seguían en el tren que reanudaba la marcha, lentamente primero, luego rápido, veloz a los pocos segundos, y vi pasar al preso, al jinete de la cordillera, al hombre del cuchillo oculto esperando el momento propicio. Lo vi pasar serio, la sonrisa perdida, como si dijera: "Y yo que confié en usted, paisano. Y yo que pensaba dejarlo montar mi pingo negro". Durante la cena en casa de nuestros anfitriones, que como siempre fue abundante, no toqué la comida y permanecí callado o contestando con monosílabos. Recién cuando rechacé la leche asada, mi postre favorito, la atención de los presentes se centró en mí, y uno de ellos, luego de ponerme una mano en la frente, declaró que me encontraba afiebrado. Mi padre me acompañó al dormitorio. Abrió las mantas de la cama y se inclinó para sacarme las botas.
—Un buen sueño te pondrá bien. Yo estaré en el comedor con los amigos. Si necesitas algo, me llamas.
Antes de salir me puso una mano en la cabeza para la caricia de costumbre: revolverme el pelo. Lo esquivé tirándome de bruces a la cama.
—¿Estamos enojados? Anda, dime por qué. Palabra que no entiendo.
Quise decirle que lo odiaba, que por su culpa no había podido ayudar al hombre, que por su culpa tal vez no conseguiría huir a reunirse con sus compañeros en la cordillera, que por su culpa yo nunca conocería esos lugares reservados a los valientes, que por su culpa... Cuanto mayores eran mis argumentos, mayores eran también las fuerzas que los licuaban, transformándolos en un llanto histérico.
Me abrazó, y la proximidad de todo lo que amaba en él, su aroma a tabaco y a loción inglesa, sus "ya pues, viejo, dime qué te pasa, ¿no somos amigos acaso?", consiguieron que el llanto modulara la delación. —El hombre del tren. Tenía un cuchillo. —¿Estás seguro? —Lo vi.
Antes de hablar, me hizo levantar la cabeza y mirarlo a los ojos. Enseguida, con una seriedad desconocida, me explicó que estábamos metidos en una situación grave y que, por muy odioso que fuera, él tenía la obligación de informar a la policía. No respondí. Con la cabeza hundida en la almohada y entre los hipos del nuevo acceso de llanto, lo sentí bajar la escalera.
Ignoro el tiempo que permanecí babeandó la almohada. Tampoco sé cuánto tardó mi padre en regresar. Sólo recuerdo que encendió un cigarrillo y me acarició la cabeza.
—¿Sabes lo que haremos mañana? —empezó diciendo—. Pues que volvemos a Puerto Montt, cruzamos a Ancud, alquilamos un velero y nos largamos a vagar una semana por los canales. Acabo de avisarle a tu madre. cQué te parece?
Nos abrazamos con fuerza y, cuanto más lo apretaba, con mayor certeza sentía que ese abrazo era la más triste de las despedidas. Me ardían los ojos, tenía la garganta seca, y desde algún remoto rincón cordillerano me llegó el eco de caballos galopando, destrozando las piedras con sus cascos, caballos iracundos y veloces, caballos tragados por el vaho de los ventisqueros, caballos alejándose para siempre, definitivamente de mis sueños.