EL CAMPEÓN
LA puerta del garaje estaba abierta como una invitación inocente, pero él no se atrevía a cruzar la calle, dar los pocos pasos necesarios y atravesar el ancho portón de madera de la entrada.
Pensaba en "el Lobo de San Pablo". Lo imaginaba con su cara de borrachín rehabilitado reuniendo las pertenencias del campeón para llevárselas a la familia, allá en el sur.
La puerta del garaje estaba abierta, y porque habían transcurrido varios días desde su regreso, aquella aparente normalidad conseguía aumentar la confusión que lo atormentaba.
Decidió esperar. No tenía claro qué, ni por cuánto tiempo. "A veces la espera es más peligrosa que la acometida", se dijo, pero finalmente se convenció de que, en este caso, era prudente, y, así, pasó de largo caminando por la acera opuesta sin siquiera atisbar el interior del garaje.
Le alegró comprobar que ya casi no cojeaba, aunque la herida dolía todavía. Fue un tiro afortunado. Un proyectil de carabina Garand que entró y salió limpiamente por el muslo sin comprometer ningún nervio.
Caminó hasta la esquina. Entró en el café y pidió una gaseosa mientras ordenaba las ideas.
La mujer de detrás de la barra lo miró extrañada. Lo conocía. Lo había visto muchas veces junto al campeón cuando pasaban caminando hacia el paradero de buses. Sintió que cometía un error estúpido, un error de principiante, y él no lo era. El reciente viaje de vuelta, más el balazo en el muslo, le conferían categoría de veterano. Pagó la bebida y, con la botella en la mano, se marchó.
Luego de caminar un par de cuadras encontró un parquecito recién regado y se sentó en una banca rodeada de matas de lirios. Apenas lo hizo le rodearon los gorriones. Los más audaces le picoteaban la punta de los zapatos y buscó en los bolsillos del saco sin encontrar migas, tan sólo, pegados a las uñas, restos de tabaco. Los pájaros entendieron que perdían el tiempo con él y levantaron el vuelo perdiéndose entre las copas de los acacios.
Se sintió a salvo, como antes, y pensó en el Lobo limpiando el cinturón del campeón como si nada hubiera pasado.
El cinturón del campeón era pesado. Llevaba una banda tricolor de material elástico, destinada a ceñir la cintura con elegancia, y una hebilla grande, de bronce que el Lobo de San Pablo se encargaba de mantener reluciente y en la que, en relieve, podía leerse: "VIII Juegos Olímpicos Panamericanos. Categoría Welter", y la palabra CAMPEON, así, con mayúsculas, escrita sobre un par de guantes cruzados.
El campeón. Al conocerlo, no le gustó del todo.
"Iván" le había encomendado la tarea de contactar con él, de olerlo, de dar los pasos preliminares para determinar si el hombre era de confianza. Por entonces era poco lo que se sabía de él: lo habían expulsado del Partido Comunista acusándolo de ser un agente de la CIA, un provocador, en fin, las consabidas descalificaciones que se esgrimían en aquel tiempo.
—Es fácil de reconocer —dijo "Iván"—. Tiene el pelo motudo, mide algo así como uno setenta, y en el ojo izquierdo tiene una manchita blanca. Otra cosa: es superfuerte.
Se habían citado en las Parrilladas Roma, a comienzos de la Gran Avenida, en el barrio del matadero. El lugar no le pareció muy adecuado para semejante encuentro, pero acudió, y, mirando de reojo a los rostros de los obreros que devoraban carne asada, lo identificó en una de las mesas del fondo.
—"¿Gonzalo"? Este le respondió indicando una silla.
—Me llamo "Pedro". ¿No te parece mejor irnos a charlar a otro lado? Hay demasiada gente aquí.
—Aquí estamos bien y podemos hablar de todo. ¿Nos comemos unos chunchulitos? Yo invito, compadre.
Aceptó sintiendo que perdía un punto valioso. Era él quien debía controlar la situación. Hicieron el pedido y acordaron una cobertura.
—¿De qué se supone que hablamos? —preguntó "Gonzalo".
—Decidamos. Un tema que los dos manejemos.
—¿Entiendes de box?
—Algo. No mucho.
—Bueno, de eso. ¿Te he explicado la diferencia de peso que hay entre un mosca y un semipesado?
Le detalló con rapidez la escala ascendente de tres y tantos kilos que permite a los púgiles cambiar de categoría, cada una con su designación.
Los chunchules llegaron humeantes sobre el braserito y le molestó la familiaridad del mozo.
—¿Una botellita de tinto, campeón?
—¿Qué opinas?
—Sí, claro. Los chunchules hay que bajarlos con vino. Aquí te conocen, ¿verdad?
"Gonzalo" respondió que estaban en su barrio y que lo conocían en muchas otras partes.
—Y eso de campeón, ¿de dónde sale?
Lanzó una carcajada antes de indicar que era en efecto un campeón. Hacía tres años había conseguido el título panamericano de los welter, y hasta la fecha nadie se lo había arrebatado.
Comieron en silencio. Buscaba las palabras iniciales para los argumentos que debía exponerle, pero no las encontraba ni en los chunchules que desaparecían, ni en la expresión alegre de "Gonzalo".
—Bueno el vinito, ¿no te parece?
—Sí. Muy bueno.
—El dueño tiene una viñita cerca de Molina. De allá lo trae. Sólo para los clientes de la casa.
—Oye, no vine para conversar de vinos. En serio. Tenemos que ir a otra parte. Aquí no puedo hablar y es importante.
"Gonzalo" lo miró atentamente mientras doblaba la servilleta.
—Tranquilo. "Iván" sabe que estoy de acuerdo. Quiero luchar. Eso es todo. No soy un intelectual, no podría agregar nada a lo que tienes que decirme. Estoy de acuerdo y estoy decidido. Eso es lo que importa. No nos conocemos y hablando tampoco conseguiremos hacerlo. Es en la cancha donde se ven los gallos. ¿Estamos?
Terminaron de comer y el campeón lo acompañó hasta el paradero de buses. En el apretón de manos de la despedida sintió que llegaba la confianza.
A las pocas semanas el grupo contaba no solamente con un nuevo integrante, sino que además, el garaje de reparaciones que poseía vino a enriquecer la infraestructura: servía de lugar de reuniones, almacén de materiales de estudio y, por las tardes, lo destinaban a las prácticas militares que en el futuro habrían de precisar.
"Gonzalo" vivía en un cuarto adosado al galpón y aceptaba de buena gana que lo llamaran con ese nombre postizo, chapa por lo demás innecesaria, ya que bastaba con asomarse a su vivienda para descubrir su nombre verdadero impreso en los trofeos ordenados sobre una cómoda.
A veces algún cliente lo reconocía y, olvidando la avería del auto, partía apresurado a comprar unas cervezas y regresaba a sentarse sobre las cajas de herramientas pidiéndole una y otra vez que le contase los tres rounds de la pelea por el título. El le daba el gusto y los demás disimulaban el nerviosismo.
La situación más crítica la tuvieron cierta tarde en que le metían diente a estudios de cartografía y de pronto escucharon golpes en el portón. "Alonso" se paró a mirar por la mirilla superior y casi se cae de espaldas al comprobar que afuera había una patrullera. No les quedó más remedio que abrir el portón y esperar los acontecimientos.
Entraron dos carabineros seguidos por un suboficial que hedía a vino.
—Disculpen la molestia, pero se nos pinchó una... ¡Campeón! ¡Por la cresta! ¿No me reconoces? El suboficial se abalanzó sobre "Gonzalo".
—Pero claro, mi sargento López.
—¡Suboficial López! —corrigió el uniformado enseñando las jinetas.
Los dos policías que lo acompañaban y el resto del grupo permanecían mudos. "Gonzalo" se dejaba abrazar, dar golpecitos amistosos en el vientre, y finalmente sacó el habla.
—Muchachos, les presento al suboficial López. El me descubrió cuando recién me ponía los guantes.
—Y eras un peso mosca —precisó el uniformado—. Eras un peso mosca, y desde que te vi en el ring por primera vez, me dije: "El cabrito tiene pasta de campeón". Ojo clínico que tengo. Tenías pegada, pero ésa no era tu categoría. ¿Recuerdas lo que te dije? "Cabro, el box es como el matrimonio. Si uno no está en el peso no puede ofrecer un buen espectáculo." ¿Y saben qué hice? —Se dirigió a sus acompañantes—. Me lo llevé diariamente a comer a la comisaría. ¿Te acuerdas, campeón? ¿Te acuerdas de esas criadillas asadas que te preparaba Moyita, el cocinero? ¿Te acuerdas de la sangre? Cada viernes, medio litro de sangre pura, caliente todavía. ¿Te acuerdas, campeón? Yo le decía al matarife: "Ese corderito me lo trata bien, con cariño, para que marche al patíbulo bien confiado y muera tranquilo, sin pánico, sin soltar adrenalina, mire que su sangre es para endurecer el cuerpo de un cabrito que dará que hablar. Qué mariconada con los pobres bichos, pero valía la pena. Campeón, ¿dime si no fui un buen apoderado?
—El mejor del mundo —aseguró "Gonzalo".
—¿Tienes aquí los trofeos?
"Iván" le guiñó un ojo indicándole que fuera a buscarlos y lo acompañó hasta la vivienda.
—No es grave el asunto, pero puede ser conflictivo si empieza con preguntas incómodas. Está en tus manos, "Gonzalo.
—Tranquilo. Es un excelente tipo y yo manejo la situación.
Volvieron cargando los trofeos. El suboficial los contemplaba con una mirada soñadora en tanto los dos carabineros regresaban de la patrullera con una botella de pisco.
—Miren esto: "Campeón peso gallo. Campeonato de los barrios. Concepción". Y esta otra copa. Plata pura. "Campeón peso pluma", también en Concepción. Y de ahí te saltaste al norte, cabro, a mostrarle a los pampinos cómo pega un sureño. Aquí está la prueba. "Campeón peso ligero", en Iquique.
—Al tomar el cinturón con la gran hebilla de bronce, el suboficial no pudo contener las lágrimas—. Y llegaste lejos, cabro. ¡Mierda! Escuchen esto y pónganse de pie, huevones. "Octavos Juegos Olímpicos Panamericanos. Categoría welter. Campeón." Llegaste lejos, cabro. ¡Putas que llegaste lejos!
El uniformado lloraba a moco tendido abrazando a "Gonzalo" mientras los demás bebían pisco de la botella y se pasaban los trofeos de mano en mano. Hacía varios meses que funcionaban en el garaje y nunca se habían interesado por aquellos símbolos de gloria, conseguidos en los tres minutos de un round, en la breve eternidad de la victoria o la derrota. En eso llegó la pregunta inesperada.
—¿Y estos cabros, campeón? ¿Son operarios? "Gonzalo" disparó la respuesta precisa.
—No, mi subo ficial. Los muchachos también se ponen los guantes y estamos formando un club de box en el barrio. El uniformado se sintió en su elemento y, tratándo los de "peloduros", les ordenó ponerse en guardia.
—¿Peso?
—Sesenta y cuatro —dijo "Alonso".
—Superligero —hipó el uniformado.
—¿Peso?
—Ochenta. Pesado —respondió "Iván".
—Semipesado —corrigió el suboficial.
—¿Peso?
—Setenta y tres —contestó "Pedro".
—Sube dos kilos, cabro. Tienes buena pinta de medio y me gustan tus manos chicas.
Todos pensaban con alivio en la ausencia de "Paty". La imaginaban declarando su peso y al suboficial definiéndola como mosquita u otro bicho leve.
Luego de la visita de los policías se acostumbraron a la transparencia de "Gonzalo". Todo marchaba bien. Por una parte, él y "Alonso" se encargaban de hacer funcionar el garaje y, por otra, los vecinos los consideraban como a un grupo de entusiastas del cuadrilátero que el campeón formaba. Así, cada tarde limpiaban el garaje y, con tres tambores de aceite más la desmontadora de ruedas, formaban un ring de proporciones casi reglamentarias, en el que proseguían con las prácticas militares. Para completar el camuflaje, adquirieron unos pares de guantes usados, y "Alonso" colgó un enorme costal de arena para endurecer las manos. "Paty" se divertía viéndolos sudar y señalaba que parecían personajes sacados de un cuento de Rind Lamer.
Pasaban los meses y de Bolivia llegaban noticias cada vez más alentadoras. El grito de "A las montañas volveremos", lanzado luego de la muerte del Che, encontraba más y más eco entre los campesinos, entre los mineros y los estudiantes. Así lo decían los comunicados. Ahora sí que Bolivia sería el corazón del continente. Lo aseguraban los comunicados de la organización, que también se referían a un contingente argentino, a otro uruguayo, peruano, colombiano, que se sumarían a la lucha en las montañas y selvas bolivianas. Hasta era posible contar con la participación de algunos cubanos, veteranos de la Sierra Maestra, decididos a continuar el camino iniciado por el Che. Ellos formaban el destacamento chileno y se preparaban en un garaje disfrazado de gimnasio de box al atardecer.
El tiempo avanzaba y la fecha de salida parecía cada vez más cercana. La radio entregaba informaciones sobre actividades guerrilleras en las proximidades de Santa Cruz, y el gobierno boliviano ponía precio a la cabeza de "Inti" Peredo. "La cosa arde arriba", se decía. "La cosa arde arriba", repetían los comunicados.
Así llegó el momento en que "Iván" anunció que por fin había contacto abierto con la guerrilla, y la organización ordenaba empezar con los preparativos del viaje. La primera meta era Oruro. Allí habrían de hacer enlace con gentes de las minas, quienes los transportarían a través de la madeja clandestina hasta los frentes guerrilleros. Disponían de una fecha tope para llegar a Oruro, puesto que el desarrollo de la lucha significaría la militarización de las fronteras.
La cosa ardía arriba, y ninguno de ellos consiguió dormir aquella noche.
Recordó, mirando las matas de lirios suavemente mecidas por el viento, que aquella noche se había detenido en ese mismo parquecito para fumar un cigarrillo y controlar la euforia que lo embargaba. Luego había caminado sin rumbo despidiéndose de Santiago, aquella ciudad que amaba en secreto, sin atreverse nunca a confesarlo. Era verano. La noche suave y tibia envolvía sus pasos en un silencio felino, y se preguntaba cuánto tiempo habría de durar la lucha en las montañas. Y después, ¿qué vendría? Todo sería diferente. La guerrilla triunfaría en Bolivia y con ello los habitantes del continente recuperarían una vocación de victoria. Qué honor era vivir en semejante época. "Porque ahora la historia tendrá que contar con los pobres de América."
Las calles parecían interminables. Cada detalle resultaba novedoso, desconocido y bello. Caminó proyectando imágenes que se sucedían como planos vertiginosos de un filme en rodaje. A esa hora sus compañeros de facultad dormían, soñaban, hacían planes para el fin de semana con sus chicas, para el baile, el paseo a la playa; él, en cambio, formaba parte de un grupo con planes diferentes. El Che, antes de caer en Ñancahuazú, había escrito que el guerrillero alcanza la dimensión superior del hombre. El Hombre Nuevo. ¿Lo conseguiría él también? De los demás estaba seguro. "Alonso", a esas horas, estaría con su madre, a la que comunicó su futura ausencia diciendo que se marchaba a estudiar a Costa Rica. "Paty" se encargaría de hacerle llegar todos los meses una modesta suma dispuesta por la organización para afrontar los gastos más inmediatos. "Paty", compañera de "Iván", aceptó a regañadientes su obligación de quedarse. En el último tiempo los había visto más juntos que nunca. Se amaban desde que se conocieron como militantes en las Juventudes Comunistas, durante la marcha "Paz para Vietnam", de Valparaíso a Santiago. Juntos fueron expulsados del Partido, acusados de ultraizquierdismo, y juntos ingresaron en la organización. "Iván" encabezaba el grupo. Era el único que tenía experiencia militar y, al mismo tiempo, mayor capacidad política. Y "Gonzalo". Había sido minero, pescador, obrero de la construcción, mecánico de autos y campeón de box en medio de todo eso. "Iván" repetía que "Gonzalo" poseía disciplina y carisma. Podía ser justo y riguroso al mismo tiempo. Todos sentían que "Gonzalo" era el mejor. Algún día le hablaría de todo cuanto iba pensando por las calles dormidas de Santiago.
Santiago. Los alemanes de la brigada Thelmann, ¿se despidieron también así de Hamburgo, Berlín o Leipzig antes de marchar a España?
Santiago. Los yanquis de la brigada Lincoln, ¿recorrieron Chicago, Nueva York o Cincinnati antes de partir al frente del Ebro?
Santiago. ¿Se despidió también el Che de Buenos Aires?
Unos días más tarde llegó el momento de reunirse, solucionados todos los problemas personales, para partir en cualquier momento, aunque todavía no sabían cómo.
Al entrar en el garaje, "Iván" y "Alonso" lo miraron con el mismo gesto de estupor que él adoptó al ver al desconocido dando golpes al costal de arena. Era un hombre fornido. La nariz achatada resaltaba aún más su rostro de alcohólico. Tiraba las manos con suavidad, pero se notaba la contundencia de sus puños. El saco no se balanceaba como cuando uno de ellos lo golpeaba, se estremecía como un cuerpo colgado, atento al golpe que seguiría, tensando los músculos de arena para soportar el castigo propinado por aquellas manos certeras. El hombre respiraba acompasadamente y parecía estar siempre parado sobre un solo pie.
—Vengan —llamó "Gonzalo".
Se encerraron en la vivienda sin dejar de observar al desconocido a través de los vidrios de la puerta.
—No me hagan preguntas hasta que lo haya explicado todo. Hasta ahora seguimos con el problema del viaje sin definir. Es cierto que podemos hacerlo por separado y reunirnos en Oruro, pero también es cierto que todos somos bastante llamativos, de bolivianos no tenemos ni el olor, y seguro que ahora el ejército anda saltón con los bichos raros que cruzan la frontera. Pienso que hasta el momento mi transparencia nos ha sido muy útil, y creo que puede servirnos para llegar a Oruro sin dificultades. Además, pienso en un tremendo golpe de propaganda, pero de eso les hablaré más tarde. Por favor, no me interrumpan. En Oruro hay un campeón de los welter, y le he desafiado. El hombre aceptó el reto. Es un púgil militar. La pelea será en tres semanas y todos podemos viajar con esa cobertura.
Estaban tan sorprendidos que no atinaban ni a pensar. "Iván" le ordenó que terminara de exponer su plan.
—Lo he preparado todo y contamos con el apoyo de la Federación Chilena de Box. Conozco allí a varios tipos que quieren verme como profesional para ganar dinero a mis expensas, y los he ilusionado diciendo que esta pelea con el boliviano tirará de nuevo mi nombre a los comentaristas deportivos. Nos proporcionan los pasajes. En bus hasta Antofagasta y de ahí en ferrocarril hasta Oruro. Antes les mencioné el golpe de propaganda. Voy a ganar la pelea. ¿Se dan cuenta de lo que significa?
—Pero, ¿y nosotros?
—Todo arreglado. "Iván" es mi manager. "Alonso", mi ayudante, y "Pedro", mi masajista. De más está decir que debemos viajar con nuestros nombres.
—¿Y qué monos pinta el amigo de afuera?
—Es parte del golpe de propaganda. Lo necesito. El hombre de afuera es un boxeador en desgracia. Lo conozco bien y no puedo encontrar mejor entrenador.
No precisaron de una larga discusión para aceptar el plan propuesto por "Gonzalo". Les permitía viajar limpios, legales, y, sobre todo, consideraron los efectos del golpe de propaganda: un deportista que, luego de obtener un importante triunfo, se pasaba a la guerrilla con todo su séquito.
Las semanas siguientes fueron frenéticas. Los vecinos supieron que el campeón viajaba a Bolivia para defender su título y, aunque los entendidos alegaban que lo justo hubiera sido tener al boliviano disputándoselo en casa, porque así lo dictaban las reglas fijadas por el marqués de Weensberry, este viaje hablaba muy bien del coraje del campeón, que salía a exponer el título, y todos se mostraban satisfechos con el Lobo de San Pablo sirviéndoles en el ring.
Protegidos por la transparencia de "Gonzalo", el grupo se encerraba en la vivienda para revisar una y otra vez los conocimientos adquiridos. Cartografía, meteorología, geografía, botánica medicinal, arme y desarme, el abc de la guerrilla, mientras afuera el suboficial López se presentaba día sí día no a medir los progresos del campeón portando siempre una canasta repleta de huevos de campo, indicándole que debía comerlos crudos, con cáscara y todo, porque precisaba de mucho calcio, ajo y cebollas crudas para resistir mejor la altura.
Desde el cuadrilátero llegaban las instrucciones del Lobo de San Pablo.
—A las cuerdas. A las cuerdas, campeón. Ahora. Impulso. Salga. Uno dos, uno dos, atento a las piernas, uno dos, uno dos, uno dos. Vuelva a las cuerdas. Bloquee la cara. Atento. ¡Ahora! Salga. Uno dos, uno dos, uno dos, ¡el gancho de izquierda! No, campeón, gancho dije, no gualetazo. De nuevo a las cuerdas. Salga. Uno dos, uno dos, uno dos. Atrás. Salga con un recto de derecha, cintura, cintura, ¡arriba! Y ahora, ¡a noquear! ¡Salga a noquear, campeón!
Así llegó la última tarde en Santiago. A la mañana siguiente saldrían a noquear.
Deseaban estar con las familias, o con los amigos, o solos. Cada uno había imaginado de mil maneras ese atardecer. El secreto de sus vidas se rompería en poco tiempo y ya entonces estarían lejos. Pese a la necesidad de comunión, fue imposible evitar la fiesta que improvisaron los vecinos.
En pequeños grupos llegaron al garaje con pan amasado, un brasero, carne condimentada, botellas de vino, longanizas, empanadas, cajas de cerveza, ensaladas multicolores, y, antes de que pudieran reponerse de la sorpresa, dispusieron un mantel blanco sobre el banco de trabajo. El presidente de la Junta de Vecinos habló del cariño que todos sentían por el campeón, y por supuesto por sus colaboradores, del tremendo orgullo que significaba para el barrio el tenerlo como vecino y de lo felices que se sentirían con la victoria.
—Pero si la suerte le es adversa, campeón, si no gana, y el boliviano nos lo devuelve con un ojo en compota, bueno, usted comprende mejor que nosotros el profundo significado de la frase olímpica: "Lo importante no es ganar sino competir". Si no gana, campeón, sepa que nuestro cariño seguirá siendo el mismo, pero, como lo conocemos, tenemos confianza en sus puños. He dicho.
Era generoso el vino y las mejores partes del asado fueron para "Gonzalo". Se miraban entre ellos y, sin decirlo, sabían que aquélla era la mejor despedida posible. Y, en cuanto a la victoria, ¿quién podía abrigar dudas?
Al final de la fiesta, el Lobo de San Pablo se acercó a "Gonzalo" para asegurarle que durante su ausencia tanto el garaje como los trofeos relucirían de limpios.
—Qué lástima que yo tenga problemas con la justicia y no pueda salir del país. Si no, con qué gusto lo acompañaría para aconsejarlo desde el ring side. Cuídese de los cabezazos, campeón. Los bolivianos son mañosos y tienen la testa dura. No sabe lo mal que me siento por dejarlo solo. No es que piense mal de los muchachos, son entusiastas, pero no tienen futuro tirando las manos. Quiero decirle algo más, y usted sabe que soy hombre de pocas palabras. Gracias. Muchas gracias, campeón.
—Soy yo el que tiene que agradecer. Pero, ¡qué diablos! Me cuida el garaje y estamos a mano.
—No es tan simple. Usted sabe que me sacó de la mierda. Y qué honor para mí el poder apoyarlo con lo poco que sé.
—Usted es muy bueno. Conoce técnicas y sabe aplicarlas en el momento oportuno. Lobo, hay algo más. Es posible que no regresemos muy pronto, es posible que me enganchen en una gira. Esto debe quedar entre nosotros.
—Soy una tumba, campeón.
—Lo sé. Tengo una pregunta que siempre he querido hacerle. ¿De dónde viene eso de Lobo de San Pablo?
—Tiempos pasados. Es de cuando todavía era chiporro y tiraba las manos en el México Boxing Club, de la calle San Pablo. Era joven entonces, y alguien advirtió que cuando mejor atacaba era cuando me tenían contra las cuerdas, acorralado, como los lobos. Pero eso pasó. Ahora estoy acabado. La piel de lobo le quedó grande a este perro viejo. Yo colgué los guantes, campeón.
Las palabras del púgil se apagaron junto con las últimas brasas y una humareda débil se confundió con las sombras.
Mirando las colillas que lo rodeaban supo que llevaba mucho tiempo sentado en el parquecito. El amargo sabor que le inundaba la boca no provenía del tabaco. Supo también que ya no quería a ese parquecito, ni a la ciudad. No se aman los lugares a los que se regresa derrotado.
Se incorporó y echó a andar hacia el garaje. Al cruzar la calle, le dolió la herida. Se la habían curado en un almacén de la guerrilla, con medios muy primitivos, y, al dejarlo en un paso fronterizo, le advirtieron que no caminara demasiado.
Encontró al Lobo de San Pablo tomando mate en la cocina. El hombre se sobresaltó al verlo, y no logró discernir si lo miraba con odio o simplemente sorprendido, hasta que dejó la calabaza y lo abrazó sollozando.
—¿Es cierto, entonces?
—Sí, Lobo. Los mataron.
—Mataron al campeón...
—Y ad "Iván"..., a "Alonso"...
... al campeón. Esos conchas de su madre mataron al campeón...
—¿Cuándo lo supo, Lobo?
El hombre no respondió. Las lágrimas le empapaban la nariz achatada y respiraba con dificultad. Llorando fue hasta la cómoda sobre la que relucían los trofeos y de uno de ellos sacó un recorte de periódico:
"Una delegación de deportistas amateur chilenos resultó muerta en la estación de Oruro, Bolivia, durante un enfrentamiento entre guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional y efectivos de las fuerzas armadas bolivianas. Según fuentes militares del país vecino, los deportistas chilenos formaban parte de un comando extremista ingresado en territorio boliviano para unirse a los subversivos que operan en la región montañosa del Teoponte. El gobierno chileno ha solicitado a las autoridades del país hermano una investigación exhaustiva del hecho. La delegación deportiva, que viajó con el apoyo de la Federación Chilena de Box, estaba integrada por el campeón panamericano de los pesos welter...".
Le devolvió el recorte.
—¿Un mate?
—No, gracias, Lobo. Tengo que irme. Mire, aquí hay un poco de dinero. Encárguese de llevar los trofeos a la familia. Usted sabe dónde viven.
El hombre asintió sin palabras.
—Adiós, Lobo. Buena suerte.
Empezó a caminar hacia la salida. En el galpón estaba todavía el cuadrilátero formado por tres tambores de aceite y la desmontadora de ruedas. A un lado colgaba el costal de arena. La voz del púgil lo detuvo.
—Espere un poco. No entiendo. A veces no entiendo muchas cosas. Debe de ser por los golpes recibidos en la cabeza, pero yo lo quería al campeón, todavía lo quiero, y no puedo creer que sea cierto. ¿Subió al ring?
—No. Los mataron antes. Apenas bajábamos del tren. Nos vendieron. Yo me salvé por...
El hombre no lo escuchaba. Una expresión de dolor idiota surcaba su rostro de alcohólico.
—Entonces sigue siendo el campeón —dijo y se marchó a darle golpes furiosos al costal de arena.