DESENCUENTRO PUNTUAL

ORTEGA le dio cuerda al despertador, dispuso la señal de alarma para que sonara exactamente a las cuatro y media de la mañana y, para mayor seguridad, telefoneó a un amigo pidiéndole que lo llamara a esa misma hora.

Al desanudar los cordones de los zapatos decidió que era estúpido acostarse, precipitarse entre las blancas barreras de un insomnio seguro. De tal manera que se alejó de la cama, fue hasta el lavabo y se refrescó la cara con agua fría. Seguidamente se echó el saco sobre los hombros, salió a la calle y empezó a caminar hacia la estación central.

Al llegar al enorme edificio gris, no quiso entrar de inmediato. Odiaba particularmente esa atmósfera de aburrimiento producida por los pasajeros que esperan un tren de cercanías entre cigarrillos y bostezos. Tenía tiempo. Faltaban aún más de cuatro horas para la llegada anunciada en un telegrama de inhumano laconismo. Entró a un cafetín.

"LLEGO TREN CINCO Y CUARTO STOP ESPERAME STOP ELENA STOP"

Cuando la muchacha le acercó la copa de coñac, supo que estaba tranquilo. Comprobó que la desazón que le apremiaba desde hacía semanas había desaparecido y que, en su lugar, la absurda certeza de continuar enamorado casi llegaba a irritarlo.

La llamada de Elena lo había sorprendido en la intimidad de su cuarto de hombre solo, en los momentos en que se dedicaba a destripar los recuerdos que goteaban las páginas de una novela de Semprún.

La inconfundible voz de Elena lo había sobresaltado de tal manera que se había quedado mudo, sosteniendo el auricular como si se tratase de un reptil, y ella preguntó varias veces si le había ocasionado un infarto.

Con un laconismo similar al del telegrama le dijo que se encontraba nuevamente en París, que venía de Madrid, donde aún tenía algunos amigos, y que estaba más vieja, bastante más vieja, recalcó.

Quince años dejan sus huellas perversas en las canas y en las arrugas que nos van transformando el alma en un mapa de lugares y emociones muertas.

"Tango", respondió Elena. "Letra de tango." Ortega paladeó el primer sorbo de coñac y se dijo que era absurdo envejecer. Se repitió que era morboso el mirarse cada mañana en el espejo y comprobar cómo un tramo de vida, imprescindible, de nosotros mismos, se nos ha quedado en algún lugar de la habitación donde dormimos, perdido para siempre. Maldiciendo una vez más al escritor emboscado bajo su pellejo, Ortega no pudo dejar de sonreír al pensar en su cuarto a eso de las nueve de la mañana, cuando la mujer de la limpieza vacía los ceniceros, abre las ventanas y sacude las sábanas. Qué cantidad de pelos, recuerdos, trocitos de piel, sueños, caspa y partículas de uno mismo caen y sirven de abono a los rosales del patio. Le vino a la mente un viaje con Elena, uno de los tantos viajes en tren de Madrid a Barcelona, de Barcelona a Valencia. Caminante, no hay camino...

Durante ese viaje, ahora imposible de localizar con exactitud en los laberintos de la memoria, Ortega le había detallado el argumento de una narración que escribiría algún día. Era muy simple.

Un hombre nace en un tren, en un vagón de segunda. Es amamantado con la leche que proviene de las diferentes estaciones en las que el tren se detiene. El hombre crece, aprende las cosas triviales, aunque necesarias, que lo atan a la realidad concreta, pero nunca abandona el tren. Lleva una existencia tranquila sin hacer nada más que mirar por la ventana, hasta que el bichito del amor empieza a cavar su madriguera entre su piel y la camisa. El hombre descubre entonces que posee un desconocido don. Puede evitarse cualquier tipo de complicación existencial por el mero hecho de apearse en la siguiente estación y tomar el tren en sentido inverso. Puede repetir esta treta salvadora cuando quiera, en cuanto la menor dificultad amenace con trastornar su tranquila vida de viajero.

"Lo que se llama filosofia de sacarle el culo a la jeringa", había contestado Elena.

Al reponerse del silencio, la voz de Elena formulaba algunas preguntas por el teléfono.

"¿Y tú? Al parecer te quedaste para siempre en Hamburgo. Supongo que te encontraré convertido en todo un señor alemán. ¿Usas también uno de esos gorritos azules de navegante? ¿Tienes contigo a una dulce alemancita a quien le enseñas ordenadamente a odiar el orden? ¿Te han llegado mis cartas? ¿Alguna vez has contestado?" Quince años. París. Esa ciudad idiota.

Se habían separado cuando la última barricada era barrida por desganados obreros del municipio y el último grito de rebeldía bramaba su arrepentimiento en el despacho de un padre de familia acomodado.

De los viejos comuneros cenetistas no quedaba sino una vieja libreta con direcciones, la mayoría tachadas. Elena. Cuando el sagrado orden invadió victorioso las calles parisinas y los franceses vistieron con más fervor que nunca la estupidez de su arrogancia, ellos habían iniciado un desorden de itinerarios forzados, que condujeron a Elena hasta un caluroso país centroamericano, y a él a la verde ciudad de Hamburgo, donde ahora esperaba bebiendo una tercera copa de coñac. Ocasionalmente se topaba con viejos conocidos, hombres que al recordar aquellos tiempos esbozaban una mueca amable, consultaban el reloj y se excusaban por tener que asistir a conferencias impostergables.

Por algunos de ellos supo que Elena viajaba por países de nombres que saben a frutas, a aventuras de piratas, a horas silenciosas frente a mares transparentes, a pieles de deseable tonalidad almibarada.

Pagó el consumo y empezó a caminar. Al entrar en la estación se detuvo frente a la pantalla de llegadas y consultó a qué andén arribaría el expreso París—Varsovia. Bajó las escaleras y esperó. Faltaban todavía cinco minutos.

Ortega se sentó en un peldaño y decidió preparar las palabras necesarias. Palabras que servirían de puente para atravesar un abismo de quince años.

Aunque lo evite, necesariamente hablarán de aquellos días, de los sueños, del pidamos lo imposible, del mañana es el primer día del resto de tu..., etc. De las consignas que a veces, al toparse con Dani "el Rojo" convertido en un impecable editor de periódicos y revistas ilegales, se le subían a la garganta formando una mucosidad cansada, deseosa de expectorar el mal trago de aquella historia.

Una voz anónima que informaba de la llegada del expreso lo sacó de sus cavilaciones sin haber encontrado las palabras. El tren se detuvo y Ortega se paró, alzó la cabeza todo cuanto se lo permitían los músculos del cuello y fue recorriendo las caras somnolientas de los viajeros que bajaban y los rostros nerviosos de quienes subían con el boleto en la mano. En medio de los empellones se sintió acometido por un nerviosismo creciente. Nunca le gustaron los encuentros ni las despedidas. La comuna había sido para ellos exactamente eso, la posibilidad de una vida continuada, ilimitada. Trotó por el andén recorriendo con la vista el interior tenuemente iluminado del tren. Corría al llegar a los últimos vagones y el silbato que ordenaba la partida lo sorprendió en medio de una carrera desaforada, esquivando como un jugador de rugby a los pasajeros retrasados, evitando chocar con los carros de la correspondencia. Los tres minutos de parada se habían esfumado demasiado rápidamente para quien ha esperado quince años. Pensó en un error de itinerario, en una confusión del telegrafista, y cuando el tren ya se movía vio el rostro de Elena dibujado en los cristales.

—¡Elena! —gritó—. ¡Elena!

La mujer se limitó a responderle con una sonrisa. Le envió un sutil beso encerrado entre los dedos, y le indicó, en un costado del vagón, la palabra Varsovia.

Ortega permaneció quieto, comprobando cómo el tren desaparecía en un hueco de luminosidad matinal que ya se insinuaba, y al pensar en el alba jugó a que la entendía. Elena. Varsovia. Luchar contra el poder. ¡Joder! La misma historia.