PEQUEÑA BIOGRAFÍA DE UN GRANDE DEL MUNDO
Nuestras historias de hoy no tienen por qué haber ocurrido ahora.
Günter Grass
En ese tren que se acerca cruzando los pantanos, en ese tren que todavía no podemos ver, pero sí presentir en las maldiciones de los viajeros atacados por nubes de mosquitos, en ese tren, como siempre, viene la vida y la muerte.
Usted lo sabe, aunque con su actitud terca y ausente se niega a aceptarlo, lo sabe, porque usted mismo fue el que mandó tender ese ferrocarril que nos trajo la desolación y que en su vientre de acero nos llevó a conocer las desgracias de otras latitudes.
Y yo le hablo, mi general, yo le digo esto porque me encargaron entretenerlo a esta hora húmeda de la siesta hasta que el tren llegue, se detenga, y los funcionarios del gobierno bajen con los papeles oficiales que nos dirán si usted es un héroe o un canalla. Pero usted no me escucha. Usted insiste en permanecer con sus ojos clavados en un punto de la calle. Usted no me escucha y yo sé que está mirando el pedazo de lata azul que indica el nombre de la calle.
"Calle del Rey Don Pedro." ¿Rey de dónde?, se preguntaron una vez los concejales de turno. La patria ha tenido siempre tantos héroes esperando en los archivos del olvido que hubiera bastado con tomar uno al azar para dejar contentos a moros y cristianos en el bautizo de una calle, por ejemplo, esta misma calle que comienza en los burdeles adosados a la estación y termina en las paredes blancas de la cárcel.
"Fue un rey castellano, pendejos. Su nombre lo encuentran en cualquier edición del almanaque Bristol."
La indicación bastó, mi general, para que los profesores de historia se arremolinaran cada tarde frente a la oficina del correo esperando los libros del canciller López de Ayala, del conde de la Roca, Juan Antonio de Vera y Figueroa, libros que fueron evidenciando la biografía terrible de un castellano malvado que no fue posible enseñar a los alumnos, y qué vaina, a la calle ya le habíamos puesto el nombre.
Con todo respeto, mi general, tengo que decir que usted me da un poco de pena con su aspecto de pájaro perdido.
Cuando le abrí la puerta de la celda para que recibiera un poco de luz diurna, usted se me quedó mirando, así como si quisiera encontrar una respuesta al porqué de ese cuartucho inmundo en el que lo tenemos. Estoy seguro de que recordó otra habitación también oscura y hedionda a ratas y a meados de animal nocturno, otra habitación en la que lo encerraron justo el día en que cumplía sus quince años y estaba cansado de vagar por los campos mendigando un trozo de yuca para engañar el hambre.
A ese cuarto oscuro me lo metieron, mi general, luego de muchas recriminaciones por haber dejado abandonado a los gallinazos el cadáver de su santa madre. Cuando le abrieron la puerta, un hombre altivo le presentó ceremonioso a los otros nueve muchachos que lo miraban desconfiados, que no podían creer en la elasticidad de sus músculos montubios, que gritaban "¡Miren el mono! ¡Miren el mono!" cada vez que usted trepaba a los aguacates del patio para sacar los mejores, los más asoleados. Eran "los otros" mi general. Los que dormían en las habitaciones frescas de la casa grande, los que tenían las ventanas debidamente protegidas contra el zumbido de los tábanos, los que reposaban tras el suspiro blanco del mosquitero de tul que los aislaba de la peste de las arenillas, malditos moscos diminutos que en las noches se meten entre los pelos de la cabeza y pican hasta los buenos pensamientos. Por el contrario, a usted le tocaba dormir en el cuarto húmedo que le habilitaron junto a los establos, porque usted, mi general, era un bastardo recogido por su señor padre en un arrebato de conciencia, similar al que tuvo cuando, luego de aporrearlo en el mismo lugar donde lo sorprendió perdido entre las tetas de la cocinera, lo abrazó y, mirándolo fijamente a los ojos, le dijo que todo lo hacía por su bien. Que incluso esos azotes propinados con la fusta de su soberbia de jinete omnipotente, y que le dejaron las nalgas convertidas en un cardenal, eran por su bien. Que comprendía que estaba sintiendo la necesidad de usar los atributos de la hombría, pero que en ningún caso estaba bien que comenzara tirándose a las hembras del servicio que él cobijaba en su casa, y le dijo que el fuego de los primeros años hay que saber medirlo, porque, mírame a mí, por ejemplo, que en un momento de calentura me monté a la que fuera tu santa madre y la preñé sin quererlo. Tienes que aprender que a las mujeres del monte a veces se las preña con sólo mirarlas, y no está bien empezar a repartir hijos por el mundo antes de saber sonarse los mocos.
Y usted entendió, mi general. Entendió entre otras cosas que en esta vida hay abismos que resulta mejor ignorar. Entendió que su pelambrera de mulo nunca alcanzaría la docilidad del cabello de sus medio hermanos, que su pellejo pardo nunca alcanzaría el brillo mate del sol tomado a ratos en los prados de la casa. Entendió que su pellejo estaba destinado a tener la tersura de un cuero de tambor y el color que determinaran las lluvias y las hambres por soportar. Y, por sobre todo, usted entendió, en las negativas risueñas de las mujeres de servicio, que primero decían no, no, bueno ya, pero que sea a la sombrita, que era bueno tener en las manos y en la sangre aseguradas las riendas de un pequeño poder que iría acrecentándose con el paso de los años y con la sabiduría de sus futuras decisiones. Entendió que esta vida es de los duros, mi general. De los que agachan la cabeza cuanto les es posible y esconden las manos para que los demás no se percaten del rosario de odios que lentamente se va formando entre los dedos.
Todo eso entendió usted, mi general. Y en esa habitación hedionda a ratas y a meados de animal nocturno, usted esperó pacientemente a que su señor padre terminara de cenar y, cuando salió a su acostumbrado paseo digestivo en compañía de los perros, usted lo abordó y con todo respeto le dijo que quería ser militar.
Me parece que le está gustando que le hable, mi general. Y tengo que hacerlo, ya que me encargaron que lo entretuviese mientras esperamos ese tren que ahora cruza los pantanos. Su tren, mi general. El mismo tren que la Company nos trajo luego de que usted se encargara de cerrarles la boca para siempre a todos los bandidos, poetas y profesores de primaria que andaban por ahí jorobando, diciendo en cada pueblo que el banano era la mierda verde que emporcaba las mesas de los pobres.
Todavía humean las hogueras del recuerdo, las mismas sobre las que usted mandó asar a fuego lento a todos los ateos, liberales, a los que con discursos perturbadores se oponían al progreso de la patria. Así que usted se nos hizo militar, y de los buenos. Tanto así que una mañana sacó a patadas a todos los civiles que conspiraban contra los intereses nacionales en el palacio del mando, y dijo que había que poner orden en la cloaca, que se había visto forzado a vestir los ropajes del poder y que sería por poco tiempo. Y qué tiempos, mi general. Tiempos festivos en los que se dictaban solemnes bandos acompañados de fanfarrias cívicas, convocando a elecciones democráticas, mientras las manos secretas del poder metían sutilmente los objetos del patrimonio histórico bajo la cama de los opositores. Los mismos que más tarde eran defenestrados por el populacho, por la chusma convenientemente envalentonada en las cantinas de su propiedad. Pobres tipos, los opositores. Eran arrastrados y pateados hasta el cansancio y, mientras les quedaba boca, seguían jurando no saber nada acerca de los óleos de la Inmaculada Concepción, aparecidos bajo el tapete del comedor en un allanamiento provocado por la santa ira del pueblo ante tan impío saqueo a los altares de la patria, porque todo se puede robar, carajo, todo menos el honor nacional, que no cabe en ningún saco, como decían los implacables fiscales de la corte marcial, antes de pedir la pena máxima para los acusados, y deshonrados públicamente, de confiscar su patrimonio. Pena que no pasaba de ser una macabra broma suya, mi general, porque lo que dejaban los perros ya se lo habían comido los gallinazos del manglar, y de los acusados no quedaba más que el nombre.
Usted se nos afirmó en el mando y a nosotros no nos importaba. Ese mismo tren que ahora cruza los pantanos se encargaba de llevarlo a la cabeza de su ejército impecable hasta territorios selváticos que ni siquiera existían en la imaginación de los cartógrafos. El tren pasaba lleno de peones y varas de metal que prolongaban el progreso y regresaba cargado de banano verde y de hombres que, sin mediar música alguna, no paraban de bailar el sambenito, enloquecidos por la fiebre y la malaria. "¿Hasta dónde va a llegar esta vez, mi general?", le gritaba el populacho concentrado en la estación. Y usted nos respondía: "Hasta la misma fabulosa Ciudad Perdida de los Césares, que tiene los pisos adoquinados de oro y el cielo cuajado de esmeraldas maduras que caen cuando soplan los buenos vientos de los cambios astrológicos. Voy a regresar vistiendo la armadura de Ponce de León. ¡Ya van a ver, cabrones!".
Cómo nos hablaba usted, mi general, qué vaina. Desde su vagón personal y acompañado por los místeres de la Company usted nos hablaba y nos hacía soñar con la riqueza. Nos decía que, en cuanto el tren llegase al otro confín de la espesura, tendríamos que turnarnos para comer pescado de los dos océanos en cada viernes santo. Nos decía que tendríamos unos panes tan enormes que había desde ya que dictar un decreto presidencial para limitar el tamaño y pudieran entrar por la puerta de las casas. Nos decía que tendríamos tanto dinero que los niños expósitos sacarían el número del perdedor en la lotería. Y nosotros lo aplaudíamos, mi general, hasta que su tren se perdía tragado por el monte.
¿Se acuerda de aquel día en que su tren regresó en medio de chirridos desacompasados y sin la compañía de los místeres? Su tren, el que nos llenó las calles de soldados que nos arrejuntaron como a bestias en medio de la plaza de armas para que usted nos dijera que estábamos en guerra, que se acababa la fiesta y empezaba un tiempo de cojones.
En un abrir y cerrar de ojos usted nos cambió el sonido de las guitarras por un coro de gritos lastimeros que le imploraban, con las bocas ennegrecidas de odio y pólvora: "Déjeme morir de una maldita vez, mi general, mire que el obús me llevó las dos piernas, la liberal y la conservadora, y ahora no sé llegar a ninguna parte. Mire que estoy cagado, mi general, pégueme un tiro aquí, en medio de estos ojos que se apagaron mucho antes de conocerlo en su retrato de los billetes de cien pesos, hágame el honor, mi general". Y usted respondiendo: "No te hagas el herido, cabrón, que el que tiene manos todavía se puede sobar la verga".
Así que nos vistió a todos de soldados, mi general. Su tren fue equipado con un vagón de cirujanos que, sierra en mano, revisaban a los moribundos y, en nombre de la patria, iban rescatando los miembros que les parecían utilizables. El tren nos llevaba enteros hasta los campos de discordia y, al regresar, ya no estábamos seguros de venir completos.
El tren dejó de ser alegre para nosotros. Las mujeres dejaron de esperarlo para que usted apadrinara a los séptimos hijos, como en los buenos tiempos, cuando los tomaba en brazos sin importarle si habían sido legítimamente concebidos entre sábanas blancas o si eran fruto de los desafueros del carnaval.
¿Se acuerda de esa mañana en que el tren no se movió y usted permaneció encerrado, abofeteando a los ingenieros que le habían proporcionado mapas falsos? Ese fue el día en que amanecimos sitiados.
No nos quedaba otra que invocar a la suerte para que nos sacara de ese mal paso. ¡Y cómo lo hicimos! Arrasamos los bosques y las plantaciones a fuego vivo. Arrasamos los trigales verdes y los bananales de miel, los bosques de eucaliptus para los tísicos y los pastizales de las vacas del poder. Lo arrasamos todo. Las llamas podían verse desde los dos océanos y la humareda dejó negros los rostros cabrones de los angelitos de ese cielo cabrón que nos abandonó. Lo arrasamos todo con el fuego sagrado del patriotismo y sembramos todos los campos con trébol de cuatro hojas. Cazamos todos los conejos, y les cortamos las cuatro patas hasta no dejar sino millones de bolitas peludas y sangrantes que corrían parados sobre las orejas, para que las tropas de mi general tuvieran no una, sino cuatro patas de la buena suerte colgándoles del cuello. Repartimos los escapularios oficiales del poder, que tenían estampas de todos los santos consignados en el almanaque Bristol. Escapularios enormes que los más herejes utilizaban como mantas, para abrigarse cuando las fiebres del trópico se les metían en las entrañas. Por ese mismo tiempo, usted, mi general, sentado en la poltrona del mando dictó el decreto presidencial en tiempo de guerra que declaraba ciudadanos de buena fortuna a todos los jorobados que se encontraran en el territorio nacional, con pensión vitalicia proporcional al tamaño de la joroba, y decretó al mismo tiempo la expulsión inmediata del país de todo extranjero que no fuera jorobado. Al poco tiempo nos vimos invadidos por la inmigración más grande de jorobados procedentes de todas las latitudes del sextante, invasión que aumentó con la llegada de miles de lisiados cuando usted, mi general, mediante un nuevo decreto presidencial en tiempo de guerra, dispuso que también eran ciudadanos de la buena fortuna los mancos que levantaron las manos contra sus padres queridos, los cojos que transitaron por el sendero del mal, los ciegos que cantan vida mía no me abandones con viejos acordeones y que miraron más allá de lo permitido en las Sagradas Escrituras, los desorejados por escuchar mentiras de los gitanos, los gemelos pegados por la espalda, que son hijos de primos que viven en casas vecinas, los sietemesinos, que son hijos de padres desconocidos que amaron demasiado rápido, y las mujeres tristes con nubes galácticas en los ojos por suspirar mirando al cielo durante las fiestas de guardar.
Vinieron, mi general. Vinieron por miles los lisiados. Vinieron tantos que la república sitiada se convirtió en un gigantesco dispensario de horrores para la buena fortuna. Un reino de horrores y mutilaciones. Un lugar donde estar entero constituía delito flagrante de traición a la patria. Un rincón del mundo donde los ritmos se bailaban tan desacompasadamente que los músicos se ahorcaban con las cuerdas de los violines.
Y la suerte nos respondió, mi general. Cuando ya estábamos desesperanzados contemplando los errores incalificables que cometía Yamilet, la niña milagrosa de Talagante del Sur, que hizo que un ciego no recuperara la vista, pero que en cambio adquiriera una velocidad prodigiosa con sus piernas y muriera a consecuencia del golpe que se dio contra una piedra que no pudo ver, y que hizo que un cojo no caminara derecho, pero que pudiera ver lo que pasaba más allá del horizonte y que muriera atropellado por su tren militar mientras contemplaba feliz cómo un trapecista atravesaba las cataratas del Niágara caminando sobre una cuerda floja y con la vista vendada. En esos mismos instantes de desazón apareció usted, mi general, nuevamente acompañado por los místeres de la Company, y nos dijo que había que trabajar, carajo, que ya estaba bueno de fiestas, que no había que ser tan vagos, que debíamos regresar a los bananales y denunciar de inmediato a los provocadores que andaban por ahí con el cuento de que habíamos estado en guerra.
De esta manera, mi general, todos aquellos episodios de hecatombe quedaron desterrados del recuerdo inmediato por obra y gracia de los historiadores oficiales, escribanos con levita que hacían desaparecer las inscripciones parroquiales, de tal manera que, mujer, ¿de qué carajo de muerto me estás hablando? Si nunca nació, mal pudo entonces haber fallecido, mujer, son rumores que inventan los traidores a la patria, carajo, qué cosas se traen. Y a usted, mi general, no le importaron los barracones repletos de cadáveres esperando el tren del infierno, ni las maldiciones de las viudas que juraban haber enterrado a sus hombres con un par de piernas prestadas que tal vez les hubieran venido muy bien para bailar el sanjuanito, pero que zapateaban de forma aterradora en las noches sin luna, o con un ojo azul de marinero que les quedaba muy bien, pero que no dejaba de parpadear en la memoria.
El tiempo fue pasando, mi general. A usted lo vimos algunas veces cruzando los bananales en su vagón de mando. Más tarde nos dijeron que se andaba por el norte armando montoneras, que los civiles matreros me lo habían sacado a patadas del palacio de mando. Luego nos llegaron con su retrato de siempre, con la banda de los presidentes terciándole el pecho, y a la semana siguiente los alguaciles arrancaron su retrato de todas las dependencias públicas, lamentando que el papel fuera tan grueso y no sirviera siquiera para limpiarse el culo, y para rematar, ayer nos llega usted, mi general, desprovisto de toda la autoridad resplandeciente de otros tiempos, hediondo a meados y a sudor de mulas.
A esta hora, su tren, mi general, ya tiene que haber cruzado los pantanos. Ya puede verse cómo el pueblo va despertando de la siesta. Yo no duermo, mi general. Estoy viejo, como usted, y guardo mi sueño para la noche larga de la muerte. Por eso me encargaron que lo acompañara y que lo entretuviera. Me dijeron también que tuviera cuidado, eso sí, mucho cuidado. Y aquí estoy, hablándole mientras usted hace el que no escucha y sigue mirando el pedazo de lata azul con el nombre de la calle. Puedo seguir hablándole. Mi misión es entretenerlo hasta que llegue el tren, pero usted, mi general, se me queda quietecito, mire que tengo el trabuco listo, y si usted se me pone guapo, con todo respeto, mi general, yo me lo cargo.
Ya falta poco. Ya verá usted que en pocos minutos el tren se detendrá, de él bajarán los funcionarios con los papeles oficiales, los que nos dirán si usted sigue siendo un héroe o si, por el contrario, se nos ha puesto canalla últimamente.