II
DE regreso hacia el Navío Médico, Calhoun se detuvo en otro lugar en donde, en un planeta herboso, debió haber habido una zona verde. Los árboles eran tipo terrestre y entre ellos tuvo que haber un césped. Los árboles eran florecientes, pero las plantas que cubrían el suelo se habían desplomado y se pudrían. Calhoun recogió un poquito de semilégamo y lo olió. Tenía un olor débil a rancia y a astringente, el mismo que olió cuando abrió la escotilla de la nave. Arrojó aquella porción al suelo y se sacudió las manos. Algo había matado a las plantas que cubrían el suelo.
Escuchó. En todas partes donde viven humanos hay insectos, pájaros y otras pequeñas criaturas que forman parte esencial del sistema ecológico a que pertenece la raza humana. Tienen que ser transportados y establecidos en todos los nuevos mundos que la humanidad intenta ocupar. Pero aquí no se percibía el menor sonido de tales criaturas vivas. Era probable que el rugiente bramar de los cohetes de emergencia del Navío Médico fueran el único verdadero y que la ciudad escuchara desde que sus habitantes se fueran.
La quietud preocupó a Murgatroyd.
-«¡Chee!» - dijo en tono bajo mientras permanecía cerca de Calhoun.
Calhoun sacudió la cabeza. Luego anunció bruscamente:
-¡Vámonos, Murgatroyd!
Regresó a la rejilla y al edificio que albergaba sus controles. Esta vez no miró el diario del espaciopuerto. Entró en la sala de instrumentos grabadores de la segunda función de la rejilla de aterrizaje. Además de elevar y descender navíos del espacio, una rejilla de aterrizaje extraía poder de los iones de la atmósfera superior y lo radioemitia. Proporcionaba toda la energía que los humanos del mundo podían necesitar. Era energía solar, en cierto modo, absorbida y almacenada por una capa de iones de muchos kilómetros de altura, que luego se podía extraer y distribuir por la rejilla. Durante su descenso, Calhoun había advertido que el poder radioemitido, la energía, era aún asequible. Ahora miró lo que decían los Instrumentos.
La aguja del dial que mostraba la succión de energía se movía lentamente arriba y abajo. Era un movimiento rítmico, yendo del máximo hasta el mínimo de utilización de energía y luego repitiéndolo. Aproximadamente seis millones de kilovatios eran extraídos de la emisión cada dos segundos y durante medio segundo. Luego la extracción se cortaba durante un segundo y medio y volvía a repetirse... durante medio segundo.
Frunciendo el ceño, Calhoun alzó los ojos hasta una estupendisima fotografía en color que había en la pared encima de los diales de energía. Era la foto de la parte de Maya ocupada por los humanos, tomada desde más de seis mil kilómetros en el espacio. Había sido ampliada hasta metro y medio por más de dos, y la ciudad de Maya se veía como un grupo irregular de cuadrados y triángulos midiendo cada uno algo más que centímetro y medio de lado. El detalle era perfecto. Resultaba posible ver las líneas absolutamente rectas e infinitamente finas saliendo de la ciudad. Eran carreteras, autopistas de múltiples vías de circulación, de una rectitud matemática que iba de una ciudad a otra y luego también siguiendo su rectitud geométrica, aún adoptando un ángulo nuevo, comunicaban con la siguiente urbe. Calhoun las contempló pensativo.
- La gente abandonó la ciudad a toda prisa - dijo a Murgatroyd - y hubo un grupo de confusión, si se produjo algo de esa clase. Así que sabían por anticipado que quizás tendrían que irse y estaban preparados para hacerlo. Si tomaron algo, ya lo tenían preparado en sus coches. Pero no estaban seguros de que tendrían que marcharse puesto que de otro modo no habrían acudido a atender sus asuntos como siempre. Todas las tiendas estaban abiertas y la gente comía en los restaurantes, etc.
-«¡Chee!» - dijo Murgatroyd como si estuviera del todo de acuerdo.
- Ahora - preguntó Calhoun - ¿dónde fueron? La cuestión es realmente, dónde pudieron ir. ¡Habían ochocientas mil personas en esta ciudad! ¡Los coches los tenían para todos, claro, y con doscientos mil vehículos! Pongámoslos a sesenta metros de separación en una autopista y tendremos dieciséis coches en cada kilómetro y por cada vía de circulación... hagámoslos correr a ciento cincuenta kilómetros por hora en una carretera de doce vías de circulación, utilizándolas todas en un sólo sentido, y tendremos veintiocho mil ochocientos coches por hora... Con dos carreteras serán entonces cincuenta y siete mil seiscientos... Con tres carreteras... Bueno, con dos carreteras podrían vaciar la ciudad en unas tres horas y con tres casi en dos... Puesto que no hay rastro de pánico, eso es lo que ha debido ocurrir. Quizás lo tenían ensayado con anticipación, también. Puede que ya lo hubiesen hecho antes...
Escrutó la fotografía que era mucho más detallada que un mapa. Hacia el norte de Maya City habían montañas, pero sólo una carretera conducía hasta ellas. También habían montañas en el Oeste. E igualmente una carretera llegaba a las faldas de los montes, pero no los atravesaba. Por el sur estaba el mar, que se curvaba en torno durante casi quinientos kilómetros de Maya City y conformaba la colonia humana de Maya en una especie de colonia peninsular. Era una fracción pequeña del planeta, pero allí no crecerían los cereales. El planeta podía cultivar plantas nativas para materias primas de química orgánica, pero no todo su propio alimento, por lo que su población estaba limitada.
- Se fueron hacia el este - dijo al poco Calhoun. Siguió las líneas con su dedo -. Tres autopistas van al este. Ese es el único modo en que pudieron marcharse con rapidez. No estaban seguros de que tendrían que irse, pero sabían dónde ir si era preciso. Así que cuando recibieron el aviso, se marcharon. Por tres carreteras, al este. Y les seguiremos y preguntaremos qué diablos les hizo huir. ¡Aquí no hay nada visible!
Volvió al Navío Médico, Murgatroyd sin separarsé de su lado. Mientras la escotilla se cerraba tras ellos, hubo un chasquido procedente de los altavoces del micrófono exterior. Escuchó. Era un chasquido doblado, como si se pusiese en funcionamiento y casi de inmediato se cortara otra vez. En un ciclo de dos segundos... el mismo que aquel drenaje de energía. Algo extraía seis millones de kilovatios e inmediatamente cortaba la extracción cada dos segundos. Producía un sonido en los altavoces conectados con los micrófonos exteriores, pero no originaba ruido en el aire. Los chasquidos del micrófono eran debidos a la inducción; amplificación; como los cruces en los cables telefónicos defectuosos.
Calhoun se encogió de hombros con fuerza. Se acercó al comunicador.
- Llamando a «Cándida»... - comenzó y la respuesta casi le cortó en seco las palabras.
-«"Cándida" al Navío Médico. ¡Adelante! ¡Adelante! ¿Qué pasa ahí abajo?
- La ciudad está abandonada sin ningún rastro de pánico - contestó Calhoun -, y hay energía y no aparece nada destruido. Es todo como si alguien hubiese dicho: «Fuera de la cómoda ciudad». Y lo han hecho. ¡Eso no ocurre en un abrir y cerrar de ojos! ¿Cuál es su siguiente puerto de llegada?
La voz del «Cándida» se lo dijo, esperanzada.
- Tomen un informe - ordenó Calhoun -. Entréguenlo en la oficina de salud pública inmediatamente que aterricen. Allí lo retransmitirán al cuartel general del sector del Servicio Médico. Voy a quedarme aquí y descubrir qué es lo que está pasando.
Dictó, irritándose cada vez más al hacerlo porque no podía explicar lo que informaba. Algo grave había ocurrido, pero no había rastro que indicara la naturaleza de este grave asunto. Hablando estrictamente, ni siquiera parecía un asunto de salud pública. Pero cualquier emergencia de esta categoría entrañaba factores de sanidad general.
- Me quedo en tierra para investigar - terminó Calhoun -. Informaré más cuando me sea posible. Fin del mensaje.
-«¿Qué hay de nuestro pasajero?»
-¡Al diablo con su pasajero! - exclamó Calhoun enfurecido -. ¡Hagan lo que gusten!
Cortó el comunicador y se preparó para la actividad al exterior del navío. Al poco, con Murgatroyd, buscó un medio de transporte. El Navío Médico no puede utilizarse para una operación de búsqueda. No tenía suficiente combustible para los cohetes. Tendría que utilizar un vehículo de superficie.
De nuevo apareció el panorama de que todo el mundo había salido y no había regresado. Calhoun vio los escaparates de las joyerías. A plena vista y sin vigilancia se mostraban tesoros. Vio una floristería. Había allí flores de tipo terrestre en apariencia lozanas y algunas flores raras y muy hermosas con un follaje verde aceitunado con la misma frescura que las terráqueas. Había una jaula en la que creció una planta y esa planta estaba mustia y próxima a la putrefacción. Pero una planta que tenía que cultivarse dentro de una jaula...
Encontró una agencia de coches, quizás para la venta de vehículos importados, quizás para los de fabricación en Maya. Entró. Habían muchos coches en exhibición. Eligió uno, deportivo y lujoso. Dio la vuelta a la llave y el motor zumbó. Lo condujo con cuidado hasta la vacía calle. Murgatroyd se sentó interesado a su lado.
- Esto es un lujo, Murgatroyd - dijo Calhoun -. También es un gran robo. Nosotros los médicos no podemos costearnos tales cosas, ni tampoco con frecuencia tener excusa para robarlas. Pero estamos en una época muy extraña. Correremos el riesgo.
-«¡Chee!» - contestó Murgatroyd.
- Queremos encontrar una población furtiva y preguntarles qué les hizo huir. De momento, parece que lo hicieron sin motivo. Quizás les agrade saber que pueden regresar.
-«¡Chee!» - volvió a repetir Murgatroyd.
Calhoun condujo por las vacías vías de circulación. Todo resultaba sobrecogedor. Le parecía qué en cualquier momento alguien asomaría y le diría:
-¡Oh!
Descubrió una autopista elevada y una rampa de acceso. Marchaba de Oeste a Este. Dirigió el coche hacia levante, alerta a cualquier signo de vida. No había ninguno.
Casi había salido de la ciudad cuando sintió como un impacto el rugido de un 800 vulsónico que parecía provenir de muy lejos. Era el resultado de algo que viajase más de prisa que el sonido, cuyo ruido se alejaba hasta ser difícil de captar por el oído humano.
Alzó la vista. Vio florecer un paracaídas como una manchita blanca contra el azul del cielo. Luego oyó el bramar todavía más bajo de tono de una nave supersónica ascendiendo hacia el cielo. Podría ser una lancha salvavidas de una nave espacial, que había ascendido hasta la atmósfera y volvía a marcharse. Lo era. Había dejado caer un paracaídas y ahora regresaba al espacio a su cita con su nave materna.
- Ese debe ser el pasajero del «Cándida». Sí, se mostró lo bastante insistente... - dijo Calhoun con impaciencia.
Frunció el ceño. La voz del «Cándida» le había dicho que su pasajero exigía que le aterrizasen por motivos comerciales. Y Calhoun tenía prejuicios contra algunas clases de hombres de negocios que pensaban que sus propios asuntos eran más importantes que cualquier otra cosa. Dos años «standard» antes, hizo una inspección sanitaria en Texia II, en otro sector galáctico. Era un planeta llano y había allí una sola y gigantesca empresa de negocios. Verdadera e inimitable habían sembrado hierba terrestre que destruía la vegetación nativa, al contrario de la situación que aparecía aquí, y el planeta entero era un prado monstruoso para el ganado bovino. Salpicado con gigantescos mataderos y ganado en masas de docenas de miles de cabezas que eran trasladados de aquí para allá por campos terrestres de inducción, que actuaban como cercas. Ultimamente el ganado era conducido por las mismas cercas de inducción hasta los mataderos y en la actualidad a los pozos en donde eran degollados los bueyes. Cada fracción imaginable de beneficio se extraía de sus cadáveres, y Calhoun descubrió que el cuerpo de un buey era una fuente increíble de ingresos. No se mostraba sentimental acerca del ganado, pero la frialdad absoluta de toda esta operación le dio asco. La misma sangre fría se advertía en los empleados humanos que dirigían el lugar. Sus viviendas eran marginales. El aire tenía olores de matadero. Los hombres que trabajaban para la Texia Company lo hacían a conciencia o no lo hacían. Si no trabajaban, no comían. Su informe Servicio Médico fue mordiente. Desde entonces sintió prejuicios contra los hombres de negocios.
Descendió el paracaídas suavemente lejos de la ciudad. Aterrizaría bastante cerca de la autopista que Calhoun seguía. Y no se le ocurrió dejar de ayudar al desconocido paracaidista. Vio una figura pequeña pendiente debajo de las sedas y disminuyó la marcha de su vehículo. Calculó dónde aterrizaría aquel hombre.
Se encontraba en la carretera de doce vías y en un desvío lateral, cuando el paracaídas estaría a una altura de treinta metros. Corrió a través del campo cubierto de plantas verde oliva, del campo que se perdía en el horizonte, cuando el paracaidista tocó tierra. Hacia considerable viento. El hombre rebotó. No sabia cómo deshinchar el hongo de seda y el paracaídas le arrastró. Calhoun apretó la marcha, giró y saltó sobre el paracaídas.
El hombre estaba enredado e inerme entre el cordaje. Lo deslió con pericia. Al ver a Calhoun dijo receloso:
-¿Tiene usted un cuchillo?
Calhoun se lo ofreció, abriendo educadamente la hoja. El hombre cortó las cuerdas. Se libertó. En el arnés del paracaídas había un maletín de mano. Cortó las cuerdas que sujetaban el maletín. El objeto no sólo quedó libre, sino que se abrió. Dejó caer una masa increíble de certificados de crédito interestelar nuevos completamente y en apretados fajos. El hombre del paracaídas sacó del sobaco una pistola desintegradora. No era una arma de servicio. Era complicada. Prácticamente parecía un juguete. Con sombría mirada de Calhoun, se la metió en un bolsillo lateral y recogió el dinero desparramado. Era una suma enorme, que guardó antes de incorporarse.
- Me llamo Allison - dijo con voz autoritaria -. Arthur Allison. Le estoy muy agradecido. Ahora lléveme usted a Maya City.
- No - contestó Calhoun educadamente -. Acabo de salir de allí. Está abandonada. No pienso volver. No hay nadie.
- Pero tengo un negocio importante... - el individuo le miró con fijeza -. ¿Está desierta? ¡Pero eso es imposible!
- Del todo - asintió Calhoun - pero es verdad. Está abandonada. Está deshabitada. Todos se fueron. No queda nadie en absoluto.
El hombre que se hacia llamar Allíson parpadeó incrédulo. Masculló un juramento. Luego comenzó a maldecir. Pero no se vio sorprendido por la noticia. Lo que, bien considerado, era también anonadador. Luego sus ojos se mostraron suspicaces y miró a su alrededor.
- Me llamo Allison - repitió, como si hubiese alguna especie de magia en la palabra -. Arthur Allison. No me importa lo que haya ocurrido, tengo que hacer algunos negocios aquí. ¿Adónde habrá ido la gente? ¡Necesito descubrir...!
- Yo también necesito descubrirlo - dijo Calhoun -. Le llevaré conmigo, si gusta
- Usted ha oído hablar de mí - era una afirmación, hecha con toda seguridad.
- Nunca - contestó Calhoun con educación -. Si no está usted herido, ¿qué le parece si subimos al coche? Estoy tan impaciente como usted para descubrir lo ocurrido. Soy del Servicio Médico.
Allison avanzó hacia el coche.
- Servicio Médico, ¿eh? ¡No tengo un gran concepto del Servicio Médico! ¡Ustedes tratan de meterse en cosas que no les importa!
Calhoun no contestó. Aquel hombre, apretando con fuerza el maletín, cruzó por entre las plantas verde oliva hasta el coche y se instaló en él.
Murgatroyd dijo cordial:
-«iChee-chee!» - pero Allison le miró con disgusto.
-¿Qué es esto?
- Es Murgatroyd - contestó Calhoun -. Un «tormal». Forma parte del personal del Servicio Médico.
- No me gustan las bestias - dijo Allison con frialdad.
- Para mí este animal es más importante de lo que puede usted serlo - advirtió Calhoun se lo digo por si acaso llegara el momento de tener que demostrarlo y ponerles a los dos a prueba. Allison le miró con fijeza, como si esperara que el otro se disculpara. Calhoun no lo hizo. Mostraba todas las señales de ser un hombre Importante que esperaba que esta importancia fuese reconocida y acatada. Cuando Calhoun se agitó gruñó un poco. Calhoun ocupó su lugar. El motor zumbó. Se levantó sobre las seis columnas de aire que ocupaban el lugar de las ruedas. Cruzó el campo de plantas verde oliva, dejando que el paracaídas se deshinchase por sí sólo, fuese arrastrado un trecho de terreno y dejara un reguero de plantas aplastadas a su paso.
Volvió otra vez a la autopista. Calhoun subió a la cuneta hasta la calzada y luego de pronto se detuvo. Había advertido algo. Paró el coche y bajó. Donde terminaba el campo arado y antes de que comenzase la superficie alquitranada de la autopista, había un espacio donde en cualquier otro mundo se esperaría ver hierba verde. En este planeta la hierba no crecía. Pero de ordinario se veía alguna especie de vegetación plantada en donde hubiese tierra apropiada, sol y humedad. Aquí hubo tal vegetación, pero ahora sólo era una fila en masa repelente de follaje putrefacto. Calhoun se inclinó. Percibió el hedor débil y astringente de la podredumbre. Estas eran las plantas terrestres de Maya de las que Calhoun había leído tanto. Tenían tallos móviles y hojas de flores. Poseían tendencias caníbales. Estaban muertas. Pero allí estaban las semillas locales que habían hecho imposible que creciese el grano para el uso humano en este mundo.
Calhoun se incorporó y regresó al coche. Plantas como ésta estaban mustias en la base del edificio del espaciopuerto y en otro lugar en donde debieron formar una zona verde. Calhoun había visto un gran ejemplar muerto de esa especie en la floristería. Lo habían cultivado en una jaula antes de que muriera. Aquí había una coincidencia singular. Los humanos huían de algo y ese algo causó la muerte de una raza particular de plantas caníbales.
Exactamente eso no concordaba con nada en particular y ciertamente no resultaba prueba en absoluto. Pero Calhoun condujo con un humor algo turbado. El germen de una hipótesis se formaba en su mente. No podía tratar de engañarse de que era probable, pero seguramente resultaba menos imposible que la mayoría de las hipótesis que explicasen cómo dos millones de seres humanos abandonaban sus hogares ante un aviso inmediato.