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Un parpadeo: primeras fluctuaciones cuánticas. Otro parpadeo: período de inflación. La radiación cósmica, la edad oscura, la nieve analógica en el extrarradio del universo.

Bien. Esto sucedió hace millones de años. Empezó hace millones de años.

¿Y ahora?

Ahora (exterior, noche), levantemos un momento la vista al cielo. ¿Qué es lo que vemos? Esto de aquí arriba es una mera porción del universo. Una parte del gran retrato a escala. El Ojo, o la Boca, tal vez. O simplemente la Uña. Aunque a nuestro modo de ver esto no sea más que el centímetro de distancia entre el índice y el pulgar que hemos situado ante nuestros ojos, en realidad abarca un inconmensurable foso de tiempo donde se contiene buena parte de la fauna celestial del universo. Planetas, estrellas, satélites de marfil. Nubes, cometas, agujeros negros. Enanas amarillas o marrones, púlsares, planetas… Y lo mejor es que todo esto siempre ha estado ahí… entendiendo este «siempre» según el tictac del joven reloj humano. Pero no, por supuesto, como creía el riguroso Manilio: no exactamente a la misma distancia (no exactamente en el mismo sitio), pero sí en el mismo orden, aunque trazando una curva menos abombada. Lo que significa que un egipcio cualquiera, desde el arquitecto que ideó la Gran Pirámide hasta el esclavo que murió aplastado bajo su primera piedra, veía lo mismo que nosotros. Un neandertal también. ¿Y no es curioso? ¿Por qué, después de tantos siglos, Casiopea no se encuentra en el vértice de la mitra de Piscis? ¿Por qué la Osa Mayor sigue conformando tan característico poliedro? ¿Qué mantiene unidos a cada uno de sus componentes? La respuesta es sencilla, o lo es en términos de economía de palabras. El éter, el akasa, la memoria del cosmos, el om sagrado: eso es lo que los mantiene unidos. O, en términos puramente científicos, una fuerza de atracción producida por una vasta cantidad de masa invisible que recibe el nombre de «materia oscura».

La materia oscura, sin embargo, no representa más de un 23% de la masa total del universo visible. Las estrellas, los elementos pesados, el hidrógeno, el helio y los neutrinos abarcan tan solo un 5%. El resto lo constituye un misterioso componente denominado «energía oscura», un campo de presión que superó el efecto centrípeto de la materia hace cuatro mil millones de años y comenzó a ejercer una fuerza de gravedad repulsiva en el universo, provocando el aceleramiento de su expansión. También es lo único que tenemos para tratar de averiguar cuál será el destino del universo. Si la energía oscura mantiene una constante de crecimiento acabará por doblegar a las restantes fuerzas que habitan en él, incluyendo las estructuras combinadas por la acción de la gravedad: a tres meses del final, los sistemas solares comenzarían a dispersarse, y en los últimos minutos de vida del universo, las estrellas y los planetas (y por extensión, toda vida biológica que pudiera albergarse en ellos) quedarían desmantelados en un ciclón de átomos que a su vez desaparecerían en décimas de segundo, convertidos en un gigantesco caldo radiactivo. Si, en cambio, la energía oscura se viera absorbida por la fuerza de la gravedad, el escenario establecido para el final del universo sería radicalmente diferente: estrellas, galaxias, agujeros negros, cinturones y nubes (incluso la materia oscura, incluso la energía oscura), se contraerían sobre sí mismos hasta regresar al momento en el que comenzó todo: el punto anterior al Big Bang. El universo habría vivido un pálpito de treinta y cinco mil millones de años, posiblemente para empezar de nuevo. Este es el modelo cíclico, primo carnal del principio del eterno retorno, la rueda órfica y demás creencias transmigratorias; hermano a su vez (y separado al nacer) del teorema de la recurrencia de Poincaré. Todo volvería al punto de partida, quizá con la salvedad de que una desviación infinitesimal en las fuerzas de repulsión y atracción crearía la misma vida de otra manera: distintas ramificaciones para idénticos individuos, que tendrían así una segunda (o quinta, o enésima) oportunidad sobre la tierra. Sea como sea, el universo (y todo cuanto lo constituye) sería de este modo el producto de un sucesivo latido prodigiosamente ralentizado.

Pero la materia oscura, al igual que la energía oscura, no se encuentra únicamente en el universo: también está presente en el cerebro humano. Consideremos, por ejemplo, el pensamiento. He aquí el resultado final de la compleja interacción de estímulos nerviosos y reacciones químicas que suceden en la mente de un hombre: el pensamiento, la obra cumbre de la emisión eléctrica. ¿Pero qué es lo que lo unifica? ¿Qué es lo que le brinda ese andamiaje que le impide disgregarse y disolverse en un montón de partículas perdidas en el córtex cerebral? La consciencia, naturalmente. Toda experiencia lo es en términos del yo, y el yo es la silla con el respaldo de tela (y nuestro nombre grabado en ella) de nuestra consciencia. Sin ella, el pensamiento, de ser algo, sería una bandada de átomos girando en la nada… o un maná esparcido por el universo, impulsado por el viento cósmico, a la caza de alguna vulnerable criatura de algún pequeño mundo azul atemorizada ante el espanto escénico de una tormenta o la inmensidad del cielo nocturno. La consciencia, en una palabra, es lo que nos hace ser lo que somos, lo que nos impide ser Dios, lo que permite que todo en nuestra mente cohesione en un mismo punto: la identidad, el yo, el bosón de Higgs de nuestra centrípeta individualidad.

¿Y qué hay de nuestra energía oscura? Bien, resulta curioso cuando menos que cerca de un 72% de la energía cerebral sea utilizada para actividades intrínsecas que nada tienen que ver con la que el cerebro destina a nuestras interacciones conscientes con el mundo de lo visible, y que solo un 5% de su consumo energético lo emplee en actividades implicadas en alguna tarea concreta: en leer, por ejemplo, o escribir, o acariciar a una mujer, o deshacerse de su cadáver. Un 5%: nuestra porción de helio, de estrellas, de hidrógeno, de neutrinos. Resulta curioso, en efecto. ¿O no tanto? ¿Debemos sorprendernos realmente de que las proporciones en que nuestro cerebro reparte su energía coincidan con las cantidades en que se divide la masa total del universo? ¿Debemos sorprendernos de ese 72%, de ese 5%?

El microcosmos y el macrocosmos. Lo que es arriba, es abajo, o subir para bajar, como diría Braunschweige.

Nos sorprenda o no, las semejanzas no son puramente aritméticas. Así como el universo depende de la energía oscura para mantener su equilibrio, también de esa energía depende nuestro propio equilibrio; todo lo que lo desestabilice nos destruye. El coma, por ejemplo, es lo que sucede cuando nuestra energía oscura entra en fase de introversión, en ocasiones irreversible. La enfermedad de Alzheimer es un error en su sistema. La depresión, el autismo, las obsesiones recurrentes, hasta la esquizofrenia (los estados de paranoia, el desdoblamiento de la personalidad, las manías persecutorias), son el producto de una alteración en las conexiones celulares que la rigen. Esta alteración puede deberse a la destrucción de una red de neuronas (la muerte de unos cuantos sistemas solares) o a algo mucho más peligroso: la aparición en el universo mental de un agujero negro. Un valle de tinieblas entre galaxias, un vacío de poder entre un campo neuronal y el siguiente. Una vez aparece esa región de sombras en el espacio-tiempo, todo cuanto hay alrededor se ve devorado por su vórtice, incluso la luz (el chispazo que recorre la mielina), suscitando relaciones y reacciones cada vez más complejas. La realidad material y la experiencia cognitiva se disocian, y todo empieza a suceder de otra manera. Los extraterrestres me llaman. Hay una voz en mi cabeza. Alguien me sigue. Mi doctora dice que no soy la persona que creo ser.

Invirtamos ahora los términos. ¿Qué es lo que ocurriría si eso lo aplicamos a la energía oscura del universo? ¿Qué sucede si la energía oscura del universo enferma? Sucede, por ejemplo, que el tiempo comienza a adquirir conductas obsesivas: adelante, atrás. Recurrencias, manías. ¿Me dejé el grifo abierto? ¿He cerrado la puerta con llave? Lo que no tendría mayor importancia si no fuera porque nuestra propia realidad comenzará también a enfermar: comenzará a seguir un patrón repetitivo. Uno ya no sabe si el grifo abierto ha provocado un diluvio en Mesopotamia, en Grecia o sobre los indios delaware; si detrás de la puerta se han quedado los egipcios construyendo pirámides, si eran los mayas o los asirios. No importa: pirámides para todos. Diluvios para todos. Y ya que llueve, llenemos el mundo de peces. El pez es Dagón, viejo enemigo de Yahvé: el dios pez de las manos cortadas. Pero el pez (ichthys) también es Jesús: Iesous Christos Theou Yios Soter, la fuerza salvadora encerrada en una forma de almendra. La almendra, «la casa de Dios» (donde Yahvé estableció su contrato con Jacob: «contrato», del sánscrito mitra), la figura central de la vesica piscis o vejiga del pez, medida aural de los pitagóricos: 1,7320, la raíz cuadrada de tres, la trinidad. Jesús es Dios, el Espíritu Santo, el falso rey de los judíos: Iesus Nazarenus Rex Iudeorum que también es In Necis Renascor Integer («en la muerte, renacer intacto y puro»), que también es Igne Nitrium Roris Invenitur («por el fuego se descubre el nitro del rocío»). Jesús es Harma, sacrificado a su padre, Ahura-Mazda —el fuego santo—, recordado por los persas durante las ofrendas e ingerido en comunión «bajo las especies no sangrientas» para hacer a los hombres partícipes de la inmortalidad del dios, promesa de vida eterna y resurrección. Jesús es Adonis, Adonis es Tamuz, Tamuz es Mitra y Mitra es Jesús: Mitra, el dios solar que resucitaría a los muertos, castigaría a los malvados y concedería la inmortalidad a los piadosos; porque ese era el contrato de Dios con el hombre, el contrato del hombre con Dios. Dios de lo grande y de lo pequeño, sin duda, porque también se divierte con los cándidos juegos de manos: Grampus y Mignonette, en las manías pequeñas, en los tics inofensivos. Titan y Titanic, en sus tardías interferencias del siglo XX. El asesino de Lincoln repite su fórmula en el asesinato de Kennedy, aunque con diversas transposiciones escénicas: Ford Lincoln, Ford Theatre; del teatro al almacén, del almacén al teatro. Déjà-vus, serendipias, casualidades. Pero mucho, mucho más asombrosos son los grandes saltos en el espacio y el tiempo que debe recorrer la pelotita del azar para cumplir con una textura, con una simetría: el portentoso tenis de la historia. Aztecas y babilonios intercambian vocablos a más de seis mil años y cinco mil kilómetros de distancia. El septenario egipcio, que da forma al ser humano, habla la misma lengua que las entidades hindúes. Cristianos e islandeses comparten crucifixiones y dioses descendidos de la cruz; comparten, también, una manera de llamar a las fuerzas del infinito: el Cuerno del Fin del Mundo, el Gjallarhorn vikingo, descendiente directo del shankha bhasma de los rituales budistas, ancestro primordial del pulmonar órgano de la música sacra.

La música, en efecto: porque ¿y la música? ¿Dónde está ahora su equilibrio, la armonía pitagórica, el álgebra oculta que nace y ramifica de su unión con el Uno? ¿Dónde queda la matemática sagrada de las fugas de Bach? ¿Dónde la transparencia de Mozart, su torrencialidad mediúmnica? La música de las esferas se ha convertido en una parodia de lo que fue. Se ha vuelto más y más oscura. ¿Pero cuándo empezó todo? ¿En qué página de la historia debemos buscar al responsable de esa ruptura entre equilibrio y caos, entre música y belleza? ¿Lo es, de verdad, Beethoven, y su arietta de la Sonata para piano número 32? ¿Lo es Wagner? ¿Lo es el cambio de la frecuencia clásica por ese 440 investigado en las mazmorras del Reich? ¿Cuándo empieza el hombre a arrinconar a Dios, y buscar otra cosa distinta a través de la música? Qué más da. No tiene mayor sentido señalar culpables: Beethoven solo canalizó lo que había allá arriba desde un camino distinto. Los falsos profetas que vienen y van desde entonces por esa selva de tinieblas han hecho el resto. Ya no hay lugar para la luz y el amor. Ahora cantan a la oscuridad del universo. Celebran su enajenación, su locura. Celebran el lugar al que todo se dirige sin remedio.

Así que nos equivocamos. Nos equivocamos cuando decimos que es el mundo el que está loco. No es así, señores del jurado.

Miren hacia arriba.

Volamos a cien mil kilómetros por hora, en el caldo neuronal de un cerebro enfermo, a casi catorce mil millones de años de su nacimiento, a casi veinte mil millones de años de su muerte.

Es esto lo que somos, es aquí donde estamos. Un universo enfermo, dilatado más allá del dolor. Con todas sus funciones mentales alteradas, su maquinaria pensante más y más enloquecida, más y más torturada, encerrada en los límites de su propio infierno.

El universo del doctor Alzheimer. El universo del doctor Bleuler. El universo del doctor Caligari.

¿Cuánto le queda por sufrir? ¿Cuánto nos queda por ver?

¿Hasta dónde, universo, llevarás tu terrible latido?