5
Se había sentado junto a mí, ligeramente ladeado, visiblemente cómodo, con una fantasmal sonrisa flotándole en los labios y la pistola en el regazo, acostada entre un pico de su camisa de leñador y el montículo de pana en la entrepierna del pantalón. Yo conducía. Íbamos en coche, el suyo. Hacía frío. Desde las dos ventanillas solo veíamos árboles… y los árboles se alejaban en una procesión cabizbaja, como un éxodo de supervivientes. Como huyendo de algo.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
Clyde el Impostor llevaba un codo encastrado entre el cabecero de su asiento y el respaldo, el brazo suspendido, más rígido que un hueso. La mano le colgaba con abúlica indolencia sobre la pistola, que acariciaba soñadoramente con la punta de los dedos.
—Te lo diré en cuanto lleguemos a un lugar seguro —dijo—. Y perdona los modales, pero no podía permitir que dijeses nada inconveniente. De hecho, ya estabas empezando a decir demasiado. Y a la hija de Braunschweige, nada menos, que me da por muerto. Ventajas de vivir en una inencontrable cabaña en las montañas… hasta ahora, dicho sea de paso. En fin, tú y tu corazoncito…
Me observó detenidamente, y al cabo de unos segundos lo vi asentir con regia lentitud por el rabillo del ojo; tenía un aire lejano, ausente, como si en realidad estuviera concediendo aquel cabeceo a algún razonamiento interior. A algún razonamiento superior.
—En cierto modo, es asombroso —dijo, embebido en su propia madeja—. ¿Fumas?
—No.
—¿Has fumado alguna vez?
—No, que yo recuerde.
—Recuerdas mal, pero mi idilio con el tabaco duró más bien poco. Como diría nuestro abogado, «solicito que el jurado no tenga en cuenta esta pregunta al deliberar sobre mi cliente». Está bien, no la tendré en cuenta.
—¿Izquierda o derecha?
—Izquierda. Ahora todo recto. Solo por curiosidad, ¿recuerdas el nombre de tu primera novia?
—Qué cuestión tan absurda… No, no lo recuerdo. Espere un momento. Cynthia. Y ahora podría apartar la pistola, si no le importa.
—Fascinante. Cynthia, en efecto. Obviamente, lo sabes. Lo contrario sería mucha casualidad.
—Sé que en alguna parte hay un hilo conductor, Clyde —dije, con sarcástico hincapié en ese «Clyde»—, pero de momento no lo sigo.
—El hilo conductor es nuestra vida, Virgil. Naturalmente, tú eres Virgil. Lo curioso del asunto es que, naturalmente, yo también lo soy.
—Vaya. Uno de los dos está hecho todo un embustero, entonces.
—No —dijo—, uno de los dos es un pobre diablo. No imagino un infierno peor que vivir enterrado en la consciencia de otro hombre.
—Eso es lo que Braunschweige intentó conmigo al introducir en mi mente a ese maldito Veryl. Pero puede decirle que ya se ha ocupado de él este cerebro prodigioso.
—Sin embargo, sabes tan bien como yo que si eso fuera cierto ahora estarías metido en un buen lío, ¿verdad? Respóndeme a una cosa, ¿qué sabemos de mí?
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Supongamos que estás en lo cierto. Supongamos que tú eres el verdadero Virgil y Braunschweige se ha colado como un polizón por una trampilla de mi cerebro. ¿Cómo podría yo saber que no soy quien creo ser? Y una vez lo supiera, ¿cómo podría convencerme a mí mismo de ello?
Otra pausa. Aceptamos esa lógica… que en otras circunstancias hubiera sido también la nuestra.
—Entiendo —dije—. ¿Por dónde empezamos?
—Dime una cosa… y hasta donde puedas contar: ¿cuál fue nuestra aportación al Proyecto Caronte?
—Se expone a que mis conocimientos dejen en evidencia su total ignorancia del tema, lo sabe, ¿verdad?
—No te preocupes. Tú exponme. Veremos quién deja en evidencia a quién.
—Me encargué de todo lo concerniente al desarrollo de la personalidad aplicado a los niños. Por ejemplo, la interpretación de los fenómenos de reversibilidad y empatía en forma de curvas de sonido es mía. También lo es el diseño de la curva que debía aplicarse a esos mismos registros para obtener determinados cambios en el cerebro del niño: estrechas y de arco amplio para aumentar la inteligencia lingüística, casi lineal para potenciar la memoria espacial, y así sucesivamente.
—Eso es cierto. El diseño más complejo fue el que desarrollamos para su aplicación en las funciones de comprensión matemática: dos trazados superpuestos a distintas frecuencias de sonido y en contrapunto, adaptados perfectamente al idioma que Boyle desarrolló para la muñeca. ¿Y qué cambios realizó Braunschweige en la muñeca Peach?
—¿Cómo sabe eso?
—No, ¿cómo lo sabes tú? Es de lo más gracioso… si no fuera, por supuesto, porque no tiene la menor gracia. Adelante, sigue.
—Introdujo un proceso para retrasar la orden de envío de ondas tras la activación del sensor de encendido y amplificó la señal enviada hasta un radio de treinta metros. Eso supuso… No, mejor dígamelo usted.
—Supuso que la manipulación de ondas cerebrales no afectara únicamente a los niños, sino también a los padres. Los asesinatos, las depresiones, las revelaciones cósmicas, fueron el catastrófico resultado de esa manipulación. ¿Sabía Braunschweige las consecuencias de su acto?
—Lo dudo, pero conocerlas tampoco le hubiera intimidado. ¿Con qué fin lo hizo?
—Esa información la ignoro —repuso con calma el impostor—. ¿Lo sabes tú?
Pensé unos segundos si responder con una mentira.
—No —dije al fin—. Recuerdo, no obstante, que en una conversación con Boyle y Doyle le escuché decir que sería una buena idea comercializar la muñeca en Oriente Medio. Incluso había pensado ya el nombre de la empresa juguetera que iba a distribuirla: Dual-Imam Toys. La secretaria de Faustmann, Mrs. Gramme, sería la encargada de dirigir personalmente el proyecto.
—¿Anne? Recuerdo vagamente esa charla —replicó Vice Clyde—. Me pregunto si Braunschweige sabía de antemano el resultado de aplicar las curvas de sonido programadas a las frecuencias de un cerebro adulto… En fin, lo que no podemos negar es que esto resulta fascinante. No siempre se tiene la oportunidad de escuchar a un desconocido hablar de uno mismo en primera persona. La pregunta evidente, sin embargo, se impone: ¿estoy siendo sincero?
—No tengo nada que ocultar, y menos si me veo hociqueado por un arma —respondí.
—Maravilloso. Pero ambos sabemos que sí tienes algo que ocultar. No, enseguida hablaremos de ello, antes debes perdonarme que haga este inciso: ¿estuve realmente enamorado de nuestra esposa?
—¿A qué viene eso?
—Responde. ¿Estuve o no estuve enamorado de nuestra esposa?
—Le he oído. ¿Tiene eso algo que ver con lo que estábamos tratando hace un momento?
—Imagino que no. Es solo que siempre he pensado que el dolor de perderla tendría que haber sido infinitamente más grande que aquel breve aturdimiento, y esa sensación posterior de tonta espera, que sentí tras su muerte: no muy diferente de si ella hubiera salido simplemente a hacer un encargo… y todavía estuviera esperándola.
—Perdí también un hijo.
—Cierto. Pero no lo tratamos lo suficiente. Comentario bestial, aunque nada nuevo: ya entonces consideramos que el niño… De acuerdo, no vamos a sentirnos nada bien con lo que me dispongo a decir, pero a ti no puedo esconderte nada: consideramos que el niño, sencillamente, no era más que carne.
—Maticemos que eso se debió al tópico de la deformación profesional. Sabemos… o al menos yo sé que la personalidad no estaba forjada. Y en cualquier caso, el bebé no sintió ningún dolor.
—Eso no lo sabemos. Pero nuestra personalidad sí estaba forjada. Pudimos llorar, como muestra, o al menos como homenaje, a nuestra empatía humana.
—Yo sí lloré. Usted no es más que una máquina.
—Mientes —dijo aquel monstruoso embustero—. Pero esta máquina sabe comprenderte. Recuerda que ambos sufrimos indeciblemente al saber lo ocurrido en Celebration.
—Me resulta inapropiado el empleo de ese adverbio: «indeciblemente». Presiento que es el que hubiera utilizado un ser hecho de bielas y tripas metálicas que intentara reproducir el habla del dolor humano.
—Discrepar es saludable. Pero hasta la mente de un cuidador de cerdos discrepa consigo misma. «No es la hora de la comida», dice. «Bueno, quizá no se acordarán mañana»; y acto seguido salpica el estiércol de oloroso pienso. Créeme, no nos hace especialmente brillantes el hecho de no coincidir en un detalle, aunque sea de naturaleza semántica.
—Diga lo que quiera. Lo que no voy a tolerar es que insinúe que la tragedia anónima de Celebration me resultara más insoportable comparada al terrible drama personal que supuso la muerte de mi esposa y mi hijo.
—Era una niña —matizó brutalmente aquella bestia—. Y no, no era eso lo que pretendía insinuar. En realidad, aludir a nuestro dolor era un breve introito para pasar a otro tema, utilizando como nexo de unión entre uno y otro asunto la interferencia de ese esguince emocional. Mi intención era hablarte de lo que hicimos cuando se canceló el Proyecto Caronte, y adónde nos han llevado nuestras pretensiones de independencia.
—Ahórrese el esfuerzo —dije—. No va a sacar nada de mí.
—Entonces te lo explicaré yo —replicó el fraude—. En 1973, cuando todavía estudiabas en la universidad, te embarcaste en un complejo estudio cuyos resultados servirían para demostrar que la formación de la personalidad no estaba ligada a factores genéticos o ambientales, y planteaste la interesante teoría de que ese proceso dependía exclusivamente del grado de sensibilidad del individuo ante los fenómenos externos y su especial absorción de los sucesos diurnos durante el sueño mediante un lenguaje onírico individual. «La personalidad», cito de memoria, «es el fermento de sucesivas capas de experiencias sometidas a pasteurización a través del sueño». ¿Sigues sintiéndote orgulloso de nuestra frase?
—Localizable, dicho sea de paso, en un buen número de publicaciones, al igual que el texto donde la recogí por primera vez. No —respondí—, estoy inmunizado contra mis logros del pasado. No los considero monumentos ni catedrales ante las que postrarme de hinojos. Me resulta indispensable poder mover los pies.
—También en eso discrepamos, pero discutirlo no nos llevaría a ningún sitio —dijo—. Bien: mientras realizábamos ese estudio, llegó a tus manos un artículo publicado en un diario nacional donde cierto doctor empleaba el término «hipnonauta» para referirse a un tipo de investigador (sin especificar más detalles) que operaba en los laboratorios ultrasecretos de una empresa llamada Vril Technologies (Nuevo México). Decidiste entonces, tras buscar algo más de información acerca de los experimentos que se desarrollaban allí, enviar como currículum un esbozo de nuestros estudios.
—Ese dato es incorrecto. En realidad, Vril Technologies se puso en contacto conmigo, y yo acepté su invitación a asistir a un «encuentro de cerebros», o alguna otra aberración similarmente expresada. Pero yo no recibí su notificación: Braunschweige lo hizo, abriendo una carta a mi nombre. Cuando volvieron a escribirme, extendiendo la invitación a él, no me percaté hasta mucho tiempo después de que ese traidor se había invitado a sí mismo. La carta de Vril estaba tan penosamente redactada que resultaba imposible apercibirse de su treta.
—Tienes razón. Ha sido absurdo pretender engañarte. Te prometo que en adelante no introduciré más trampas.
—¿De veras quiere seguir con esto? Empiezo a sentir que algo en su interior se tambalea. La torre de su escudo familiar, junto con el árbol genealógico que se alza en el verde y acolchado jardín derramado ante sus puertas.
—No, querido amigo, lo que estás percibiendo es un temblor cósmico. Mi preocupación no tiene nada que ver con el temor por mi salud mental, cuyo autorretrato sería un titán indestructible; en todo caso, lo que me inquieta es el hecho de que los frescos de esa formidable cúpula que sostiene sobre los hombros hayan sido tan fielmente reproducidos.
—No plantearé objeciones a esa afirmación mientras sea usted quien sostenga la pistola —dije—. Pero no me gustaría que pensara que he pasado por alto la ofensa.
—Por otro lado, nos es muy conveniente no entrar en esta clase de debates. Dije que te explicaría de qué manera nos afectó la tragedia de Celebration, y eso es lo que me dispongo a hacer. En primer lugar, retomaste tus estudios sobre la personalidad en el punto inmediatamente anterior a donde los habías dejado cuando cobraron ese peligroso sesgo que supuso desarrollarlos bajo la tutela del Proyecto Caronte.
—Nada que deba recibir el calificativo de excepcional, y menos aún de secreto.
—Tuerce ahora a la derecha. Eso es, también puedes pisar un poco más a fondo el acelerador. Gracias. No, Virgil, no es ningún secreto: pero en aquel momento a ninguno de los dos se nos hubiera pasado por la cabeza que algún día tendríamos la necesidad de guardar un secreto. ¿Qué podía ser más inocente que aquello? Experimentábamos con delfines, no con bebés o marcianos. Pasábamos las horas en un acuario, en un laboratorio, en una biblioteca; vivíamos en una cabaña al pie de un lago. ¿Qué me dices, Virgil? ¿No era aquella vida el sueño de un científico? Perdón. Convengo en que en este caso hablar de sueños resulta bastante irónico.
—Y supone que yo tengo que entender la ironía —dije—. Se equivoca, cada vez le comprendo menos.
—Estás en guardia, lo sé, lo siento en mis propios nervios, todos erizados y alarmados. Ya sabes lo que quiero decir con eso. No miren a otro lado, señores del jurado.
—No lo hacemos —dije—. Usted sigue teniendo la pistola en la mano, y no voy a realizar ningún movimiento que pueda poner en peligro mi vida. Lo que me gustaría es terminar con todo esto de una vez.
—Bien, ¿y por dónde crees preciso que atajemos? ¿Quieres que te hable de la experimentación con delfines? Sabíamos que carecen de sueño REM, y son infinitamente más manejables y fáciles de estudiar que, por ejemplo, el oso hormiguero, que sufre idénticas carencias. ¿Qué aprendiste de ello?
—Que la fase REM no es indispensable para la recuperación del desgaste sufrido durante la vigilia.
—Y, por añadidura, que la experiencia onírica puede ser eliminada de la ecuación del sueño sin producir cambios de importancia en la salud orgánica de un individuo. Para ello decidimos mantener la fase REM, pero acompañada de la total hibernación de las estructuras límbicas con el fin de reprimir los fenómenos emotivos. Sueño sin llanto, sueño sin risas, sueño sin dolor. De ahí, naturalmente, pasaríamos al sueño sin sueños. ¿Cómo lo hicimos? No, a esto quiero responder yo: mediante la inhibición del tálamo medial, la amígdala (ya desactivada en la hibernación), el hipocampo, las estructuras parahipocampales, la corteza orbitofrontal y las cortezas monomodales; todo ello evita la consolidación de la memoria y, por tanto, la absorción en el inconsciente de las experiencias más recientes. Bien, te concedo la solución del paso siguiente.
—Fácil. Desactivé la corteza occipitotemporal para evitar en el soñador las experiencias visuales, y sinteticé una proteína para estimular la zona anteromedial del tálamo y así inducir el sueño profundo, aunque con una fase REM totalmente manipulada. En este caso…
—Perdón, no es una proteína. Es un colinérgico. Curioso traspié.
—A lo que responderé que sería ridículo por su parte aprovechar un descuido tan tonto. Sigo. La ventaja de esta síntesis radica en que activa los receptores de acetilcolina evitando la inyección manual en el puente de Varolio: siempre es preferible la toma de una inofensiva píldora, antes que la inserción de una aguja entre la vértebra atlas y la vértebra axis… Se produce entonces una descarga de carbamilcolina en la porción ventral paramediana del núcleo reticular pontino oral, que simula las labores de la formación reticular bulbar y el locus coeruleus en el proceso de atonía muscular. La finalidad de este paso es condicionar un estado de fase REM en el que el sueño conserva todas sus funciones, a excepción de la experiencia onírica. El fármaco, en general, provoca momentáneamente los efectos de una lesión generalizada de la corteza occipitotemporal que dará lugar a la anoniria, o estado de sueño sin sueños.
—Pero no es una lesión profunda. Queda automáticamente reparada al final del proceso del sueño. Pudimos comprobar que sus efectos no dejaban secuelas tras el despertar, al menos en todo lo relacionado a las funciones normales: no había déficit de atención, no había debilidad o relajación muscular, no había un descenso anormal en los niveles de serotonina o problemas clínicos derivados del uso del fármaco. Los cambios que esperábamos se dieron a los tres meses de las primeras tomas. Utilizamos como participantes del experimento a unos cien niños de entre siete y doce años, la mitad de ellos con problemas conductuales (hijos de delincuentes y drogadictos), y la otra mitad con un perfil psicológico normal. Utilizamos…
—Aceptable —lo corregí.
—¿Perdón?
—Un perfil psicológico aceptable. La normalidad no era el común denominador, en caso de que tal normalidad exista, refiriéndonos a ese campo.
—Tienes razón: aceptable. Olvidaba lo meticuloso que soy en ese punto. Decía que también utilizamos el mismo número de adultos, a contar entre mendigos, drogadictos, prostitutas y delincuentes. Los niños mostraron una permeabilización progresiva a nuevas pautas de comportamiento desde los primeros estadios del experimento, con una rápida disposición a la empatía y los fenómenos de sociabilización por parte, curiosamente, de los más agresivos. Entre los adultos, sin embargo, los cambios se hicieron visibles de otra manera: se sentían desorientados, atemorizados, incapaces de asumir responsabilidades o tomar una decisión. Desarrollaron una conducta servil y se sentían aliviados de poder responder con una obediencia ciega a cualquier manifestación de autoridad, fuera cual fuese la orden impartida. Para comprobar las dimensiones de este extremo, indujimos al suicidio a tres miembros diferentes del experimento sometiéndolos a un proceso depresivo a través de la televisión (noticias escatológicas, imágenes de extraordinaria crudeza a las que se añadía el refuerzo de fogonazos de información subliminal), con el resultado…
—Un momento, aquello era una prueba controlada. Los detuvimos antes de que llegaran a matarse.
—Como Yahvé ante Abraham ante Isaac —respondió con una risita—. Al margen de nuestra responsabilidad en las muertes que hubo, todas esas pruebas tendían a demostrar que la personalidad permanece en constante desarrollo y que la experiencia onírica juega un papel único en su formación y posterior anclaje, con lo cual nuestros estudios…
—… Lo demuestran —dije, cada vez más impaciente—. Empiezo a entender que no fui tan sigiloso como creía.
—En esto también tengo que darte la razón, Virgil. No fuimos nada sigilosos. Nos venció nuestro orgullo. Teníamos la finalidad y los medios para demostrar una teoría y nos entregamos a ello sin pensar en nada más. Fuimos recelosos, pero no cautos. No aprendimos la lección. Braunschweige había saboteado el experimento con la muñeca Peach para llevar a cabo un experimento propio aprovechándose de nuestros logros, y éramos conscientes de que podía hacerlo otra vez. Aún peor, también éramos conscientes del uso que Braunschweige daría a nuestro trabajo. No obstante, eso no nos detuvo. Tampoco nos hizo tomar medidas.
—¿Y qué podíamos hacer? Era seguir adelante o cancelar el experimento, y ambos sabíamos que Braunschweige se hubiera hecho con todo el control, de optar por lo segundo. Y en ese caso…
—Pero Braunschweige ya tiene el control —dijo—. Esta conversación es la mejor prueba de ello.
—Lo que nos devuelve al punto de partida: no pueden existir dos Virgil Clyde al mismo tiempo. Bien, no existen. Pero admiro lo que han hecho con usted.
—Qué tozudo eres —dijo, esbozando una sonrisa condescendiente—. ¿Siempre he sido así? No, no siempre. Esta, no obstante, es una situación especial. ¿Pero y si te dijera que hay una explicación para todo esto?
—¿Sí? Créame, soy todo oídos.
—¿Lo eres? No, no lo eres. Conozco tu mordacidad, Virgil, pero te la contaré de todos modos. Empezaré diciéndote que Virgil soy yo. El verdadero, quiero decir. No es que tú no lo seas, claro está, lo que quiero decir… Oh, esto es realmente cómico. Es como si para explicar qué es un árbol empezaras por decir que no es un huevo, y luego pasaras a describir la sombra de ese huevo. ¿Puedo empezar otra vez?
—Por favor.
—Entonces déjame plantearlo desde el otro lado del huevo: ¿Cuándo conociste a Dante Veryl?
—Jamás tuve el placer de conocer a ese títere.
—Bien, pues en ese caso debo decirte que yo tengo un recuerdo que tú no tienes. Hace unos nueve meses conocí a Dante Veryl. Un metro ochenta, mentón cuadrado. Cuarenta o cuarenta y cinco años. Acababa de llegar a Ábaddon con su mujer, ambos huraños y melancólicos (sobre todo él, desquiciado por completo hasta que le di una misión), ambos en calidad de residentes civiles. Se instalaron en una de las casitas blancas del 666 de Oak Street, anterior residencia de Faustus F. Faustmann. Te suena, ¿verdad? Lo curioso del asunto es que, a lo largo de sus más de cincuenta años de historia, Ábaddon no ha tenido un solo residente civil entre sus habitantes. Nunca. Dejando de lado, naturalmente, a las esposas de científicos y militares, y a todos esos despojos de la sociedad que empleábamos como conejillos de Indias.
—No los tratábamos como a conejillos de Indias, y menos como a despojos.
—Pregúntale al cementerio de Eritia, o a mis propias pesadillas. ¿Tú no tienes pesadillas? ¿No? Esto es ciertamente asombroso, pero luego hablaremos de ello. He de decir que me llamó poderosamente la atención la llegada de aquel civil a un lugar como este, donde puede decirse que hay por lo menos un secreto militar debajo y detrás de cada felpudo; así que, tras interesarme en él y averiguar algunas cosas sobre su vida, hice lo posible por conocerlo. No sonrías, tú hubieras hecho lo mismo. De hecho, hiciste lo mismo. Pero en realidad…
—Perdón, no sonreía por eso, pero admito que su reproche casi me hace reír. No me haga caso, por favor, y siga adelante. ¿Tuerzo por aquí?
—No, deja que yo te indique. Decía que en realidad tenía un buen motivo para querer conocerlo: por lo visto, en cuestión de meses… Un momento, ¿ese cartel que acabamos de pasar decía setenta u ochenta?
—Setenta —respondí.
El fraude se volvió ligeramente por encima del hombro y consultó algo en el horizonte (parecía mirar los monolitos que se alzaban a lo lejos, erizando el contorno de Astérope), pero enseguida reanudó su estudio de mi perfil.
—Baja entonces un poco la velocidad. Nos estamos acercando. Dante Veryl iba a declarar como informador extraoficial de la CIA y testigo de cargo en un juicio contra varios sospechosos de terrorismo, detenidos por su pertenencia a un grupo armado de nativos americanos que operaba bajo el nombre de True Patriots. Para entonces, yo había alcanzado el punto álgido en mis investigaciones sobre el control de los sueños. Braunschweige había estado presente en varios de mis experimentos, y soy consciente de que llegó a desenterrar algunos cadáveres para hacer sus propias pruebas. Fue así como supo que la inhibición de los sueños fomentaba a largo plazo la despersonalización del individuo, que predisponía a este a someterse a una autoridad, y que la forja de la personalidad era un proceso en constante evolución que tenía lugar a través de las experiencias oníricas, como yo había predicho veinte años atrás. Esto, naturalmente, era lo de menos para Braunschweige. Lo que a él le interesaba era el resultado, y nuestra investigación interesaba enormemente a quienes le pagaban para mantener abierta su pequeña comunidad de Mundo Luminoso. Y qué resultado: un planeta de individuos atemorizados, sin personalidad, perfectamente maleables, que podían someterse sin ninguna muestra de rebeldía a los designios de sus amos y maestros en cuanto los desposeyéramos de sus sueños. Meras vainas, en una palabra. Lo más imperdonable de todo es que cometimos un terrible error cuando Braunschweige, debatiendo informalmente con nosotros los posibles costes del proyecto, nos preguntó si el fármaco que estábamos desarrollando requería de una asimilación continuada en el organismo. No nos percatamos de que trataba de conocer una información bastante delicada, y, de nuevo, nos venció nuestro orgullo. Lo que respondimos fue que no había riesgos de intoxicación ni de sobredosis, ni una posología determinada. De hecho, dijimos que «bastaría con mezclarlo en el agua corriente o fumigar las ciudades desde avionetas» para que el fármaco hiciera efecto.
—Me está asustando. Si realmente usted fuera yo, se habría cuidado mucho de contar una sola palabra de esto.
—No estoy contándote nada que no sepas. Mientras no salga de nosotros, sigue siendo nuestro seguro de vida. ¿Se lo contaste tú a la doctora Grab?
—Claro que no, no pensaba llegar tan lejos. ¿Y qué hay de Veryl? Si existe de veras y usted lo buscó, supongo que no fue para hacerle de cicerone por los desiertos más selectos de nuestro estado.
—Veryl se había instalado en Ábaddon bajo el programa estatal de protección de testigos. El juicio se iba a celebrar en Boston en unos meses, y yo confiaba en que en él difundiría todo lo que le conté acerca de los experimentos en Ábaddon en general y los míos en particular, y el uso que Braunschweige pretendía hacer de ellos. Veryl accedió, aunque dijo que no estaba seguro de llegar al juicio con vida, o, en caso contrario, salir vivo de él. Nos estuvimos entrevistando en secreto a lo largo de siete semanas. Una memoria maravillosa, dicho sea de paso: no tomó una sola nota de lo que le conté y aun así era capaz de recordarlo todo palabra por palabra. Después desapareció. Tardé semanas en saber qué le había ocurrido, hasta que por casualidad me enteré de que había sufrido un infarto con pérdida de oxígeno y resultado de coma, del que se recuperaba en el ala para enfermos del hospital Sidney Scheider. ¿Intento de asesinato? Todo es posible. Lo vi en tu habitación; tenías los ojos abiertos. Te llamé por su nombre y te sacudí (me temo) con cierta brusquedad de un brazo. Un intento desesperado: no es sensato tratar así a un paciente en estado de coma. La enfermera que me acompañaba, una pobre mujer que me debía un par de favores, se llevó las manos a la cabeza y me rogó que no hiciese eso. Se jugaba algo más que el puesto. Yo no tenía ningún permiso para estar allí. De hecho, a efectos administrativos estaba muerto.
—Excelente pirueta. Por lo que veo, vuelvo a ser ese maldito Veryl.
—Fuiste Veryl, pero ahora eres Clyde. En tu informe evolutivo, Braunschweige señalaba tu incapacidad para recordar los sucesos más recientes y, sin embargo, unas facultades sobrenaturales para responder a las complejas preguntas de un test de mi invención. No obstante, Braunschweige daba poca importancia a tu pérdida de memoria: lagunas temporales con ocasionales avistamientos de un monstruo criptozoológico, debía de considerarlas. El monstruo, naturalmente, eres tú. Pero para mí era muy distinto. Si el cerebro basal se había visto afectado… Claro que si tú estás en lo cierto y yo estoy equivocado todo esto ya tendrías que saberlo, ¿verdad?
—Algo ha oído este monstruo —dije.
—No te ofendas. Estoy seguro de que Braunschweige hubiera empleado el término muy respetuosamente: el monstruo, el prodigio. Recuerda que lo verdaderamente fantástico de Frankencraft es que terminó siendo la consciencia de la unidad por encima de sus retales. Aquí nos enfrentamos a un prodigio similar: lo extraño del asunto es que a estas alturas tu memoria tendría que haberse visto totalmente reparada, y no es así; al contrario, el problema se ha agravado terriblemente. Por ejemplo, sabes muchas cosas que yo no te he contado. ¿Cómo es esto posible? Uno no sufre de amnesia y va a documentarse a la biblioteca más cercana, como quien dice. Al principio pensé que tu cerebro se habría limitado a pintar los espacios en blanco que la memoria no alcanzaba a rellenar por sí sola, pero no con una información previamente aprendida, sino decidiendo por sí mismo el relleno más verosímil entre dos puntos aislados en el espacio. Pongamos este ejemplo: un hombre despierta de un coma recordando al niño que supuestamente fue y recordando también una playa cualquiera; nuestro hombre no tardará en situar a ese niño en la playa, aunque en realidad el niño no sea él, y esa playa solo la haya visto días atrás en una postal con los bordes arrugados en el hogar de algún primo lejano, y no en algún espectro del mundo real. Pero el hombre, creyéndose ese niño, creerá también haber visitado esa playa. Decorémosla entonces con pequeños detalles ornamentales: una naranja en la orilla, una bota con la boca abierta, la inevitable caracola que se llevó ávidamente a la oreja para escuchar… ¿qué? Eso es lo de menos: una ráfaga de viento cósmico, el arrullo de los mares de Marte, ponga aquí lo que quiera. No es más que papel pintado sobre papel pintado.
—En cierta ocasión, escribí un artículo humorístico para el periódico de mi universidad donde probaba que el cerebro era en realidad un parásito. Relaté su huida de un triste planeta en decadencia y, ya en la tierra, su introducción por vía auricular en la bóveda craneana de una especie animal subdesarrollada, donde creció y creció hasta convertirse en la esponja que ahora conocemos. A fin de cuentas, lo único que está realmente vivo en el cuerpo humano es el cerebro. ¿Qué sabe el riñón, por decir algo, de sus propias piedras?
—¿De veras escribimos eso? No, no lo hicimos. Pero podíamos haberlo hecho.
—De todos modos, buen intento, pero convendrá conmigo en que no es lo mismo pintar paisajes de memoria que tener en la cabeza veinte años de libros y experimentos científicos. Rellenar un círculo con ceras de colores está al alcance de cualquiera, pero nos sorprendería que un patán de manos rechonchas lo hiciera de repente con un claro dominio del claroscuro y el sfumato. Su planteamiento es ingenioso, pero no lo admito.
—Bien apuntado, y descarto por tanto esa hipótesis. Te la cambio por esta: Braunschweige sabía que jamás iba a poder sacarme la menor información sobre la síntesis del fármaco que habíamos desarrollado en secreto; sabía también que yo lo sabía, y, de igual modo, sabía de mi desesperación por escapar de Ábaddon y contar al mundo lo que estaba ocurriendo. Decidió entonces ponerme un espía. Inventó a Veryl. Inventó el juicio, su trauma y su pasado. O quizá no inventó nada de eso y simplemente aprovechó las ventajas que brindaba a su plan la llegada de este desprevenido postor. ¿Por qué, si no, había venido a Ábaddon? Se me ocurren miles de sitios adonde llevar a un testigo protegido antes que a una ciudad donde se realizan experimentos militares de alto secreto. Braunschweige lo reclamó, seguramente. Veryl, fuera consciente o no de ello, fuera manipulado o hipnotizado, se consagró en cuerpo y alma a extraerme información. Pero no solo una información voluntariamente entregada. Absorbida, también: chupada de ión en ión a través de las bien henchidas moléculas del aire. Un vampiro psíquico, en el más absoluto sentido de la palabra: palpando aquí y allá, cacheando los armarios y cajones de mi cerebro, volcando rabiosamente las papeleras, examinando el cesto de la ropa usada… Pero pongamos que ese demente… No, pongamos que con lo que Braunschweige no contó fue con la sobrecarga, el infarto posterior y la pérdida de memoria del desdichado Veryl. ¿Podría confiar entonces en los destellos de información recogidos por su emisario? Ayúdame. ¿Estoy aventurando demasiado? Mi hipótesis puede hacer aguas por algún lado, pero ten la bondad de recordar que hasta ahora mismo no he tenido oportunidad de pensar en ello.
—Creo que puede imaginar mi respuesta. Pero, al margen de lo que yo piense, la cuestión es otra: ¿qué piensa hacer?
—Lo que sé es que no quiero morir, de otro modo hubiera intentado largarme de aquí mucho antes. ¿Tú tienes miedo a morir? Es una pregunta retórica, no hace falta que contestes.
—Mucho —respondí—. Y su nada retórica pistola no hace más que aumentar mis temores. No creo que sirva de algo que le pida otra vez que la mueva a otro lado.
—Yo también —dijo, sin moverla—. Por otra parte, morir no es una solución, si Braunschweige puede recuperar la información de nuestros parásitos, quiero decir, de nuestros cadáveres. Bien, te diré lo que haremos: vamos a huir de aquí. Está claro que si Braunschweige se ha visto obligado a llegar a esto es porque no tiene todo lo que necesita para reproducir nuestro fármaco. Sin nosotros, está perdido. Así que tenemos que cuidar el uno del otro, Virgil. No podemos permitir que sepa lo que nosotros sabemos. No podemos permitir que el mundo entero esté en sus manos.
—Y con eso se acaba todo… —dije.
Con una sonrisa beatífica, Clyde se encogió de hombros y movió ligeramente la mano que sostenía la pistola:
—Quizá no, pero tampoco hay tiempo para pensar mucho más. De momento, el reloj está a siete minutos de la medianoche, hora del fin del mundo, Universidad de Chicago. Que no es Suiza, precisamente. Y tiendo a pensar que el mozo de cuadras de los cuatro jinetes, con el cubo, el jabón, los bostezos y escalofríos de buena mañana, ya ha salido a cepillar las crines y las plumas de sus aladas monturas.
—Curioso razonamiento. Pero a mí se me ocurre una idea mejor.
Clyde frunció levemente el ceño: no mucho, tan solo un pellizco de presión muscular en el suave montículo de carne entre las cejas. Hundí entonces el pie en el acelerador. El vehículo lanzó un relincho liberador antes de precipitarse carretera adelante, convirtiendo las rayas divisorias del asfalto en una línea continua que se alargaba hasta las montañas Clarke. Después, las rayas desaparecieron en el sesgo arqueado que trazaron las ruedas, y el coche empezó a rebotar sobre el relieve dentado de un camino de cabras. Clyde gritó. Fue un pequeño chillido porcino, seguido de un exabrupto, seguido de un… ¿Qué más da? Podría citarlo verbatim, pero me niego a pespuntear este pasaje con sus exclamaciones de espanto tan solo para obtener una parodia de vértigo. Obviamente, entre sus lamentos me instó (verbo paliativo de la acción real) a que frenase el coche. Obviamente, no le hice ningún caso. Me amenazó entonces con disparar, aunque la mano que sostenía la pistola estaba aferrada con todas sus fuerzas a la abrazadera del techo, y la pistola le colgaba de un par de dedos crispados, encañonándolo a él. Aceleré un poco más. Nuevo brinco, nuevo alarido. El cuentakilómetros no dejaba de poner los ojos en blanco. La verdad, resulta muy difícil sacar adelante una treta así en un maldito desierto. A lo lejos, por fin, se materializó un árbol. Sólido, de tronco turgente, de raíces bien definidas y engastadas. Apunté hacia él, ligeramente escorado a la izquierda, a doscientos kilómetros por hora. Y ahora, permíteme esta pregunta: ¿qué crees que contribuye más a acrecentar el horror: el estrépito o el silencio? ¿El vacío acústico o el ruido ensordecedor? No lo sé, realmente. Por un lado, percibía el silencio. Por otro, solo tenía nervios para el rugido del motor, para el viento que giraba sobre sí mismo convertido en turbina. Puede ser que el ruido trascendiese su propio estruendo y de pronto ya no oyera nada. Puede ser. Pero, por lo demás, mis percepciones eran sobrehumanas. La gotita de sudor que culebreaba en la mejilla de Clyde (y que cayó con una explosión estroboscópica en su muslo izquierdo). La mosca que inspeccionaba la cara interna del parabrisas y que voló luego a olfatear una de las húmedas mejillas del aterrorizado impostor. El cartel de Acceso no autorizado, con dos agujeros de bala y un cráter oxidado en el centro. El olor salino del mar, y hasta el aura mentolada que envolvía la cresta de Astérope, si me apuras. (No, no te apuro).
Clyde, el fraudulento, dijo algo. «Ay», dijo, sin más. Como un niño contrariado por el mordisco de un perro favorito. Peor aún: como un niño hecho a los golpes y acostumbrado a un llanto en seco, un niño dickensiano, todo amor y perdón. Luego encogió los hombros. Conmovedor. Lo digo en serio, realmente me conmovió. A lo mejor, en cuestión de segundos desplacé la mano unos milímetros a babor (y mucho tiempo atrás, en mi broncínea juventud, escribí un artículo donde demostraba que Goerther hizo exactamente eso: arrepentirse en el último segundo). Yo llevaba puesto el cinturón. Él no. Precipité el coche contra el único árbol que se alzaba en aquel escenario impávido, y estalló lo que mi oído sinestésico tradujo como un chapuzón en aguas metalizadas. El vehículo prensó el lado izquierdo del morro contra aquel solemne árbol que ni siquiera tembló sobre sus raíces. Detrás de nosotros, los dígitos restantes de la aceleración constante se fueron aplastando uno a uno contra el maletero, anulado su efecto, perdido por entero su sentido; arrugando la carrocería con una mano invisible, hecha de ecuaciones escritas y no escritas. Viví desde dentro la experiencia del borrón de tinta que se ve retorcido y con todas las vértebras rotas después de que un puño airado haya convertido en una bola el papel fallido. Había un boquete en el cristal, y luego ni siquiera había cristal. Solo fuego y humo, humo por todas partes.
Pero si Clyde no era ese humo, es que Clyde (ese Clyde) simplemente no estaba.