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Aquello tal vez no impresionó mucho a Lizzie, acostumbrada como estaba a despertar pasiones cegadoras que convertían a sus pretendientes en gladiadores dispuestos a luchar en la arena, pero durante una pausa en el concierto al que Neil me había persuadido a asistir, que se alargó más de lo previsto por problemas técnicos, me fui con ella al apartamento de una amiga suya, una escultora holandesa que había dejado Berlín por unas semanas para presentar una instalación audiovisual sobre el anticristo en un pueblecito de Dresde. El apartamento, cuajado de velas y tapizado de cortinones rojos que no se conformaban con encapotar las ventanas, pues también eran empleados para dividir el lugar en pequeñas estancias, se hallaba atestado con las sobras que la amiga de Lizzie había decidido no incorporar a su instalación, y tuve la impresión de que no era la idea de follar conmigo lo que había llevado a Lizzie a ofrecerme un hueco entre sus sábanas, sino hacerlo en aquel entorno tenebroso donde nuestro acto podía ser interpretado como una provocación a las fuerzas del Mal, una invocación en toda regla a las criaturas del infierno. Me despojé de la ropa, mientras Lizzie, acuclillada como una niña, encendía unas velas con una cerilla y las repartía sobre los vértices de un pentagrama que se dibujaba en el suelo, y luego me tendí sobre la cama, observando sus movimientos con impaciencia, admirando las proporciones de aquel cuerpo esbelto en el que sabía que podía entregarme sin reparos ni sutilezas, consciente de que para Lizzie aquel intercambio no era una transacción de la que obtener un beneficio con el mínimo roce posible, sino una labor de pillaje, en la que cada cual utilizaría cualquier recurso para hacerse con el único botín que pudiera dejarlo rendido y satisfecho.
El techo volcaba sobre la habitación la luna de un descomunal espejo, que retenía entre sus bordes una turbia luz de mercurio, y allí pude ver los tatuajes que culebreaban por la espalda de Lizzie cuando al fin abandonó el pentagrama y reptó hasta mí para cubrirme con su cuerpo. Se sentó con las piernas abiertas sobre mi pecho, clavándome contra los muelles del colchón, que hacían asomar entre las sábanas su ensamblaje intrincado, y se restregó perezosamente, como si estuviese cabalgando un potro, hasta que poco a poco sentí que allí la piel se me embadurnaba de un calor líquido y espeso. A la luz mortecina de las velas, las facciones de Lizzie habían ido adquiriendo una belleza espectral, y pude comprobar que de sus ojos había desaparecido todo rastro del desapego con que había abordado los preliminares para condensar un brillo distinto, un fulgor violento y embrujado que no parecía motivado solamente por el puro y simple deseo. De un golpe, bajó la cabeza y me recorrió el cuello con unos dientes que se revelaron fríos y afiligranados como agujas, hasta volcarse en mi boca, donde depositó inesperadamente un pequeño objeto ovalado que había mantenido oculto bajo la lengua. Mordí lo que me ofrecía y, de inmediato, el paladar se me enviscó de un líquido amargo, disparándome la sangre a la cabeza, enalteciendo la respiración que se agolpaba en mis pulmones, fundiéndome las venas con el mismo fuego que debía de arder en las calderas del averno. En lo alto, el espejo descifraba los dibujos de su espalda, aquella caligrafía de grimorio en la que, sin previo aviso, los misterios del mundo parecían resueltos: la estrella de cinco puntas y la serpiente enroscada, la lechuza y el dragón alado, la pirámide y el cetro de Karnak. Lo que ocurrió después apenas lo recuerdo (felaciones y mordiscos, forcejeos y golpes, la incontenible necesidad de verterme en su vientre y su boca), pero los zarpazos que cubrían mi piel por la mañana demostraban que Lizzie no había dejado morir la madrugada sin llevarse un buen botín entre las uñas.
—Supongo que esto es más de lo que pensabas recibir a cambio de treinta monedas —murmuró, cuando ambos estábamos lo suficientemente despiertos y conscientes como para poder hablar—. Aunque has estado a punto de llevarte mucho más que eso.
—¿Qué quieres decir?
—Nada que deba importarnos. ¿Puedo contarte algo?
—Claro —dije—. Me parece que después de lo que ha sucedido en esta cama no hay muchos motivos para tener reservas.
—Depende. Quizá te enfades conmigo.
—No lo haré, puedes creerme.
—¿Ni siquiera si te digo que esta noche he vendido tu alma al diablo?
—Ya te lo dije ayer —respondí—. Eso entraba en el precio. Y a decir verdad, no es que me importe mucho vender algo que tampoco uso demasiado.
Lizzie rio:
—Me alegra que te lo tomes así. La buena noticia es que ahora tu alma estará a buen recaudo. El diablo nunca haría daño a uno de los suyos.
—Es bueno saber en qué lado estoy. Acuérdate de enviarme el carné de socio, entonces. Aunque algo me dice que no servirá para que me hagan descuentos en el supermercado.
—Oye —respondió Lizzie, acariciándome el pecho con la uña de su dedo índice, sin poder ocultar su sonrisa—, tratar con el diablo es una cosa muy seria. No somos un puñado de chiflados que se reúnen a canturrear medio drogados alrededor de una cabra.
—¿Tan seria como para ir por ahí captando fieles a cambio de un polvo?
—Qué quieres que te diga, lo que he hecho no ha estado bien. Solo pretendía protegerte, no me preguntes por qué: pero debí haberte preguntado antes. No basta con que digas: «Quiero vender mi alma al diablo». Antes tienes que saber las condiciones.
—No serán peores que las de mi hipoteca, te lo aseguro. Lo único que espero es que fueras lista y hayas sacado por mi alma más de lo que vale.
No intentaba otra cosa que seguirle la corriente, jugar al mismo juego que estaba jugando ella, por absurdo que fuese: en cierto modo, el tema lo había puesto yo sobre la mesa con mi cortejo de la noche anterior y no debía molestarme si ella lo utilizaba ahora para reírse de mí si reaccionaba con algún estupor a sus palabras. Sin embargo, Lizzie se abrazó a mi vientre, dejó caer la cabeza en mi pecho y, cambiando súbitamente de tema, dijo:
—¿Es verdad entonces que trabajas para Miller? Neil me ha dicho que eres su hombre de confianza. Que ves lo que él no ve, y que en realidad la mayor parte de sus últimos éxitos te los debe a ti. ¿Es cierto?
—Yo no diría tanto —respondí—. Desde mi punto de vista, no hago otra cosa que viajar, escuchar, dejarme llevar por mi instinto y nada más. Puedo percibir qué sonido va a tener éxito o qué grupo se va a hundir sin remedio…
—Como pudiste percibir la oscuridad de mi alma…
—Como pude percibir la oscuridad de tu alma, sí. Pero a fin de cuentas es Miller quien tiene la última palabra. Si él dice a algo que no, por más que yo intente convencerlo de lo contrario te aseguro que no hay nada que hacer.
—¿Y eso es todo? ¿No tienes más relación con él que esa?
—No estoy presente en las firmas de los contratos ni sigo la evolución de un grupo una vez ha firmado con él, si es a eso a lo que te refieres.
—En una palabra: no tienes ni idea de lo que se cuece entre bastidores.
—A decir verdad, no. Quizá esto te resulte demasiado crudo, pero, salvo en casos muy excepcionales, no me preocupa lo más mínimo qué sucede con la mercancía una vez la pongo en manos de Miller. ¿Adónde quieres llegar?
Lizzie guardó silencio unos instantes, como si tuviera que elegir las palabras adecuadas para responder a mi pregunta: algo que, por poco que conociese a aquella enigmática muchacha cuyo discurso parecía tan arbitrario como irreflexivo, me resultaba cuando menos sorprendente. Al fin, respondió:
—¿Recuerdas a Madame Bàthory? Nova. Ceremonies of Blood. Witches, Stars and Towers.
—Y quién no. Pero yo no tuve nada que ver con su fichaje para Hole, si es eso lo que quieres saber. Firmó dos años antes de que yo empezase a trabajar para Miller, y su carrera fue demasiado breve como para que me diera tiempo a conocer su caso mejor de lo que cualquiera puede hacerlo echando un vistazo a las revistas del sector.
—Lo sé. No hay nada que puedas contarme sobre Ann que yo no sepa. Al contrario, soy yo quien puede contarte a ti muchas cosas que ignoras. Cosas que no imaginarías siquiera que puedan suceder.
—¿Ann?
—Ann Hibbins. Madame Bàthory era solo su nombre escénico. Pero se llamaba Ann Hibbins, como la primera mujer ahorcada por brujería en Boston, Massachusetts. Ya ves, ironías del destino. Nacer en la misma ciudad donde tres siglos atrás ahorcaron a una bruja y para colmo tener el mismo nombre que ella.
—¿No es broma?
—La vida es la broma, cariño —dijo—. Pero no hay que ser muy listo para darse cuenta de que a veces su sentido del humor puede llegar a ser bastante cruel.
Lizzie se acomodó en mi pecho y, con esa voz transida de quien aún no ha despertado por completo, comenzó a hablar. Ann Hibbins, en efecto, había nacido en la ciudad de Boston en 1958, exactamente trescientos años después de que una turba de fanáticos religiosos colgase a aquella otra Hibbins de un árbol, en el mismo parque en que ahora paseaban los enamorados, jugaban los niños y, como Ann solía decir, probablemente su más célebre estrangulador se había sentado en alguno de sus bancos a reflexionar entre un asesinato y otro sobre la vida y la muerte. La historia de la primera Ann Hibbins había sido recogida por Nathaniel Hawthorne en su obra La letra escarlata, pero la tragedia de la segunda Ann, «su verdadera tragedia», en palabras de Lizzie, había pasado desapercibida para el mundo.
Según el relato de Lizzie, que la conoció en el Nueva York de 1975 cuando ambas aspiraban a hacerse un hueco en los escenarios de CBGB, Max’s Kansas o Paradise Garage, Ann era el ejemplo perfecto de personalidad autodestructiva unida a un inconmensurable talento. Pintaba, componía canciones en su baqueteada guitarra española y escribía unos versos de factura exquisita, rebosantes de amores rotos, de episodios biográficos prodigiosamente destilados que más bien parecían evocar las vivencias de un alma cien años más vieja que la suya. O trescientos, como apuntó Lizzie con dolido sarcasmo. A diferencia de esta, para quien tocar en un grupo era una experiencia vital equiparable a perder la virginidad en un campamento de verano o tener los primeros escarceos sexuales con una amiga de la infancia —es decir, la clase de cosas que una chica moderna debía hacer antes de llegar a los quince para cumplir convenientemente con los rituales de la adolescencia—, para Ann no había nada más importante que la música. Vivir al límite no era en su caso un impulso existencial tanto como un modo de sacrificarse en sus altares, a fuerza, naturalmente, de cosechar cicatrices, que en sus canciones nunca sonaban como heridas cerradas. Había que escucharlas con atención para entender hasta qué punto era Ann capaz de transmutar aquel dolor en belleza, el caprichoso caos de la sangre derramada sin sentido en una escultura sonora que te arrancaba una sonrisa o te hacía llorar por tantas cosas ganadas y perdidas. Y lo más sorprendente de todo, decía Lizzie, era que no le bastaba sino con conocer seis o siete acordes en su guitarra para componer aquellos himnos a la vida, a la muerte y a todo cuanto había entre medias. Un bordoneo de cuerdas y el acompañamiento dulce, aniñado y entrecortado de su voz: eso bastaba.
—Lástima —dijo Lizzie— que el mundo conociese únicamente a Madame Bàthory, y no supiese nada de Ann Hibbins. Pero el disfraz se comió a la persona. Y, parafraseando a cierto filósofo de nuestro tiempo que algo sabía del tema, un gran disfraz conlleva una gran responsabilidad. Ann vivió mucho: en su interior, al menos; pero no lo suficiente como para aprender esa amarga lección.
Lizzie fue la primera sorprendida al enterarse de que Ann había firmado con Hole, pero su sorpresa no la suscitaba aquel inesperado golpe de fortuna que suponía lanzarse a la arena con el exitoso sello de Miller en la frente; lo que a Lizzie le sorprendió fue que Ann se hubiese deshecho de su vida anterior para construir el ambiguo y siniestro personaje de Madame Bàthory, un monstruo de múltiples caras que, en cuestión de meses, consiguió amasar una legión de seguidores embrujados por su tenebrosa puesta en escena y la oscuridad, aún más tenebrosa, de sus mensajes. Nada quedaba en ella de aquella jovencita apasionada, talentosa y desconcertante que Lizzie había conocido apenas dos años atrás. ¿Dónde estaban su música ingrávida, sus delicados versos? Su alma, en una palabra, ¿dónde estaba? ¿En qué parte de aquella madeja electrónica en la que se recogía una voz que ahora, para colmo, ni siquiera parecía la suya? Y sí, había cosas que evidentemente Ann hubiera preferido dejar atrás: una infancia marcada por la muerte de su madre, por ejemplo, y aún más por un padre que, según decían los artículos de prensa que comenzaron a diseccionar su repentino auge, la había convertido en «sustituta de su esposa» desde que era una niña, y lo cierto es que Ann mantenía con él una extraña relación afectiva que parecía confirmar los peores rumores. Pero lo que Lizzie nunca hubiera podido imaginar era que Ann renunciaría un día a todo cuanto amaba a cambio de… ¿De qué, exactamente? El éxito, habría que decir aquí. El reconocimiento absoluto. Su conversión, bañada en oro, en una suerte de diosa infernal del mundo moderno.
La aparición de su primer disco, Nova, la llevó no solo a las pistas de baile de América y Europa sino también a las mesas de debate de las principales cadenas de televisión y radio: allí, periodistas, políticos y sociólogos se afanaban en explicar su fulgurante éxito, al tiempo que advertían de su perniciosa influencia sobre una juventud rebelde como la que campaba con inquietante libertad en el turbio ocaso de los años setenta, la misma que había protestado contra la guerra de Vietnam o renunciaba a los sinsabores de la realidad para perderse con los brazos abiertos en las visiones producidas por una nueva avalancha de drogas. Los detractores de Ann, que veían en ella un enemigo peor que el movimiento de caderas de Elvis, la exhibición en riguroso directo del pene de Jim Morrison o el activismo pacifista de John Lennon, no vacilaban en airear ante la audiencia hasta el más irrelevante detalle de su vida pública: desde las fiestas a las que acudía vestida con unos atuendos cada vez más extravagantes hasta sus declaraciones en contra de la religión, la familia y la clase política, pasando por sus incontables amoríos y sus entradas y salidas, con un aspecto crecientemente enfermizo y demacrado, de cuantas clínicas de rehabilitación jalonaban ambas costas de los Estados Unidos.
Como respuesta a lo que Miller consideraba «un pogromo de la ultraderecha contra las libertades de nuestra gran nación», la portada del segundo elepé de Madame Bàthory, Ceremonies of Blood, supuso toda una provocación, y también fue motivo de airadas protestas: en ella, Ann aparecía completamente desnuda, inerte, sobre un suelo de baldosas ajedrezadas, con un ojo tapado por unas alas de mariposa a modo de parche y las manos perforadas por sendos hilos que le daban una desagradable apariencia de muñeca rota. Desde Two Virgins, que había aparecido en 1968, aquel era uno de los primeros discos dirigidos al gran público en mostrar un desnudo explícito de su intérprete en la portada, y pese a los diez años que separaban una polémica de otra, la historia parecía condenada a repetirse: solo en Nueva Jersey fueron retiradas de las tiendas veinte mil copias de Ceremonies of Blood, y en estados como Texas o Kansas algunas agrupaciones procristianas hicieron un llamamiento a sus fieles para boicotear las ventas del disco, utilizando la violencia si era preciso. Aquello provocó diversos altercados y enfrentamientos entre radicales cristianos y activistas por los derechos civiles que trataron de evitar las quemas públicas de discos organizadas por Richard Butler, William Gale y otros líderes de Nación Aria e Identidad Cristiana en varias ciudades de Arkansas y Oklahoma, que más tarde serían secundadas en San Francisco y Los Ángeles por extremistas de similar ideología. Las quemas, sin embargo, no se limitaron tan solo a los discos, y muchas tiendas, principalmente en la costa oeste, ardieron de la noche a la mañana, algunas incluso con sus propietarios y clientes dentro.
—Demasiado por un simple desnudo —dijo Lizzie—. Pero aquellos locos afirmaban luchar contra algo peor que eso. Que aquella pandilla de liberales y maricas del mundillo artístico se arrogara la libertad de dejar a la vista de sus hijos el cuerpo de una mujer, tal y como Dios la había traído al mundo, era suficientemente ofensivo y contrario a la moral divina como para tomarse la justicia por su mano. Pero resultaba aún peor si aquel cuerpo no pertenecía realmente a una mujer. Y no, no es que pensaran que Ann era en realidad un hombre, o que había nacido de algo distinto de un vientre humano: eso estaba claro hasta para ellos. No dudaban ni por un instante que hubiera nacido en América, y no en otro planeta o en los hornos del infierno. Pero era evidente que Ann no cantaba desde el lado de la luz, sino de las tinieblas. No ensalzaba lo que de bondadoso había en el corazón del hombre, sino la parte más oscura y turbia de su alma. De modo que Ann, por esa regla de tres, no podía ser otra cosa que una sierva del Mal, una discípula de Lucifer. Así de simple. Ann no era una víctima más de las posesiones del Maligno porque para la mentalidad de aquellos individuos algo así no era nada excepcional: lo que ellos decían era que su cuerpo original había sido desmembrado y recreado nuevamente por Satanás, y que era a través de Ann como su voz se expresaba ahora, hablando con su lengua de serpiente a los más jóvenes porque ellos serían los encargados de llevar al mundo del futuro a una era de terror y destrucción. Todo un absurdo, ¿verdad? Eso es lo que tú y yo diríamos: otra muestra más de la locura del hombre. El problema es que Ann había empezado a abrir los ojos a la extraña vida que iba conformándose a su alrededor, ese universo de lujo y sonrisas que parecía suavizar las fatigas de habitar un lugar en la cumbre, y también ella comenzó a temer que la realidad fuera muy parecida a esa. Que, sin saber cómo, hubiera puesto su espíritu y su voz al servicio del diablo.
Tras casi dos años sin saber nada de Ann, Lizzie se encontró una mañana con que en el rellano de su puerta, ataviada con un abrigo negro, unas gafas de sol y una gorra de los Patriots, se hallaba su vieja amiga, aunque a Lizzie le alarmó y le apenó el deplorable aspecto que su figura, mucho más delgada y menuda de lo que la recordaba, ofrecía en el descansillo. Después de un banal intercambio de frases sobre cómo las había tratado la vida en general y lo mucho que lamentaban su paulatina separación, algo que ambas atribuían resignadamente al célebre precio de la fama, Ann procedió a relatar lo que había sucedido a lo largo de aquellos dos años. Mirando a un lado y otro como si temiera estar siendo vigilada por fantasmas, fumando y bebiendo café sin parar, describió para una perpleja Lizzie el lado oscuro de aquella envidiada existencia como reina, o cuando menos emperatriz, del mundo del espectáculo. Relató con amargura sus noches vacías, sus terribles dietas para no excederse del peso establecido por sus representantes y que tan inestable habían hecho las pastillas para dormir, o para mantenerse despierta, o hasta para anular sus ciclos menstruales, a las que recurría con creciente adicción; relató también el desconcierto que le suponía acostarse un día en París y despertar al siguiente en Tokio o Nueva York, y el exhaustivo control de su agenda llevado a cabo por una variable corte de agentes y consejeros que poco a poco habían ido sustituyendo sus amistades de siempre por otras compañías más convenientes. Relató sus idas y venidas por la cuerda floja de la depresión, sus terrores nocturnos, sus continuos esfuerzos por no ver en una cuchilla o en la cuerda de un paquete de cartas el tentador ofrecimiento de un suicidio: relató, en una palabra, el terrible despertar de quien ha vuelto a tomar consciencia de su vida cuando ya llevaba tiempo en caída libre, rodando y rodando sin cesar por un agujero de gusano.
Ann admitió que al principio aquella nueva vida se le había antojado el colmo de la felicidad, una especie de paraíso en la tierra donde las serpientes carecían de maldad y ninguna fruta estaba prohibida. Pero poco a poco las cosas empezaron a cambiar: Ann echaba de menos su vida pasada, y no tardó en sentirse prisionera de aquel jardín encantado. Las crisis de ansiedad que diseccionaban habitualmente los medios de prensa coincidieron con aquel brusco despertar a la realidad, y solo entonces las serpientes demostraron que sus colmillos seguían sirviendo para algo: primero fue su reclusión en un hospital mental situado en algún lugar entre Connecticut y Massachusetts, o entre Maine y Nuevo Hampshire, pues Ann ni siquiera era capaz de situar sobre un mapa aquel ominoso edificio gótico donde escuchaba día tras día los gritos de los condenados; luego, su matrimonio por contrato con un financiero que le doblaba la edad y trabajaba como consejero en una de las filiales en que se dividía el sello de Miller. Aquello, afirmaba Ann, era como una aristocracia perversa, en la que todo el mundo se conocía y todo el mundo debía un favor a alguien. Una hermandad regida por sus propias normas, y en la que sacar los pies del tiesto representaba un desafío que solo podía saldarse de una manera.
Esa, explicó Ann a una Lizzie cada vez más atónita, era su situación. Había llegado a un punto en el que Madame Bàthory ya no servía a los intereses de Hole, y los hombres de Hole planeaban matarla, nada menos. «Sé que es difícil de creer», le dijo insistentemente a Lizzie, aferrada como una niña a su taza de café y con sus bellos ojos verdes abiertos de par en par, sin duda consciente de que la confesión de su estancia en un hospital mental no ayudaba en nada a creer su testimonio: «Sé que es difícil de creer», le decía, «pero tienes que hacerlo, Lizzie, mi vida depende de ello. Hole no es lo que crees que es», explicó acaloradamente, mirando a puertas y ventanas con una expresión de terror que consiguió inquietar a Lizzie, «pero si te dijera la verdad estoy segura de que no me creerías». «¿Y cuál es la verdad, Ann?», le preguntó Lizzie, esperando que la respuesta, pese a todo, fuera lo suficientemente convincente como para suspirar aliviada por la cordura de su amiga. Pero Ann dejó a un lado su taza, tomó las manos de Lizzie entre las suyas y, mirándola fijamente a los ojos, le dijo: «Hole es el infierno en la tierra, Lizzie. Todos y cada uno de quienes trabajan allí, desde Miller hasta el último de sus ayudantes, son los lugartenientes de Satán en el mundo. Mírame, Lizzie: soñaba con ser famosa y lo que he hecho ha sido venderme al diablo a cambio de esto. Convertirme en un muerto viviente, en un monstruo sin alma».
Cuando Ann murió, solo unas semanas después de aquel turbador encuentro, Lizzie empezó a pensar que quizá su amiga no había estado tan lejos de la verdad como en un principio ella había creído. Recordaba sus últimas palabras, en el vano de la puerta, de nuevo oculta tras su abrigo negro, sus gafas de sol y su gorra de los Patriots, encogida y mirando de un lado a otro como a sabiendas de que los fantasmas podían haberse escondido pero no habían pasado de largo: «No quiero morir, Lizzie, aún no… Todavía no he hecho lo que quería», dijo. Y, sin embargo, según el dictamen médico Ann había muerto por una sobredosis de barbitúricos, en lo que apuntaba a un posible caso de suicidio que su inconmovible marido pareció dar por bueno: «El Altísimo puso un cerrojo a la inteligencia de la locura para que la sabiduría quedara ciega, hasta que se cansara de buscar; digo esto según el fondo de la verdad. Pero nadie puede cortar las alas a un alma pura cuando trata de emprender el vuelo». James Nielsen-Bàthory lanzó tan absurdo epicedio ante las cámaras que retransmitieron las exequias, acariciando con los dedos el féretro cerrado de Ann, un estrafalario catafalco blanco adornado con el ojo de Horus y con el nombre de «Madame Bàthory» grabado en letras de oro sobre su cubierta. Podía entenderse que aquello contradecía las últimas palabras que Ann había pronunciado ante su amiga, unas palabras que a mi juicio, y como traté de explicarle a Lizzie («trabajo para Miller», le dije, «y de momento no le he visto ni el rabito ni los cuernos»), sugerían más bien lo que parecía ser un ataque de paranoia en toda regla. Pero Lizzie prefería aferrarse a su intuición, y, lo que todavía resultaba más inquietante, también a su experiencia. Porque ella había firmado su propio contrato con el diablo, me dijo: no directamente con Hole, pero sí con uno de los círculos de Hole, y sabía el precio que debía pagar si se atrevía a contravenir hasta la más pequeña de sus cláusulas.
—Pero la vida es así —concluyó—. En un mundo en el que las diferencias entre el Bien y el Mal se han difuminado tanto da igual de qué lado estás, mientras puedas obtener entre medias todo cuanto deseas. Tan mezquino como eso. Aunque a veces, cuando miro al cielo, siento una profunda tristeza por lo que somos, lo que fuimos y lo que podíamos haber llegado a ser. ¿Sabes?, no sé por qué últimamente me acuerdo tantas veces de esto, pero cuando era niña pensaba que todos los que aquí han nacido con el don de brillar vivían tras su muerte allá en lo alto, en la majestuosa infinitud del cielo: por algo se les llamaba estrellas. ¿Y qué quería ser yo? Otra estrella. Pero si ahora pudiera hablar con la niña que fui, la niña que no se gustaba a sí misma y que rezaba cada noche por tener un talento que le permitiera vivir algún día no aquí en la tierra sino en el cielo, le diría: «No, Lizzie, te equivocas. Tú ya tienes lo que realmente importa, y aunque te sientas deslumbrada por su luz, esas estrellas que te miran desde lo alto están muertas. Al contrario que tú, ellas ya no brillan para nadie. Son las llagas sangrantes del cosmos, las pústulas abiertas de la Creación. Porque ¿quieres que te diga una cosa, mi dulce e inocente Lizzie? Vives en un universo enfermo. Todavía no lo sabes, pero ya lo sabrás. Vives en un universo que ha llegado varias veces a viejo y ahora, cansado y asqueado, se limita simplemente a rodar y rodar, a seguir soñándonos más allá de los límites del despertar y del sueño, a enloquecer en silencio. Y mientras tanto nosotros, nuestro mundo, la realidad en la que vivimos, enloquecemos con él».
Habíamos vuelto a quedarnos dormidos cuando sonó el teléfono en el apartamento. Era Neil. Como si lo más natural del mundo fuera saber no solo con quién había pasado la noche su amigo sino también dónde, Neil respondió a mi saludo sin mostrar ninguna sorpresa, me pidió que apuntase una dirección y me dijo escuetamente que se encontraría conmigo allí. No añadió nada más, salvo una alusión sarcástica a la mujer de Urías y al castigo que Dios reservó al rey David por utilizar la guerra contra los infieles en su propio beneficio.
Cuando le devolví el auricular para que colgase, Lizzie me explicó que la dirección correspondía a un piso que Matthew Mann, colaborador ocasional de la banda que Neil me había animado a escuchar, compartía con tres jóvenes árabes, estudiantes de Ingeniería en la Politécnica de Berlín. Neil no carecía de motivos para estar irritado conmigo: los problemas técnicos del grupo habían sido una excusa para abandonar el local con Lizzie, y, la verdad, en toda la noche apenas les presté atención. Pero me pareció poco afortunada la cita que había escogido para reprocharme mi conducta: en plena guerra contra los arameos, el rey David, enamorado de Betsabé, había enviado a Urías al centro del campo de batalla, sabiendo que eso aseguraría la muerte del hitita y que de esta manera podría casarse con la que era su esposa. Su conducta, sin embargo, encolerizó a Dios, que hirió de muerte al hijo que David tuvo con Betsabé. Aquella historia me afectaba profundamente, como Neil sabía muy bien. Cuando le detallé mi relación con Madeleine, le dije que al ver por primera vez a mi hija envuelta en un sudario, encajonada como un muñeco en el interior de su ataúd blanco, me sentí como David ante el cadáver de su hijo: sabía que yo iría a ella, pero que ella ya no volvería a mí. Era un modo de confesar mi culpabilidad, la convicción que me roía por dentro de que Celeste aún estaría viva solo con que hubiera tenido los ojos más abiertos, con que no hubiera mirado a otro lado. Ahora, Neil había utilizado aquella confesión dolorosa para sugerir que lo había traicionado, que aquella traición era comparable a lo que había supuesto la muerte de mi hija, y que, en cierto modo, siempre sería culpable de mirar el mundo con los ojos cerrados.
Me levanté de la cama decidido a no acudir a la cita con Neil, regresar a Londres y no volver a saber una palabra de él. Que hubiera utilizado aquello para comparar dos cosas que eran todo excepto comparables me parecía un golpe de lo más bajo, una prueba de la crueldad que Neil podía llegar a mostrar cuando algo o alguien no actuaba a su conveniencia. Aún no sabía lo enfadado que estaba —en realidad, creía estar más decepcionado que enfadado— hasta que, derrumbándome bajo el pilar de agua de la ducha, rompí a llorar. Era la primera vez que aquello me sucedía desde la muerte de Celeste, y la forma en que el llanto me sobrevino fue tan inesperada que me sentí terriblemente desvalido, tan frágil que incluso pensé que aquel chorro helado podría destruirme en pedazos. Permanecí encogido en el suelo de la bañera, con las manos en la cara y temblando de pies a cabeza, sin saber cuándo iba a parar aquello.
Lo peor era que no tenía ni la menor idea de por qué lloraba. No creía ser tan susceptible como para que un comentario malintencionado me pudiera afectar de ese modo, ni aun viniendo de alguien a quien consideraba uno de mis mejores amigos. Resultaba evidente que, si no eran las drogas que había consumido durante la noche las que estaban provocando esa reacción, entonces es que Neil había acertado a tocarme en una herida demasiado profunda, más aún de lo que imaginaba. Salí de la ducha, me vestí con insoportable desgana y me encaminé al salón dispuesto a marcharme, por más que Lizzie intentase convencerme de lo contrario. Pero no lo hizo. Estaba sentada sobre un baluarte de cojines, con el teléfono en el regazo y el auricular en la mano, y su único gesto al verme fue levantar el brazo y tenderme el aparato con silenciosa indolencia, como si con aquello me estuviera diciendo: «Tú decides». Vacilé unos segundos antes de aceptarlo y llevármelo al oído, sin saber exactamente qué debía esperar de ello:
—Confío en que te hayas desahogado —dijo desde el otro lado la voz de Neil—. Creo que ya va siendo hora de que dejes de hacer de eso el centro de tu vida.
—Eres un hijo de puta, Neil —respondí—. ¿Qué derecho crees que tienes para joder así a la gente?
—No creo que lo tenga —dijo—. Solo pretendía que removieses lo que llevas ahí dentro de una vez. Quizá en este mundo haya muy pocos hijos de David, pero hay demasiadas esposas de Urías.
—Ah, vale, así que era eso. No andes toqueteando a la mujer de tu prójimo, ¿no? ¿Debo entender que Lizzie también te pertenece, entonces? ¿Como esa tal Elisabeth? ¿Es acaso intocable tu rebaño, oh Señor?
—Ya has dicho suficiente —cortó Neil.
—No he dicho ni la mitad de lo que debería.
Pero Neil ya había colgado antes de que hubiese terminado de hablar. Me quedé con el auricular pegado a la oreja, jadeando y escuchando aquel pitido intermitente como si todavía esperase que su murmullo devanara de nuevo la voz de Neil.
Arrojé el auricular sobre la mesa y me dirigí hacia la puerta.
—Si te sirve de algo —dijo Lizzie—, Neil no cree tener ningún derecho sobre mí, ni yo sobre él. Me parece que te lo dejé suficientemente claro anoche. De otro modo, no me habría ido a la cama contigo.
—Neil no parece opinar lo mismo —repliqué.
—Lo que Neil no quiere es que te destruyas —respondió Lizzie—. Está cuidando de ti, aunque tú no lo quieras ver así.
—Vaya, se me había olvidado que mantienes relaciones con el diablo. ¿Vas a echarme a sus garras? ¿Es eso? ¿Vas a invocar a tu corte de demonios para destruirme?
—Te diré algo, cariño. No hay ninguna razón para que deba tener compasión por ti. Solo hemos follado, nada más. Si para ti eso cambia en algo las cosas, yo no puedo hacer nada para remediarlo. Me encuentro en el mismo sitio de siempre, en el mismo de ayer y en el mismo de mañana. Así que no pierdas el tiempo jugando conmigo al amante jodido y desengañado.
—Si es por eso, no debes preocuparte por mí. Tampoco yo esperaba que esto fuese más que un polvo.
—¿Estás seguro? ¿A quién llamabas cuando estabas dentro de mí?
—¿Qué quieres decir?
—Madeleine —dijo Lizzie.
Me quedé helado, como si acabara de recibir un balazo en la frente.
—No estabas follando conmigo —insistió—, sino con ella. No sé quién es, y desde luego tampoco me importa. Pero a ver si pillas esto de una vez: a su manera, Neil te está diciendo que te alejes de mí. Yo puedo ser lo que tú quieras que sea, Madeleine, Lilith, la reina de Saba… Pero lo que tú deseas está muy lejos de ser bueno, cariño. Anoche me di perfecta cuenta de ello.
—No sé de qué coño estás hablando, Lizzie.
—Lo sabes muy bien. No sé de dónde vienes ni por dónde has pasado para llegar hasta aquí. Pero vengas de donde vengas, aún te queda mucho para dejar todo eso atrás. Anoche faltó muy poco para que me matases. Solo con que hubieras seguido apretando cinco segundos más, ahora mismo estaría muerta.
—Estás de broma.
—Claro que no. Y tampoco espero una disculpa. Lo que te digo es que la próxima vez no será así. A mí no me importa morir. Pero si estás dispuesto a acabar con todo, deberías saber que eso también te incluye a ti.
—No es eso lo que pretendo.
—Me alegra saberlo. Pero entonces tú y yo no buscamos lo mismo, digas lo que digas. Así que, si sales por esa puerta asegúrate de que no olvidas nada que te haga volver atrás. Porque si lo haces, volverás una vez, y luego otra, y siempre te estarás dejando algo. Y te aseguro que lo que dejes conmigo ya nunca lo podrás recuperar.
—Como mi alma, ¿no?
—No seas estúpido, cielo. Me refiero a cosas importantes. No sé tú, pero yo ya no soy la niña de la que te hablé esta mañana. Y si quieres que te diga la verdad, espero por tu bien que a estas alturas ya te hayas dado cuenta de que el alma es algo de lo que todos podemos prescindir.