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En sus apostillas a Die Grosse Wundartzney, Aureolus von Hohenheim aseguraba haber conseguido recrear en un sueño artificial el óleo La batalla de Alejandro en Issos (Albrecht Altdorfer, 1529) para disfrute de Guillermo IV de Baviera, que, tras veintiséis horas de sopor inducido, llegó a alcanzar la montura de Alejandro, el castillo en la montaña y las ruinas de la Torre de Babel (borde izquierdo) en un estado gaseoso que le impidió recibir una sola herida, y regresó a la vigilia, según se dijo, con las manos empapadas en los añiles, rojos y dorados de la maravillosa puesta de sol que se desangra sobre la contienda (borde derecho). También se cuenta que Von Hohenheim fue el artífice de un grupo de homúnculos en los que, uno a uno, instiló la consciencia de sendos durmientes, con el fin de que, aprovechando su escasa estatura (doce centímetros), pudiesen espiar a sus anchas tanto a esposas adúlteras como a enemigos políticos. Los durmientes despertaban con la certeza de haber visitado los lugares por los que había rondado su homúnculo, aunque el precio a pagar por aquella excursión delirante no era solo de naturaleza monetaria: Von Hohenheim empleaba sus carcasas vacías como puertas astrales para visitantes de otras esferas, que, a cambio de aquel regreso temporal a la tierra, instruían al alquimista en los arcanos del universo, desde los planos de lo intangible hasta los secretos del inframundo.

Esto (Clyde, V.: Una introducción histórica al control de la consciencia mediante los sueños. Amentis; 1979) es el arranque del texto seminal de ese «afamado investigador» al que Braunschweige aludió en nuestro último encuentro, fascinado por la similitud de nuestras teorías: «fascinado», dijo, cuando en realidad él tendría que haber sido el último en fascinarse; cuando lo lógico hubiera sido que se sintiese horrorizado ante la más ligera sospecha de que el hombre (el maravilloso Clyde) cuya mente había querido desmontar y sustituir por la de otro sujeto (el fraudulento Veryl) se manifestaba todavía desde el intocado palacio de su consciencia.

Y mejor no saberlo, ¿verdad, Braunschweige? Una partícula de Clyde habría sido infinitamente mayor cantidad de Clyde de la que te hubieras sentido capaz de soportar. Uno solo de sus átomos habría podido crecer, ramificar, gangrenar el mundo: demasiada responsabilidad para tus frágiles hombros. Y sin embargo, qué diferente había sido todo muchos años atrás, cuando Braunschweige y Clyde no eran más que Walter y Virgil, un par de seres anónimos con el destino por hacerse; cuando, de hecho, Clyde lo era todo para Braunschweige, en un tiempo en que Braunschweige ni siquiera era una mancha lejana en el horizonte existencial de Clyde. Y a decir verdad… (Pero abramos la cortinilla de entre bastidores y hagámoslos pasar, por favor).

A decir verdad, Braunschweige siempre había sido como un papel secante en la vida de Clyde. Una ventosa, o, zoológicamente hablando, una sanguijuela. Y aún peor, si nos remontamos a los orígenes de su amistad: durante meses, Braunschweige había sido su más devoto admirador, su pegajosa sombra, su perrillo faldero. Se conocieron en la primavera de 1972, ambos leo con ascendente acuario, ambos con dieciocho años recién cumplidos, ambos alumnos de la Facultad de Medicina de la Universidad Johns Hopkins. Jóvenes, afortunados y, como suele decirse en estos casos, con toda la vida por delante. Claro que entre ellos había algunas diferencias, y no solo del tipo «este es más flaco, este es más alto». Diferencias, pero de las que duelen.

Salvo por su aspecto físico y su indumentaria, Clyde era el perfecto ejemplar de estudiante modelo: sacaba las mejores notas de su promoción, había hecho de la biblioteca del campus su segunda residencia y era frecuente verle abordar a los profesores (criaturas por lo general timoratas y asustadizas como lepóridos lejos del claustro y el atril) para discutir con toda suerte de aspavientos tal o cual extremo de una hipótesis ajena o una teoría de su invención; pero por lo demás parecía un delincuente juvenil, un hippie, un beatnik, y ya durante los primeros tres meses en la universidad había salido con cuatro o cinco chicas: que recuerde, dos estudiantes de tercer año (Jaycee y Kaycee, aunque él las llamaba Geografía e Historia para no confundirlas), una camarera de diecisiete años del café Ripples Beach, originaria de Nebraska aunque de padres daneses y ya con un marido en la cárcel, y su profesora de Química Orgánica, esposa, para más señas, de su profesor de Biología Celular y Pensamiento Matemático, un tipo taciturno, ojeroso, desidioso y en constantes bajas por depresión que había adquirido la costumbre de invitarlo a tomar el té en su propia casa con el fin aparente de… bueno, de nada en concreto: quizá quería pensar que tenía un discípulo, como los grandes genios de siglos pasados; quizá quería examinar a sus anchas al tío que se tiraba a su mujer, si es que tal cosa importaba de algún modo en su universo de abstracciones. O quizá solo pretendía hacer justamente lo que hacía en aquellos encuentros: sermonearlo, a su manera concéntrica y desganada, con asuntos que a Clyde le resultaban de lo más aburridos, zambullido con su té, sus gorgoteos de ahogado y su aura sombría en el mismo sofá en el que su alumno favorito olvidó un día los calzoncillos (y en el que él, seis meses más tarde, se volaría la tapa de los sesos disparándose con una Luger del 43, adquirida en una subasta).

Braunschweige, por su parte, se estaba quedando calvo.

Clyde se sentaba en primera fila, y a partir del segundo trimestre se vio investido por un bronceado de surfista o de tirador con arco, como el buen diletante de los espacios abiertos que era, lo que le franqueó las puertas de muchos adorables dormitorios. Braunschweige se sentaba al fondo del aula, pálido como una luciérnaga, y de tarde en tarde hasta se le perdían sus propias llaves. Clyde, por aquel entonces, ni siquiera se había percatado de la existencia de Braunschweige. Braunschweige, muy al contrario, lo sabía todo de Clyde. Sabía cuál era su marca de cereales favorita, la matrícula de su primer coche y el nombre de su primera mascota. Sabía que nunca había llevado corrector dental. Y el 7 de abril de 1972 sabía, por ejemplo, que Clyde iba a asistir a una conferencia sobre dinámicas del sueño que cierta reliquia tartamuda impartía esa misma tarde en el aula magna del salón Gilman, y Braunschweige, todo nervios y angustia, todo prisas y agua de colonia, allí se presentó, sincronizándose de tal modo a los pasos y hasta al fatum de Clyde que logró tropezar con él en la misma puerta. Clyde, que sabía demasiado para su edad pero no precisamente interpretar las señales del destino, podía haber pasado de largo, pero era como si un siniestro amo de todas las cosas hubiera abierto de par en par las puertas del tiempo, y el vendaval que salió rugiendo de ellas lo ralentizó, lo paralizó, lo galvanizó, e impidió que durante unos segundos vitales un Clyde indolente hiciese a un lado a aquel entrometido… y naturalmente Braunschweige aprovechó la circunstancia para hacerle ver que solo un grado de distancia los separaba de ser amigos (ambos eran conocidos de un conocido). Y ya que los dos tenían intereses comunes, y eran los únicos de su clase que habían acudido a la conferencia, e incluso casi se conocían, ¿no sería lo más oportuno que se sentasen juntos y escucharan hombro con hombro lo que aquella eminencia tenía que decir? A propósito, encantado, mi nombre es Braunschweige (húmedo apretón de manos). Clyde, respondió Clyde, y le devolvió un sucedáneo de apretón, y le cedió gentilmente el paso ante la puerta, y, en parte curioso y en parte divertido, se sentó junto a aquel tipo de respiración angustiada, salivoso y medio calvo en una sala en penumbra, poblada por diez o doce cabezas cenicientas, irritantemente masculinas, que se pusieron a roncar antes siquiera de empezar a entender los tímidos balbuceos procedentes del atril.

Clyde creyó que aquello no era más que el principio y el final de nada en concreto, pero Braunschweige tenía otros planes. Lo acosaba como la más orgullosa de las exnovias (Geografía, por ejemplo, se había colado en su dormitorio un par de veces y había llegado a las manos con Historia, pero hasta ella misma se aburrió de perseguirlo; luego, ambas tuvieron una aventura… que decidieron compartir con él), y Clyde, en lugar de mostrarse molesto con la conducta de su nueva sombra, decidió adoptarlo como hubiera hecho con un gato callejero o un perrito mutilado.

BraSunschweige, pues, se convirtió en lo que probablemente sea la versión humana y utilitaria de un despojo animal recogido de las calles: el fámulo de confianza, el secretario fiel, el abnegado testigo sin una vida propia. Acudía a las clases por él, le pasaba a limpio los apuntes, enceraba sus botas (esto es dolorosamente auténtico: le enceraba las botas… que luego Clyde paseaba alegremente por todos los charcos), y ejercía de extasiado Leporello para su creciente lista de amantes, novias, exnovias de amigos, amigas de exnovias y todos los encuentros esporádicos que pudieran contabilizar al menos un detalle identificativo: unos pendientes de perlas, un sujetador rosa, unas piernas esculturales, todo lo cual servía de rellano nemotécnico a un jardín de incontables delicias que Clyde describía hasta la escabrosidad para entretener al pobre jorobado, quien, a espaldas de su amo, inmortalizaba con sumo placer aquellas memorias galantes en un cuaderno de guardas aterciopeladas. El cuaderno, por cierto, aún lo conserva; y Braunschweige no era jorobado, pero caminaba, actuaba y hasta hablaba como si lo fuera… y por más de un motivo se merece que lo sigamos tratando así. Braunschweige, campanero real.

Fue a principios de 1975 cuando las cosas iban a cambiar para Clyde. Había rebasado el ecuador de su tercer año universitario; sus calificaciones eran sobrehumanas; sus registros amatorios, decididamente envidiables. El campanero real, por su parte, había llegado a tal extremo en su devoción amorosa que, a fuerza de terribles excesos con las anfetaminas regados con cafeína, casi logró equiparar sus notas a las de Clyde. Casi. Por otro lado, con veintiún años recién cumplidos aún era virgen. No es para tanto, si se piensa fríamente, y es verdad que no lo sería para el joven vendedor de periódicos de la esquina o el aprendiz de carnicero de la esquina opuesta, pero un estudiante universitario de una facultad de prestigio no se debe solamente a un buen currículum académico: se debe, sobre todo, a una reputación. Y Braunschweige carecía de reputación, salvo la de pederasta o marica de tapadillo… y esas son las reputaciones que luego crean médicos de manos temblorosas y abogados susurrantes o tartamudos, y viejos conocidos a los que nadie se acuerda nunca de llamar. Así que Clyde, en su papel de zarza ardiente, decidió llevárselo a una fiesta en una conocida sorority, donde una amiga de una amiga (segunda generación americana, nieta de una pareja de lúgubres polacos que llegaron a Nueva York en el USAT Mercury el 28 de junio de 1920 tras doce días de travesía), lo noqueó al cuarto gorzalka y, a instancias de Clyde, a quien entre lejanas brumas vio carcajearse desde un mugriento sillón como un auténtico Mefistófeles, flanqueado por dos bellezas californianas de destellante dentadura, lo llevó a cuestas hasta su dormitorio, en cuyo lecho, presuntamente, Braunschweige fue descargado contra su voluntad de diez mililitros de hombría tras una brutal cabalgada de Helen Podkarpackie, quien por cierto rondaba los cien kilos de peso.

Lamentable, risible, criminal: pero no todo iban a ser desgracias para Braunschweige. Cuando llegó, bastante maltrecho, al dormitorio que desde siete meses atrás compartía con Clyde, encontró una carta certificada en el buzón que lo invitaba a participar en «una reunión de cerebros» [sic] en las instalaciones de Vril Technologies, empresa de la que Braunschweige, ni en estado sobrio o virgen, había oído hablar jamás. Se frotó los ojos, sacudió la cabeza, alejó y acercó la hoja hasta su rostro: hizo todo el ritual del borracho que pretende regresar a la realidad por pura fuerza bruta, y volvió a leer la carta. Sintió entonces que el alma se le encogía en el pecho como una camisa barata, o como lo había hecho su pobre pene cuando soltó en el abismo uterino de esa ballena de Podkarpackie la última bocanada de semen. La carta, señores del jurado, no iba dirigida a él, sino a Clyde. No a él, sino a Clyde: a eso se le llama un golpe bajo. Braunschweige quería gritar, quería llorar. Ahora que nadie lo veía, se lanzó de cabeza sobre la cama y gimoteó contra la almohada un llanto seco, amargo, y quién no se iba a sentir así después de… ¿de qué, en realidad? Porque aquí el testigo se ve en serias dificultades para elegir qué era lo peor para él: si aquel nuevo reconocimiento del genio de Clyde, y el gambito que este había realizado sin decirle nada, o el traumático expolio de su virginidad, o lo que diablos significara una primera penetración húmeda y en brazos de semejante broma genética.

Ciñámonos, pues, a los hechos. Tras una llantina sin lágrimas, Braunschweige se levantó de la cama hecho una furia, se dejó caer en la silla de Clyde (ya entonces, mucho antes de su vida como genio en los confines de Albérigo, había oído hablar de la magia simpática) y, deshaciéndose en ululatos, aporreó con los dedos tiesos una encantadora misiva, una delicia de egolatría, celos y maldad de dibujos animados que decía más o menos lo siguiente:

Estimados señores de Vril Technologies:

Agradecido como me siento por su generosa invitación no puedo sin embargo aceptar nada, trabajo, becas o derivados, que excluya la compañía de mi secretario, hombre de confianza y bien amado condiscípulo Walter Braunschweige. Este Mr. Braunschweige es un joven lleno de talento, radiante de energía, audaz, cabal y despierto, que, en el transcurso de unos pocos años, ha sorprendido a propios y extraños con sus variadas y muy originales teorías (todas ellas demostradas por la naturaleza o en vías de demostración) acerca del cerebro humano y otros órganos de interés. De hecho, yo no sería nada sin él, pues es este Mr. Braunschweige en buena medida el auténtico artífice de mis logros. Veritas ornat, si puede decirse así. Por lo cual, si la invitación sigue en pie, y nada obsta en lo que para ustedes seguramente no representa sino un sencillo cambio de planes…

Y aunque, para ser sinceros, nunca llegué a leer el original de la carta, estoy tan seguro de que no me alejo ni un ápice de la verdad como un gemelo idéntico lo está de saber quién es solo con mirar la constelación de los lunares del otro. Pero sigamos adelante: pese a lo borracho que estaba, Braunschweige… No, no tan adelante. Porque Braunschweige acababa de ametrallar su carta, pero en realidad no tenía ni la más remota idea de quién iba a recibirla. Vril, y su extraño logotipo con forma de bobina, se le antojaban tan inescrutables como Anubis con su cabeza de chacal o el ojo de Horus en el reverso del billete de un dólar. Su arrebato solo había sido eso: un arrebato, un rapto de pura envidia. No quería sabotear las opciones de Clyde para obtener un trabajo, probablemente de rango superior; ni siquiera hacerse él con uno de rebote. Tampoco iba a desdeñarlo, claro, si alguien tomaba en serio aquella respuesta y las cosas se le ponían de cara. Pero eso ya vendría después… si venía. De momento, lo único que Braunschweige quería era hacer justicia. Y ese era un propósito elevado y un deseo nada innoble, dicho sea en honor a la verdad: un propósito por el que nadie en su sano juicio, y yo menos que nadie, se atrevería a culparlo. Pero si los términos de lo que es justo o injusto ya resultan bastante insondables en la rociada frescura de la apacible sobriedad, pensemos en lo que deben suponer para quien está doblemente ebrio de alcohol y rencor, y además lleva veinte años contemplando el universo como una enorme conspiración en su contra.

Porque, hablando claro: ¿qué había hecho Clyde para tener tanta suerte? Absolutamente nada: el orden de las constelaciones, los ascendentes zodiacales, los elementos en cada casa astral que se habían dado cita a la hora de su nacimiento, no eran algo en lo que él hubiera tenido una parte activa, sino la consecuencia de una casualidad horaria. Publia, Mary o Mantua Clyde, o como se llamase la madre de Virgil (Tricia, ya lo digo yo), sintió los dolores del parto justo cuando la Luna ascendía hasta la segunda casa y Júpiter se alineaba con Marte, y con todas las estrellas desbrozadas de sombras y la flecha de Sagitario apuntando al corazón del Sol, abrió las compuertas para que el pequeño Virgil brotara al mundo en medio de un chorro brillante. En cambio, Laura Braunschweige (de soltera Brown) parió a Walter como quien vomita un plato de habas. Su suegro, Martin Braunschweige, había fallecido días atrás, al recibir la estocada en la garganta de una espina de salmón con el que sustituía, por recomendación de un primo médico, su dieta de cavernícola (y años después, Braunschweige constató, con un calambre de horror y placer, que aquel día una escama de la constelación de Piscis cruzaba la nuez de Adán del planeta Marte); Laura llevaba dos días quejándose de lo que, a juicio del mismo pariente, eran evidentes síntomas de indigestión, y justo en el momento en que la doliente viuda leía unos trémulos versos con las pupilas empañadas, Laura regurgitó del tirón al pequeño Walter, descargándolo entre un murmullo general de sorpresa sobre el banco de la iglesia cuando ni siquiera sabía que estaba embarazada.

Así, sin gloria, sin espera, sin fanfarria, había llegado Braunschweige al mundo: como la reencarnación de un ahorcado, como un mono descolgándose de una liana. O mejor, como una de esas princesitas persas que aparecían en el interior de una alfombra que algún rey celoso desenrollaba de una astuta patada… después de trinchar como un pavo al príncipe que la cargaba en el hombro. Su nacimiento había sido tan imprevisto que a sus padres, excelentes y bondadosas personas, les tocó aprender sobre la marcha. Y Braunschweige, niño coraje, siempre tuvo esa percepción de sí mismo: todo en él era provisional, como hecho a tientas, como una engañosa especulación de la forma. Desde su poco agraciado cuerpo hasta sus retorcidos pensamientos, pasando por las sístoles y diástoles de su posesiva relación con sus semejantes, todo en él ansiaba y desesperaba por el orden. La sospecha de un desliz en el equilibrio de las cosas, el puro y reconfortante equilibrio, lo convertía en un absoluto demente; de hecho, conocía hasta setenta y dos sinónimos de ese estado frágil, majestuoso y precario, y era un fanático perseguidor de la excelencia armónica anhelada por los antiguos griegos en todas sus especies: andreia, isorropia, dicaiosine, sofrosine, nombres tan espinosos y tortuosos como el sendero incesantemente bifurcado que conducía al alma a la paz de la posición estable.

Vigilar, pues, los círculos de Clyde, después de varios años girando cada cual alrededor de la elipse del otro, era un modo como otro cualquiera de mantener en equilibrio aquel acogedor cosmos de hábitos, manías, intercambios y, por qué no decirlo, costumbres parasitarias logrado con tanto esfuerzo. Que aquello cobrase ahora la forma de una usurpación, de un acto tan infame e insidioso de piratería, se le debía de antojar tan irrelevante como el derrumbe de un bloque de hielo en algún inhóspito paraje ártico. Nada que llevar al agitado y ulceroso aparato gástrico de la conciencia, en una palabra. Equilibrio, equilibrio y equilibrio, y mediante aquel paso al frente hacia una galaxia inexplorada (una vida sin Braunschweige, nada menos), Clyde lo estaba empujando a perder el equilibrio. Así que no, claro que no, claro que Braunschweige no hacía aquello por rencor, por destruir las opciones de futuro de Clyde o porque no había sido él el elegido. Lo hacía para no desequilibrar a la ya de por sí hiperexcitable y celosa dicaiosine, que nivelaba nerviosamente los platillos de la Justicia como si siempre estuviera a punto de estornudar. Lo hacía, en una palabra, para no caer al angustioso abismo de la nada. Todo esto, por supuesto, lo pensamos por él, porque Braunschweige, simplemente, no pensaba: se dejaba llevar… y guiado por ese impulso pellizcó con dos dedos los elásticos de una carpeta y los retiró escrupulosamente. Me agrada pensar que aquello fue lo más cerca que Braunschweige jamás estuvo de quitar los tirantes del sujetador de una mujer.

Supo así Braunschweige que Vril Technologies era una legendaria firma americana dedicada desde los albores de 1901 a un propósito tan novelesco y, en cierto modo, divino, como lo era el evitar al hombre los vértigos y abismos, los horrores y temblores de la privación del sueño, aunque en aquel remoto comienzo de siglo la empresa tuviera un nombre tan prosaico y atroz como Magoun, o McGoon Inc., y se dedicara a las sopas de sobre. Con el tiempo, Vril se había especializado en la elaboración de compuestos químicos, barbitúricos y suplementos alimenticios, así como en otras terapias basadas en la escuela de la Gestalt, las teorías de la energía orgónica, las vibraciones emitidas por diversas piezas de cristales de colores adecuadamente distribuidas sobre el cuerpo humano, la aplicación en el paciente de extraños instrumentos realizados mediante ingeniería inversa a partir de complejas bagatelas llamadas «objetos fuera del tiempo», y un buen número de rituales budistas perfeccionados por teósofos, iluminados y rosacrucianos de toda situación mental, perfecciones a su vez perfeccionadas por tres inquilinos de las nubes a sueldo de la Sociedad para la Investigación y Enseñanza de la Herencia Ancestral Alemana: Glauer, Eckart y Rauschning, doctores en demencia de la Orden de Tebas.

Braunschweige estudió a fondo aquella información, convenientemente destilada en el inédito que Clyde, V. había titulado de manera provisional De la miosis a la midriasis por la descarboxilación del glutamato en los experimentos de D. Boone y A. Bunin en 1964, y, siguiendo el itinerario marcado por las notas a pie de página del primer explorador, no tardó en complementarla con otros hallazgos dactilográficos, mimeográficos y taquigráficos sobre la paleohistoria de Vril que más tarde asombrarían hasta al propio Clyde, creador de aquel complicado mapa de notas aunque solo mediante citas de segunda mano, pues se había visto totalmente incapaz de localizar sus fuentes. En lo que respectaba a husmear y olfatear, no había nadie que pudiera compararse a Braunschweige. Tampoco en lo tocante a imitar y falsificar. Borracho y todo, dibujó al final de su misiva una reproducción bastante fidedigna de la firma de Clyde; dobló después el pliego por la mitad, lo introdujo en el sobre timbrado que la previsora gente de Vril había adjuntado en su carta, y se dirigió entre tambaleos hasta la siniestra oficina del sótano, un almacén sin ventilación y sin luz, gobernado por una especie de monstruo con visera de celuloide, que hacía las veces de estafeta de correos para el alumnado (y de ruidoso salón de orgías cuando el monstruo no se hallaba en sus dominios).

Allí, por lo visto, tuvo un momento de duda, el muy traidor; lo sé porque él mismo me lo contó, años más tarde, cuando un buen día decidió confesarme su morónica hazaña. La duda, en cualquier caso, vino y se fue, como una nube de primavera, como un amor de verano. Braunschweige sirvió el sobre a la boca sajada de la puerta, oyó los pasos del monstruo en el otro lado, volvió él mismo sobre sus pasos, subió las sollozantes escaleras, comprobó aliviado que Clyde no había llegado al dormitorio, y todavía vestido con sus ropas de recién desvirgado se arrebujó en su cama, sintiéndose sucio, despreciable, mezquino… pero no por Clyde, claro, ni por los ríos y prados de Polonia que parían fenómenos de feria como Helen Podkarpackie, sino por él mismo, por el mundo en el que vivía, por haber sido tan mal cebado en el reparto de genes y en cambio sujetos como Clyde tuvieran tanto de lo que a él le faltaba. Aún tardó un buen rato en quedarse dormido, pensando, por una mera asociación de ideas, en la higiene de mujeres tan despreocupadas como la que acababa de estrenarlo, mientras se rascaba insistentemente su irritada virilidad justo en el instante en que ella (¡oh, si Braunschweige hubiera sabido esto alguna vez!) se meaba derrengada en un sofá, completamente inconsciente, abiertos los brazos como si acogiera sobre su busto un peluche colosal y despatarradas sus cerosas pantorrillas sobre el regazo de un sujeto sospechosamente sobrio, de mirada fija, que le barría los tobillos con la mano blanda una y otra vez esperando pacientemente su turno… y que lo tomó sin pedir permiso aprovechando la inesperada solución de aquel coma tentador.

Una semana después, Clyde, acompañado de Braunschweige, se presentaba en las oficinas de Vril Technologies vestido como Braunschweige nunca le había visto, y como nunca volvería a verlo: de traje y corbata, el torvo uniforme del guardián del planeta del siglo XX. Pero sucedió algo por completo inesperado. Desde que él y Clyde se miraron en el espejo que dominaba la puerta de su dormitorio, Braunschweige se sintió tan bello como un príncipe bávaro, y por alguna misteriosa razón, por alguna monstruosa e ignorada ley óptica, Clyde parecía su encarnación anterior como rana lisiada. Nos guste o no, había que admitir que Clyde estaba hecho para la gracia descuidada de las camisetas sin mangas y los vaqueros lavados a la piedra, para ejecutar desde el propio atuendo el papel caducifolio del rebelde sin causa, pero vestido así daba la impresión de que jugaba a parecerse a su padre o a un hermano mayor, mientras que Braunschweige, el cilíndrico Braunschweige, parecía cortado a la medida perfecta para vestir un traje. Lo pensó Clyde —un atónito Clyde—, y lo gritó a voces el padre de Braunschweige, un orco amaestrado por cientos de horas de tabloides y televisión que había acudido desde Orlando, o San Diego, o las profundidades de Mordor (Oregón), con aquel par de trajes de inesperado buen gusto para que su hijo y el amigo de su hijo estuvieran presentables en el día más importante de sus vidas.

Y funcionó, al menos en el caso del feliz campanero. Así de bien vestido, así de radiante, así de cincelado por la luz, Braunschweige enfiló los pasillos de Vril Technologies, en un remoto lugar de Albérigo (Nuevo México) al que él y Clyde habían llegado a bordo de una libélula a motor, con la renovada confianza que le prestaba su traje nuevo. Braunschweige hablaba y hablaba, seguido de un Clyde veinte kilos más tenue en la prisión de su crujiente chaqueta negra, medio metro menos cerca del cielo. Los flanqueaban dos mujeres menudas, ambas pelirrojas y delgadas, ambas de unos treinta o treinta y cinco años, ambas tan sorprendidas por el buen aspecto de aquel genio de la verborrea que por un momento debieron de creer que Braunschweige era en realidad Clyde, y Clyde una especie de hermano pobre de algún burgomaestre suizo… o eso pensó Clyde, que ignoraba por completo que Braunschweige se había invitado a sí mismo a costa de dejarlo a él como un mero plagiario necesitado de afecto.

Las dos mujeres eran bastante bonitas, cada una a su manera, y cimbreaban las caderas al andar de idéntica manera. Holmes y Watson, se llamaban. Estadísticamente es probable. Sherlyn Holmes y Joan Watson, para ser exactos: esto ya es más delicado. Pero Braunschweige no hizo el comentario que Holmes y Watson esperaban rutinariamente, y Clyde tampoco estaba precisamente para bromas. De vez en cuando, y por una evidente cuestión de respeto hacia Braunschweige, Holmes y Watson también se dirigían a él: al insulso guaperas hilvanado a su sombra. Pero lo hacían como novias traicionadas, como molestas de su presencia; como molestas, en realidad, de su existencia. O más bien como poniéndolo a prueba… pero Clyde solo respondía aquí y allá con un elemental gruñido, con un monosílabo trabado y carraspeado, no solo incapaz de irradiar la más mínima vibración erótica sino, para colmo, aceptando su lugar como el tonto del grupo, su extraordinaria situación como caso perdido. ¿Pero qué más daba lo que dijera si el bastardo de Braunschweige había imantado a las dos mujeres a su personalidad repentinamente magnética, acorazada? A saber cómo, Braunschweige se había convertido en todo un especialista sobre Vril Technologies, y su despliegue de conocimientos acrecentaba a marchas forzadas la inseguridad de Clyde. Oh, allí debe de ser donde se sintetiza el glutamato-2, ¿verdad? Corríjanme si me equivoco, ¿pero puede ser esa la cámara hiperbárica con gravedad cero? A todo, Holmes y Watson asentían vivamente, como seres flotantes, como polinizadas por la gracia del gordo. Clyde, en cambio, era puro desconcierto. Apenas sabía de lo que estaba hablando. La información de Braunschweige era asombrosamente mejor que la suya, pero más asombroso aún resultaba el hecho de que Braunschweige ni siquiera tenía por qué conocer la existencia de Vril Technologies, por más que Vril Technologies sí pareciera saberlo todo sobre él. En un exceso de confianza, Clyde había interpretado la doble invitación, cursada a su nombre y al de Braunschweige, como un modo de conocerlo mejor a él mismo, una manera un tanto retorcida de analizarlo al contraste de su relación más cercana en la burbuja universitaria. Y Braunschweige era una óptima tarjeta de presentación: sumiso, obediente, siempre dispuesto a ensalzar a su amo. Una producción artesanal, tallada a nivel de onda, de la personalidad de Clyde; su retrato en negativo, por así decir. Pero ahora lo escuchaba hablar y le parecía que ese Braunschweige era otro Braunschweige: el que había estado agazapado tras un insulso montoncito de átomos, sonriendo, frotándose las manos, sabiéndose a lomos del caballo más rápido.

—… y también he escrito varios artículos sobre dinámicas del sueño para la revista de la universidad, reeditados recientemente en el número de febrero de Chung-kuo Ko Hsueh. No quiero ocultarles nada.

Mentira.

—Oh, no debe preocuparse. Sabemos que sus convicciones políticas son irreprochables —dijo Holmes.

—Entonces, todo en orden —replicó Braunschweige.

—Mucho mejor que eso —respondió Watson—. A decir verdad, usted ha sido una grata sorpresa. Nos encantará que esté presente en la reunión, señor Braunschweige. Estamos seguros de que tiene mucho que aportar.

—Y en cuanto a usted… —dejó caer Holmes, volviéndose hacia Clyde. Pero no se le ocurrió nada mejor que eso, y adoptando una sonrisa impaciente le preguntó, por decir algo, si esa era la primera vez que viajaba en helicóptero.