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Buena parte de los dos años siguientes los pasé en una especie de trance, sumergido en un trabajo constante y febril. Me suscribí a más de cuarenta periódicos publicados en diez idiomas diferentes, leí centenares de libros de los que con suerte solo entresacaba una frase o un párrafo valiosos, me entrevisté con una decena de pacíficos doctores musulmanes, hasta llegué a conocer a un veterano de la guerra de Afganistán que había solicitado asilo político en Inglaterra. Aquel tipo había perdido un brazo y una pierna, y era bastante reservado hasta que se enfrentaba al sexto vaso de vodka: a partir de ahí, el alcohol tenía para él los mismos efectos que una llama al aproximarla a un mensaje escrito con limón. Me relató numerosos pormenores del devenir de la contienda afgana, muchos de los cuales no hubieran pasado la criba del más arriesgado de los editores sensacionalistas; sin embargo, yo no creía que estuviera exagerando la verdad, ni siquiera enmascarándola para que me viese obligado a averiguar dónde terminaba la realidad y dónde empezaba la ficción. Lo escuchaba pacientemente, le permitía divagar a su antojo (como cuando me dijo que mi alma había sido terriblemente mutilada, pero que era invulnerable porque mi ascendiente astral era un águila), y cuando por fin su memoria dejaba de sobrevolar el territorio de las fantasías y los recuerdos imborrables y se afanaba en recitar nombres, fechas y circunstancias, yo me apresuraba a sacar los cuadernos y comenzaba a escribir. Luego volvía a casa y ponía orden en mis apuntes, dentro de lo que aquel caos, por supuesto, se dejaba ordenar.

En aquellos dos años, la cantidad de material que había llegado a acumular resultaba abrumadora: cuadernos anotados, servilletas garabateadas con palabras ininteligibles, entrevistas recogidas en cintas, libros subrayados, recortes de periódicos. Incluso cartas: durante varios meses me carteé con alguien que afirmaba haber pertenecido a un programa secreto de control mental, una especie de esqueje no oficial del MK-ULTRA donde, entre otras cosas, se experimentaba con la personalidad de los individuos, ya fuera a través de fármacos destilados secretamente en el agua corriente y los productos de alimentación básicos o mediante haces de microondas emitidos por la televisión, según él con logros tan asombrosos como el de haber injertado varias secuencias de memorias falsas en sujetos elegidos al azar y hasta, en una ocasión, culminar con éxito el intercambio de personalidades entre dos hermanos. Por más increíble que sonara aquello, yo sabía que, de algún modo, todo estaba conectado con todo, y que simplemente debía encontrar el hilo que engarzaba unas cosas con otras, la guerra de Afganistán con los asesinos en serie de la América moderna, Mahoma con Stonehenge, el MK-ULTRA con la música de las esferas, para comprender las claves secretas del mundo en el que nos encontrábamos y, probablemente, anticipar lo que aún estaba por venir.

Caroline se había convertido en toda una especialista en desentrañar mi caligrafía de sismógrafo, y por la noche pasaba a limpio mis cuadernos, interrumpiéndose de vez en cuando para consultar alguna duda o aportando otros puntos de vista que me servían para esclarecer detalles que aún me resultaban confusos. Incluso en un alarde de valor, le mostré las notas que había recopilado siete años atrás, cuando vivía obsesionado por la religión e inmerso en una terrible adicción a las sectas, todavía bajo los efectos de mi estancia en aquel hospital mental del que, si no me decidía a hablarle a Caroline, era porque nunca había sido capaz de recordar absolutamente nada de lo sucedido allí. Con todo, lo cierto es que me asombró comprobar la lucidez que había en aquellas anotaciones. Cuando me paraba a recordar aquel tiempo, siempre lo veía instalado en una especie de nebulosa, alrededor de la cual giraba un pavoroso vacío: la locura (como sucedía con el estado de coma, según las teorías más modernas) había creado una realidad aparte, una vida soñada que después, una vez despierto, terminó desapareciendo al contacto con el mundo real. Pero lo que encontré fue muy diferente de lo que esperaba: tal vez no había vivido con los pies en la tierra, pero mi vida interior no había hecho más que cohesionar alrededor de un núcleo que ahora veía hasta demasiado sólido; demasiado, al menos, para haber sido construido en medio de un torbellino.

Comencé el libro (cuya primera parte decidí titular Los mensajeros de la destrucción, que remitía tanto a un apocalíptico pasaje del profeta Ezequiel como a esos heraldos del Mal que habían ido cimentando la senda de la destrucción a lo largo de la historia) remontándome al siglo XIII, en plena época de las cruzadas albigenses y la ejecución de los primeros cátaros. Mucho antes de que el papa Inocencio III hubiera hecho pesar sobre ellos una sanción de herejía, los cátaros se habían escindido en un puñado de sectas dispares (paulicianos, paratinos, bogomilos, garatenses) que esencialmente defendían los principios del gnosticismo, sostenidos en la idea de que el universo era el producto de la suma de dos fuerzas, la masculina y la femenina, a partir de la cual surgía todo lo demás. «Del poder del Silencio apareció un gran poder, la Mente del Universo, que dirige todas las cosas y es un varón… y el otro… una gran Inteligencia… es una hembra que produce todas las cosas» (Hipólito, Refutación de todas las herejías). Pero ahora el universo no lo regía su verdadera fuerza creadora sino un dios menor, Samael, el dios de los ciegos, un pequeño usurpador que había logrado extender su poder por toda la Creación mediante el engaño. Sin embargo, ninguno de aquellos credos sobrevivió a la purga de Inocencio III y su recién creada Inquisición, a excepción de un pequeño movimiento surgido a principios del siglo XIV en los bosques de la ciudad de Lorena. El nombre de «lunarianos» con el que se habían dado a conocer probablemente es una metátesis del apelativo de «lorenianos», pero lo cierto es que los lunarianos también abogaban por la creencia en una diosa madre —la luna—, rechazando así la fe en el dios padre de los cristianos, que era universalmente interpretado como un dios solar.

La cuestión, que hoy se antojaría una discusión bizantina, es mucho más importante de lo que parece a primera vista. Una vez dividida la fuerza creadora del universo, elegir entre una diosa madre y un dios padre suponía no solo vencer los espejismos con que el diabólico Samael sembraba el camino de la sabiduría (el camino de la verdad y la luz) sino elegir entre la vida y la muerte, entre una divinidad protectora que amparaba e inspiraba a sus criaturas y una figura emasculadora que vengaba con la destrucción, el hambre, el dolor o la pestilencia los actos de aquellos de sus hijos que osaban contravenir su mandato. Para los lunarianos, Jesucristo había acabado con la última posibilidad que le quedaba a la humanidad de vivir bajo la vigilancia benévola de la diosa madre, pero no por ser él mismo el Hijo de Dios, sino por su condición de iniciado en la Gran Logia Blanca —fundada en el siglo XV a. C. por Tutmosis III— y protector del símbolo místico de la Cruz, a través del cual unificó el credo solar del pueblo judío con el conocimiento hermético de la secta de los esenios de Galilea. Era el golpe final en la revolución iniciada por Moisés más de diez siglos atrás, una revolución que se extendería a lo largo y ancho del Imperio de la mano de san Pablo y haría arraigar el culto al dios padre por todo el mundo conocido, pero que especialmente para los lunarianos suponía una gran traición: la razón estribaba en que Moisés había sido criado en Egipto, era uno de los sacerdotes del culto de la diosa Hathor («la habitación de Horus»), y como tal se debía a los poderes de Isis, una de las representaciones de la diosa madre. De hecho, su ascendencia egipcia (su mismo nombre, Mosche, significa «sacado de las aguas») podría ser la razón por la que Moisés aqueja serios problemas con el idioma hebreo: «Señor», le dice a Yahvé en Éxodo 4, 10, «soy tardo en el hablar y torpe de lengua». La exégesis bíblica alega que es por la fluidez oratoria como Moisés reconoce cuándo habla por inspiración divina y cuándo no; pero los lunarianos indicaban que aquel argumento era una mera intoxicación del zoroastrismo, interpolada en el libro del Éxodo por el entorno de Ezequiel e Isaías durante el exilio en Babilonia, y que no describía otra cosa sino la representación de un drama místico: el sacerdote recitando ante Agni, el fuego sagrado, el «inventor de la palabra resplandeciente», la oración sagrada: «Haz de mí el hombre que sabe, ¡oh Señor!, y que dirige a placer su lengua para hablar correctamente con la ayuda de tu fuego brillante, ¡oh Sabio!». El fuego, que es Yahvé en la zarza ardiente, tiene su propio nombre en el zoroastrismo, además de Agni: es Urzavista, y se aplica al fuego que contiene el interior de los vegetales. Más tarde, en la época posterior a Zoroastro, al fuego santo se le llamó «alegría de Ahura-Mazda» (la síntesis de Varuna y Mitra, dioses de la luna y del sol en los Vedas hindúes), y se relacionaba con el Espíritu Santo. Esto le sirvió al cristianismo ortodoxo para explicar que en el milagro de la zarza ardiente no es Yahvé quien interviene, sino, sencillamente, un espíritu de Yahvé.

Los lunarianos, sin embargo, defendían que todas aquellas atribuciones no pertenecían a un dios masculino, pues este no permitía el libre albedrío de sus criaturas si no era para castigarlas por el uso que hacían de su libertad, e incluso cuando más convencidas estaban de actuar por su propia voluntad, era él quien las utilizaba o las hacía hablar con su voz de trueno. El dios de Moisés, el dios de Jesucristo, el dios de los cristianos, ejecutaba sus decisiones como un ajedrecista demencial e impaciente ejecutaría las suyas: resuelto a arrasar las piezas ajenas que merodeaban por el tablero, aunque fuera a costa de acabar también con las propias. La magnanimidad, simplemente, no se contaba entre sus dones. Así que si había algo que inspiraba en los hombres el talento de hablar con palabras resplandecientes no era ese dios brutal y violento sino la luna, la musa de los poetas, que velaba sabiamente para que sus hijos llevaran a cabo la tarea de construir el mundo según su voz y su palabra. Una de las más antiguas tradiciones que se conocen acerca de la Torre de Babel recreaba precisamente esta historia del pasado del hombre, la épica aventura de un puñado de valientes que, tras levantar una torre que ascendía hasta el cielo, se empeñaban en robar al mismísimo Dios el fuego de la palabra sagrada, el único don que podía restituirles la libertad perdida. Los griegos inmortalizaron aquella antigua tradición mesopotámica en el mito de Prometeo, el titán que robaba el fuego de los dioses para entregárselo a los hombres y al que los dioses castigaban encadenándolo a una montaña, donde un buitre se alimentaba de su hígado, que una vez y otra volvía a surgir entre sus vísceras.

¿Pero por qué, precisamente, el hígado? Aquella era una pregunta que había intrigado a mitógrafos y escolásticos por igual, y para la cual cabía, no obstante, una respuesta bastante sencilla. Como las bacantes griegas, también los lunarianos creían en el poder del vino para liberar la mente de las cadenas con que Dios había atenazado los pensamientos del hombre: por decirlo así, creaba una interferencia con la mente divina, que solo entonces perdía toda capacidad de vigilancia sobre sus criaturas. Resulta curioso que a los poetas románticos, sin duda la avanzadilla más fiel a la diosa madre desde los tiempos de los primeros lunarianos, se les pasara por alto el verdadero mensaje y afirmaran que el mito de Prometeo hablaba sencillamente de los efectos perniciosos que el hígado sufría a consecuencia del abuso del vino —algunos, como un amigo de Shelley, iban más allá y afirmaban que era una evidente metáfora sobre el alcoholismo—, pero eso no ayudaba a explicar por qué entonces tenía lugar la interminable reconstrucción del hígado en el costado del titán. ¿Era una manera de hacer eterna su culpa? ¿El hecho de ser un titán, y, por tanto, poseer una naturaleza superior a la de los hombres, le otorgaba aquella especie de poder autocurativo? Los lunarianos afirmaban que no. Lo que decían era que el castigo de Dios no empezaba ni terminaba en la osadía de Prometeo al intentar robar el fuego de la palabra sagrada: también penalizaba el consumo de vino puro, sin mezcla, propio de bárbaros, que alejaba al hombre de Dios y lo arrastraba a la lujuria, la idolatría y el pecado («el vino hace apostatar hasta a los sabios», escribió san Benito, recuperando una cita del Eclesiástico), y llegó hasta las posiciones extremas de la herejía encratita, que durante la eucaristía reemplazaba el vino por agua. Pero la voluntad de los hombres no debía conocer límites: en eso consistía todo. Allí donde Dios castigaba, el hombre debía encontrar una nueva razón para ponerse en pie y resistir sus golpes. La pasión de Prometeo, que rehacía mediante la fuerza suprema de su voluntad la causa de su culpa y de sus torturas, aquel hígado que bañaba en vino para alejarse de Dios y buscar el abrigo de la diosa madre, y al que ese mismo Dios, como venganza, hacía atraer la dentellada de los buitres, mostraba el camino que los hombres debían seguir para ser dignos de la verdad y la sabiduría.

Sí: por encima de la voluntad de Dios, estaba la voluntad humana. Ese era el mensaje que los lunarianos discernían en la gesta de Prometeo, el titán que enseñó a los hombres la manera de liberarse de sus cadenas y devolver sus poderes a la diosa madre. Tanto es así que el propio Plutarco identificaba a Isis como una de las hijas de Prometeo, «inventor de la sabiduría y de la previsión», y veía en las vestiduras brillantes con que los hieróforos envolvían a los muertos en los cultos isíacos un símbolo de la palabra divina, la única prenda con la que sus almas desencarnadas debían encaminarse al más allá. También afirmaba que Isis cohabitó con Dionisos, dios del vino, y que Heracles, «un perfecto beocio» (un estúpido, en pocas palabras) durante su juventud, llegó a estar muy versado en la adivinación y la dialéctica tras liberar a Prometeo de su castigo en las montañas. Posteriormente, presuntos lunarianos como Rabelais intentaron propagar la defensa de aquel credo sin obligaciones a través de sus obras (in vino veritas, «en el vino está la verdad»), un credo que a finales del siglo XIX resultaría imposible de rastrear, pero que, aun así, heredaron poetas malditos como Baudelaire («Para no sentir la horrible carga del tiempo que desgarra vuestros hombros y os inclina sobre la tierra, es preciso embriagarse sin tregua»), o Rimbaud («He dado un glorioso trago de veneno… Me arden las entrañas. La violencia del veneno retuerce mis miembros, me vuelve deforme, me tira por tierra… Ardo a las mil maravillas. ¡Vamos, demonio!»), hasta fundirse en la poesía surrealista, el legado de los beatniks, la filosofía epicúrea de la escuela de Thélema o la Iglesia de Satán y los cánticos arrebatados de las estrellas del rock y del punk, a quienes muchos, no sin razón, calificarían de modernos bacantes por sus excesos con el alcohol y las drogas: a veces una demostración de rebeldía romántica y a veces un doloroso esfuerzo por liberar el inconsciente de sus antiguas ataduras, por abrir rutas inexploradas más allá —en palabras de Aldous Huxley— de «las puertas de la percepción». También para ellos, como para Heracles, como para los lunarianos, el camino del exceso conducía al templo de la sabiduría, aunque generalmente la muerte —en la forma de una ácida sobredosis de «iluminación»— llegaba mucho antes que el conocimiento.

Las purgas a que fueron sometidos los últimos cátaros alcanzaron a los lunarianos hacia finales del siglo XV. Muchos fueron quemados por la Inquisición (Reinaldo de Lorena recibió su «bautismo de fuego» en 1497; Adán de la Vega, matemático español, ardió dos años después), otros consiguieron escapar confundiéndose entre los marineros que partieron al Nuevo Mundo en las expediciones posteriores al primer viaje de Colón. Se sabe que algunos de ellos, enrolados en las naves de Núñez de Balboa y Hernando de Soto, fundaron una suerte de utopía lunarista en el istmo de Darién y en la Florida, «donde se hacía maridaje de desnudos, varón con varón e hembra con hembra… fraguaban monedas de plata con una efigie espúrea, e los indios pisaban la cruz, e defecaban sobre ella, e comían carne humana» (Acta de Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo), que fueron rápidamente exterminadas por orden del papa Alejandro VI. El propósito de los lunarianos al desembarcar en la recién descubierta América no era solo escapar de los pogromos cristianos, sino también impedir la debacle universal que en su opinión suponía lanzarse a la conquista del Nuevo Mundo mediante la fundación secreta de un orden nuevo. El origen de este ideal había que buscarlo, una vez más, en el mito de Prometeo. Heracles, tras liberar al titán del castigo de los dioses y ser instruido en la palabra resplandeciente, había dividido en dos mitades las montañas del Atlántico e incrustado las palabras Non Plus Ultra en el vértice de Europa (el actual peñón de Gibraltar) con el fin de que nadie se aventurase más allá de sus aguas hasta que en el mundo reinasen la paz, la luz y la pureza, o lo que es lo mismo, el espíritu de la diosa luna. Pero el mundo del siglo XVI seguía siendo un reino de oscuridad y tinieblas, y lo que traería el futuro sería una oscuridad mucho mayor, mucho más terrible, con aquellos locos lanzándose en sus naves más allá de las columnas que Heracles, en nombre de esa diosa que todavía aguardaba a recuperar su trono, había prohibido traspasar.

Al igual que en Europa, los lunarianos del Nuevo Mundo predicaban la fe en una diosa lunar, a veces llamada Prunicos y otras veces según su patronímico egipcio (Erebú, Reianoor o Sicath), obligaban a la renuncia de Jesucristo como falso Mesías y se arrodillaban ante el símbolo de la luna, similar a la vesica piscis de los cristianos y los pitagóricos: dos elipses cruzadas alrededor de un punto central, que los aztecas saludaban como a la serpiente alada y los conquistadores europeos encontraban sospechosamente similar al ouroboros de la tradición alquímica. Sin duda, el símbolo de la luna guardaba estrechas semejanzas con el ouroboros, pero probablemente tenía un parecido aún mayor con la Jormungand de los vikingos, la serpiente del caos que lucharía con Thor en el fin de los tiempos. Para los cristianos que evangelizaron el norte de Europa, el símbolo del martillo con el que Thor derrotaba a sus enemigos sirvió para convertir más fácilmente a los hiperbóreos, que aceptaron sin reservas la creencia de que Thor era otra de las representaciones de Jesucristo pues, al igual que él, había muerto en la cruz (Thor había sido crucificado en un árbol), y que el martillo era a la vez una premonición de su tormento y el signo de la vida nueva y eterna; también él, como Constantino el Grande, «por ese signo vencería». Pero no todo el mundo reconocía el poder de aquellos símbolos con la misma idólatra candidez. Mucho antes de la conversión escandinava, el filósofo griego Celso, en su Veraz discurso contra los cristianos, no pudo evitar reírse de las supercherías simbológicas de los seguidores de Cristo: «Por todas partes mezclan el árbol de la vida con la resurrección de la carne por el madero, probablemente porque su maestro fue clavado en una cruz y porque fue carpintero. Si hubiese sido arrojado desde un roquedal, o tirado a un abismo, o ahorcado con una soga, o si hubiese sido zapatero, cantero o cerrallero, ellos pondrían en la cima de los cielos una roca, la roca de la vida, o el abismo de la resurrección, o la cuerda de la inmortalidad, la piedra de la beatitud, o el hierro de la caridad, o el cuero de la santidad. ¿Habrá alguna vieja que no sintiese vergüenza al contar tales frivolidades para adormecer a un niño?».

En opinión de los lunarianos, era evidente que no. De hecho, creían firmemente que el plan de salvar a la humanidad por medio de la cruz ya era de por sí un error, basado en una concepción equivocada de la forma de la tierra. Para los cristianos posteriores a Panteno y Orígenes, la cruz simbolizaba el mundo (un simple plano) atravesado por la naturaleza divina, mientras que para los lunarianos, que creían en la esfericidad de la tierra (probablemente como los primeros cristianos, vinculados al pensamiento pitagórico que heredaron muchos de los movimientos heréticos, adeptos de la trinitaria vesica piscis y de la visión del universo según Teón de Esmirna: «El cosmos es una esfera y la tierra, otro esferoide, está situada en su centro»), la naturaleza divina no atravesaba el mundo sino que lo envolvía, una percepción audaz de la que surge la representación de las dos elipses cruzadas: por un lado, la tierra madre, y por otro, el abrazo benévolo de la diosa luna. Frente a la guerra, la paz. Frente a la espada de fuego (el arma que Juan de Patmos vio en el puño de Jesucristo en su segunda venida), el abrazo universal. De modo que ni Thor, al luchar martillo en mano contra la serpiente Jormungand en el final de los tiempos, ni Jesucristo, armado con su espada de fuego para derrotar «al dragón, la antigua serpiente, que es el diablo, Satanás» (Apocalipsis, 20, 2), combatirían contra un perverso enemigo obcecado en someter a la humanidad bajo su reinado de escamas, sino contra la libertad universal y el reino de la palabra resplandeciente, esa diosa que unas veces era representada por la mujer, por la serpiente o por el diablo, pero que a fin de cuentas no era otra cosa que la imagen del Mal, una entidad siniestra que debía arder en la hoguera purificadora para arrancar del mundo hasta las últimas cenizas de su presencia.

Con la erradicación de los lunarianos, generalmente por medio del fuego, la fe cristiana había logrado eliminar los últimos vestigios del movimiento gnóstico y unificar su credo: a partir de ese momento, las herejías modernas serían consideradas meras desviaciones de la corriente ortodoxa —lo que hoy llamaríamos «pensamiento único»—, y, dada su naturaleza obviamente espuria, sin la autoridad necesaria para revisar los principios del credo oficial y aún menos para erigirse como un culto nuevo. El tiempo de las revelaciones ya había pasado, Dios solo se había manifestado en el pasado para un reducido grupo de elegidos, así que todo lo que viniese después bajo la advocación de una presunta inspiración divina sería obra de falsos profetas, contra los que Jesucristo ya había advertido astutamente durante su ministerio en la tierra.

El protestantismo aprovechó las debilidades de ese sistema de pensamiento para arraigar en Inglaterra, del mismo modo que el cristianismo había logrado expandirse y asentarse aprovechando las flaquezas del sistema imperial romano durante sus dos primeros siglos de existencia. A decir verdad, había muchas semejanzas entre una expansión y otra, y solo bastaba con detenerse a examinar la historia para darse cuenta de ello. La permisividad y la indolencia de Antonino Pío o Marco Aurelio, que no dudaban de la inmanencia y hasta la eternidad del Imperio, permitieron la proliferación del cristianismo entre las clases más desfavorecidas, de un modo similar a como la relajación de la liturgia católico-romana bajo el poder de Eduardo VI y la unión de poderes entre Estado e Iglesia sirvió de cimiento para el arraigo del protestantismo en Inglaterra, tras un siglo en guerra con el resto de Europa. Nerón y Diocleciano, temerosos del auge del cristianismo entre las capas más necesitadas de la sociedad, culparon a los seguidores del nuevo culto de los desastres que asolaban el Imperio; Nerón incluso llegó al extremo de quemar Roma para tener así una prueba demoledora contra los cristianos, en uno de los primeros casos de «ataque de falsa bandera» que se recuerdan (similar al del incendio del Reichstag en 1933, que los nazis, sus más que posibles autores, utilizaron para que Hindenburg firmara un decreto que abolía los derechos de la ciudadanía alemana y allanaba el camino para que en el futuro fuera posible perseguir a quienes se opusieran al gobierno de Hitler). Por su parte, Robert Cecil, secretario de Estado durante los reinados de Isabel y Jacobo IV, guardó celosamente la información que sus espías le habían suministrado sobre un inminente atentado en la capital británica y esperó con la mayor sangre fría a que los terroristas actuasen. La noche del 5 de noviembre de 1604, el rebelde Guy Fawkes intentó volar el Parlamento con varias cargas de dinamita, y Robert Cecil hizo difundir la noticia de que tras aquel fallido golpe se escondía un peligroso grupo de católicos que tratarían de desestabilizar al gobierno con sucesivos ataques contra los poderes del Estado (o lo que es lo mismo, contra la cabeza de la religión), lo que le dio una patente de corso sin precedentes para poner en marcha un sistema de vigilancia civil y perseguir a los sospechosos de terrorismo, es decir, los católicos.

Con la atención concentrada en aquellas luchas intestinas, Europa apenas se preocupaba por la expansión del islam en el Oriente, y de hecho las cruzadas, uno de los mayores fiascos de la religión católica, estaban por entonces tocando a su fin. La localización geográfica del islam convertía la posible expansión de su culto en una amenaza menor, pero seguramente Europa lo hubiera contemplado con otros ojos si su fundación hubiera recorrido un camino distinto. Existe una tradición según la cual Mahoma pasó por un momento de incertidumbre religiosa, y poco faltó para que diese por válida la intercesión de tres diosas, Lat, Uzza y Manat, en los poderes del Dios único, el clemente, el misericordioso. Los versos satánicos, que por unos instantes se proyectaron en la mente del Profeta, hablaban de «las mujeres hermosas, excelsas, cuya intercesión se espera». Pero Dios disipó sus dudas revelándole la naturaleza idólatra que ostentaba el culto a aquella tríada de falsas diosas (53, 19-23): «¿Habéis visto a Lat, Uzza y Manat, la otra tercera?… Eso no son más que nombres que, vosotros y vuestros padres, les habéis dado… Dios no ha hecho descender ningún poder en ellas». El culto a Uzza, diosa tutelar de los nabateos, Manat, diosa del destino, y Lat (citada ya por Heródoto, diosa tutelar de los taqif con santuario en Taif, donde los peregrinos se afeitaban los cabellos, como hacían los sacerdotes de Isis, para darle las gracias por los vientos favorables en sus largos viajes), había sido introducido en tierras árabes tras un viaje iniciático que Qusayy, un antepasado de Mahoma, emprendió a Bizancio, con el fin de proporcionarle un rival al dios Hubal, señor de La Meca. Imposible no reparar en el parecido que esa tríada de diosas guarda con Juno, la diosa de las tres caras, otra de las manifestaciones de la diosa madre. E imposible no pensar, también, en lo distinto que hubiera sido el destino del islam si Mahoma hubiese cedido al impulso de la primera revelación («las mujeres hermosas, excelsas») que la serpiente, o sea el diablo —o dicho de otro modo: la mujer— le había inculcado durante sus sueños, en detrimento de la que posteriormente Dios pareció dar por buena. Pero también Mahoma prestó oídos al Dios único, la diosa madre perdió una nueva oportunidad de arraigar en el corazón de los hombres y el mundo siguió dominado por el reino de la oscuridad y las tinieblas.

Esto es, a grandes rasgos, lo que contenía el primer tramo del libro. La segunda parte, titulada El dios de este siglo (el nombre que san Pablo daba al diablo en Corintios, 4, 4), la dediqué a una revisión profunda de los sucesos más relevantes del siglo XX. Hasta entonces, mi propósito había sido probar que las dos principales religiones de Oriente y Occidente eran el resultado de una cuidadosa purga en la que el dios padre había vencido sobre la diosa madre —la fuerza priápica y emasculadora sobre el pensamiento irracional y poético—, y por el momento simplemente me había entretenido en disponer las piezas sobre el tablero. Ahora tocaba el turno de explicar las consecuencias, lo cual se me antojaba la parte más complicada del libro. Mi intención no era demostrar nada, sino exponer lo que según esa percepción de la historia era una constante de causas y efectos, y sabía del riesgo que corría de ser tomado como un alucinado o un farsante, a poco que los hechos que relatase parecieran escogidos convenientemente para probar mis afirmaciones.

Pero, para mi sorpresa, aquello resultó más sencillo de lo que esperaba. Hablar de la brujería y los ritos satánicos, desde el medievo hasta los autos de fe en la ciudad americana de Salem, me condujo a una inesperada asociación de ideas con los movimientos por la igualdad de las sufragistas en la Inglaterra victoriana, el culto a la era de Acuario, los hippies y el amor libre, y cómo el feminismo había perdido su fuerza renovadora —un intento de devolver a la mujer su posición en los primeros planos de la sociedad, reinstaurar el matriarcado y, por extensión, el poder de la diosa luna— al someterse al principio masculino, adoptando el rol del hombre y sus atribuciones en lugar de promover un verdadero vuelco de la sociedad. Hablé de Wilhelm Reich y sus teorías sobre la energía orgónica como un soberbio pero fracasado plan de restituir el platonismo, del nazismo y el comunismo como la expresión más depurada del principio de destrucción que regía el mundo. Hablé de la bomba atómica y el Proyecto Manhattan, de las conversaciones que Oppenheimer mantenía con Albert Einstein sobre la eternidad del universo, contemplada desde la perspectiva de la religión y las matemáticas, y su creencia de que el mundo estaba sometido a los movimientos circulares de los ciclos órficos, sobre los que Celso, en una clara alusión al andrógino platónico, también se había referido en su Discurso: «El pensamiento de cualquier alma procura recibir el alimento conveniente, se alegra al ver de nuevo el ser del cual hace mucho estaba separada y alimentarse con las delicias de la contemplación de la verdad, hasta el momento en que el movimiento circular lo reconduce al punto de partida», un alegato en favor de la reencarnación que Virgilio —mago y hierofante, al decir de sus contemporáneos, antes que poeta— había llevado también a las páginas de la Eneida. No sabemos si Oppenheimer se interesó alguna vez en las obras de Virgilio y Celso, pero sí sabemos que fue un abnegado lector de los Vedas hindúes, a los que consideraba un testimonio no ya del pasado del hombre sino también de su futuro. Había leído —e instruido sobre ellos muy eficazmente a Albert Einstein, que se dejó fotografiar ante la prensa con la lengua fuera, imitando a Vishnú, dios hindú de la destrucción, tras las primeras pruebas atómicas en Alamogordo— desde el Ramayana hasta el Mausala Parva, pasando por el Mahabharata, en cuyas páginas, escritas más de tres mil años antes de la era moderna, se aludía a la existencia de un arma que hoy llamaríamos de destrucción masiva, la Agneya, que ya había acabado con el mundo diez mil años atrás:

Lanzaron un proyectil llameante. Las tinieblas cubrieron al instante a los ejércitos. Soplaron los vientos y rugieron las nubes en el cielo, del cual llovió sangre. Todos los elementos parecieron confundirse. El sol daba vueltas, y el mundo, quemado por el calor del arma, veía hervir el agua y arder las criaturas. Los enemigos caían como árboles destruidos por un terrible incendio. Los elefantes, quemados por el arma, se desplomaban por todas partes o corrían por la selva en llamas, aterrorizados. Los caballos calcinados parecían troncos grotescos. Caían las víctimas por millares. Las tinieblas cubrieron el ejército entero.

Oppenheimer creía firmemente que el universo repetía por ciclos un patrón en el que todo estaba determinado de antemano, y que los redactores del Mahabharata, volcados en el estudio de lo que más tarde se llamaría «registro akásico» —una suerte de mosaico que envolvía el cosmos, donde reverberaban y quedaban impresos los actos de los hombres, por pequeños que fuesen—, habían escrito sobre un episodio de la historia de la humanidad que pertenecía tanto al pasado como al futuro: el tiempo, como Heráclito había descrito en sus doctrinas filosóficas y Einstein había demostrado en el plano de las matemáticas, no tenía ni principio ni fin, sino que era una corriente que regresaba cíclicamente a sus propias fuentes para comenzar de nuevo. El desarrollo de la bomba atómica, que había causado graves dilemas morales entre los miembros del Proyecto Manhattan, no era por tanto una elección, ni siquiera una opción individual ante la que cabía renunciar o resignarse, sino una obligación pendiente con el destino del universo. El propio Oppenheimer, al ver alzarse ante sus ojos aquel terrible e imponente hongo sobre Alamogordo, llegó a decir que se había convertido en la muerte, el destructor de mundos, tal y como Krishna —el dios primordial, el supremo repositorio del universo, el conocedor y lo que debe ser conocido, la meta suprema, el gran omniforme— se había expresado ante el guerrero Áryuna en el campo de batalla de Kurukshetrá, según relataban las páginas del Mahabharata. El tiempo, en efecto, era una rueda que giraba en su eje inviolable, y la humanidad giraba eternamente en su interior, encerrada en sus ciclos y fuerzas, sin poder salir de ella.

Para los nazis, sin embargo, todo era muy diferente, y su universo, mucho más flexible que aquel en el que creía Oppenheimer. La intención de Hitler, más allá de lo que manifestaba a efectos visibles su escalada militar, era romper el lazo que unía a la humanidad con la dinámica de los ciclos órficos e instaurar en el mundo un tiempo de pesadilla que duraría mil años, sometido al gobierno del Reich inmortal y una extraña élite cosmogónica a la que llamaban «los Superiores Desconocidos». Para ello había ordenado la creación de la Ahnenerbe, la oficina de ocultismo nazi, bajo el férreo yugo de Heinrich Himmler, que poco antes había sido elevado al rango de gran maestre de la Orden de la Legión de Tebas. La Orden tenía como principal propósito crear una suerte de ejército místico por medio del control de las fuerzas cósmicas y telúricas, para lo cual los soldados de Himmler (astrólogos, físicos, espiritistas e ingenieros en su mayoría) investigaron en profundidad la obra de Paracelso, y hasta llegaron a erigir en Silesia un monumental altar taoísta con el propósito de penetrar en el «tiempo paralelo» del Período Oculto, tras un pormenorizado estudio de los ciento ocho volúmenes del libro sagrado del Kangyur que la expedición nazi al Tíbet llevó a Berlín desde la ciudad prohibida de Shambala en 1939. Otra de las misiones de la Orden consistía en encontrar el Santo Grial, transmutar la lanza de Longinos (la que el soldado romano había clavado en el costado de Jesucristo) en la lanza del poder, y con ella ungir a Adolf Hitler en amo del mundo. También la Ahnenerbe buscó en Egipto y Siria el Arca de la Alianza, pues Himmler creía ver en ella un prototipo de algún arma atómica, según la descripción que el primer libro de Samuel (5, 6) hacía de sus extraños poderes: «La mano de Yahvé se hizo pesar sobre los de Azoto y los puso en desolación; afligió con tumores a los de Azoto y sus alrededores. Viendo los de Azoto estas cosas, se dijeron: Que no continúe el arca del Dios de Israel con nosotros, porque es muy pesada su mano sobre nosotros y sobre Dagón, nuestro dios». La descripción de los males que asolaron la ciudad de Azoto, al contacto de la actividad del Arca de la Alianza, se asemejaba a los que pesaban sobre los ingenieros y científicos que trabajaban en los laboratorios nazis para desarrollar la bomba atómica. Para Oppenheimer, aquella semejanza palidecía ante la que advertía entre ese texto y un capítulo incluido en el Mausala Parva, donde un arma «parecida a un trueno de hierro» devastaba las razas de Vrishni y de Andhaka: «El rey, aterrado, ordenó reducir ese trueno a un fino polvo, y luego lo lanzó al mar», provocando con ello que los habitantes de las regiones bañadas por sus aguas perdieran los cabellos y las uñas, los pájaros se volvieran blancos y las hierbas que surgían de la tierra se pudrieran irremediablemente.

Me encontraba sumido en aquel capítulo de mi libro cuando Caroline, por primera vez desde que comencé a escribir, llamó a la puerta de mi despacho. Abrió sin esperar una respuesta, y al volverme para preguntarle qué ocurría —sabiendo como sabía que su interrupción solo podía deberse a una mala noticia— la vi tan pálida, tan incapaz de pronunciar una palabra, que me temí lo peor. Me levanté de la silla en un gesto reflejo, pero permanecí junto a la mesa, estúpidamente inmóvil, como si estar en contacto con los papeles y los libros que me habían acompañado durante los últimos meses pudiera protegerme contra lo que Caroline tuviera que contarme. Fue ella la primera que reaccionó. Se hizo a un lado y, con apenas un hilo de voz, dijo:

—Creo que tienes que ver esto.

La seguí hasta el salón, me senté en el sofá y miré como en estado de trance las imágenes que la televisión estaba emitiendo desde Chernóbil, una pequeña región de Ucrania cuyo papel en la historia, hasta entonces, se había limitado a pintar de verde los confines de la geografía rusa. Vi las tomas aéreas de la central nuclear Lenin y de los ríos y bosques vecinos, encapotados por una densa humareda que envolvía el perfil escarpado de los edificios colindantes y confería un aire de asustados fantasmas a los hombres que allá abajo, entre las ruinas de la central, se afanaban en sofocar las llamas. Por supuesto, comprendí enseguida qué significaban aquellas imágenes, pero no me atrevía a aceptar que tal cosa pudiera estar ocurriendo realmente. Sin apartar la mirada del televisor, aferré la mano de Caroline, que frotaba nerviosamente sus rodillas, y le pregunté:

—¿Qué ha pasado?

—Una explosión —respondió, apenas sin aliento—. Han interrumpido la programación en todas las cadenas. Acaban de decir que la nube tóxica puede llegar hasta Alemania y Francia, incluso Inglaterra. Dios mío, estoy asustada.

—No te preocupes —dije, intentando mostrar una confianza que, la verdad, me faltaba—. Puede que sean las típicas apreciaciones exageradas de los primeros momentos. Mañana la nube no será más grande que un dedal.

Caroline hundió la espalda en el sofá y clavó la mirada en la pantalla del televisor:

—A veces creo que no es este el momento más apropiado para traer un hijo al mundo.

—Ni este ni ningún otro —repuse, tratando de conferir a mis palabras un tono despreocupado—. Pero imagina lo que debieron de pensar nuestros abuelos, después de la Primera Guerra Mundial.

—No me estás escuchando —replicó Caroline.

Volví la cabeza y vi que Caroline me miraba fijamente, con esa extraña serenidad de quienes han sobrevivido a una catástrofe; la misma, probablemente, que ahora asomaba a los rostros de los supervivientes de Chernóbil.

—Tal vez no sea este el mejor momento para decírtelo —continuó—, pero viendo cómo están las cosas, seguramente tampoco será peor que los que vengan a partir de ahora.

—¿De qué estás hablando?

—Hablo de nuestro hijo —replicó, volviendo a mirar la pantalla del televisor—. Ayer me hice la prueba y esta mañana he ido al médico. Ya ves, acaba de explotar una central nuclear, el mundo parece que se viene abajo, y resulta que estoy embarazada.