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Las tres pastillas de siempre (verde, blanca, roja), alineadas en el cuenco de la mano, como en tensión, como disimulando, como silbando por encima del hombro. Como sospechosos habituales. El manotazo seco en la boca, el trago de agua.
Agua envenenada.
Gracias, doctora.
Pero en realidad sí que le estamos agradecidos, ¿no es verdad, Clyde? Oh, por supuesto que sí, Clyde, sin duda algunas cosas, al menos, han cambiado para mejor: joven, alta, guapa, no más de veinte años. Pelirroja, nariz menuda y respingona —con su infantil zodíaco de pecas—, ojos verdes, cejas circunflejas, simétricas, con un extremo más alto y el otro más largo, como un bumerán. Pechos firmes, redondeados: pechos de mirada fija. También el lunar en la garganta, justo sobre la nuez, y una boca amplia: amplia, rosada y acolchada; ¡ah, y sus mejillas!: ya no se hacen mejillas como esas… Mejillas masculinas, altivas, pálidas, de infanta medieval. ¿De dónde habrá salido? Probablemente, del mismo lugar del que habíamos salido Braunschweige y yo: alguna madriguera universitaria, con su camada de talentos centrípetos y el extraño elemento marsupial, el genio, al fondo. Llevaba tres meses en Ábaddon, procedente de Severlyre, Carolina del Norte. Vivía sola, hacía deporte, no tenía novio. Antes de su primer año en la universidad, escribió un admirable artículo científico titulado «Arqueología del Brahma, o permanencia de la energía mental colectiva en el éter luminoso del Akasha-Prana» (Revista de Psicología Comparada, 1994), que despertó (cómo no) el interés de los cazatalentos de Vril Technologies, y ya en Ábaddon desarrolló un sistema propio de inspección del ruido mental basado en la curiosa teoría de que el pensamiento, como el resto de actividades cerebrales, está producido por descargas de energía (cierto, más o menos), y que es posible transmitir de un cerebro a otro su electricidad, su voltaje cifrado, mediante la adecuada ionización del aire (dudoso, como poco). ¿Su nombre? Athena Grab. Doctoranda en Psicología y Filosofía Védica. Brillante, dulce, insegura, inestable. Y para colmo, su método no puede resultar más enternecedor: utiliza runas, palitos de madera y cristales de colores para canalizar los microvoltajes que desencadenan en mi cerebro las preguntas de un test de personalidad bastante inocuo, plagado de las inevitables cuestiones sobre preferencias convencionales y aumentado con un tedioso apéndice de palabras sueltas cuyo fin es aprehender alguna sensación, o la evocación de una sensación, a través de esa superstición entre psicólogos llamada «libre asociación de ideas».
Oh, pero no, no podemos quejarnos. Las cosas, al menos en algunos aspectos, han cambiado a mejor. La doctora Grab cierra los ojos inocentemente cuando da comienzo el turno de preguntas, y eso me permite observarla a placer: el movimiento de sus dedos entre las gemas de colores, las palpitaciones de sus párpados en las maniobras de aproximación hacia la fase REM, la gotita de sudor que recorre su escote en V… y solo vuelve a abrirlos cuando le estremece la sospecha de haber canalizado una información, que ella anuncia con una entonación hueca, resuelta, muy distinta de su ronroneo habitual, como si más bien intentara convencerme de su acierto, como si quisiera decirme, ¡eh, atiende bien, soy el Oráculo!
En fin, es joven, y guapa: también los espiritistas creen que las almas de los muertos son residuos de energía, y que el médium actúa como una aspiradora de sus campos magnéticos. También los antiguos hebreos creían que las doce joyas del pectoral de Moisés eran una especie de acumulador eléctrico, de sintonizador de ondas, y que el Señor Yahvé podía ser conjurado a chispazos, en una perfecta frecuencia modulada. Dicho esto, añadiré, no obstante, que hay algo profundamente irritante en el sistema de la doctora Grab, profundamente molesto, y es su empeño en rociar la habitación con un vaporizador de iones antes de cada sesión: un proceso necesario, según ella, para la transmisión del pensamiento, pero lo cierto es que la inhalación de esas gotitas irisadas me ha causado hace muy poco un encharcamiento en los pulmones, y a punto he estado de volver a rastras por el túnel de luz del que había venido. ¿Pero qué podemos hacer? Es joven, y bonita, y hay algo ciertamente gratificante en nuestro intercambio; algo sumamente erótico, me atrevería a añadir, en sus intentos de entenderme por asimilación, y que yo mismo me entienda a mí mismo por regurgitación. Ella recoge, ella me da. Es como el beso de la vida. Es como un precalentamiento, como un orgasmo en seco. Como una desfibrilación.
—¿Mar?
—Onda.
—¿Onda?
—Radio.
—¿Radio?
—Antena.
—¿Antena?
Aquí una interferencia.
—¿Beso? —propongo.
La doctora abre los ojos, radiante de felicidad.
—Lo tengo. Su primera novia también se llamaba Athena —dice—. Como yo. Un nombre nada habitual, dicho sea de paso.
—Oh, pero eso fue hace mucho, mucho tiempo, en mi reino junto al mar.
Nueva mentira.
Otras veces ha optado por tratar de desentumecer el fantasma que hay en mí a golpe de recuerdos impresos. El plañidero texto mecanografiado de una carta de doscientas páginas, por ejemplo. O fotografías. Avalanchas, literalmente, de fotografías trucadas. En brillo y satinado, con los bordes doblados y manchas de nicotina, se arrojan sobre mí como testigos de un mesías, como seguidores de un profeta, como objetos de su culto y testimonio de su resurrección. Esto, al menos, debo reconocerlo: el pasado de Veryl ha sido bien urdido, y las fotografías en las que aparece su rostro (el mío), irreprochablemente falsificadas. Allí está Veryl, miniaturizado en toda la gama de grises entre el blanco y el negro, poéticamente solo o acompañado para desgracia de su aristocrática pose de solus rex, salvo en las ocasiones en que tiene por carabina una especie de fantasía sexual escandinava, unos diez años más joven que él, unos diez siglos por delante de su tiempo en la cadena evolutiva de la belleza de nuestra especie; sí, allí estoy yo, él, en una claustrofóbica oficina de un lugar llamado… ¿Hell?, ¿Hole?… o recostado como un pachá sobre un cojín con flecos, entre un grupo de felices drogadictos, en algún lugar de la Baja Renania, o del valle de Oz, o de un Berlín de neón; y aquí apretando los labios dignamente en medio de una floresta de sonrisas, y aquí posando con expresión torturada para una cámara que aparentábamos no ver, componiendo un semblante cada vez más fúnebre ante los más retratados marcapáginas de la historia (la Torre Eiffel, la Torre de Londres, y… ¿esto?, ¿las Torres Ruggieri?); y aquí, con fantástica osadía, asomando a una escena cotidiana de un día cualquiera en los suburbios de Avernia, capital de Sodoma, firmada por tres garabatos y un subtítulo hermético (Mirrorgate, 1985): un Veryl ya maduro, de unos treinta o treinta y cinco años, el cabello revuelto de un héroe heleno y las facciones viriles, cuadradas y juvenilmente acentuadas por un bronceado californiano que subraya la palidez hiperbórea de un tal M. (a su izquierda) y un tal K. (a su derecha), los tres con cara de haber disfrutado sobradamente de un sospechoso cigarrillo y del tostado contenido de unos vasos tubulares, y abrazados como orangutanes contra un fondo de mesas tobilleras, sofás elongados y un buen número de «malhechores carnales» en ropa interior que, puedo jurar, el verdadero dueño de este rostro jamás llegó a frecuentar a esa edad (y con esas trazas) ni dentro ni fuera del cubil de su laboratorio.
¿Pero quién era Veryl, el imbécil pagado de sí mismo de la carta y las fotos, el individuo que decían que era yo? Pues un tipo raro, complejo y de interior bastante accidentado, por decirlo amablemente: al menos, había que reconocerle a Braunschweige su inventiva al diseñar aquella personalidad de sismógrafo, aquel compendio de riscos y valles, de alisios y turbulencias, revueltos en un mismo estuche. ¿Quién era, entonces, Dante Veryl? Como poco, uno de esos sujetos de los que puede decirse que han tenido un pasado. Y cuando digo un pasado no me refiero solamente a algún merodeo por el lado salvaje de la vida: las experiencias al límite, el jardín espinoso de las drogas y su rutinaria sucesión de etcéteras. Me refiero a una esposa muerta, a una hija muerta. Descenso a los infiernos, vuelta (supuestamente) incluida. De alguna forma, Veryl había trascendido su papel de cronista de ese estertor acústico que es la música del último cuarto de nuestro siglo para convertirse en una especie de profeta, de visionario, de gurú del apocalipsis, o, cuando menos, el mozo de cuadras de los cuatro jinetes. Era un dechado de cicatrices aurales. Era un hombre con una misión. Personalmente, su historia me producía una indiferencia feroz, y él mismo me resultaba irritante, ridículo, engreído y sumamente antipático, en especial cuando la doctora Grab citaba (como mías) algunas de sus expresiones más recurrentes. Y qué expresiones: a juzgar por aquel ejercicio de espiritismo, se diría que Veryl había sido una campana románica o un pantocrátor en su vida anterior. Hablaba con toda la cupularidad de su paladar, con toda la guturalidad de su garganta. Hablaba, en realidad, como lo hubiera hecho una catedral gótica de haber logrado que sus amplios portones, y no sus gárgolas, sirvieran para hablar: tan seguro de sí, tan convencido de sus andamiajes morales.
Aunque, por lo visto, ni siquiera un tipo semejante estaba a salvo de las consecuencias de existir bajo el soporte mortal de un tejido celular: antes de su traslado de Boston (MA) a Ábaddon (XY), Veryl, no sé cómo, se había metido en un buen lío con cierto grupúsculo parasocial (los Sabios de Sión, el Ku Klux Klan, los Testigos de Jehová o los Nuevos Vengadores, a saber), y aquello había acabado de un modo bastante trágico… que la doctora Grab, cambiando prudentemente de tema, prefería no tener que explicar. Luego se instaló en Ábaddon, junto a su esposa (la rubia escultórica de las fotografías), y tras unos meses de hiato, de elipsis, de tregua con su destino, su paso por el mundo sufrió otro repentino revés, una nueva interferencia, un cortocircuito, y de no haber sido por la calculada aparición en el escenario de aquel samaritano alcohólico que, considerando la distancia, y que era de noche, y que no vería gran cosa tras el nubarrón etílico, más que reparar en él debió de sentir en los pies los temblores del terremoto miocardial, ahora estaría muerto. Bien, lo cierto es que el nuevo señor Veryl tenía el emblema en el pecho que compartían los operados a corazón abierto: tenía incluso el dolor en las costillas, el peso en el esternón, las hendiduras gemelas del drenaje pulmonar a babor y estribor de la boca del estómago. Lo que no tenía, en cambio, era la cristalización de aquel pasado reciente en ninguno de los glaciares de su memoria. Tampoco, por supuesto, el de su pasado más remoto; ni siquiera el del instante, ya de por sí lo bastante traumático, en que un ejército de trombos rebeldes daba aquel golpe militar en su apacible península cardíaca. Todo lo que el torpe de Braunschweige había cortado y confeccionado para él, aquel traje a medida, aquel préstamo de retales dispersos, debía entallar ahora al polvoriento y olvidado maniquí de alguna galería de fantasmas. Pero no a él, no a Veryl. No a mí.
Por desgracia para Braunschweige. Por incomprensible que resultase para la doctora Grab.
—¿De verdad que no recuerda nada? ¿Absolutamente nada?
Nada de nada, mi querida espeleóloga, absolutamente nada. ¿No es extraño? ¿No significa esto algo? ¿Cómo es posible que, si tan segura está de que yo soy Veryl, justamente yo no recuerde nada de eso?
—Oh, su cabeza —se limitó a decir la doctora Grab a su manera soñadora, como pensando en otra cosa, mientras se tocaba con un dedito alargado y pálido la frente.
Oh, sí, mi cabeza. Por supuesto. Quieren mi cabeza. Pero no la tendrán.
¿Y qué es lo que quiere la doctora Grab? ¿Un ascenso? ¿El reconocimiento a su inteligencia por parte de las batas de las alturas? ¿Desempeñar correctamente su trabajo?
Para entendernos: la doctora Grab empezó a caerme bien desde que entendí, o creí entender, que sus ideas chocaban frontalmente con las perfidias envueltas en papel de teoría de Walter Braunschweige. De hecho, Braunschweige le telefoneó por dos veces a mi habitación, y en ambas ocasiones le gritó de tal modo que hasta yo podía oírlo, y en ambas ocasiones la pobre Athena Grab acabó llorando a hurtadillas sobre el auricular, temblando de pies a cabeza, dándome la espalda heroicamente para evitar mostrarme el lamentable espectáculo de su desdicha.
Por lo visto, la joven doctora no tiene la menor idea de cómo se las gasta Braunschweige. A decir verdad, ni siquiera parece tener la menor idea de dónde se encuentra realmente. Quiero decir, sabe que este lugar se llama Ábaddon (población: tres mil habitantes), que linda con el mar y con un desierto, que tres estrellas trillizas tremolan entre los astros de sus tristes y atribulados cielos, jamás trillados por avión alguno, y que los hospitales, las escuelas y hasta los supermercados tienen el aspecto improvisado y utilitario, el aspecto formal y glacial, de los barracones militares. Después de todo, esto es una reserva militar… pero la doctora Grab parece haberse dejado engañar por los niños, los parques, el estanque, el cine con palomitas de Main Street y la misa de los domingos (y el ilustre club de lectura de la Asociación de Amas de Casa y Esposas de Científicos Militares de la ciudad-estado de Ábaddon, con reuniones mensuales en el salón de bridge, a las que ella también asiste), y cree vivir en esa reserva india de valores vecinales e hipocresías privadas que es el auténtico pueblecito del americano común.
Oh, nada se sale de lo corriente, lejos de eso. Nada resulta demasiado extraordinario: todo lo contrario. La vida de Athena Grab, esa vida entre genios, en la pecera de las batas blancas, es una vida normal: la vida vagamente sacudida y desconcertada de cualquier estudiante transterrada, pero nada más. Y esta estudiante en particular vive en una casita normal (me ha mostrado algunas fotos, y las de sus plantas, y las de su gato), no en una cámara acorazada o en ese monumento a la claustrofobia del búnker atómico. Sin ir más lejos, su casa pertenece al mismo estilo desmontable que uno puede encontrar en el extrarradio de Los Ángeles o en el vecindario de una base militar colindante a un desierto para pruebas nucleares: techo horizontal, fachada en listones de madera pintados de blanco (un mero juguete para las manazas de cualquier tifón) y un amplio remanso esmeralda a sus pies jalonado por un sendero de losas amarillas, rodeado a su vez por algunos enebros, una pequeña valla dentada y dos tapias de acicaladas rosas que son visitadas regularmente por un enjambre de colibríes, rododendros y mariposas monarca; en realidad, menos una casa que la maqueta de una casa. En realidad, la maqueta de una casa en una maqueta a escala del mundo. Con figuras y personajes móviles (meros cultivos de células, en muchos casos), también a escala. Pero esto la doctora no parece saberlo.
¿No parece saberlo o no lo sabe? Distraído duendecillo: ¿qué buscas, Athena Grab? ¿Qué es lo que persigues?
A veces, uno diría que se ha enamorado de mí. O de Dante Veryl. O del caso raro, el eslabón perdido entre la realidad y la muerte, entre el hombre y el sueño.