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Pero el tiempo pasa, el tiempo, que poco a poco ha ido afianzando el busto de mármol de Virgil Clyde en el parque de mi consciencia por encima de cualquier ridículo impostor de bronce, y he aquí lo que sucede: recientemente he logrado apuntalarme otra vez sobre dos patas, varios días después de mi renacimiento. Drenado, flaco como un gorrión, temblequeé como una hoja durante unos segundos, con las manos afianzadas en la silla, pero por indicación de Braunschweige tuve que soltarme, y aquello provocó una caída bastante cómica sobre la cama.
—Suficiente —dijo Braunschweige, medio riéndose, mientras me ayudaba a arropar mi tembloroso cuerpo con las sábanas—. Tiene la tensión arterial de un muchacho de veinte años, señor Veryl. Ahora debe comenzar a recuperar las fuerzas. Aumentaremos poco a poco la ingestión de sólidos y probablemente se encontrará en una forma física excelente antes de lo que pensamos.
—¿Cuándo podré salir del hospital, doctor?
Braunschweige dejó escapar una risita y me propinó las tópicas palmaditas en el hombro del fantoche facultativo:
—Tenga paciencia, señor Veryl. Ha sufrido un infarto agudo de miocardio y ha pasado dos semanas en coma, no crea que todo el mundo puede contarlo después de eso.
… Algo con lo que, dicho sea de paso, no puedo estar más de acuerdo. Pero la verdad es que podría contarle muchas cosas a este traidor, a este hipócrita, a este fraude hipocrático: sobre él, sobre mí, sobre nuestro mutuo aborrecimiento; pero es mejor guardar silencio. No es lo más inteligente revelarle el error que está cometiendo, y menos tan pronto. No es inteligente revelarlo, ni ahora ni nunca. ¿Razones? Oh, no tantas como me gustaría, pero sí las suficientes: a medida que la flecha del tiempo, en dirección a las sombras de la muerte, afina mi cuerpo y me devuelve las curvas robustas, las líneas firmes y los abultamientos de la plena salud —e incluso la reestructuración de fuerzas menos evidentes como mi desmantelada rueda de canales—, un tiempo distinto, lanzado en la dirección opuesta, ha ido reconstruyendo sabiamente las formas del pasado. Y Braunschweige, allí, ocupa su porción de espacio. Pero no hablo de uno, dos o tres rincones sueltos; no es como ese feo e inútil jarrón que te regala tu suegra y mueves de aquí para allá, de este mueble al siguiente, por no saber dónde ponerlo, hasta que finalmente decides enterrarlo en uno de los baúles acartonados del garaje. No: Braunschweige, como un virus, como una plaga, está por todas partes. En mi vigésimo cuarto cumpleaños es el gordo recién afeitado que trae sobre las palmas extendidas, como una corona regia, la tarta de nata. También está en la boda de un amigo común, aún más gordo, dos años atrás. Y en nuestra soleada primavera universitaria es el tipo calvo del fondo… que emerge a codazos desde las pastelosas tinieblas traseras hasta anclarse en la nítida luz de los planos frontales.
Ahora bien: si Braunschweige y yo hubiéramos sido rivales en el campo del ajedrez, el boxeo o la botánica, sería de locos que me llamase por un nombre que no es el mío, ¿verdad? Claro que sí. En el mejor de los casos, sería motivo suficiente para que lo encerrasen una buena temporada entre cuatro acolchadas paredes. Pero dedicándonos a lo que nos dedicamos… Dedicándonos a cachear cerebros, a fabricar y alterar personalidades como forma de vida… y sabiendo, como sé, que Braunschweige ya lo sabe todo acerca de los descubrimientos que me opongo a compartir con él, ¿de qué me voy a sorprender? El tipo es un patán, pero un patán religiosamente seguro de sí mismo: de eso me acuerdo. La especie de patán más peligrosa conocida.
Está más delgado ahora, por cierto.
—¿Se sabe ya quién me encontró? —le pregunto.
… Igual que le he preguntado otras diez o doce veces, desde que recobré este desportillado remedo de voz. No recuerdo cómo ha reaccionado las veces anteriores; pero ahora la respuesta inicial de Braunschweige, siendo el adicto a la verborrea que es, resulta algo desconcertante: se limita a una mirada neutra, de una gravedad glacial, que concluye con un movimiento mecánico de los ojos, de arriba abajo y otra vez arriba, sin un solo parpadeo.
—Llamémosle X —dice al fin, apartando la vista—. Un científico soñador, muy amigo de la botella, que afortunadamente al verlo infartado y medio ahogado en la orilla del mar no lo confundió con una alucinación provocada por el alcohol… tal y como ya le he dicho verbatim en otras diez o doce ocasiones. Lo cual me hace pensar, señor Veryl, que quizá ha llegado el momento de que sea usted quien empiece a responder a mis preguntas. Su recuperación motriz no lo es todo, ni mucho menos. También tenemos que pensar en su memoria.
Un escueto intercambio de miradas entre los dos, enhebrado a un gorgoteo de mamífero que desgrana repentinamente la sonda recién ordeñada.
—Mi memoria.
—Me refiero a daños, básicamente. De medio y largo alcance.
—Ah, ya entiendo. En ese caso le puedo hablar de mi padre, si quiere.
—¿Por qué de su padre?
Aquí, Braunschweige sacudiéndose la rodilla.
—No lo sé. Era por decir algo.
—Seguro que habría un buen motivo. En casos como el suyo las cosas no se dicen porque sí, hay siempre una buena razón para todo. Pero no importa, no creo que sirviera de nada. Según la ley de Ribot, ese recuerdo podría seguir intacto.
—Ese tal Ribot parece muy docto. Trabajará aquí, deduzco.
Braunschweige se ríe con su característica condescendencia, cayendo en mi pequeña trampa.
—Ese tal Ribot lleva ya muerto un tiempecito. No, a nosotros nos importa más lo que haya sido de sus recuerdos recientes, señor Veryl. Según unas informaciones que obran en nuestro poder, usted lleva residiendo en Ábaddon desde hace aproximadamente nueve meses. Según otras, no lleva aquí ni unos días. Yo sé con exactitud la fecha en la que llegó, porque manejo una información más completa que la de mis colegas. Lo que me pregunto es si usted también lo sabe.
—Sí, comprendo —digo experimentalmente—. Pero antes de que proceda con el interrogatorio me gustaría hacerle una pregunta, doctor.
—Puede hablar con absoluta libertad, señor Veryl.
—La verdad es que es algo que me intriga mucho porque tiene que ver con el período en el que estuve en coma. Algo que sucedió en ese tiempo, para ser exactos.
—Ah, las queridas y nunca aceptadas ensoñaciones vegetativas.
—No, no era una ensoñación, sino una vivencia. Lo que sea que ocurrió, ocurrió realmente.
—Bueno, esa afirmación la pondremos de momento en duda, pero créame que todo lo que pueda decir me interesa.
—O mejor, comenzaré con otra pregunta: ¿cree usted posible que el mundo de los sueños pueda superponerse alguna vez, sea por un accidente o, digamos, una misteriosa infracción a las leyes de la física, al reino de la vigilia? Quiero decir, si consideramos el universo de lo material como el conjunto A en el que se recogen todos los aspectos de la realidad, y el universo de los sueños como el conjunto B donde el reflejo de esas mismas cosas coexiste según un régimen legislativo muy distinto del que se aplica a nuestro mundo físico, ¿cree que podría darse el caso de que A y B se encontrasen a la vez en un mismo plano para la mente que se mece entre ambos universos?
—¿La del soñador, quiere usted decir? —murmura el imbécil de Braunschweige, reclinándose en el respaldo de la silla y cruzando las piernas con femenino placer—. Humildemente, qué puedo responder yo a eso: la filosofía y la ciencia llevan siglos coqueteando con esa delicada cuestión sin que hasta hoy hayan encontrado una respuesta adecuada, salvo la de la alucinación hipnopómpica, y esta no puede satisfacer por sí sola todos los matices de su argumento… Pero me permitirá que de momento me reserve mi opinión, pues entiendo que su observación se apoya en esa premisa y sería un error influirle con apreciaciones de segunda mano. Siga, por favor.
—No iba a influirme, pero entiendo sus reparos. Sigo: mi pregunta viene a colación de una pesadilla que sufrí durante el coma y que en realidad empiezo a creer que no fue tal. Intuyo que las sensaciones del sueño fueron lo bastante poderosas como para arrancarme de mi estado, y que de alguna manera me llevé conmigo una porción de sus imágenes desde el universo de lo onírico hasta nuestro universo de lo material, y que esas imágenes habitaron un solo plano, este, antes de su evaporación.
—¿Como imágenes solamente o como realidad física, quiere usted decir? —masculla Braunschweige, progresivamente interesado.
—Lo segundo, me temo. Las sensaciones, además, eran tan intensas que podía percibir el apretón de una mano alrededor de mi brazo, e incluso las sacudidas de mi cuerpo sobre la cama. Y es aquí donde mi sueño, o lo que en otras circunstancias mi mente se hubiera contentado con interpretar como un sueño, se convierte en una aterradora pesadilla diurna: el agente provocador de tales sacudidas resulta ser un hombre, mejor dicho, la silueta fantasmagórica de un hombre, todo sombra y capucha, que en realidad no está agitando solo la parte física de mi cuerpo, sino…
Una pausa, deliberadamente calculada.
—¿Sino…?
—Sino… Oh, al diablo, sé muy bien que voy a arriesgarme a despertar sus objeciones, pero allá voy: mi apreciación es que esa sombra tiene las manos metidas dentro de mí y parece tratar de arrebatarme algo que le interesa, algo muy preciado, de mi interior. Y a los pies de la cama, completamente definida en todos sus atributos aunque igual de borrosa que esa sombra, hay una mujer rubia, que pasea nerviosamente de un lado al otro de la habitación con las manos en la cabeza.
—Comprendo —replica Braunschweige, que evidentemente no comprende nada—. Y dice usted que esa silueta pretendía arrebatarle algo: ¿el qué, en su opinión?
—Bueno, ríase si quiere, pero se me hace cada vez más evidente que se trataba de mi alma. De hecho, a lo largo de estos días he tenido ocasión de meditar muy detenidamente sobre ello, y he llegado a la conclusión de que tanto esa sombra como el fantasma que la acompaña tienen su sosias en algunas de las supersticiones que he conocido a través de mis estudios por medio mundo. Viajes de biblioteca, ya me entiende.
—Ajá —resume Braunschweige, chupando pensativamente el extremo de su pluma.
—Por ejemplo, en Bamenda, Camerún, es sabido que basta con que un hechicero (ngambe) regale a una mujer un pintalabios para que esta quede marcada para la contaminación demoníaca. El hechicero acude esa noche al dormitorio de la mujer y, mientras ella duerme, le roba el alma aplicándole una uña en el cuello, de modo que el cuerpo queda libre para ser utilizado por algún espíritu maligno: en particular, y si ningún otro se le adelanta, el que ha acechado insistentemente al ngambe para que le consiga ese pasaporte a nuestro mundo. También es verdad que, en teoría, el ngambe se beneficia a efectos mágicos de la transacción.
—Conozco la historia de una mujer africana —se anima a pensar Braunschweige en voz alta— que soñaba cada noche con un vampiro que le mordía el pulgar. Yo mismo le vi las marcas.
—Es el asanbosam. Sin relación alguna con este caso.
—Lo suponía, pero no he podido evitar la asociación. Por favor, continúe.
—En realidad, casi he terminado. Podría hablarle de otras muchas supersticiones, los hemófagos y los necrófagos de todas las épocas y culturas, pero sería dar vueltas sobre lo mismo: mi intención es establecer una relación entre esa mujer rubia, que ejercía el papel del agente demoníaco, y la sombra que trataba de robarme el alma, un equivalente fantasmal del hechicero bamenda. El propósito de sus actos lo desconozco, pero intuyo que en mi teoría de los conjuntos he pasado por alto la posibilidad de un conjunto C, que abarcaría el territorio espiritual y tendría algo más que un contacto en secante con el universo de nuestros sueños. Según esa posibilidad, solo por estar dormido el durmiente ya se encontraría desarmado ante cualquier entidad que quisiera ocupar su cuerpo, para lo cual a dicha entidad le bastaría con pasar desde su orilla hasta la orilla opuesta. Esto implica la posibilidad de que el cerebro humano, en el estado de sueño profundo, podría, de algún modo, rasgar el tejido invisible que separa la realidad material del mundo espiritual (el conjunto A del conjunto C a través de B) y saltar mentalmente de un lado al otro, en idéntica medida en que, sin ser consciente de ello, permitiría ese columpiarse entre planos a cualquier entidad que descubriese el mismo tejido desgarrado en el envés de su propio mundo.
—Si no he entendido mal, lo que usted está diciendo es que los fantasmas penetrarían en nuestro mundo a través de nuestros sueños, ¿es así?
—En otras palabras, eso he dicho.
—Fascinante —murmura Braunschweige—. Le sorprendería saber que aquí mismo, en esta ciudad, uno de nuestros más afamados investigadores ha llegado a las mismas conclusiones que usted. Su teoría de los sueños…
—Puede ser, pero explicar la coincidencia nos llevaría a debatir la naturaleza del registro akásico, si hay tal cosa, y la posible existencia de una consciencia universal y un inconsciente colectivo, y estaremos de acuerdo en que resultaría penoso tener que explicar una superstición valiéndonos para ello de otra superstición. No obstante…
—Un momento, ¿cómo hizo para librarse de esos espíritus?
—¿El qué? Oh, muy sencillo. En cuanto deduje que me encontraba en un punto intermedio entre la realidad y el sueño, decidí que podía actuar con la misma falta de límites que en mis sueños me permite volar, o resucitar a los muertos, por ejemplo. Así que congelé mentalmente a ambos espectros y los recluí en un espejo astral, que rompí en siete pedazos lanzándole un rayo violeta desde mi chakra pineal. Fue por pura intuición como descubrí que los espejos astrales podían atrapar a las almas errantes del trasmundo. A partir de ahí, las visitas se hicieron menos frecuentes.
—Perdón, pero entendí que iba a contarme que se había librado de ellos.
—Nada de eso, porque una vez abierta la puerta… Espere, ¿qué ha sido eso?
—¿El qué?
—Dos golpes en la puerta. ¿No ha oído?
—Yo no he oído nada.
—No importa, ya me he distraído. Iba a explicarle algo, pero lo cierto es que hasta yo mismo encuentro mis propias teorías bastante demenciales, y si quiere que le diga la verdad sospecho que el motivo de que me vea obligado a darle tantas vueltas a la cabeza es cosa del aburrimiento que me produce el sentirme prisionero de estas cuatro paredes. Ni siquiera se han tomado la molestia de colgar un cuadro, la vulgar imitación de un atardecer o una escena bélica. ¿Cuándo podré abandonar el hospital, doctor?
—Le recuerdo que hace un momento he contestado a esa pregunta —responde Braunschweige con visible desencanto, dolido seguramente conmigo por este voluntario derrumbe de mi castillo de naipes—. Sospecho, no obstante, que si le pregunto cuándo fue la última vez que se sentó en esta misma silla usted ya no lo recordará.
En aquel momento no lo recordé.
—Me lo temía. Y por cierto, la respuesta que hace unos minutos preferí reservarme a su pregunta es sí. Pero, claro, tampoco recordará a qué pregunta me refiero…
Esta vez ni siquiera esperó a que le contestase. Se levantó de la silla, me dedicó una repulsiva sonrisa de párpados por toda despedida, asintió levemente y, sin dejar de observarme, salió por la puerta.