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Ahora, unos apuntes sobre el estado de mi memoria, en la docta y autorizada opinión de Braunschweige.

Según el dictamen de Braunschweige, yo ya no soy yo. Soy otra cosa, pero no soy yo. Y esa otra cosa es (y esto resumiéndolo mucho) un yo servil y tentativo: el resultado de los esfuerzos de mi traumatizado cerebro por reestructurar todas aquellas áreas y funciones que se han visto afectadas a consecuencia del infarto. Entre esas funciones, Braunschweige asegura sin asomo de duda que la que peor parada ha salido es mi memoria. En principio sería fácil determinar si esto es cierto empleando no ya los artilugios de ciencia ficción de que disponemos en Ábaddon sino métodos absolutamente convencionales como la batería de Escala de Memoria Weschler Revisada (EMW-R), que mide el Coeficiente de Memoria General (CMG), junto con otras baterías que ponen a prueba la memoria declarativa (la que se encarga de asimilar y situar nuestras experiencias en un eje cartesiano espacio/tiempo, así como cualquier conocimiento general del universo no dependiente de ese eje) y la memoria procedimental (la que almacena toda la información suministrada por nuestra experiencia en relación con nuestros hábitos y capacidades de índole social o no social: atarse los cordones, por ejemplo). En caso de accidente, cualquier información dañada en nuestra memoria es más o menos recuperable con ayuda de diversas pruebas, cuyos nombres, por cierto, tienden a ser menos prosaicos de lo que suele ser corriente en nuestra profesión y diría que incluso basculan de lo épico a lo poético, desde la Torre de Hanoi hasta la Prueba del Laberinto, pasando por la Figura Compleja de Rey, la Lectura en Reverso o el Test de Retención Visual de Benton (el más burocrático de todos).

Dependiendo de la zona afectada, las amnesias pueden ser de varios tipos, pero especialmente existen dos modalidades que remiten comparativamente a sendos movimientos del péndulo del tiempo: hacia adelante y hacia atrás, lo que en palabras más científicas puede traducirse respectivamente por amnesia anterógrada y amnesia retrógrada. Mientras que la primera modalidad afecta únicamente a las rutinas de aprendizaje, y por tanto a la capacidad para asimilar nuevos conocimientos a partir del momento de la lesión, la segunda suele suponer la aparición de un agujero negro en el cosmos cerebral —el plasma encefálico— que engulle literalmente todos los recuerdos acumulados en los últimos años de vida, en especial cuando la lesión se focaliza en el lóbulo temporal. Hay una regla mencionada antes por Braunschweige, llamada ley de Ribot, que determina que esos recuerdos se irán perdiendo progresivamente en orden inverso a como han sido adquiridos, de manera que los recuerdos más remotos serán también los últimos en desaparecer, si bien no hay una regla estricta que determine que en todos los casos la cantidad de memoria absorbida —y por tanto perdida— sea siempre la misma. Algunas supersticiones médicas suelen hablar de tres años, cuatro a lo sumo, pero pueden ser más, muchos más. En los casos más extraordinarios pueden abarcar, de hecho, toda una vida.

En mi caso, el ataque al corazón que supuestamente sufrí, y digo «supuestamente» pues esto es algo que todavía hoy pongo en duda, vino precedido por una parada respiratoria de varios minutos… y eso, como se podrá suponer, es bastante malo. El problema más importante al que nos enfrentamos cuando tiene lugar una carencia de oxígeno prolongada es, no ya el más obvio de que el cerebro se muera (pues eso nos liberaría de tener que enfrentarnos a cualquier problema posterior, excepto nuestras deudas con la eternidad), sino que lo hagan unas cuantas redes, más o menos amplias, de tejidos neuronales. Con todo, la composición del cerebro es tan endiabladamente compleja que no es necesaria una mayor cantidad de área afectada para provocar un mayor daño en el conjunto: bastará con que el daño sobrevenga en una zona encargada del correcto cumplimiento de ciertas funciones básicas para que este llegue a ser determinante y hasta irreversible. Por ejemplo, una lesión profunda en el córtex no alcanzará cumbres de destrucción tan trágicas como las que afecten a la amígdala o el hipotálamo, pues incluso la menor manipulación de esas áreas servirá para doblegar a un hombre sano, inteligente y robusto hasta lo que podríamos calificar como la total y absoluta moronización de la vida normal: la estólida y babeante contemplación vegetativa, en pocas palabras.

Si nos olvidamos de ese caso extremo y pensamos únicamente en términos de memoria (que las zonas afectadas afecten a su vez, y de manera exclusiva, a los recuerdos), nos encontraremos con que a veces las neuronas que quedan con vida empiezan a actuar como verdaderos hampones. A veces son la misma mafia: chantajeando y controlando el barrio por pura fuerza bruta. Pongamos por caso (y pongo este caso porque, siempre supuestamente, sería en realidad mi caso) que la arteria cerebral anterior y la arteria comunicante anterior se ven afectadas por la falta de oxígeno. En una situación así, el barrio, con su calle principal —y su nombre correctamente estampado en ella—, se habría quedado sin luz, sin agua, sin recursos. Y por si eso fuera poco también sin administradores de la ley, jueces o policías. A falta de un sistema organizado de orden público, la mafia no tardará ni un segundo en entrar en escena para controlar la zona. Tomará el barrio, literalmente. ¿Y qué hace entonces la mafia? Lo habitual en estos casos: pone a otro alcalde (un alcalde corrupto) en lugar del buen alcalde original (nuestra consciencia). Cambia el nombre de la calle, llamada así en honor del protector del barrio, por otro nombre, el del usurpador de su cargo. Y la calle Veryl se convertiría de este modo en la calle Clyde, o viceversa.

Esto es lo que sucede en las lesiones del cerebro basal anterior producidas por, digamos, un infarto de miocardio y un infarto por carambola en la arteria cerebral anterior: nuevamente, mi caso, según Braunschweige. Hablando de manera especulativa, nos hallaríamos ante un tipo de amnesia cuyo resultado para quien le tocara padecerla sería, nada menos, el de ignorar quién es. O mejor dicho, creería saber quién es, pero en una situación así él sería el último en poder decir si está en lo cierto o no. Porque recordaría muchas cosas: recordaría su vida universitaria, el nombre de su primera novia y hasta las obligaciones de un trabajo que no tuvo. Pero ni siquiera sería consciente de que su propio cerebro le está engañando: que el sindicato del crimen ha tomado el mando, y que quien da las órdenes no es el busto de mármol de la experiencia asimilada sino el siniestro y maléfico impostor de bronce.

El siniestro señor Veryl, y no el inteligente doctor Clyde.

¿Pero cómo es posible que el cerebro rellene los huecos dejados por la ausencia de recuerdos, y, sobre todo, qué información maneja para «reparar» esos vacíos? Aquí solo caben dos respuestas. Por una parte, la respuesta convencional y generalmente admitida: el cerebro fabula de manera más o menos coherente con las últimas vivencias experimentadas por el amnésico en los días, horas o minutos inmediatamente anteriores a sufrir la lesión; recuerda a tientas su pasado reciente y a tientas erige una versión en pruebas de la personalidad paliativa que esos recuerdos al tuntún le permiten construir. El dueño de nuestra consciencia sería entonces… no, ni siquiera una personalidad completamente acabada y compacta, sino un complejo batiburrillo de experiencias atribuidas a nuestra vida anterior a la amnesia que, sin embargo, igual podrían ser las de un vendedor a domicilio que llamó a nuestra puerta y nos aturdió con su cháchara o las de un amigo postal cuyo rostro no hemos visto en la vida, o una mezcla de ambas; y sin embargo nosotros consideraríamos a ese maltrecho golem mental, a ese pobre ectoplasma, nuestra verdadera consciencia.

Por otro lado, cabe la respuesta particular y experimental: en realidad no he sufrido ningún infarto, mi cerebro no ha pasado por ninguna amnesia postraumática, y ha sido Braunschweige, mi querido Braunschweige, doctor en demencia, quien ha tratado de reemplazar inútilmente mis recuerdos por los de un intruso.