5

Bien —está diciendo Braunschweige, veinte años después—. Número doce: ahora, usted se encuentra tendido sobre una cama, en paz consigo mismo, sin pensar absolutamente en nada. De pronto, siente que algo le oprime el pecho.

—Otro infarto.

—No, no es otro infarto. Es una mano gigantesca, que le aprieta con cinco dedos monstruosos y le levanta del suelo. No puede gritar. No puede huir. Angustiado, se da cuenta de que todo su ser está sometido a una fuerza superior, una fuerza tan grande que, si quisiera, podría aplastarle como a un pajarillo. Sin embargo, comienzan a lavarle el pelo. ¿Qué ha ocurrido?

—¿Cómo he llegado hasta allí?

—No procede —dice Braunschweige—. Limítese a responder.

—Es evidente que soy una muñeca, ¿pero cómo he llegado hasta allí?

Braunschweige parpadea. Visiblemente incrédulo, visiblemente molesto…, y, rezongando, marca otra casilla más en el cuestionario que apoya sobre su rodilla derecha. Doce de doce. Atardecer, media luz. Misma maldita habitación de siempre. Al otro lado de las ventanas el mar muge como una vaca prehistórica, invisible, más allá de la playa de Lavida: todo siguiendo el patrón habitual, el ritual escénico de todos los días. O casi. La diferencia, en esta ocasión, es que yo ocupo la silla y Braunschweige un esquinazo de la cama, con sus gruesas piernas delicadamente cruzadas, tan entregado y atento como una secretaria del grupo de las diligentes, subgrupo de las obesas.

—Bien —prosigue Braunschweige—. Número trece: un hombre aterrorizado muere de un infarto, en un rincón al sur de la soleada España. ¿Qué ha ocurrido?

—¿Es negro?

Pausa. Braunschweige boquiabierto.

—¿Perdón?

—El muerto, ¿es un negro? ¿Un aborigen australiano, un indio del Amazonas?

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Pero es negro, ¿verdad? Eche un vistazo…

Con un bufido, Braunschweige abre el cuestionario por las últimas páginas, hundiendo los hombros. Pero inevitablemente se envara, sorprendido, y descruza las piernas. Las cruza otra vez, cabalgando en esta ocasión la izquierda con la derecha, en un movimiento desacostumbrado que le obliga a deslizar una mano entre ellas… y, todavía más incómodo, a descruzarlas de nuevo.

—Está bien —responde entre dientes—. No es blanco.

—Entonces es un bosquimano en un espectáculo flamenco, muerto de miedo al pensar que los pataleos y los aullidos en el escenario son manifestaciones de una posesión demoníaca progresiva y que él va a ser el siguiente en caer.

Braunschweige me clava la mirada, embobado, con la punta de la lengua asomando ligeramente (un pequeño rubí púrpura) entre los labios despellejados. Parece como si acabara de despertar. Parece como si acabara de venir al mundo, en realidad. Levanta la cabeza, la sacude con un breve espasmo y de inmediato procede a pasar las páginas del cuestionario, adelante y atrás. Habla con voz estridente, nerviosa, sin separar la mirada de ese texto mecanografiado:

—¿Si le pregunto qué mató a la mosca hallada en el estómago del canario…?

—Le diría que la mosca murió primero, empapada en insecticida, y que eso fue lo que mató al pobre pájaro. De otro modo ningún aprendiz de forense le habría abierto el estómago.

—Accidente automovilístico masivo en una pequeña ciudad.

—La mitad de sus habitantes son daltónicos y un macabro bromista ha colocado todos los semáforos al revés.

—Es usted un águila que al posarse en una mano se convierte en un helado de fresa.

—Entonces no soy un águila, soy una moneda. Concretamente, de un dólar, que es la que tiene el águila en su reverso. Y concretamente, pagada por la mano de un niño. No le voy a decir que está sudorosa y caliente como la que un niño habría apretado en su pequeño puño después de que le fuera entregada por su tío favorito, pero podría.

Braunschweige se encoge, aturdido, espantado:

—Increíble —ronronea, dejando caer las manos entre las rodillas—. Nadie había sido capaz de responder correctamente a este cuestionario. Es de locos.

—Pero yo inventé las preguntas, ¿no se acuerda?

Doble pestañeo por parte de Braunschweige, que aún trata de recuperarse del trance.

—¿Cómo dice?

—Preguntaba si las respuestas absurdas también cuentan.

—¿Absurdas? Diría que solo puede haber respuestas absurdas o respuestas precisas —titubea Braunschweige—. No obstante, el promedio normal de aciertos se encuentra entre un treinta y un treinta y seis por ciento; todo cuanto quede por encima de eso es… extraordinariamente irregular.

—Quiere usted decir que soy un anormal, entonces —digo con una risa forzada. Miro fijamente a Braunschweige. Braunschweige me mira fijamente. No se ríe. Su expresión es recelosa, reverenciosa: la del bosquimano de la adivinanza, aterrado testigo del delirio espasmódico de alguna indigente andaluza. Preparado para el golpe de gracia—. Como premio, doctor, permítame esta pregunta: ¿afecta a alguna cláusula de confidencialidad que el cuestionado conozca el nombre del cuestionario?

—¿El nombre…? No, diría que no hay ninguna razón para ocultarlo.

—¿Puede entonces este cuestionado conocerlo, doctor?

—¿En serio?… Bueno, no veo por qué no… Su nombre…

—Clyde, doctor.

—Su nombre…

—Clyde, doctor. Dígalo.

—… Conocido, también, como test de Braunschweige-Clyde. Perdón, ¿ha dicho usted algo?

—No, solo me reía. ¿También de esto se ha apropiado usted, doctor?

—¿Perdón?

Denegado.

No hay más preguntas, señoría.