2

Así pues, en el principio fue el ruido. Hágase la voz, dijo la nada. Y la voz se hizo.

—… Pero como en casos así nada es lo que parece —estaba diciendo—, les contaré algo, queridas señoras. En 1970, cuando trabajaba en un ensayo sobre sueños lúcidos (inacabado), alguien, un estudiante de identidad desconocida que en mi memoria se limita a abrazar su nutrida carpeta de apuntes como un inmóvil muñeco de cera, me contó el caso de un vecino suyo, soltero riguroso y aficionado a la caza de tesoros (el clásico rondador del detector de metales y los cascos en las orejas), a quien, por respetar su anonimato, llamaré Mr. Rabbit. Este Mr. Rabbit había tenido algunos éxitos en su inocente afición, y prueba de ello era el modesto museo casero donde guardaba sus hallazgos: hachas tomahawk, pepitas y dientes de oro, balas y monedas del tiempo de la Unión… Muy diferentes, como pueden ustedes apreciar, de los tesoros del ávido mercenario que rastrea las playas a medianoche; pero Mr. Rabbit vivía en Perk, Arizona, lugar de tránsito de pioneros y escenario de algunas sangrientas batallas. ¿Y qué hacía yo en Perk, Arizona, en aquel agitado año de 1970? Pues bien: durante un verano inusualmente caluroso, como en los últimos años tenía por costumbre, había acudido a visitar… Pero no he venido aquí a aburrirlas con ese retal de mi historia privada. Baste decir (adorable y oxidada expresión) que mi amigo el estudiante preparó una cita con Mr. Rabbit, quien por lo visto llevaba ya unos años coqueteando con la locura (y diría yo que hasta asomando juguetonamente el pie a su acantilado de sombras), y el encuentro tuvo lugar en su modesta cabaña de campo, bajo la atenta mirada de un maniquí apache que el buscador de tesoros había decorado y acicalado con sus propios hallazgos. Mr. Rabbit, un individuo menudo y con cara de niño de unos setenta años, que vestía como un terrateniente inglés y que desde el momento en que acudió a estrechar mi mano se me antojó tan cálido y tierno como el más albino de los lepóridos, me confesó, mientras removía educadamente su té con una suerte de concéntrica ensoñación, que cierta noche de agosto, dos veranos atrás, cuando se afanaba en rastrear la inexplorada estribación boscosa en que se desaguaban las montañas Clarke (y señaló con la cabeza los dos pezones violeta que despuntaban más allá de los árboles, al otro lado de las ventanas), se topó con lo que solo podía calificar como una criatura de otro planeta, un enano verdusco, tocado con un par de diminutas antenas, y envuelto en lo que semejaba la vestidura talar de un pequeño obispo. La criatura le entregó un objeto que Mr. Rabbit, en su asombroso monólogo, definió como una «fascinante pieza de ingeniería extraterrestre», y que al ponerla en mis manos pude ver en todo su patético, mortal y verdadero aspecto: una piedra corriente pintada con un símbolo rúnico (la figura del pez), adquirida en algún vulgar mercadillo de pueblo. Las «milagrosas propiedades» que Mr. Rabbit le achacaba, y que a él le habían librado, según dijo, de un degenerativo proceso reumático, a mí me fueron completamente condonadas. No esperaba otra cosa: la piedra no era más que una piedra, y el turista de otros mundos que se la entregó, una errata de su maltrecha actividad mental. Tras aquella confesión, Mr. Rabbit aguardó mi veredicto clínico (aprobado en cordura, vine a decir, para alivio de aquel pobre sujeto y del supuestamente imparcial estudiante), y acto seguido, exudando energía, me mostró entusiasmado su colección de cromos de jugadores de béisbol, de cuando era niño; su colección de matroshkas, también de cuando era niño; sus afilados dientes de leche, que guardaba entre algodones en una cajita de nácar. Después cantó para mí una melodía de un vodevil inglés: «melodía» es la palabra exacta, pues se limitó a modular guturalmente la música e interrumpirla aquí y allá con diversos gorjeos que trataban de reproducir el canto de los pájaros, despertando el aplauso del arrobado estudiante, ya sin duda alguna su alumno favorito, un sobrino retrasado o su sodomizado de cabecera. Me despedí de Mr. Rabbit sin aceptar el regalo de aquella ridícula runa, que él se empeñaba en que me llevase conmigo para estudiarla en mi laboratorio. Al agitar su manita como despedida desde el umbral de la cabaña, abrazado a la cintura de su carabina, no pude dejar de ver en él la amarga condición del residente de las nubes, el chiflado sensible e inteligente que se ve constantemente herido por los bordes dentados del tiempo, la indiferencia del prójimo y la cruda realidad, y, replegando las alas, se encierra soñadoramente en su propio huevo de Pascua.

Un momento de silencio. Oscuridad, oscuridad. Luego un carraspeo.

—Dios mío. No sé si reír o llorar. Presiento que llorar, más bien.

Esa era otra voz distinta. Una voz de mujer.

—No les dije que fuera a ser una historia alegre, Mrs. Daily. Por desgracia, la locura y el sueño a veces se confunden, y créanme, señoras: la locura romántica no existe. Perder la razón no es como tomar quesos en la campiña francesa, si entienden lo que les quiero decir… aunque hay quien la perdería sin ningún reparo en una compañía tan adorable como la de ustedes.

Se oyó un revoloteo de risas nerviosas. ¿O era el latigazo de unos cables eléctricos? ¿O una nube de histéricos petirrojos desbandándose entre las lilas? No. Risas de mujer. Risas, pero crepitantes de tensión erótica.

—Oh, señor Faustmann, es usted incorregible.

—Sea como sea, en nuestro país también existen muy buenos quesos —dijo una nueva voz, también de mujer—. No creo que tengamos nada que envidiarle a los franceses.

—Pues yo sí los envidio —replicó otra voz desde su propia nube—. Montmartre, Notre Doom, los paseos en góndola al anochecer por el Sena… ¿Qué tenemos nosotros? Aquí todo ha sido hecho hace veinte años, como quien dice.

—Bueno, nuestro país no será tan viejo como Atenas, pero si no supiéramos amar y respetar nuestra memoria como lo hacemos, el propio monumento de Rilkemore habría caído hecho trizas bajo el fuego de los aviones confederados.

—Creo que ha querido decir Rushmore —dijo otra mujer, desde el extremo oriental—. Pero, pese al lapsus linguae, todo muy cierto, querida.

—Llámenme inculta —volvió a intervenir la primera voz—, pero nunca he llegado a entender por qué a la gente le enloquece tantísimo la idea de visitar unos triángulos de piedra en mitad del desierto. ¿Ha estado usted alguna vez en Atenas, señor Faustmann?

—Oh, solo en sus alrededores: a bordo de una nave de papiro, ya saben.

—Entonces no se ha perdido usted nada. Le aseguro que hay más cosas que ver en Atenas… provincia de Nueva York.

Todas las damas rieron la gracia. Esos relinchos, esos agudos los conozco. ¡Tengan piedad de mi cabeza!

—¿Sabe, Mrs. Maulmot? Pese a todos sus defectos, siento debilidad por su lógica. De hecho, si no fuera porque le tengo un enorme pavor a las generalizaciones diría que… Esperen. Creo que ha parpadeado.

Había parpadeado, en efecto. Lo justo para ver un aquelarre de ancianas sentadas en semicírculo a mi alrededor, envueltas en las tinieblas de una sala amplia, modesta, fría: la versión arquitectónica de lo que sería para un depresivo una tarde de domingo gris y pasada por agua. El Sidney Scheider Memorial… otra vez. Distinguí cinco o seis figuras distribuidas por los escaques de un suelo de baldosas ajedrezadas. Larváceas, menudas. Las reconocí a todas: eran las rectoras del ilustre club de lectura de la ciudad, el núcleo duro de la Asociación de Amas de Casa y Esposas de Científicos Militares de la ciudad de Ábaddon. Las señoras Dualimost y Maulmot, Amy y Daisy. La señora Daily, la señora Smit. ¿Y la joven y bonita señorita Doll? No, la señorita Doll no estaba. Todas enfundadas en sus camisas rectangulares y sus faldas tubulares, todas con sus lóbulos terriblemente estirados por unos pedruscos blancos, todas estranguladas por sus collares de perlas. Todas mirando de frente a este rey acorralado, que parecía haber sido clavado a la silla que soportaba su peso. Mirándolo atentamente, como a un crucificado, como a una mariposa prensada en el alfiler. Tras presentarme aquella visión, el mundo procedió entonces a la licuefacción de sus bordes… saliendo prematuramente del horno, por así decir. Manchas pardas, tonalidades borrosas; algún que otro tintineo. Cerré otra vez los ojos.

—Observen bien, señoras —siguió diciendo la voz—. Se trata de un fenómeno que, pese a su vulgarización por la fuerza de la costumbre, no puede dejar de maravillarnos: el instante en que un individuo, tras sufrir ese golpe de Estado provisional que supone el apagón de su mente (exilio incluido), vuelve a tomar el trono de su propia consciencia.

—¿Dónde está, sueño, tu aguijón? —dijo otra voz, esta vez de hombre—. ¿Dónde, coma, tu victoria?

—¿Era eso un coma?

—No, Mrs. Daily. Una tonta broma del doctor. Simple inconsciencia.

—Dijo el señor Faustmann, adjetivando sin que nadie se lo pidiese.

Aquella voz era la de Braunschweige: había tardado en reconocerla, pero ahora tuvo los efectos de un frasquito de sales. Abrí los ojos otra vez.

—¿Quién quiere hacer los honores? Oh, parece que ya no hace falta —dijo Faustmann, mientras depositaba en la bandejita metálica que Mrs. Maulmot sostenía en su regazo una jeringuilla rematada por una aguja de tamaño bastante considerable.

—No importa, el primer pinchazo tuvo sus efectos —rio Mrs. Dualimost. Su comentario produjo en el resto de mujeres las carcajadas propias de una broma privada.

—Sean comprensivas, queridas señoras: el subconsciente es el verdadero mono desnudo —dijo Faustmann, en un tono con el que parecía estar disculpando a este mono de algo—. Nuestro amigo no tiene que avergonzarse de nada… y eso en caso de que recuerde aunque solo sea una pequeña fracción de lo sucedido. ¿Se acuerda, señor Veryl? ¿Se acuerda? Bueno, hasta que el amobarbital de una hora atrás haga su efecto, si quiere le ayudaré con algo. Le recordaré, por ejemplo, cómo lo encontramos: vagando sin rumbo, perdido, aturdido. ¿Adónde iba? —Me miró intensamente, frunciendo un poco los párpados—. Es curioso… En todos estos años ha cambiado muy poco, señor Veryl. Esos surcos a ambos lados de la boca ya los tenía, por ejemplo, y esa alargada arruga, gravitándole en la frente con tanta elegancia, tan reflexiva… Similar en su forma al sonido de un teléfono con la línea ocupada. Me preocupa bastante su delgadez, por otro lado, pero entiendo que un infarto es uno de los atajos más cortos que conducen al otro mundo, y este es el aspecto que le queda a quien se apea a mitad de camino. Por lo demás, debo reconocerlo: me siento inmensamente feliz. Hay quien objetará la comparación que me dispongo a hacer, pero lo cierto es que ahora entiendo el escalofrío del coleccionista que se ha hecho por pura suerte con una pieza largo tiempo ansiada. Quiero proceder con tiento, no obstante, y saborear con calma el momento de retirar su embalaje, señor Veryl.

—Mi marido coleccionaba ceniceros —intervino Mrs. Daily—. Se carteaba con coleccionistas de medio mundo y era capaz de pagar una cifra realmente absurda por alguna tontería que faltaba en su colección. Uno de sus corresponsales, un tal Saintes-Longue, si mi memoria no me falla, tenía verdadera debilidad por coleccionar cabecitas reducidas. Algunas eran del tamaño de una moneda. Oh, no crean que yo misma no sueño con menguar como una pulga y ver nuestro maravilloso mundo a lomos de un esponjoso gorrión.

—Mrs. Daily —replicó Faustmann—, la amo. De verdad, la amo con todos los alvéolos y nervios de mi corazón. A veces no sé si su cerebro es como un enorme desierto repleto de espejismos o como un bosque encantado, con sus elfos y sus fuentes burbujeantes de náyades malévolas, pero créame que me encantaría tener algún día el poder de viajar a ese planeta y visitar sus extrañas moradas.

—Recuerde el ejemplo de Boyle —comentó Braunschweige—. Entró sin precauciones en la mente de un loco y acabó siendo devorado por un monstruo de su fantasía.

—El tigre escorpión, por llamarlo de alguna manera —respondió Faustmann—. A buen recaudo en nuestro zoológico de quimeras. Razón de más para querer curiosear en ese original universo que carga sobre los hombros nuestra querida Mrs. Daily. Y usted se refiere a Doyle, por cierto.

Dicho aquello, se inclinó cortésmente y llevó hasta sus labios la mano de Mrs. Daily, que lanzó una risita de duende.

—Y ahora que lo dice… ¿Puede visitar el señor Veryl nuestro pequeño bestiario? —preguntó Mrs. Smit desde el otro extremo del semicírculo.

—Tiempo al tiempo —dijo Faustmann con una sonrisa paternal, volviéndose a la vez que soltaba la mano de Mrs. Daily—. Nemo accipit qui non legitime certaverit, ya saben. Y, de momento, el señor Veryl no ha combatido según las reglas.

Se acercó a mí, una mano debajo del codo, la otra acariciando la barbilla. Era la representación misma de la reflexión profunda, de la inteligencia más profunda aún. Me observaba asintiendo mecánicamente, con ese detenimiento con el que un genio abordaría la obra de otro genio: como buscando el error, el detalle incoherente, o, al contrario, el engranaje que daba sentido a un conjunto maravilloso en el todo pero absolutamente demencial en las partes.

—Créame que le comprendo, señor Veryl —dijo—. Le comprendo incluso demasiado bien. Oh, no hace falta que diga nada, soy perfectamente capaz de saber lo que está pensando. No, señor Veryl, no es usted quien cree que es. Sí, señor Veryl, claro que nos conocemos. Puede que usted no me recuerde, y es natural que así sea: ¡trate de recuperar un solo grano de los azucarillos ya disueltos de la memoria! Una cosa de locos. En cambio, yo sí le recuerdo a usted. Ese azucarillo, al menos, se mantiene intacto.

Faustmann atacó la silla que Braunschweige, en un gesto coreográfico, acababa de deslizar a su lado y se sentó a horcajadas sobre ella. Dejó caer ambas manos sobre el respaldo y, estirándose, entrelazó lánguidamente los dedos.

—Entre agosto y octubre de 1976 estuvo internado en el hospital mental de Eagle’s Creek, señor Veryl, con un severo cuadro de depresión paranoide, complicado posteriormente con un brote esquizofrénico. Su caso había salido en todos los periódicos: esposa muerta, hija asesinada; pero el juicio no llegó a aclarar si su joven esposa se suicidó tras cortarle el cuello a la hija que ambos tenían en común o si fue usted quien las asesinó a ambas, tras matar a la chica que se encargaba de atender a la pequeña. Los periódicos le crucificaron, señor Veryl. Llegó hecho un auténtico despojo a mi castillo en las montañas. Dicho sea de paso, su cántico exculpatorio desde el estrado me deprimió un poco. Una cabeza es siempre una cabeza, pero la suya prometía unas condiciones excepcionales hasta que empezó usted a desvariar con tanto arrojo. ¡Inocente, inocente! ¡Qué horror! Parecía un loco más, y no el conspicuo demente que me hacía frotar las manos pensando en una Arcadia de circunvoluciones extraordinarias.

—Todos conocemos la historia —me dijo Mrs. Daily, mientras se iba materializando en su regazo un platillo con un trozo de tarta y una cucharilla colmada en su mano derecha—. No sufra. No tiene que avergonzarse de nada.

Se llevó la cucharilla a la boca y siguió mirándome con los ojos muy abiertos.

—Avergonzarse es un sentimiento estúpido, pero necesario —dijo Faustmann—. En una ocasión creé a un hombre sin mecanismos sociales, todo cerebelo y subconsciente. Perdón, me he explicado mal: en realidad fue una reversión, no una creación. Lo interesante del asunto es que al investigarlo comprendí que, de no haber sido por el pudor, el animal humano ni siquiera hubiera llegado a descubrir el fuego.

—Ya ve usted —murmuró un cabeceante Braunschweige, observándome desde su porción de sombra—. La manzana nos quitó el pelaje de mono para cambiárnoslo por una hoja de parra.

—¿Y con qué provecho? —dijo Mrs. Dualimost con entonación nasal (estaba limpiándose la nariz con un pañuelo)—. Atrapar el fruto sin contar con la verdadera filosofía solo depara males al mundo.

—Bien dicho —respondió Faustmann—. Sic malum crevit unicum… etcétera. Y precisamente para evitar que eso suceda estamos nosotros. La higuera no se convirtió en el símbolo de la sabiduría por el capricho de un dietista de Mesopotamia, queridas señoras. Hablando de sabiduría, ¿soy yo el único que echa en falta aquí un poco de luz?

—El interruptor se estropeó —comentó melancólicamente Mrs. Daily, y alargó un brazo hacia el pequeño mecanismo que le quedaba a la izquierda. Clic-clic, y luego nada.

—¡Qué le vamos a hacer! —replicó Faustmann en tono jocoso—. A veces la vida se entromete, como quien dice. Veamos, ¿por dónde iba? Luces, higos, monos, hojas de parra… Ah, sí. El loco maravilloso. La frustración ante lo que parecía una demencia de lo más ordinaria…

—Pero usted sabe que no fue así —dijo Mrs. Maulmot.

—No, no fue así. Obtuvimos, sin duda, más de lo esperado. ¿Quién no recuerda al profesor Quark, doctor en neutrinos, que tuvo la valentía de ejercer él mismo de conejillo de Indias? Entró en una habitación y se vio a sí mismo con ocho años, y tal y como él recordaba la escena sucedida más de sesenta años atrás: sentado en el suelo ante un puzle interminable, con los codos en las rodillas y los puños en los mofletes, llorando de rabia porque no podía acabarlo sin la pieza que se le había perdido. La encontró casualmente veinte años después, entre los pliegues del vestido de una muñeca con la que su hermana había estado jugando a su lado mientras él reconstruía el rompecabezas. Ella la había escondido allí a los diez años. Con treinta había muerto. Se disponían a enterrarla junto a la que había sido su muñeca favorita cuando era niña. Ahora, con casi setenta años, Quark se inclinaba ante su yo más joven y se entregaba a sí mismo entre temblores aquella pieza soñada. Él, el niño, la recogió dócilmente, se dio las gracias y la colocó con gesto sabio y reposado en el hueco correspondiente: un pedazo de cielo donde planearía ad eternum un águila de alas desplegadas. Y Quark, con una metafórica palmada en la frente (el cerebro agarrándose a sí mismo por las solapas, para entendernos), recordó de pronto esa misma escena: pero se trataba de un recuerdo ambarino, de bordes dentados (quemaduras de cigarrillo en un lado, un cerco de café en una esquina) y todos los colores desgastados. Quark había creado el recuerdo en aquel mismo instante, y el recuerdo se hizo viejo en una fracción de segundo. El pobre profesor murió allí mismo, de la impresión. Perdonen, ¿me estoy adelantando?

—Más bien está enseñando cómo se hace el nudo sin mostrar la cuerda —respondió Braunschweige—, lo que no sirve de mucho si antes no explicamos que el señor Veryl, en este caso, es la cuerda.

—Y el nudo. Ahora, atribuyamos a la falta de luz la claroscura referencia de Braunschweige —dijo Faustmann en el mismo tono distendido de antes—. Pero no le falta razón. Estoy ejerciendo un poco de Deus ex machina, señor Veryl, y sin querer le estoy haciendo pasar por un personaje de ficción al que voy sembrando el camino de artefactos y edificios útiles a medida que usted y mi narración los necesitan; pero no me doy cuenta de que aún no le he dicho ni dónde está ni hacia dónde va. Para usted, esa parte del mundo es todavía un libro en blanco.

—Sigue yéndose por las ramas, Faustmann —insistió Braunschweige.

—Perdonen, perdonen. De nuevo tiene usted razón. Me temo que hay algo sumamente contagioso en su manera de pensar, señor Veryl. ¿No lo notan ustedes? ¿No? Bueno, es igual. Prometo hacer un esfuerzo en nombre de todos. No obstante, debo admitir que, si no fuera por lo descabellado del asunto, comenzaría a pensar que los personajes de ficción somos nosotros, y que el señor Veryl es en realidad nuestro mudo creador.

—No entiendo la broma —dijo Mrs. Dualimost, deteniéndose en el mismo proceso de cortar una porción de tarta de la mesilla de té que acababa de materializarse frente a ella—. ¿El creador de qué?

—Nada, tonterías —se adelantó Braunschweige, cada vez más impaciente—. Lo que Faustmann quiere decir es que no estaríamos nosotros aquí reunidos de no ser por el señor Veryl. Esta situación la ha creado él, lo quiera o no. Pero rechazo frontalmente la idea de que su labor creadora vaya más lejos. No somos un puñado de estrellas que se agrupan al calor del sol más cercano, qué diablos. En fin, estoy empezando a hartarme. Acabemos con esto de una vez.

—¿Pueden pasarme los caramelos? —preguntó suavemente Mrs. Daily, señalando con timidez el ópalo de un brillo en la oscuridad.

—Bueno, bueno, yo no diría tanto —repuso Faustmann, recogiendo rápidamente aquel ópalo cristalino y dejándolo en las manos de Mrs. Daily—. Pero estoy con usted, no es conveniente alargar esto más. La locura es lo que sobreviene cuando la imaginación se parte el espinazo. Un crac, y todo se ha acabado. Así que no estiremos más la cuerda, en honor a la referencia hecha anteriormente por el doctor.

—Muchas gracias. Y ahora que la tiene cogida, por favor, no la suelte.

—No lo haré, no lo haré, se lo prometo. Al margen de nuestras diferencias, soy consciente de que dependemos de sus vértebras. ¿Qué le parece si comienzo por describir el nudo y paso después a los extremos de la cuerda, doctor?

—Me parece bien, con tal de que no prolongue más esta agonía —replicó Braunschweige, lanzando una mirada furibunda a Mrs. Daily. Había introducido la mitad de la mano en el frasco de cristal y ahora sus deditos pataleaban irritantemente en el vacío, produciendo un molesto ruido, sin lograr atrapar ni una sola de las azucaradas píldoras azules del fondo.

Faustmann, con una expresión curiosamente pensativa, también la miraba.

—Señor Veryl —dijo, volviéndose otra vez hacia mí—, el profesor Quark del que acabo de hablarle no es ninguna criatura de mi invención. Era un hombre con una visión. Un auténtico genio, dicho sea limpiando de deposiciones esa palabra tan maltratada. Entre 1969 y 1976 emprendió una original y arriesgada investigación sobre los misterios del cerebro humano. Fue probablemente quien más cerca ha estado jamás de encontrar una relación entre cerebro y alma, y entre esos dos esquivos juguetes de la filosofía y los secretos de nuestro poco comprendido universo. ¿Voy bien así, doctor Braunschweige?

—Estupendamente. No se detenga ahora.

—Bien. El profesor Quark…

—Maldita sea. Un momento.

Braunschweige, nervioso, se levantó de la silla, arrebató el frasco de las manos de Mrs. Daily y lo volcó sobre un platillo vacío. Lo agitó con varios movimientos de muñeca para esparcir los caramelos sobre su superficie, y después se lo entregó a Mrs. Daily con un gesto tan fiero que varios dulces se desparramaron por el suelo. Mrs. Daily, toda sonrisas, se agachó gentilmente y los recogió uno por uno, tanteando a oscuras con la palma estirada, y los fue devolviendo al platillo… hecho lo cual volcó el platillo nuevamente en el brocal del frasco e insistió una vez más, con la manita metida hasta los nudillos, en su tintineante prospección.

—Olvídelo —dijo Faustmann con una sonrisa—. El eterno retorno…

Braunschweige lanzó un suspiro. Volvió a sentarse, hundiendo las manos en los bolsillos y estirándose rígidamente en la silla, agarrotado y exasperado.

—Le ruego que en deferencia a mi cordura ponga fin a esto, Faustmann —murmuró con los ojos cerrados.

—Interferencias y más interferencias —fue la respuesta de Faustmann, y se encogió de hombros—. Espero, señor Veryl, que no piense que está en manos de un montón de cretinos. Le hago observar que estas señoras son unas excelentes enfermeras, aparte de todo lo demás. Mrs. Dualimost, sin ir más lejos, llegó a trabajar junto al profesor Quark en los primeros experimentos en Eagle’s Creek. Esto fue… ¿Cuándo, Mrs. Dualimost? Espere, no me lo diga. Debió de ser con anterioridad a 1975, porque en marzo de ese año tuvo lugar mi primer encuentro con el profesor, y por entonces usted ya llevaba algunos meses de baja, si la memoria no me falla.

—Su memoria es excelente —dijo el inmóvil muñeco de cera que representaba a Mrs. Dualimost—. Trabajé con él desde 1972 a 1974. Oh, siempre lamentaré haberme perdido por muy poco el último caso del profesor. Fue usted muy afortunado al recibir su bautismo en un asunto tan fascinante. Imagino lo que aquello tuvo que suponer para usted, sobre todo siendo tan joven. Yo, en cambio, hube de asistir a un buen número de fracasos.

—Lo que aprendí es lo que soy —respondió Faustmann, inclinándose levemente—. Por cierto, estamos hablando de usted, señor Veryl. Usted fue mi bautista, por así decir.

—Quark lo llamaba el tao —dijo Mrs. Dualimost, saboreando la transición entre las dos vocales.

—El tao —repitió Faustmann—. Bueno, recordemos que eso quedaba para Quark. Pero para nosotros, los que no éramos Quark quiero decir, usted era el Informador: el Informador de los misterios del universo, de los estados de incoherencia del cosmos, el espía doble que habíamos conseguido colar en la Creación para informarnos de los vacíos olvidados por el Creador, los agujeros y madrigueras que podían conducirnos hasta él y sus terribles secretos.

—La Arcana Celestia, según los rastreadores de incoherencias del pasado —dijo Braunschweige.

—Pioneros valientes, pero limitados —prosiguió Faustmann—. Para Quark, no obstante, el valor que usted tenía a efectos científicos y paracientíficos se resumía en esa palabra: el tao. Odio los sobrenombres, pues a menudo se me antojan generalizaciones pueriles realizadas por una imaginación adolescente. Pero con usted, señor Veryl, el profesor Quark acertó de pleno. Le otorgó este calificativo al comparar la naturaleza de su caso con uno de los usos que pueden hacerse del altar taoísta: la entrada del ser en la Abertura Irracional, y su inmersión en un tiempo paralelo conocido como el Período Oculto. La Señora del Yin Supremo, la Mujer Misteriosa de los Nueve Cielos, enseñó a las Seis Doncellas de Jade el ritual a seguir para localizar la abertura en el altar taoísta y trasponer su sello, y estas, a su vez, instruyeron al Emperador en dicho conocimiento. Poco o nada sabemos de lo que hay en ese Período Oculto, salvo la existencia de un fabuloso vergel donde crecen hongos y plantas medicinales que, según se dice, han permitido a ciertos sabios a lo largo de los siglos disfrutar de una vida saludable y eterna.

—El huevo de Pascua del universo —matizó Mrs. Dualimost, que se había hecho con el tarro de caramelos de Mrs. Daily. Esta tenía las manos cogidas en el regazo, y se había quedado dormida con la barbilla apoyada contra el pecho.

—Una nota aislada en la música del arpa de las supercuerdas, Mrs. Dualimost —apuntó Faustmann.

—Y usted, señor Veryl, es uno de los pocos individuos de este mundo capaz de sintonizar esa nota —dijo Mrs. Dualimost.

—Un acorde entero, diría yo —corrigió Faustmann—. De séptima, por lo menos. Lo que el profesor y yo vimos por mediación suya fue… bastante impresionante, si se me permite adjetivar de manera tan ridícula lo que está más allá de nuestros calificativos humanos.

—Cuéntenoslo, señor Faustmann —rogó Mrs. Smit desde la esquina opuesta, enharinada como un pescado por una pequeña franja de luz. Unas motitas de polvo suspendido caracoleaban sobre su cabeza.

Faustmann se resistió un poco, encantado de la petición:

—¿Qué puedo decirles que no sepan, queridas señoras? Eran otros tiempos, mucho mejores que los que hoy nos toca vivir, dicho sea de paso. Pero lamentablemente las costumbres cambian. Recuerdo que a Mrs. Doll le resultaba «turbador» que el profesor Quark y yo pudiéramos experimentar abiertamente con seres humanos. Claro que hablamos de locos, irrecuperables para la sociedad en la mayoría de los casos, y ni que decir tiene que si los gobiernos de nuestro querido mundo se han convertido en lo que son no es precisamente porque les importe gran cosa el provecho del individuo. ¿Acaso todavía hay alguien que se pueda creer que el aislamiento del delincuente tiene como propósito ayudarlo a él? ¿Y dónde está Mrs. Doll, por cierto?

—Hoy trabajaba en el turno de noche con los niños de cuarto nivel —respondió Mrs. Dualimost—. Pero los locos no son necesariamente delincuentes, ¿verdad, señor Faustmann?

—Creo que yo puedo contestar mejor a esa pregunta —intervino Braunschweige, dando un paso al frente—. ¿Todos los locos son delincuentes? Técnicamente, no, no lo son. Pero la insumisión que muestran a las reglas sociales y la sustitución que hacen de nuestras normas por unos códigos propios los convierten en criaturas peligrosas. En ese subconjunto entre lo legal y lo permisible se encuadraban las investigaciones de Quark.

—Y Faustmann —dijo Faustmann—. Ahora, cambiemos «permisible» por «útil» y habrá explicado esto maravillosamente.

—Mera semántica —replicó Braunschweige.

—Lo sea o no, en detalles como este radica muchas veces la diferencia entre lo criminal y lo justo. Pero sigo: el profesor Quark había pasado largos y magníficos años experimentando con unos misteriosos aparatos electromagnéticos a los que, entre nous, habíamos dado el nombre de «vimanas». Se trataba de unos acumuladores de energía, desarrollados a partir de los rollos de oraciones hindúes y, a través de una compleja labor de ingeniería inversa, perfeccionados por… Pero, como siempre he hecho ante mi auditorio de damas al llegar a este punto, mejor no detenernos a explicar la procedencia de dichos esfuerzos.

—Nazis, ya lo digo yo —lo cortó Braunschweige—. A estas alturas no creo que estemos revelando ningún secreto.

—Pero estas buenas señoras, querido Braunschweige, no necesitaban conocer tanta información. A veces convertir algo en secreto no es tanto una cuestión de fidelidad a la ley como de escrúpulo.

—Créame que no somos tan escrupulosas —dijo Mrs. Maulmot con un tintineo. ¿Seguía sosteniendo su platillo y su taza de té? Pero los codos no estaban tan separados. ¿Tejía?—. En lo que a mí respecta, ese origen me es tan indiferente como si procediesen de la misma luna.

—Suscribo sus palabras —dijo Mrs. Dualimost con otro tintineo.

—Bueno, no voy a ser yo quien se asombre de que entre el horror y la indiferencia solo medie la distancia a la que el observador observa el objeto observado —pareció lamentarse Faustmann—. Aun así… Curioso, no obstante, que mencione usted la luna, Mrs. Maulmot. Esos acumuladores garantizaron el éxito de los primeros viajes a nuestro satélite, casi tanto, diría yo, como el desarrollo del combustible sólido de Parsons: un satanista absolutamente desbocado, si quieren saber mi opinión, pero también un genio maravilloso… y eso es lo que de verdad importa. Estoy convencido de que Parsons, hombre siniestro donde los haya pero con un gran sentido del humor, se hubiera reído mucho de saber que el potencial de su combustible se iba a ver aumentado gracias a una energía suplementaria acumulada en unos envases de fabricación tibetana… y que esa energía tenía origen divino: divino, precisamente, cuando él ya había mostrado su predilección por Satán.

—Alabado sea —murmuró ahuecando la voz el doctor Braunschweige.

Mrs. Dualimost y Mrs. Maulmot rieron al mismo tiempo.

—A veces me pregunto si usted cree de veras en las cosas que ha prometido creer, querido doctor. Pero seguiré adelante como si no hubiera apreciado la ironía. Me disponía a decir que los experimentos realizados con los vimanas, al menos a este lado de la Alemania nazi, habían permitido entender muchas cosas acerca de la naturaleza del espacio-tiempo, pero en opinión de los responsables del proyecto su evolución había quedado estancada debido al poco riesgo asumido en su desarrollo. Venían a decir que los conejillos de Indias utilizados en la experimentación tenían un límite en el umbral de ruptura de su propia cordura, mientras que otro conejillo con el juicio ya previamente perturbado no tendría techo alguno. ¿Dónde están los límites para esa intensidad del color, para esa fabulosa irisación del alma? Así que, dada su posición al frente de varias instituciones psiquiátricas, la CIA suministró al profesor Quark varios de esos acumuladores con la petición expresa de que los emplease en el género defectuoso de los locos sin remedio. Quark, obediente, localizó seis casos en los que la energía producida por los vimanas alcanzaba unas cotas más allá de toda expectación. Un tal Bill Painter, de Paintsville (Kentucky), canalizó decenas de imágenes de un planeta habitado más allá de la constelación de Sirio, exponiéndose a la fuerza de los rayos lumínicos que emanaban de un par de vimanas y valiéndose simplemente de una Polaroid que disparaba cada diez segundos mientras la apretaba con fuerza contra su lóbulo frontal. Una tal Anna Dark, de Anadarko (Oklahoma), localizó el botón de pausa del universo, y también describió cómo el calentamiento de la ionosfera por medio de un continuado bombardeo de microondas podía ocasionar temblores de tierra y tsunamis en un punto previamente seleccionado del planeta… cosa que, por cierto, ya conocíamos, gracias a los cuadernos y varillas de un prodigioso checo. También estaban el señor Hauterre, de Terre Haute (Indiana), y la señora Foxtrot, de Charleston (Carolina). Todos ellos nombres supuestos, desde luego. Cinco de esos sujetos no se sobrepusieron a las condiciones cada vez más extremas de los experimentos y desgraciadamente (como suele decirse en estos casos) murieron. Solo uno de ellos sobrevivió. Me estoy refiriendo a usted, señor Veryl. Lo que usted logró trasciende la capacidad de sorpresa del ser humano porque llega mucho más lejos de lo que se circunscribe al aura de su capacidad intelectiva. Visiones del pasado, la apertura de puertas astrales, viajes en el tiempo, el descorrimiento de ese velo de bruma mercurial que separa al peregrino humano de las montañas donde habitan los Superiores Desconocidos.

—También conocidos como annunakis, con permiso de Sumeria —comentó Braunschweige.

—Colores y más colores. Olores y colores. Un alfabeto nuevo de iluminaciones y sensaciones, oculto tras la gramática visible del mundo. En nuestra excitación, nos dimos cuenta demasiado tarde de que se estaba creando una fisura en el espacio-tiempo. La mente del señor Veryl había doblegado esa altiva curva a su antojo, lo que naturalmente tendría consecuencias. Y créanme… Llegó un momento en que lo de menos era que el profesor Quark se hubiera vuelto completamente loco a causa suya.

—Es inútil —protestó enérgicamente Braunschweige, poniéndose en pie—. Creo que no va a querer escucharle mientras siga dirigiéndose a él por ese nombre. Estamos perdiendo el tiempo.

—Ah, sí, cierto. Como he sugerido antes, estoy familiarizado con ese curioso problema. Siéntese, Braunschweige. Así está mejor. Bien, contra eso me temo que no puedo hacer nada. Lo que yo pueda decirle, señor Veryl, le dejará absolutamente indiferente mientras siga creyéndose que ese tal Hyde…

—Clyde —dijo Braunschweige.

—Clyde —repitió Faustmann— y usted son la misma persona. Un momento: ¿Clyde? ¿Como Virgil Clyde?

—Ese mismo.

Faustmann boquiabierto.

—Vaya… Interesante elección. ¿De qué podría conocerlo? El señor Veryl solo lleva unos días en Ábaddon, y si no me equivoco Virgil Clyde lleva ya como… ¿cuánto? ¿Seis meses muerto?

—Siete meses y cinco días, exactamente. Yo soy el primer sorprendido, puede creerme.

—Lo comprendo, lo comprendo, uno nunca espera ver resucitar a los viejos amigos… o como quiera usted llamarlo. Pero realmente es un fenómeno de lo más extraordinario. Siempre he dicho que entre la vida y la muerte media un solo paso: el del buscador de setas que, cestillo en brazo, avanza inconscientemente entre la bruma y el borde del precipicio. Pero una cosa es eso y otra muy distinta poder pasar de la bruma al borde como nos venga en gana. En fin, olvidemos esto por el momento y levantemos ahora un pico del telón de esa misma bruma. Si no le importa, Mrs. Smit…

La silueta correspondiente dejó algo sobre la sólida figura geométrica que había junto a ella (una mesita con cuatro cortas patas) y se dirigió a la puerta. La bocanada de luz procedente del fondo inundó el lugar durante unos segundos. Antes de que Mrs. Smit la cerrase de nuevo, el remanente de aquellos átomos luminosos se reunió en torno a otra sombra en la que poco a poco se fueron perfilando los rasgos de… ¿De quién, exactamente?

Oh, también a ti te conocemos. La rubia escultórica de las fotografías que nos hacía mirar con tanto empeño Athena Grab. La señora Veryl.

Entró, observó. Bajó la cabeza, saludó con un suave murmullo y miró a un lado y otro del suelo, buscando probablemente la marca que había dejado para ella el director de escena. Insegura, levantó la vista en dirección al palco. Un poco más a la izquierda, un poco más a la izquierda. Junto a la silla de… Eso es. Encontró la marca. Suspiró. Se sentó.

Y aquí, la señora Veryl procedió a ubicar entre susurros y con la cabeza gacha su lugar en la trama. En dos pinceladas trazó un eje cartesiano simple (espacio X, tiempo Y) y fue situando en él las distintas coordenadas que constituían su historia con Veryl: el papel convencional de una mujer convencionalmente enamorada. Había amado a su marido apasionadamente, había tenido una hija. Había pasado por todas las convenciones del amor cortés moderno antes de pasar por otra convención más: la de ser víctima de un engaño, la de verse traicionada por el hombre al que amaba. Pero aquí la convención dejaba de serlo: la traición de Veryl no había consistido en engañarla con otra mujer. Nada tan superficial, tan previsible. Se trataba de algo mucho más torcido y rebuscado… y como elemento de comparación, solo podemos pensar en la bala que, después de rebotar en veinte sitios (la puerta de metal, la gárgola, la cornisa), alcanza finalmente su objetivo.

La doctora Grab ya me había adelantado parte de esa historia: los líos de Veryl con un grupo terrorista de patriotas americanos que tenían previsto atentar de manera inminente contra… un objetivo fantasma, aparentemente. La doctora Grab no parecía saber qué objetivo era, ni le importaba; tampoco la señora Veryl debía de saberlo. Ni el mismo Veryl lo sabía, por lo visto. Podía ser el presidente de la nación, como la Estatua de la Libertad, como el cartel de neón que saluda al jinete fantasma, al futuro suicida, con un lacónico Bienvenido a Las Vegas. No importaba: el objetivo era lo de menos desde que Veryl se internó en el callejón que no debía; desde que abrió la puerta equivocada. Desde que Veryl, en resumidas cuentas, se convirtió en el objetivo.

—En 1981 comenzó usted a descender el camino que le llevaría hasta esta madriguera, señor Veryl. Sin pretenderlo, aliándose con el diablo, por así decir, puso un precio a su cabeza… y déjeme decirle que, al intentar escapar por la puerta de atrás sin pagar ese precio, el precio acabó siendo su cordura.

—Una genialidad oblicua, por nuestra parte —dijo Braunschweige—. Pero al final, nosotros lo necesitábamos loco. De nada nos servía el cuerdo que era.

—La cuerda, el cuerdo… Qué curiosas refractaciones tiene a veces el lenguaje. Pero así es. Habíamos seguido muy atentamente su recorrido existencial tras el hiato en Eagle’s Creek, señor Veryl, de cuyos muros, lamentablemente, tuvimos que liberarle cuando los chismorreos que llegaron al maldito Senado nos dejaron sin fondos con los que mantenerle…

—Aunque en realidad, señor Veryl, usted nunca salió de allí. Siguió viviendo fuera de sus fronteras, eso sí. Se curó solo, no sabemos cómo. Pero nunca salió de allí.

—Claro que tampoco nosotros le olvidamos a usted. Seguimos observándole, día tras día, año tras año… y he de decir que nos vimos algo sorprendidos por los efectos que obraron en usted nuestros experimentos astrales. Se había convertido en toda una máquina de conocimientos. Historia, idiomas, ciencia, religión… ¿Qué materia, qué conocimiento no dominaba usted, señor Veryl? Todo lo sabía, incluso lo que aún estaba por saberse. Los hechos posibles eran para usted el resultado de unir dos puntos en el espacio. Sumaba la luna y Lorena y obtenía al pequeño Wieland. Sumaba un egipcio y los hermanos voladores y obtenía dos torres ardiendo. Parecía la memoria de Dios, nada menos.

—El descodificador humano del registro akásico.

—La pulpa del universo, si lo prefieren. Pero nosotros necesitábamos algo más que eso, señor Veryl. Su cordura, y solo Dios sabe cómo le había sido devuelta, mantenía a raya las infinitas posibilidades de su mente, las que habíamos advertido y explorado en las investigaciones emprendidas por el doctor Quark, las que todavía queríamos seguir investigando… Ergo, su cordura, a efectos prácticos, nos resultaba un verdadero estorbo. De manera que tuvimos que pensar un buen plan, una estrategia para liberar su pobre mente de las cadenas de la razón. Y no fue fácil, señor Veryl, no fue nada fácil… Hasta cierto punto, de cara al futuro inmediato en el que necesariamente tendríamos que abordar a su esposa, simplificó las cosas que usted mismo se nos ofreciera a nosotros. Aquella larga carta, ¿recuerda? Tan explicativa, tan neuronal, tan llena de ethos y de verdad moral… Ejerciendo otra vez de Informador, aunque de otra manera: informándonos de lo que ya sabíamos, de lo que menos nos importaba saber. Pero, naturalmente, con eso no bastaba. Eso no significaba nada. Y al final nos obligó a emplearnos a fondo para devolver su cerebro al estado defectuoso.

—No imagina cuánto. ¿Y qué hemos terminado poniendo en el extremo del sedal? Una niña muerta. Perdonen la crudeza.

—¿Una niña muerta?

La tierna voz, como en otra frecuencia, de Mrs. Daily, recién despertada.

—Tiroteada además, mi querida Mrs. Daily, y en un pueblecito de admirable nombre: Livingmire, si no recuerdo mal. Supuestamente (disculpen la ironía), las balas buscaban al señor Veryl, pero dieron con ella. Esas cosas pasan.

—Su cabeza, por suerte, no sufrió ningún daño, lo que siempre facilita las cosas.

—Todo dentro de lo previsto, mi querido Braunschweige. No habíamos esperado veinte años para luego meter la pata.

—Naturalmente que no. Pero, aunque para nosotros el señor Veryl, en su recuperado estatus como loco de atar, estaba en unas condiciones óptimas, a efectos legales era completamente inservible.

—Desde luego. El profesor Quark solía decir que la naturaleza pierde mucho mirada al trasluz del papel administrativo. No, la verdad es que no lo dijo, pero podría haberlo dicho. Administrativamente hablando, el señor Veryl era papel mojado… así que para trasladarlo a Ábaddon tuvimos que solicitar la ayuda de su gentil esposa. Oh, pero créanme, es tan difícil entrar en razones con un mar de lágrimas… Uno tiene que ser todo un Moisés para conseguir dividir las aguas y poder abrirse paso hasta la otra punta del estrecho canal intermedio. No digo que no lamentemos profundamente el daño que le hicimos, señora Veryl. Pero por si una disculpa no es suficiente, le diré una vez más que si hicimos lo que hicimos y dijimos lo que dijimos fue simplemente por su propio bien. Tenía que escucharnos. ¿Y le hemos mentido acaso? ¿Mentíamos cuando le dijimos que su hija volvería con usted?

—Pero no somos unos bestias. No lo expresamos de ese modo.

—No, naturalmente que no. Ella sabía muy bien que la niña estaba muerta… pronunciando tan flexible estado con todos los entrecomillados posibles. Lo que hicimos fue explicarle a la señora Veryl quién era en realidad su marido y por qué lo necesitábamos. Le hablamos de una serie de experimentos bastante demenciales que habían tenido lugar veinte años atrás. Contactos astrales con el limbo, identificación de espíritus errantes mediante el reconocimiento de patrones de energía. Un día cualquiera en el manicomio de Eagle’s Creek, en pocas palabras.

—Pero usted sabe que no es así. Demenciales.

—No, no es así —concedió Faustmann—, pero este caballero tiene que entendernos de alguna manera. Lo que le contamos a la señora Veryl fue un resumen en blanco y negro de los experimentos que pensábamos llevar a cabo en Ábaddon. Le contamos que su marido tenía el poder de resucitar a la niña. Que, si hacía caso a nuestras peticiones, el señor Veryl canalizaría el espíritu de la pequeña a través de la mente y lo devolvería a su cuerpo con ayuda de nuestra avanzada tecnología.

—Menuda historia —rio Braunschweige—. Los locos han tomado el manicomio y hasta las cámaras de criogenización.

—Podemos entenderla —musitó Mrs. Maulmot, con la voz quebrada. Mrs. Dualimost dejó caer una mano sobre la rodilla de la señora Veryl y asintió con la cabeza.

—Claro que la entendimos. Entendimos que la señora Veryl nos tomara por locos… y que, aun así, eligiera lo imposible.

—Lo cual —repuso Faustmann— no resultó tan imposible como pensaba. Usted ha visto a su hija, ¿verdad, querida? Ha visto el lugar en el que la conservamos.

—Dígalo en voz alta, señora Veryl. Que todos la oigamos.

Reducida a las dos dimensiones de su sombra, la señora Veryl apretó el borde del abrigo sobre las rodillas y bajó la cabeza.

—Sí…

—¿Qué ha dicho?

Alzó la cabeza. Rendida, furiosa. Dos puntitos brillantes a modo de ojos.

—He dicho que sí.

Braunschweige unió las manos con una sonora palmadita:

—Bueno, bueno. Que me maten si no acabo de sorprender un sugerente estremecimiento en el cuerpo del señor Veryl. ¿Alguien llama a la puerta, amigo mío?

—Los calambres del parto, sin ninguna duda —dijo Faustmann—. Venga, venga, aguante un poco más. Entiendo que a una parte de usted todo esto le resultará absurdo. Pensará que no tiene la menor lógica, que ha caído en manos de un puñado de locos. De acuerdo, hágalo, manténgase firme si quiere: el orgullo de su sentido común quedará a salvo. Pero vea adónde le ha llevado el sentido común: quería salvar el mundo y lo único que ha logrado con ello es que matasen a una niña inocente. No, no, está bien, está bien, todos cometemos errores… Pero lo que le estamos ofreciendo, señor Veryl, es una oportunidad de cambiar las cosas. Una oportunidad de corregir sus errores: acepte de una maldita vez que usted es Dante Veryl, que todo esto es real y hará lo que nosotros le digamos, y a cambio su hija vivirá… y seguirá viviendo mientras a usted no se le ocurra hacer ninguna tontería.

—No seas otro si puedes ser tú mismo, como dijo Paracelso.

—Puede que no nos crea, y no tendría por qué creernos. Pero mírelo de este modo, si le parece: entre una esperanza imposible y ninguna esperanza, ¿con qué se queda usted, señor Veryl?

—Una esperanza imposible y ninguna esperanza. Créanme, no sé qué clase de decisión es esta.

—Puro veneno para un padre que acaba de perder a su hija, como quien dice.

—Pero todo veneno es un remedio, visto desde el otro lado de la puerta.

—Bien dicho, doctor. Y ahora, usted decide en qué lado de la puerta quiere estar, señor Veryl. Necesitamos su compromiso. Le hemos explicado todo esto porque queremos que entienda lo que significa. No es nuestra intención ocultarle nada. Cuando le enseñemos a la niña… porque le enseñaremos a la niña… se acabaron las ceremonias: nos tendrá que dar una respuesta, aquí y ahora. Salvarla o dejarla morir… otra vez. Como puede imaginar, ya nos gustaría a Braunschweige y a mí que esto no dependiera de su elección. Realmente, es algo sumamente molesto para todos. Si únicamente dependiese de nosotros, puede estar seguro de que entraríamos a cuchillo en ese cerebro suyo y arrasaríamos con todo. Pero hasta al vampiro le tienen que permitir la entrada al tentador invernadero de cuellos que ha visto al otro lado de las ventanas, por no hablar del propio diablo, obligado como el que más al papelito administrativo.

—La energía ni se crea ni se destruye, solo cambia de dueño, que diría mi viejo amigo Dreyfuss. Así está hecho el universo, porque no todos tenemos la suerte de ser usted: no tenemos la suerte de que el universo nos informe directamente de cuanto le ocurre. Y, por otro lado, está bien que sea consciente de lo que se juega, señor Veryl. No nos gustaría que un día fuéramos a buscarlo a su habitación y nos enterásemos de que ha muerto tragándose su propia lengua.

—Bien, bien, se puede decir más alto pero no más claro. ¿Qué decide usted, señor Veryl? Recuerde que ha llegado al fondo de la madriguera. Siempre puede intentar escapar de ella, claro. Escarbando, y escarbando, y escarbando…

—Pero no vaya a escarbar hasta el infierno —bromeó Braunschweige.

—La matriz del macrocosmos, en palabras nuevamente de nuestro querido Paracelso. Aunque el aviso llega tarde, doctor. El señor Veryl ha escarbado ya lo suficiente como para verle las tripas al planeta.

—Siempre puede seguir escarbando. Siempre puede subir bajando por el otro lado.

—Interesante esguinzamiento de la gramática. Pero entiendo que una vez se han violado las reglas físicas…

—Mire, Faustmann. Está cerrando los ojos.

—No, observe. Los está abriendo.

—Es verdad. Y ahora los ha cerrado —dijo Braunschweige—. Bueno. Solo nos queda esperar que siga aquí cuando los abra…