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En el principio fue el Ruido, y no el Verbo. Y si fue un verbo, debió de ser el producto de un lenguaje ensordecedor. En 1965 (unos trece mil setecientos millones de años después del Ruido), los astrónomos Arno Penzias y Robert Wilson alzaron en Holden (Nueva Jersey) una antena de su invención (similar a una especie de caracola abocinada, similar a su vez a la Turbinella pyrum, el shankha bhasma de los rituales budistas: una trompeta que simboliza con su balido el sonido om), mediante la cual lograron detectar una misteriosa radiación que no parecía tener relación alguna con la Vía Láctea. Abarcaba la inmensidad del cielo día y noche, todos los días del año. Tras un paréntesis de discusiones, debates, investigaciones y estudios, Bernard F. Burke, profesor de Física en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, solucionó el enigma planteado por aquella radiación celeste: Penzias y Wilson habían detectado nada menos que la radiación que inundó el universo tras el Big Bang; aquel fondo cósmico, aquel telón de microondas, era su eco. Su oración constante, por así decir. Convertido en longitud de onda, y la onda en señal acústica, el oído humano lo hubiera percibido, sin embargo, no como la vibración de un monstruoso gong, ni como un murmullo místico, sino como una explosión brutal, pavorosa… siempre en el caso, por supuesto, de haber podido resistir su estruendo.

Tras un sobrecogedor pálpito (un breve estertor, un escalofrío ultrarrápido), el universo se expandió a idéntica velocidad en un período de inflación, seguido, tras unos veinte microsegundos, de un proceso que al morador del tiempo actual le recordaría a la sintonización de un televisor analógico. Un plasma de nieve electromagnética revistió los confines del universo, hasta que su crecimiento progresivo y el descenso de la temperatura le permitieron reproducir las primeras imágenes de sí mismo: neutrones y protones, básicamente. Zigzagueando, silbando y crepitando en busca de forma. Pero el proceso no se detuvo ahí. El universo, como un dragón saliendo de un huevo, siguió creciendo. Todos sus músculos se desperezaban, todos sus huesos crecían, se retorcían y doblaban hasta lo que cabría denominar su propio horizonte de sucesos. De traspasar ese horizonte no tardaría en desgarrar sus tejidos, en esguinzar sus articulaciones, en escurrir sus vértebras como un paño mojado: en morir, sencillamente, estirado como un hechicero medieval en ese potro de torturas. Conmovedor, único, terrible, que ya desde el momento de su nacimiento el universo (pobre universo, doblado en dos, resollando como una parturienta con las manos en las rodillas; tembloroso, goteante de sudor y de lágrimas) rebasara con creces su umbral del dolor. Y eso nos lleva a preguntarnos de qué modo —si casi catorce mil millones de años después aún percibimos su grito de horror y tensión— debió de gritar entonces. No podemos siquiera empezar a imaginarlo. No podemos. De hecho, esto lo estoy describiendo en términos antropomórficos, un poco a la manera del troglodita que trazaba garabatos en las cavernas. El grito no emitía ondas de sonido propiamente dichas porque no había nada todavía que pudiera transmitir aquel estruendo, o relanzarlo, o embolsarlo. No había un «hay». Resuena y resuena simplemente porque no existe en el universo nada que lo detenga, porque tampoco entonces (cuando no había tampoco un «entonces») existía nada que pudiera detenerlo. Porque el esfuerzo de nacer fue algo tan milagroso que no había siquiera un punto, un lugar, un límite a partir del cual un ruido semejante pudiera dejar de ser percibido en términos de distancia, o incluso de ultrasonidos. Porque el universo, en verdad, es el grito.

Ahora, observemos esto un poco más despacio. Mirémoslo a través de una lente retardada.

En el instante anterior al Big Bang (cuando ni siquiera existía el tiempo de Planck; cuando todo se reducía a la energía contenida en una cabeza de alfiler infinitesimal), el universo estaba tomando aire para lo que había de venir, armándose de valor, llenando el abismo sin fondo de sus pulmones. Y luego rugió. Lo hemos visto rugir. Y luego, el dolor y el temblor le hicieron estremecerse entre jadeos. También lo hemos visto temblar. Por todas partes, los componentes producidos por esa monstruosa descarga de energía (las perlas del llanto, los diamantes de esfuerzo) giraron y siguieron girando, empujando los bordes de la nada, creando un lugar en donde antes solo había vacío… y ni siquiera eso. A los tres minutos, el sudor y el llanto quedaron condensados en un vasto océano de hidrógeno, radiación y helio; el universo es ahora un monstruo de fuego, una hidra de prodigios cromáticos, una criatura todo dolor y llamas cuyos órganos vitales difunden por sus tejidos una terrible sucesión de escalofríos, de estallidos nerviosos tan potentes como una fusión nuclear. Pasan los minutos: estos son los quarks y los gluones, estos los bariones (y aquí el protón y el neutrón, unidos en el centro de esta cristalina esfera: la pareja que baila bajo la nevada artificial de un giro de muñeca). Luego, trescientos mil años de vómitos y resuellos. El universo comienza a enfriarse. La materia empieza a adquirir nuevas formas. Bienvenidos, átomos. Nubes, estrellas, galaxias, bienvenidos.

La formación de estrellas y sus regiones de altas temperaturas favorecen la aparición de los átomos pesados, que abren a su vez la posibilidad de la vida en el universo. Newton, Mozart, Einstein, Hitler (el pequeño Wieland), la adicta a los tabloides del apartamento de al lado, son la consecuencia de esa posibilidad. Esta es mi estatua de bronce, dice el universo, este es mi busto de mármol: el cerebro humano. Cien mil millones de neuronas que reproducen en un espacio mínimo las cien mil galaxias del universo visible. Su formación, a decir verdad, es muy similar a la del propio universo: comienza con el estallido de una célula. Este súbito chispazo, este Big Bang en miniatura, dará lugar a la multiplicación ultrarrápida de unas células nerviosas primitivas llamadas neuroblastos: nuestra inflación cósmica, nuestro plasma de quarks. Inmediatamente después, la edad oscura (un simple pestañeo) seguida de una espectacular bariogénesis: migración y agregación neuronal, formación de conexiones, recubrimiento de los axones por medio de la mielina, todo ello mientras el cerebro se desarrolla a un promedio de doscientas cincuenta mil neuronas por minuto en seis capas perfectamente diferenciadas. He aquí nuestras galaxias, nuestras nubes de Oort, nuestro cinturón de Kuiper; he aquí, también, nuestros agujeros negros. El microcosmos se encuentra con el macrocosmos, el abismo se mira en el abismo, etcétera. Puede que sus diferentes interrelaciones no respondan a una misma ley: la ley de la gravitación universal nada tiene que ver con el complejo reparto de la información a través de las autopistas sinápticas. Pero tengamos en cuenta que la ley de la gravedad como factor de desplazamiento no es nada frente a la hipótesis topológica de los agujeros de gusano, una suerte de atajo entre dos puntos alejados en el espacio y el tiempo que, después de todo, en nada se diferenciaría de la sinapsis neuronal. Esta galaxia de aquí, y esta otra situada a tantos miles de años luz de distancia, están en realidad más cerca de lo que parece: a una simple conexión sináptica, a un breve destello de electricidad la una de la otra. Si entendemos esto, podemos entender también algo sumamente asombroso: que el universo y nuestro cerebro se desplazan de la misma manera. Piensan de la misma manera. Un agujero de gusano no es más que la versión a escala cósmica de lo que en nuestro cerebro se resuelve como un estremecimiento entre membranas plasmáticas; en nuestro cerebro, el pensamiento es el producto de poner en comunicación dos extremos de un mismo (y apenas ni eso) agujero de gusano. Y esto sería solo el principio.

Ahora, imaginemos por un momento lo que puede ocurrir si uno de esos agujeros, una de esas regiones acanaladas y anilladas como un enorme gusano, se convierte en una madriguera sin fondo. ¿Adónde se dirige el pensamiento? ¿A qué ignotas regiones? A las mismas, seguramente, a las que el universo se vería arrastrado tras la muerte de un sistema planetario, el apagón de una galaxia entera, el ensombrecimiento de un circuito neuronal aislado.

Y luego el siguiente. Y después el siguiente.

¿Hasta dónde?

Quién sabe… Hasta el universo del doctor Alzheimer. Hasta el universo del doctor Bleuler. Hasta el universo del doctor Caligari.