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No voy a decir que no lo esperase, pero, aun así, la noticia de mi futura paternidad me supuso una conmoción parecida a la que me invadió al contemplar las imágenes de la central Lenin devastada por una explosión atómica. Ser padre otra vez, después del profundo bache en el que me había sumido la muerte de Celeste, no era algo que entrase en mis planes. Me sentía incapaz de traer otro hijo al mundo, y aún menos de cuidarlo como debía, supongo que convencido a un nivel más o menos consciente de que esa experiencia reavivaría el dolor de un montón de viejas heridas que ya creía superadas. Por otro lado, también era cierto que alguna vez Caroline y yo habíamos comentado vagamente la posibilidad de tener un hijo, pero no creo que ninguno de los dos hubiésemos hablado alguna vez de ello alentados por un auténtico deseo de formar una familia, sino más bien porque la mera idea nos hacía sentir más unidos, por muy seguros que estuviéramos de que para ser felices en nuestro matrimonio nos bastábamos el uno al otro. Pese a todo, tras los inevitables momentos de indecisión y duda empecé a sentirme más tranquilo, más en paz con el mundo, de lo que me había sentido en muchos años. Incluso la redacción del libro se vio afectada por aquel nuevo giro en nuestras vidas, tanto que tardé semanas en volver a encontrar el equilibrio exacto de ansiedad y angustia para abordar el trabajo con la seguridad y la convicción que había mostrado hasta entonces.
Quizá fue la inesperada llamada telefónica de Neil, de gira con su nueva banda en el otro lado del Atlántico, lo que revivió en mí aquello que necesitaba para seguir escribiendo. Neil acababa de lanzar al mercado su segundo álbum con The Grim Reapers, titulado simplemente Reaperman, y en mitad de una charla por otro lado banal me contó que había escrito uno de sus temas inspirado por lo que acababa de suceder en Chernóbil, y la terrible visión que había tenido del tercer ángel del Señor soplando el veneno de la muerte por su trompeta. Fue un comentario tan desconcertante, tan fuera de lugar, que no supe qué responder. Pero Neil siguió hablando sin parar, recordando su época de okupa sin dinero en el Londres de 1980, su convivencia con aquel tipo extraño, Scott Burkin, que afirmaba escuchar en el teléfono las conversaciones que Dios mantenía con los ángeles destinados a romper los sellos del apocalipsis, e incluso aludió a Zaid, Abdelghani y el ruso Dimitri, además de otros misteriosos individuos a los que había conocido y tratado en Berlín, mucho después de que yo hubiese decidido poner tierra de por medio entre su vida y la mía. Tras escucharlo hablar durante más de una hora acerca del «Ángel del Abismo», las alcantarillas de Fulham Park y la invasión soviética en Afganistán, consideré que mi paciencia había tocado fondo, y, sin poder disimular mi desagrado, quise saber por qué demonios me contaba todo aquello.
—A decir verdad, ni yo mismo lo sé —fue su respuesta—. Tal vez porque eres la única persona verdaderamente cuerda a la que he conocido en mi vida, y supongo que en el fondo me gustaría que me dijeses que todo esto no es más que un montón de locuras.
—Te recuerdo que pasé varios meses en un manicomio —respondí—. Si esa es tu idea de una persona cuerda, no quiero ni pensar con qué clase de tipos te estás codeando desde que no estoy ahí para velar por ti.
—Eso significa que tú has pasado la prueba. Lo peor de los locos de este mundo es que ni siquiera saben que están locos. ¿Te enteraste de que Reagan habló de achicharrar a los rusos?
—Lo vi por la tele —dije—. Una cagada en toda regla.
—Habría que preguntarse quién está más loco, si Reagan o el tipo que intentó matarlo en nombre de la pequeña Jodie. Aunque, para ser sinceros, creo que Reagan lo supera con creces. Acaba de lanzar al espacio un cohete y no se le ha ocurrido otra cosa que dedicarlo al pueblo talibán, «esos valientes luchadores por la libertad».
Aquel comentario me llamó la atención. Que yo supiera, la noción de que los talibán estaban en el lado de los buenos (mientras, curiosamente, los musulmanes en general ocupaban el bando de los malos, como acababa de probarse con el ataque sobre Libia y las mansiones de Muamar el Gadafi, acusado por los Estados Unidos de albergar en su país células terroristas que estaban actuando contra intereses americanos) era poco menos que un lugar común, un pensamiento que compartía sin reservas la mayor parte del mundo civilizado.
—¿Y qué hay de raro en ello? —dije, por tantearlo—. Reagan cree que los talibán y los Estados Unidos de América forman una causa común contra un enemigo común.
—Y algo me dice que al hablar del «enemigo» no te estás refiriendo al nuevo embajador de Exteriores de Irán, más conocido como el Joker —bromeó Neil—. Bueno… También he oído que el próximo Rambo y el nuevo James Bond van a mostrar a los talibán como héroes por la libertad. Al fin y al cabo, los rojos siguen siendo los malos de la película, ¿no?
No supe qué decir, si es que había algo que añadir a aquellas palabras; por primera vez desde hacía mucho tiempo, tuve la impresión de que Neil sabía algo que yo también sabía, que habíamos llegado a las mismas conclusiones, aunque abriéndonos paso por caminos distintos. Tras unos segundos de silencio, Neil volvió a hablar.
—¿Recuerdas a Osman? ¿El Osman del que te habló Zaid?
—Sí —respondí.
—Lo conocí en Berlín hace dos o tres años. Un sujeto poco común, por llamarlo de alguna manera. Nos llevamos bien, y eso que soy lo que él definiría como un ejemplo de los corruptos valores occidentales. Supongo que le sorprendió mi conocimiento de la Biblia, y que en el fondo mis pensamientos sean los de un viejo puritano en busca de un poco de luz.
—¿Y qué tiene de especial? Zaid se consideraba amigo tuyo, y no creo que en eso difiriera mucho del tal Osman. Lo que me sorprende, sinceramente, es que exista.
—Pues existe, puedes creerme. El tal Osman es el líder de la resistencia talibán contra los soviéticos. No es un Zaid, ni un Abdelghani, no es ningún peón de tres al cuarto. Si él dice que el enemigo no es la URSS, sino la podrida moral de Occidente, te aseguro que puedes temerte lo peor.
—¿Y es eso lo que dice?
—No tan abiertamente como Reagan habló de bombardear a los rojos, pero sí va más en serio que el demente de la Casa Blanca.
—De acuerdo —dije—. Supongamos que es así. ¿En qué medida debería afectarnos todo esto? Quiero decir, si ese Osman se convierte en un peligro público para la estabilidad de Occidente, lo más probable es que Europa o Estados Unidos se pongan el traje de faena y lo vuelen del mapa. No sería la primera vez, y tampoco imagino que fuera a ser la última.
—No crees ni una palabra de lo que estás diciendo, ¿verdad? —repuso Neil.
Callé. La verdad era que no, y tenía más de cuatrocientas páginas mecanografiadas en mi estudio para demostrarlo.
—Ahora mismo no estoy muy seguro de lo que creo —respondí—. Pero, en cualquier caso, ¿por qué debería importarte? ¿Y por qué piensas que yo debería interesarme en todo esto? Ese Osman, el maldito Zaid, Scott Burkin… Hace años que no cruzamos una palabra, y resulta que me llamas para contarme una película de espías.
—También te llamé hace dos meses —replicó Neil—, y tres veces más unos seis meses atrás. Tu mujer me dijo que estabas escribiendo un libro, y por lo que me comentó de él, no creo que haya alguien en todo el mundo más apropiado para escribirlo que tú. Esto te pertenece. Yo solo te he contado lo que sé, pero estoy seguro de que tú sabrás ver mejor que nadie lo que hay detrás. Siempre has tenido ese don. Y ahora que por fin he dicho lo que pensaba, debo admitir que es un don que, en ocasiones, me ha dado bastante miedo.
Durante unos instantes no pude decir nada. Me sentía avergonzado, no tanto por saber que Neil había estado detrás de mí cuando yo ni siquiera me había molestado en telefonearle ni una sola vez en tres años, sino porque de ese modo hubiera tenido que enterarse de que su viejo amigo estaba casado.
—Neil, te aseguro que no sabía una palabra de tus llamadas. Si Caroline me hubiera dicho que habías intentado ponerte en contacto conmigo, no habría dudado en telefonearte.
—Tranquilo —dijo—, es un secreto que tu esposa y yo compartimos. Desde el primer momento me dejó claro que no quería interrumpirte mientras estuvieses escribiendo tu libro. Hablamos dos o tres veces más, pero nunca logré pillarte lejos de tu maquinita. Cuando en una de nuestras amables conversaciones me dijo sobre qué escribías, se me ocurrió que debías saber todo esto. Por alguna razón, cada vez que pienso en Osman no puedo dejar de pensar en Burkin, y en cuanto pienso en Burkin, no puedo evitar pensar en Chernóbil. Sé que todo esto parece no tener sentido, pero de alguna manera lo tiene.
—Lamento no haberte invitado a la boda —dije, sin poder sobreponerme a la vergüenza que sentía—. Me gustaría tener alguna excusa por no haberlo hecho, pero no la hay.
—Has tenido mucha suerte con ella —replicó Neil—. Solo hemos hablado un puñado de horas en estos seis meses, pero es suficiente para saber que el peregrino ha llegado por fin al paraíso en la tierra.
—Gracias, Neil —dije—. Y eso no es todo. Vamos a tener un hijo.
—Oh —respondió Neil—. ¿Niño o niña?
—Aún no lo sabemos. Caroline solo está de dos meses.
Neil hizo una pausa valorativa; al cabo de un rato, después de exhalar un profundo suspiro, volvió a hablar:
—En otras circunstancias, no sabría si darte el pésame o la enhorabuena. Pero sé lo que esto significa, y me alegro mucho por ti.
—Me costó un mundo aceptarlo, pero ahora mismo estoy loco por tener a esa cosita en los brazos.
—Tan cursi como suena —rio Neil—. ¿Habéis pensado ya en un nombre?
—Tal y como están las cosas —bromeé—, creo que lo llamaremos Chernóbil. Caroline me dio la noticia en el mismo momento en que veía el reactor nuclear envuelto en llamas en la pantalla del televisor.
—En un mundo perfecto, llamarlo así tendría hasta cierta gracia. Pero ambos sabemos que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, y teniendo eso en cuenta, no creo que sea una buena idea llamar a tu hijo Ajenjo.
—¿Es eso lo que significa chernóbil? —pregunté.
—Exactamente eso —dijo Neil—. Ajenjo, como lo que el ángel hizo caer sobre el mundo al sonar la tercera trompeta. Toda una casualidad, ¿verdad?
Si hubiera recordado mejor el pasaje del Apocalipsis al que Neil acababa de aludir, lo más probable es que se me hubiera helado la sangre en las venas. Pero solo miré la fotografía de la central Lenin que colgaba en un tablero sobre el escritorio, al fondo de un pequeño claro que se extendía tras cientos de páginas mecanografiadas, varias pilas de recortes de periódicos y una montaña de libros que amenazaban con venirse abajo en cualquier momento. Nunca hasta ese momento me había fijado en el dibujo que la central tenía junto a uno de los cráteres abiertos por la explosión. Era el icono característico con el que se identificaba lo que el filósofo griego Lucrecio había llamado «mónada» y el alemán Leibniz definió como «átomo»: unas elipses cruzadas girando en torno a un punto central. La versión renovada de la vesica piscis, la trinidad pitagórica, la diosa madre, la idea que los antiguos griegos tenían de la estructura del universo. Me quedé boquiabierto, y por un momento no supe qué pensar. Pero ahí estaba, claro como el día, ante mis propios ojos: el símbolo con el que gnósticos y pitagóricos explicaban la naturaleza del mundo era, sencillamente, un átomo.
—Creo que tienes toda la razón —dije.
—No solo eso —replicó Neil—. Todo esto es tan transparente como el agua. O lo sería —añadió—, si no fuera agua envenenada.