1

La irresistible ascensión de Braunschweige comenzó desde el momento en que Vril Technologies, de la perfumada mano de Sherlyn Holmes y Joan Watson, le abrió las puertas rectangulares de su sanctasanctórum. Doce bustos patricios, de diversas tonalidades dérmicas, en diversos grados de calvicie, unos más redondeados o angulosos que otros, se volvieron para mirarnos. Fastidiosamente guapo, Virgil Clyde; por tanto, menos sospechoso Walter Braunschweige: tal fue el veredicto visual, que se concretó en una corriente verbal dirigida casi por completo a quien, en todo caso, había llegado allí como simple carabina.

Y Braunschweige, como ya había sucedido ante Holmes y Watson, no defraudó. Impartió toda una lección de conocimientos tecnológicos ante los estremecidos miembros del Comité Científico. Habló alto y claro sobre la necesidad de «modificar los nuevos sintéticos de ácido glutámico (el poco difundido glutamato 2) estabilizando de antemano los niveles de ácido gamma-aminobutírico», pues «había comprobado» (él, vaya cara más dura) que «con los niveles actuales, y si bien en una preparación de cerebro aislado las pupilas aparecen en midriasis (fase de sueño), en la de encéfalo aislado permanecen en miosis (estado de vigilia), como les ocurre a los pacientes que han sufrido la lesión del hipotálamo posterior a causa de una encefalitis»: esto último citado casi verbatim de Von Economo, Die Encephalitis Lethargica, 1917, pero la parrafada en general pertenecía a Clyde, V., de un texto sin divulgar hasta entonces, e inédito hasta su fusilamiento por Braunschweige en una de sus primitivas simplezas de 1978.

Fuera como fuese, Braunschweige no necesitaba decir nada más, y, para no meter la pata, eso hizo: calló, volvió a sentarse, se limitó a pedir un cuenco de fruta (el muy traidor), y su silencio posterior se vio recompensado por un halo de asombro, un aura de reverencia y sobrecogimiento. Sherlyn y Joan intercambiaron algunos susurros con una de las más prominentes calvicies del aquelarre de sabios. El calvo habló con otro calvo, quien, a su vez, habló con otro calvo de jerarquía superior (este, al menos, tenía una pequeña orla de pelo por encima de las orejas), tras lo cual, apoyando pulgares e índices en el secante verde de la mesa, el trémulo caballero se incorporó lentamente, enarcó los hombros y felicitó a Braunschweige «por su imaginativa solución ad libitum a un largo y tortuoso problema», a lo que el resto de espléndidas calvas aplaudió académicamente a una sola mano, haciendo chapotear las yemas de los dedos en el borde de la mesa.

Y ahora, ejecutemos aquí el salto de caballo de la elipsis: la historia ha documentado tan ampliamente el triunfo de los necios que consideraría una redundancia explayarme en el auge y coronación de Walter Braunschweige. Lo más vergonzoso de todo no fue que un idiota ocupara un peldaño de jerarquía superior al que le correspondía por sus capacidades y sus logros, sino que alguien mucho más listo fuera incapaz de desenmascarar al impostor y reivindicar su derecho al trono. Pero Clyde, sepultado en la noche de su traje enlutado, aturdido y perplejo como estaba, no intentó siquiera defender ante aquel conventículo de gárgolas la propiedad de unos descubrimientos que Braunschweige había hecho pasar por suyos. Y Braunschweige, agradecido a su mutismo, aceptó dirigir el «importante proyecto» que le encargaron en aquel mismo instante solo a cambio de que a Clyde se le concediese un puesto de cierta responsabilidad «bajo su personal y estricta supervisión»… naturalmente con vistas a no quedarse solo ante un montón de maravillas de la ciencia que, sin la ayuda de Clyde, no hubiera soñado ni con empezar a descifrar.

Clyde, tampoco entonces, consiguió protestar. A lo máximo que llegó fue a pensar que había quienes morían por sentir la mitad de las cosas que él estaba sintiendo en aquel momento, y que ya era un logro bastante asombroso mantenerse en pie. Sin la compañía de su (ex) perrito faldero, embotado y en estado de shock como si hubiera sido violado (lo que de algún modo era cierto), regresó por su cuenta a Baltimore para ocuparse de la cruel vulgaridad de una mudanza épica y tratar de entender, si es que algo así era posible, qué había sucedido exactamente para que Braunschweige se hubiera convertido en Clyde y Clyde se hubiera convertido en la sombra de Braunschweige… mientras este, henchido como una vejiga, recorría las casitas sureñas de Albérigo de agasajo en agasajo, bendecido por millonarios tejanos, socios capitalistas, iluminados de la ciencia y demás destacados masones que enseguida identificaron las coloraciones de su alma y lo iniciaron sin dudarlo en su torvo lenguaje de símbolos.

De esta manera, Braunschweige y Clyde pasaron a engrosar las filas de Vril Technologies: Braunschweige como genio oficial, Clyde como secundario sin derecho a los créditos. En Vril sus investigaciones adquirieron el estatus de «proyecto de fin de carrera», lo que convalidaba sus estudios en la Universidad Johns Hopkins y, como descubrirían solo dos años después, incluso los aumentaba a la condición de «estudios de posgrado». Aquella manipulación de sus expedientes académicos, o, en el mejor de los casos, la revelación de que su labor para Vril gozaba de una consideración aún mayor que cualquiera de los méritos que pudieran obtener en la prestigiosa universidad en la que estudiaban, habría tenido que bastar para que ambos sospechasen de la longitud, flexibilidad y capacidad de presión de los tentáculos de tan misteriosa empresa. Pero Braunschweige no mostraba el menor indicio de que una cosa así pudiera ser etiquetada alegremente como «corrupción»: que algo así (aún menos) supusiera el menor atisbo de conspiración. A decir verdad, se veía que estaba en su ambiente, palpitante de dicha, respirando a pleno pulmón en aquella atmósfera enrarecida. A Clyde, en cambio, le faltaba el oxígeno (un oxígeno distinto, de cualidad moral), y, de hecho, para entonces había elaborado ya algunas sospechas, que aumentaron considerablemente al constatar además el secretismo que imperaba en lo que, a fin de cuentas, no dejaba de ser una expendedora de somníferos.

¿Pero realmente lo era? Las labores de Clyde en un diminuto laboratorio, iluminado como una morgue, situado al final de una hondonada de pasillos tres plantas por debajo del nivel del suelo, al que solo se llegaba después de trasponer una serie de escáneres ópticos, digitales y vocales, lo habían llevado a descubrir que los intereses de Vril no pasaban únicamente por conceder el consuelo del sueño a los insomnes. La producción de píldoras cada vez más refinadas, la calibración de dosis progresivamente menores de compuestos químicos, era solo una parte de sus cometidos; pero desde el verano de 1977 una puerta lateral se descorría cada noche en el largo y aburrido horario laboral de Clyde, y desde ese momento, y hasta bien avanzada la madrugada, empezaban a sucederse los milagros.